El día después de su viaje a Hvalfjörður, Thorson y Flóvent se citaron en Fríkirkjuvegur. Pretendían conversar con el antiguo jefe de obra de la Administración de Carreteras. Vigga citó su nombre a Flóvent y este pudo averiguar después de varias llamadas que, tras dejar la administración ahora trabajaba como encargado para el ejército norteamericano en el aeropuerto Patterson, en Suðurnes.
Condujeron por Suðurnesjavegur. Hacía un día espléndido. El cielo estaba encapotado en su mayor parte, aunque en algunas zonas el sol se abría paso entre la cubierta de nubes y su luz brillante incidía sobre la superficie del océano al oeste de la península de Reykjanes. Flóvent instruyó a Thorson sobre la rica tradición islandesa de cuentos populares que el pueblo mantenía vivos a lo largo de los siglos, transmitiéndolos de generación en generación durante los largos y oscuros inviernos, cuando cada sonido que aullaba en el viento podía ser la aparición de un fantasma con heridas mortales abiertas, cada colina era morada de elfos y cada roca un palacio oculto. Todo ello se entremezclaba con historias de ogros y troles que se convertían en piedra al llegar el día; cuentos de nykrar, criaturas que se hundían bajo el agua gélida de los lagos y asemejaban caballos, pero con los cascos del revés; o relatos sobre tilberar, que succionaban la sangre de los muslos de las mujeres. Las historias más fantásticas surgían de la relación entre el hombre y la naturaleza, de las penurias con que se vivía en granjas miserables y del miedo a la oscuridad del invierno. Si además se narraban con verdadero ingenio y una imaginación portentosa, nacían mundos legendarios que la gente podía considerar tan auténticos como la vida misma.
—Pero eso son cosas de los viejos tiempos —comentó Thorson mientras llegaban al aeropuerto—. Suena como sacado de épocas ancestrales.
—Supongo que la modernidad se está llevando todas esas historias por delante —dijo Flóvent—. Aunque no deja de sorprender cuántos creen todavía en elfos y seres ocultos. Muchas de esas historias, por increíble que parezca, todavía perviven hoy en día.
Aparcó el coche junto a una barraca situada detrás de un gran hangar y miró a Thorson. Había pasado la mayor parte del trayecto en silencio, como ensimismado.
Les indicaron dónde encontrar al encargado, un islandés llamado Brandur que estaba al mando de un pequeño grupo de trabajadores que se ocupaba del mantenimiento del aeropuerto. El recinto se había construido en Sviðningar, cerca de Njarðvík, y había comenzado a operar dos años atrás. Allí se habían levantado bases de aviones de combate norteamericanos cuya misión era la defensa aérea del extremo suroeste del país. El aeropuerto recibía su nombre de un joven piloto fallecido en el cumplimiento de su deber en Islandia. Era uno de los dos aeropuertos de la zona. El otro se llamaba Meeks en honor a otro joven piloto caído en la costa islandesa.
Cuando llegaron Flóvent y Thorson, les dijeron que Brandur y su equipo estaban colocando nuevas balizas en la pista de aterrizaje. Flóvent preguntó por el encargado.
—¿Para qué lo buscas? —inquirió un hombre barrigudo que llevaba un gorro sucio con visera y sostenía un cigarrillo entre sus cortos dedos.
Estaba apoyado contra un camión verde del ejército y observaba cómo trabajaban sus hombres. Al ver que no trataba de usted a Flóvent, este le pagó con la misma moneda.
—¿Eres Brandur? —preguntó Flóvent.
—¿Y qué si lo soy? —quiso saber quitándose la gorra y rascándose la calva.
—Nos gustaría hablar contigo sobre la época en que dirigías a un grupo de trabajadores en Öxarfjörður. Sería más conveniente que pudiéramos charlar en un sitio tranquilo.
El hombre los miró alternativamente, uno iba vestido de civil y el otro, más joven, llevaba el uniforme de la Policía Militar. Los trabajadores interrumpieron su labor y también observaron fijamente a los invitados.
—¿En Öxarfjörður? ¿A qué te refieres?
—¿Te importa acompañarnos al hangar? —insistió Flóvent—. Te lo explicaremos en un sitio más tranquilo.
Brandur vaciló, no tenía claro qué se estaba cociendo allí, pero le picaba bastante la curiosidad. Finalmente ordenó a sus hombres que dejaran de hacer el gandul y continuaran trabajando e invitó a Flóvent y Thorson a subirse con él al camión, en el que recorrieron el corto trecho que los distanciaba del hangar, donde los llevó a un pequeño despacho. Brandur se repanchigó en la única silla de la oficina. Flóvent fue directo al grano.
—¿Recuerdas a una joven que desapareció de una granja de la zona de Öxarfjörður cuando trabajabas allí construyendo una carretera?
—¿Te refieres a la que se tiró a la cascada?
—¿Lo hizo?
—Eso creían algunos.
—Entonces conoces el caso.
—Lo recuerdo bien. Una historia desoladora. Una tragedia —añadió mientras sacaba un cigarrillo de un paquete de Camel con sus dedos gruesos amarilleados por el tabaco—. ¿Se puede saber qué tiene eso que ver conmigo?
—¿La conocías?
—No.
—¿La conocía algún miembro de tu equipo?
—No, que yo sepa. ¿Me estás preguntando si alguno de mis hombres la mató?
—¿Por qué crees que la mataron?
—Se contaban toda clase de historias allá en el norte.
—¿Como cuáles?
—Como que sufría de mal de amores y se arrojó a la cascada Dettifoss. Nadie supo lo que pasó. De alguna manera, la gente necesitaba completar las lagunas de la historia.
—¿Oíste alguna vez si alguno de tus hombres hablaba de ella antes o después de su desaparición? —quiso saber Flóvent.
—Todos estaban impactados y afectados y recuerdo que participamos en su búsqueda, pero si estás tratando de insinuar que alguno de mis chicos le hizo daño, lo niego rotundamente.
—¿No oíste comentar nada sobre ella a alguno de tus hombres que te resultara extraño o que en su momento te llamara la atención? ¿Recuerdas haber escuchado alguna palabra que te pareciera fuera de lugar?
—No sé a qué te refieres —respondió Brandur y seguidamente dio una calada a su Camel—. ¿La habéis encontrado? ¿A la chica aquella?
Flóvent negó con la cabeza.
—¿Recuerdas haber oído allí algo relacionado con creencias populares? —continuó—. ¿Algo sobre los elfos?
—No —contestó Brandur con una expresión en el rostro que indicaba claramente que no entendía adónde iba a parar aquella conversación.
—Esos hombres que tienes ahora en el aeropuerto, ¿son los mismos que estaban contigo en el norte?
—No, son todos del suroeste, de Suðurnes. Los del norte eran casi todos de por allí.
—Tenemos entendido que en las cercanías había militares británicos —añadió Thorson.
—Sí, sus bases estaban en Kópasker —dijo Brandur—. Buenos chavales, jovencitos, en general sorprendidos de encontrarse en aquella zona, en los confines del mundo.
—¿Conocían a chicas islandesas?
—Seguramente. Yo no estaba al tanto de eso.
—¿Sabes si la joven en cuestión mantenía algún contacto con ellos?
—No, tendríais que preguntarle a sus familiares. ¿Por qué me lo preguntáis a mí?
—¿Y tú? ¿Conoces a su familia?
—No. Yo solo sé que eran muy buena gente —aseguró Brandur—. Gente que cuidaba de su reputación. Me dio mucha pena ver cuánto les afectó lo ocurrido.
—¿Te acuerdas de alguien que estuviera de paso por la zona en aquel entonces? Las granjas debían de recibir a bastantes invitados —supuso Flóvent.
—Sí, sí, se movía bastante tráfico por allí, no nos pasaba por alto.
—¿Recuerdas algo peculiar en ese aspecto?
—No… ¿Peculiar…?
Flóvent miró a Thorson como si no fueran a obtener mucha información del hombre.
—No sé a qué te refieres con peculiar. Evidentemente estuvieron por la zona algunas personas de autoridad durante todo el verano, como era costumbre. Ricachones que supieron hacer de la guerra un negocio y que venían de Reikiavik para pescar salmón. También gente de Akureyri, el presidente de la asociación, esa gentuza que se pasa el día chupándoles la sangre a los granjeros. Los capitalistas de la cooperativa. Porque vaya si lo son. Mi querido Stalin se sacudiría de un plumazo a semejantes caballeros. Y algunos políticos se los querían meter en el bolsillo. Hasta dos o tres diputados andaban por allí.
—¿Los capitalistas de la cooperativa?
—Sí, esa clase de hombres.
—¿Y había diputados en el norte?
—No sé muy bien de dónde venían. Por allí se comentaban sus peripecias, borracheras en cabañas de pesca y esas cosas. Esos excesos de los que nosotros, los del pueblo llano, no podemos disfrutar pero que, sin embargo, financiamos hasta el último céntimo.
—¿Tú no le hiciste nada a la chica? —preguntó Thorson.
—No —respondió Brandur.
—¿Eres aficionado a los cuentos populares islandeses? —preguntó Flóvent.
—¿Qué quieres decir?
—Elfos, seres ocultos… ¿Te interesan esos temas?
—¿A mí? En absoluto. No creo en ninguna de esas cosas.
—Muy bien —concluyó Flóvent mirando a Thorson—. Me parece que esto es todo. No pretendemos retenerte aquí todo el día. Gracias por tu ayuda.
Brandur se levantó y los acompañó hacia el camión cruzando el hangar. Todos los aviones se encontraban fuera, realizando vuelos de control, por lo que la nave estaba en calma. Sentados a una mesa unos mecánicos fumaban y jugaban al póquer sin prestarles la menor atención. En la radio sonaba música de Glenn Miller.
—Ahora caigo en que sí había un chaval en mi equipo al que le interesaban mucho los elfos y esas cosas —explicó Brandur mientras trepaba al camión—. Hacía el bachillerato en Akureyri, era un ratón de biblioteca, un poco rarito. Siempre iba solo. Los hombres le tomaban el pelo, lo llamaban «señor catedrático» y cosas así, sin malicia. Pero trabajaba duro. Ya lo creo que sí.
—¿Y tenía interés en los elfos?
—Sí, bueno, en cuentos y leyendas populares. Parecía conocer una zona encantada junto a la carretera. Era raro en ese sentido, ya me entiendes, pero muy buen chaval.
—¿Sabes dónde lo podemos localizar? —preguntó Flóvent.
—Me parece recordar que quería ir a Reikiavik para estudiar en la universidad —dijo Brandur y, a continuación, puso en marcha el vehículo con un estruendo, dio marcha atrás, cerró de un portazo la puerta del conductor y se asomó por la ventanilla bajada—. Pero no sé qué fue de él.