El médium los esperaba en el salón, al anochecer. Sobre la mesa ardían unas cuantas velas y las ventanas estaban cubiertas por gruesas cortinas. El médium tenía unos cuarenta años, era bajo, simpático, con manos suaves y finas y una sonrisa cálida. Estaba un poco encorvado, llevaba un traje oscuro desgastado y por su aspecto parecía tener resaca. El matrimonio creía que desprendía cierto halo místico y les sorprendió lo campechano que se mostraba. Les esperaban dos sillas dispuestas por el padre de Konráð y tomaron asiento en ellas. En la sesión también estaban presentes otros tres hombres, todos ellos vestidos pobremente, un hombre mayor duro de oído y un padre con su hijo. La esposa y madre había pasado a mejor vida tras una dura enfermedad y su marido y su hijo querían asegurarse de que le iba bien en su nuevo paradero. El anciano no asistía por ninguna razón en particular, pero le interesaba saber en qué idioma se manifestaban los mensajes de ultratumba. El médium no necesitaba sentarse. Permanecía de pie delante de todos y deambulaba por el salón captando las corrientes que le llegaban, pues él no era más que un intermediario, tal y como les explicó. «Yo únicamente les transmito mensajes», dijo.
—Entonces, ¿no entra en trance? —quiso saber la mujer. El matrimonio estaba familiarizado con ese tipo de sesiones, pero era la primera vez que visitaban a aquel médium.
—No —contestó el médium—, no es el caso. Es más como si me atravesaran las corrientes.
El anciano se llevó una mano al oído para escuchar mejor.
—¿Cómo dice?
—Estoy explicando cómo funciona todo.
—Contactará en islandés, ¿no? —atronó la voz del hombre.
El médium asintió y comenzó la sesión interrogando a fondo a los presentes sobre diversas cuestiones. Surcaban el salón distintos nombres de persona, unos conocidos por los asistentes y otros no. Si no reconocían alguno, el médium pasaba rápidamente a otro. Si obtenía una reacción positiva, continuaba preguntando sobre dicha persona y describiendo tanto su aspecto físico como algún rasgo de su carácter hasta que comenzaba a vislumbrar de quién podía tratarse. Todo ello venía acompañado de recados que aclaraban que todo iba bien, incluso agradecimientos, en ocasiones aromas, en otras muebles, cuadros o prendas de vestir. El padre y el hijo reconocían algunas cosas y el anciano otras. Tras dedicarles un tiempo generoso, pasó a los padres de Rósamunda.
—Yo… Aquí hace frío y está oscuro —declamó el médium colocándose frente a ellos, con los ojos medio abiertos e inclinando la cabeza—. Frío y oscuro, y aquí hay un hombre que está de pie… de pie en medio del frío y yo… me parece como si llevara unas manoplas, es como si llevara puestas unas manoplas, y tiene frío. Unas manoplas hechas con lana hilada de dos colores. ¿Lo reconocen?
El matrimonio no respondió.
—Es… ¿puede ser que esté empapado de agua de mar? —preguntó el médium—. ¿Qué esté totalmente empapado de agua de mar?
—Sí —respondió la mujer dudando—. Si se trata de él. ¿Ha dicho usted lana hilada de dos colores?
—¿Las manoplas? —aclaró su marido.
—Dice que ustedes siempre lo apoyaron y le gustaría darles las gracias por todos los cafés a los que lo invitaron —prosiguió el médium sin inmutarse—. Me parece que se llama Vilmundur o Vilhjálmur o algo parecido.
—¿No será Mundi? —preguntó la mujer mirando a su marido.
—Siento como si se hubiera ahogado —reveló el médium—. Siento como si hubiera fallecido. ¿Es eso cierto?
—Se hundió en el golfo de Faxaflói —contestó el hombre—. En Skagi. Tres hombres en total.
—Le tejí unas manoplas de lana —añadió la mujer—. Que Dios lo bendiga.
—Veo… me parece que hay un cuadro, o igual una vista desde una casa luminosa, y flota ese intenso aroma a café. Una casa muy bonita. Y rosquillas. Noto ese aroma intenso a café, y hay algo más, como rosquillas o bizcochos recién hechos o algo parecido.
—Mundi decía muchas veces que yo hacía unas rosquillas riquísimas —comentó la mujer mientras asentía con la cabeza, en señal de corroboración, hacia el padre y el hijo, que no perdían detalle, en silencio, desde sus sillas.
—Siento como si él estuviera en una iglesia y me parece como si… oigo música. ¿Puede ser? ¿Sonaba mucha música a su alrededor?
—Es posible, tocaba el órgano —informó el padre de Rósamunda.
—Gracias —contestó el médium—. Les dice que no se preocupen de…
El médium enmudeció. Parecía escuchar con renovada atención un mensaje procedente del más allá. Guardó un prolongado silencio sepulcral, como si tuviera dificultades para captar el mensaje. Finalmente, dio de pronto un paso hacia atrás y se quedó petrificado, todavía con los ojos medio cerrados.
—Dice que ella lo acompaña. Ella… ustedes ya saben quién.
La mujer comenzó a jadear.
—Pobre niña.
—¿Puede verla? —preguntó su marido, entusiasmado.
—Él no quiere… dice que ustedes ya saben a quién se refiere y que no deben preocuparse.
—Pobrecita —dijo la mujer echándose a llorar mientras su marido la consolaba.
El médium calló. Pensaron que estaba escuchando en lo más profundo de la eternidad y no se atrevieron a hablar hasta que el padre de Rósamunda no pudo aguantar más.
—¿Está dispuesta a decirnos quién fue? —susurró.
El médium permanecía de pie sin mover ni un dedo y así transcurrió un largo rato. Los invitados no osaban moverse. El padre y el hijo miraban fijamente al médium y el viejo sordo no parecía perder detalle. Los padres de Rósamunda se cogieron de la mano.
—¿Está dispuesta a decirnos quién fue? —volvió a preguntar el padre.
El médium no respondió, pero comenzó a agitar la cabeza y dar zancadas por el salón y anunció que la conexión estaba rota y que ya no le quedaba más energía.
La sesión se dio por concluida. El médium se desplomó sobre una silla, extenuado, y el padre de Konráð le acercó un vaso de agua. Los padres de Rósamunda permanecieron sentados, aturdidos, como si apenas pudieran creer lo ocurrido.
Así transcurrió un buen rato, mientras todos se recuperaban. Los allí presentes estaban convencidos de que había sucedido algo grande y milagroso.
El padre de Konráð descorrió las gruesas cortinas y fue a la cocina para traer café a los asistentes, que sirvió en tazas, acompañado de terrones de azúcar cande. El hombre sordo derramó el café por el plato y lo sorbió ruidosamente.
—Qué raro lo de las manoplas —comentó el padre de Rósamunda—. Que lo mencionara.
—Precisamente ayer le contaba al dueño de esta casa que Mundi se volvía loco por mis rosquillas —dijo la mujer—. Y le conté lo de las manoplas. Que se las hice con lana hilada de dos colores.
El padre y el hijo miraron al matrimonio.
—¿Llegó a contárselo usted? —preguntó el más mayor sin dejar de mirar al padre de Konráð.
—¿El qué? ¿Qué le contó? —preguntó el anciano.
—Ya lo creo —confirmó la mujer—. Le hablé de mi Mundi y de cómo murió ahogado.
—¿Y le parece acertado?
—¿Acertado? ¿Qué quiere decir?
Sentado a la mesa de la cocina, Konráð contemplaba la puesta de sol por la ventana que daba al oeste mientras rememoraba el relato de su padre sobre la sesión con el médium. Konráð lo recordaba a la perfección. Contaba dieciocho años cuando su padre le habló de aquella sesión con el matrimonio que perdió a su hija y de cómo se sacaba unos céntimos aprovechándose de gente ingenua que se sentía afligida. Nunca le había hablado antes de ello, así como tampoco de otros trabajos dudosos que llevó entre manos a lo largo de esa época. En aquella ocasión estaba más borracho que de costumbre y se mostraba más sentimental y dispuesto a conversar con su hijo sobre ciertos aspectos oscuros de su vida pasada.
—Era todo coser y cantar —le dijo con su voz ronca mientras fumaba sin parar—. La gente estaba dispuesta a dejarse engañar sin descanso y cuanto más pagaba, más parecían querer tragarse según qué mentiras. ¡Al diablo si no era todo un juego de niños!
Konráð no pudo percibir ni rastro de arrepentimiento en la actitud de su padre. Nunca se disculpó por lo que era o lo que hacía a los demás, pero en esa ocasión Konráð no pudo evitar preguntarle cómo era capaz de jugar con las desgracias de los otros y estafarlos.
—Si la gente se quiere dejar engañar, allá ella —fue la respuesta que obtuvo—. Aunque ciertos poderes sí tenía aquel médium. No era la primera sesión que hacíamos y si nadie descubrió nunca el pastel fue porque el tipo poseía algún don, o eso me parecía a mí, a pesar de ser un puñetero chapucero. Algunas cosas no me las había dicho la mujer, como lo del órgano, pero quizá tuvo suerte y ya está. Hacía falta un poco de suerte para hacerlo bien. Otras cosas, como lo de las manoplas y lo de cómo murió ahogado el tal Mundi se lo dije yo por lo bajini antes de que llegaran. En cuanto el padre y el hijo se enteraron de que la mujer estuvo hablando conmigo antes de la sesión se pusieron como locos, llamaron a la policía y se acabó la historia. El timo del falso médium se destapó del todo. A mí me consideraron su secuaz —recordó el padre de Konráð soltando una carcajada—. ¡Su secuaz!
—¿Solíais hacerlo así? —preguntó Konráð—. ¿Hablabas primero con la gente y luego le contabas la conversación al médium?
—No seguíamos ningún método —contestó su padre—. Ese vidente en concreto celebraba todas las sesiones en nuestra casa y yo me encargaba de reunir información sobre los asistentes. A veces se presentaban las mismas personas una y otra vez y él las conocía bien. Como el padre y el hijo. Era la tercera vez que acudían. En otras ocasiones no las conocía de nada y entonces explicaba que le venía bien tener algo en las manos para entrar en calor, como él decía. —Guardó silencio unos instantes—. Seguramente nunca debió haber descrito las manoplas de esa manera —concluyó—. De todas formas, lo curioso es que el muy idiota sí llegó a sentir una presencia. Me confesó, en medio del jaleo que se armó con la policía tras la maldita sesión, que estaba convencido de haber percibido la presencia de su hija y también de otra chica que estaba con ella, y que tenía la sensación de que le había ocurrido una desgracia.
—¿Estaba otra joven con ella?
—Eso insinuaba.
—¿Y qué pasaba con esa chica? ¿Qué desgracia?
—Eso no lo mencionó. No habló con nadie del tema. Ni de nada más de lo sucedido en aquella sesión; total, ya nos habían desenmascarado y nadie le hacía caso.
—¿No describió nada acerca de ella?
—No. Excepto lo del frío. Decía que la envolvía un frío amenazante. Pero mira, Konráð, aquel tipo era un maldito chapucero. Un maldito chapucero, y casi todo lo que salía de su boca se lo chivaba yo.
La historia de la sesión con el médium se había anclado en la memoria de Konráð porque aquella fue la última vez en que tuvo una conversación parecida con su padre. Al poco tiempo, una tarde de invierno a finales de febrero, Konráð regresaba a casa a medianoche y vio un coche de policía frente al sótano donde vivían y dos agentes deambulando fuera de su apartamento. No se asustó especialmente, pues se decía de su padre que era un «buen conocido» de la policía; en ocasiones, si ocurría algo, se cometía algún robo, se arrestaba a algún bullicioso fabricante clandestino de bebidas alcohólicas o se destapaba una gran operación de contrabando, la policía acudía a su domicilio y lo interrogaba, e incluso lo trasladaban a la comisaría de Pósthússtræti. Corría el año 1963 y Konráð había abandonado la escuela de formación profesional, donde hacía un curso de impresión, y había comenzado a beber sin moderación. Su padre no se entrometía mucho en sus asuntos y raramente sabía algo de su madre, que se había mudado con Beta al este, a Seyðisfjörður. Sus compañeros de borrachera eran otros desgraciados echados a perder, sobre todo su padre, a quien divertía contarle «historias del mundillo», como él decía, y entre otras cosas le hablaba de los tiempos en que andaba con el falso médium. Konráð trabajaba sin contrato y de manera intermitente montando armaduras de hierro para hormigón, robaba en las tiendas, forzaba coches y le hacía recados a su padre a cambio de una mísera parte de las ganancias que obtenía en cada ocasión. Nunca lo atraparon en sus actividades y nunca tuvo problemas con la justicia.
Uno de los agentes se dirigió hacia él y le preguntó si vivía allí y si conocía al dueño de la casa. Konráð había aprendido a desconfiar de la policía y se disponía a inventarse algo pero no se le ocurrió nada en especial. Contestó que vivía con su padre en el sótano, y preguntó si lo estaban buscando.
—No, no lo estamos buscando —dijo uno de los agentes—. ¿Estabas con él esta tarde?
—No —respondió Konráð—. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Estás seguro?
—Sí.
—¿Sabes con quién iba a verse?
—¿Por qué lo quieres saber? —preguntó Konráð.
—¿Había tenido alguna disputa recientemente? ¿Alguien iba tras él? ¿Sabes algo al respecto?
—¿Tras él? ¿A qué te refieres?
—Tu padre ha fallecido, muchacho —dijo el otro agente—. ¿Sabes si pretendía entrar a la fuerza en el matadero de aquí abajo, en Skúlagata?
Konráð no estaba seguro de haber escuchado bien.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. ¿De qué estás hablando?
—Lo han encontrado tirado en el patio del matadero —informó el agente—. Apuñalado. ¿Sabes con qué propósito fue hasta allí?
—Pero ¡¿qué estás diciendo?! ¡¿Apuñalado?! ¡¿Que lo han apuñalado?!
—Sí, herido de muerte.
Konráð miró fijamente a los agentes. Los habían enviado para hablar con los parientes del difunto. Conocían bien a su padre y les parecía innecesario mostrar consideración alguna a borrachos y ladrones de poca monta. En aquel momento llegó un coche, aparcó junto a la casa y de él bajó un agente de policía. No llevaba uniforme, como los otros, y resultó ser de la Policía Judicial.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó Konráð enfurecido dando un empujón a uno de los agentes que habían llegado primero.
Lo que más deseaba era golpearle pero el compañero del policía agarró inmediatamente a Konráð, lo arrojó contra la calzada y lo cogió del cuello. Konráð luchaba con uñas y dientes e hicieron falta los dos agentes para reducirlo. Cuando hubieron conseguido calmarlo un poco, lo volvieron a poner en pie.
—Soltadlo —dijo con voz cansada el agente de la Policía Judicial—. Dejadlo tranquilo.
Los dos agentes pusieron objeciones pero soltaron a Konráð.
—¿Te han explicado lo ocurrido?
—Sí.
—¿Eres su hijo? —preguntó el hombre.
—Sí —contestó Konráð—. Me han dicho que lo han apuñalado. ¿Qué ha ocurrido? ¿Por qué lo preguntan? ¿Está muerto?
—¿Estás seguro de que no sabes lo que ha ocurrido?
—Sí, yo… no me lo puedo creer.
—¿No sabes quién le ha agredido?
—¿Agredido? ¿Yo? No, yo estaba en el centro. ¿Se puede saber qué ha pasado? Está… ¡¿Está muerto?!
El hombre de la Policía Judicial asintió. A diferencia de los otros agentes, se dirigía a Konráð con calma y sencillez y le explicó que un transeúnte se encontró a su padre en el suelo, ensangrentado, a poca distancia de la entrada al Matadero del Sur de Islandia, en Skúlagata. Le asestaron dos puñaladas y después lo dejaron tirado en la calle. Nadie vio al agresor y se desconocía quién era. Konráð no les pudo dar muchos detalles sobre las idas y venidas de su padre. No sabía con qué fin había ido al matadero o había bajado hasta la calle Skúlagata y no tenía ni idea de con quién se habría visto allí o a quién podría haberse encontrado. En sus tiempos, su padre había mantenido enfrentamientos y conflictos con muchas personas y frecuentaba malas compañías. Konráð supo enseguida que todo aquello tenía algo que ver con la causa de su muerte.
—Te acompaño en el sentimiento, hijo —dijo el agente—. Lamento que tengas que escuchar algo así. Si hay algo que pueda hacer por ti o hay algo que te inquiete, que necesites saber, lo que sea, ponte en contacto conmigo.
Nunca se descubrió quién asesinó al padre de Konráð. Se llevó a cabo una investigación exhaustiva del homicidio, pero no arrojó ningún resultado y el caso se convirtió en uno de los rompecabezas sin resolver de la policía. Sin embargo, la muerte de su padre hizo que Konráð saliera poco a poco de la mala vida que había llevado hasta entonces, se volvió a matricular en la escuela de formación profesional y terminó el curso de impresión. El destino quiso que al cabo de unos años ingresara en el cuerpo de policía y de ahí se trasladó a la Policía Judicial. Después de acceder al cargo, algunos de sus compañeros cuchicheaban a veces sobre su padre y en algunas ocasiones le preguntaron por el caso, pero Konráð se mostraba ofendido y no quería hablar de aquello. Lo que nunca olvidó fue la cercanía y la cordialidad que el agente del departamento judicial le mostró en un momento tan difícil de su vida.