El joven apodado «señor catedrático» durante la construcción de la carretera en el norte no se encontraba en casa cuando Flóvent y Thorson llegaron en coche a su domicilio, una ratonera metida en un sótano de la calle Öldugata. Habían regresado rápidamente por Suðurnesjavegur tras su encuentro con el jefe de obra con el nombre del muchacho en el bolsillo. El antiguo jefe de obra les contó que el joven tenía pensado ir a la universidad, así que se dirigieron directamente al nuevo edificio universitario de la barriada de Melarnir. Allí descubrieron que estaba matriculado en estudios nórdicos y cursaba segundo de carrera. Consultaron sus horarios y concluyeron que probablemente habría salido ya de clase. No tardaron mucho en conseguir su dirección.
La tarde avanzaba sobre ellos. Flóvent y Thorson estaban sentados en el interior del coche, a poca distancia del sótano, y observaban a la gente que pasaba por Öldugata. El estudiante se hizo esperar, y ellos aprovecharon ese tiempo para hablar con los vecinos del edificio, pero estos poco pudieron contarles sobre él. Vivía en el sótano desde las últimas navidades y no causaba ningún jaleo ni alboroto, todo lo contrario. Parecía tranquilo, cordial en el trato diario y apacible en todos los aspectos. No, en general, no creían que anduviera mucho de ligoteo o que se viera con chicas. Seguramente no tenía tiempo para esas cosas. Estaba centrado sobre todo en su carrera, aunque sí se sabía al menos otra afición al margen de los estudios: la ornitología. En ocasiones lo veían salir pertrechado de unos buenos prismáticos que llevaba colgados por una correa de cuero y sabían que recorría la península de Seltjarnarnes y otras zonas para observar la avifauna.
Flóvent empezaba a sospechar que el joven tardaría mucho en llegar a casa y ya estaba pergeñando otras maneras de dar con él. La calefacción del coche era infame, la tarde refrescaba y comenzaban a sentir hambre y frío allí sentados. Poca gente caminaba por la calle a aquella hora del día, todos estaban en sus casas sentados a la mesa, cenando. Flóvent recordó a su padre, que siempre lo esperaba en casa para comer por mucho que él insistiera en que no lo hiciera. Se lo imaginó dormitando sobre el banco de la cocina, cansado tras una larga jornada de trabajo en el puerto.
—Si el universitario resulta ser el hombre que estamos buscando ya no tendrás que preocuparte más por este asunto —dijo Flóvent tras un largo silencio—. En ese caso el ejército no tendrá nada que ver con la investigación.
—¿No deberíamos esperar y ver qué pasa? —preguntó Thorson.
—Sí, claro, pero creo que este problema empieza a alejarse de tus representados. Del ejército, quiero decir.
—Eso parece —comentó Thorson—. Aunque si no te importa, me gustaría continuar con el caso hasta que se resuelva del todo. Si te parece.
—No tengo nada que objetar —dijo Flóvent—. Cualquier ayuda será bien recibida.
—Bien.
—Pensé que quizá tendrías otras cosas de las que ocuparte. Llevas todo el día más callado de lo normal.
—Sí, perdona, hoy he tenido la cabeza en otro sitio.
—Seguro que os llegan muchos casos a la Policía Militar —aventuró Flóvent—. Y no todos serán igual de divertidos.
—No, eso está claro —respondió Thorson.
Sabía que Flóvent tenía razón, llevaba todo el día con la cabeza en otro sitio. A diario se remitían todo tipo de asuntos a la Policía Militar, como era normal al congregarse decenas de miles de militares en un lugar tan limitado. Algunos casos eran conflictos sin importancia, pero otros eran más trágicos. Se libraba una guerra mundial y los jóvenes eran enviados a continentes y océanos para combatir al enemigo. Cada uno se adaptaba a la guerra de distinta manera. A unos no les amedrentaba nada y esperaban con entusiasmo los enfrentamientos, querían llegar cuanto antes a tierra y luchar contra los nazis. Otros temían lo que les depararía el futuro lejos de sus seres queridos, lejos de la vida que conocían y que les era familiar. La noche en que se halló el cuerpo de Rósamunda, Thorson se hallaba en el sur de Reikiavik, en Nauthólsvík, en el barrio de barracas de la división aérea de la marina, no muy lejos de la granja de Nauthóll. Allí había un complejo de barracones militares y, cuando llegó en su coche, Thorson recordó que allí había visto a Winston Churchill durante una breve visita a Islandia en agosto de 1941 tras un encuentro en el océano Atlántico con Franklin D. Roosevelt, el presidente de Estados Unidos. Aquella tarde Thorson había tenido que acudir a la barraca que alojaba el taller de zapatería del ejército. Un joven militar prefirió quitarse la vida antes que arriesgarla frente a las armas enemigas. Acababa de cumplir veinte años y procedía de un pueblecito de Kentucky. Sus amigos lo describían como un muchacho jovial y simpático que temía, como tantos otros, que lo enviaran al frente. Se hablaba mucho sobre la inminencia del traslado de las tropas de Islandia a Francia, donde se decía que las fuerzas invasoras de los aliados tomarían tierra. No se encontró ninguna otra razón que explicara por qué había recurrido a aquella medida desesperada. No dejó ninguna carta y nadie entre sus amigos más cercanos pudo sospechar lo que estaba por acontecer aunque, pensándolo bien, desde varias semanas atrás se mostraba bastante apesadumbrado y preocupado por el futuro. Nadie pensaba que estuviera apenado por alguna relación amorosa. No había dejado en su pueblo a una novia a la que echara de menos y no había mantenido ningún contacto con jóvenes islandesas. En su cartera encontraron unos cuantos dólares y una fotografía de su madre y sus dos hermanas.
—Siempre es duro que suceda algo así —dijo Flóvent cuando Thorson le explicó el caso del joven militar.
—Así es. Son muchos los que están atemorizados.
—¿Te enviarán allí cuando los aliados invadan el continente?
—Cuento con ello —respondió Thorson—. No me preocupa esa posibilidad.
—¿Piensas alguna vez en ello?
—Lo cierto es que no. Hay muchas otras cosas en que pensar.
—Podrías tener que marcharte sin apenas previo aviso.
—Sí, supongo. Ya se han puesto en marcha muchos traslados militares a Gran Bretaña.
—Dicen que falta poco para la guerra.
—Es probable.
—¿Conocías al chico de Nauthólsvík, al que se mató?
—No. Me dijeron que lo pasaba muy mal en el ejército.
—¿Y eso?
—Se burlaban de él.
—¿Por qué?
—Uno de sus compañeros me contó que era porque no le gustaba ir con mujeres. Más bien parecía ir en la dirección opuesta…
—¿Será ese el universitario? —le interrumpió Flóvent dándole un codazo.
Thorson levantó la vista y vio que un joven se acercaba caminando por Öldugata en dirección al apartamento del sótano. Era rubio, bastante alto, llevaba un abrigo verde, zapatos recios y unos prismáticos en la mano. Caminaba a grandes zancadas, cabizbajo y pensativo, y tomó el sendero que daba acceso al sótano.
Flóvent y Thorson bajaron del coche y se acercaron sigilosamente. El joven acababa de abrir, pero ellos aparecieron en la puerta antes de que llegara a entrar. Se llevó un susto de muerte al verlos emerger de la penumbra del atardecer. Por lo que parecía, no esperaba visita.
—¿Es usted Jónatan? —preguntó Flóvent.
—Sí —contestó mirando con asombro a los dos visitantes.
—Somos de la policía —dijo Flóvent—. Nos gustaría hablar con usted sobre un caso que estamos investigando. ¿Podemos pasar?
—¿De la policía? —preguntó el joven, sorprendido—. ¿Qué caso?
—¿Podemos entrar un momento?
El joven alternó la mirada entre Flóvent y Thorson sin entender lo que ocurría.
—¿Qué caso? —preguntó.
—Guarda relación con una joven llamada Rósamunda —aclaró Thorson.
—Y con otra del norte del país, de Öxarfjörður, llamada Hrund —añadió Flóvent.
El joven todavía llevaba puesto el abrigo y aún sostenía los prismáticos. Los dejó y colgó el abrigo en una percha. Flóvent y Thorson esperaron.
—Sí, disculpad, pasad —les ofreció—. No sé en qué… cómo puedo ayudaros.
—¿Estaba usted avistando aves? —preguntó Flóvent señalando los prismáticos.
—Sí, salí a observar los cormoranes que hay al oeste, en Seltjarnarnes. No hace falta que me traten de usted.
—¿Te interesa la ornitología?
—Sí, bastante.
—Dime otra cosa, ¿formaste parte de un equipo de trabajo para la construcción de una carretera en el norte, en Öxarfjörður o en los alrededores, hace unos tres años?
El joven acompañó a aquellos dos invitados vespertinos inesperados hasta un pequeño salón que también hacía las veces de dormitorio. En una esquina vieron una cama hecha con un edredón y una colcha. Bajo una ventana alta había un escritorio y, en dos de las paredes, unas estanterías con libros. El cuchitril contaba también con una cocina diminuta y un cuarto de baño todavía más pequeño.
—Trabajé en la construcción de una carretera en aquella zona, así es.
—Tenemos entendido que eres de Akureyri —comentó Thorson—. ¿Cursaste allí el bachillerato?
—En efecto, en el Instituto de Enseñanza Secundaria de Akureyri.
Flóvent echó una ojeada por el reducido salón y a los libros de las estanterías. Sobre el escritorio se amontonaban documentos, material de estudio y una máquina de escribir antigua con una cuartilla blanca en la que parecía haber estado mecanografiando antes de decidir salir a avistar cormoranes en Seltjarnarnes. Junto a la máquina un cenicero contenía algunas colillas y, a su lado, reposaban un paquete de Lucky Strike y una caja de cerillas.
Flóvent echó una mirada de soslayo al paquete y miró a Thorson, pendiente del mismo detalle.
—¿Qué escribes? —preguntó Flóvent señalando la máquina de escribir.
—Estoy redactando un trabajo para la universidad —contestó el joven—. Curso estudios nórdicos. ¿Qué queréis de mí exactamente? ¿Qué…, por qué habéis venido?
—¿Conoces a una muchacha llamada Rósamunda? —preguntó Thorson.
—No —respondió el joven.
—¿Estás seguro?
—Sí, no tendría por qué dudar, no conozco a nadie con ese nombre.
—¿Y Hrund?
El joven observó a Flóvent curiosear sus documentos del escritorio, caminar hasta la estantería y leer el lomo de los libros forzando la vista.
—¿Conocías a una muchacha llamada Hrund mientras trabajabas en la construcción de la carretera, en el norte, en Öxarfjörður? —preguntó Thorson.
El estudiante no apartaba la vista de Flóvent.
—¿Qué buscas? —preguntó haciendo como si no hubiera oído a Thorson.
—Estos libros…
—¿Qué les pasa?
—¿Qué escribes? —preguntó Flóvent girándose hacia el universitario.
—Un ensayo —contestó Jónatan—. Trata de…, bueno, de varias cosas.
—¿Todos estos libros son tuyos?
—No, muchos son de bibliotecas. Los necesito para mi trabajo.
Flóvent se volvió hacia las estanterías, sacó un libro y lo abrió.
—Tu jefe no se lo ha inventado —dijo.
—¿Quién?
—Tu jefe de obra, allá en el norte. Nos contó que estabas muy interesado en los cuentos populares. Y es cierto, la mayor parte de estos libros tratan sobre cuentos y leyendas populares islandeses. —Flóvent miró a Thorson—. Historias de fantasmas. Lugares encantados. Tabúes. Elfos.
—Mi ensayo trata sobre las creencias populares islandesas desde la colonización de Islandia hasta nuestros días —explicó el joven.
—No has respondido a mi última pregunta: ¿conocías a Hrund? —quiso saber Thorson.
—Hablé con ella alguna vez —admitió finalmente tras mirar detenidamente a ambos agentes—. Os referís a la chica que se arrojó a la cascada Dettifoss, ¿no?
Flóvent asintió con la cabeza.
—Charlamos alguna vez. No la conocía bien.
—¿Sabes si le interesaban los cuentos y leyendas populares?
—¿A ella? ¿Por qué…? Yo no le hice nada, si es eso por lo que estáis aquí. No le hice nada de nada. ¿Es esa la razón por la que habéis venido?
—¿Por qué crees que alguien pudo hacerle algo? —preguntó Flóvent—. No hemos mencionado nada de eso.
El universitario volvió a mirarlos una vez más, allí, en aquella ratonera que parecía hacerse cada vez más pequeña a medida que transcurrían los minutos.
—No sé nada acerca de ella —insistió Jónatan—. Nada.