El jeep militar recorría sin dificultad la abrupta carretera que accedía a la casa de piedra, en la colina situada al este del río Elliðaár. Flóvent se fijó en que alguien los observaba mientras renqueaban en dirección a la granja, dos caras curiosas en la ventana que desaparecieron rápidamente en cuanto bajaron del jeep.
Por el camino fue dándole a Thorson todos los detalles sobre la visita que realizara a Vigga, y este no pudo ocultar su sorpresa al conocer la información obtenida de Ingiborg en relación con otra joven que vivía lejos de Reikiavik, que posiblemente también fue violada y que mencionó haber sido atacada por elfos, al igual que Rósamunda, para luego desaparecer de repente ya que, con toda probabilidad, se había suicidado.
—¿Hablamos entonces de dos casos relacionados, cada uno en una región distinta del país? ¿Es posible? —dijo tras la conclusión del relato.
—Eso parece —respondió Flóvent—. Cuesta pensar que ambas no fueran agredidas por el mismo hombre.
—Y los elfos son el vínculo.
—Sí. Quizá Rósamunda descubrió al acudir a la casa de Vigga que ella no era la única víctima del individuo. Según parece, el agresor pretendía que ambas explicaran su estado del mismo modo.
—Una se deja engañar y repite la historia, pero a la otra le parece un disparate absurdo.
—Con todo, la conclusión es la misma: ninguna quiere delatarlo. Ninguna quiere decir quién las agredió. O bien lo protegen, o bien le tienen miedo.
—¿Cómo puede ser?
—Por algún motivo, la chica del norte estaba predispuesta a echar mano de la mentira para explicar lo sucedido —dijo Flóvent—. Creía en los elfos y en las rocas donde estos habitan. Sin duda conocía historias sobre relaciones entre humanos y elfos, existen incontables narraciones similares recopiladas en libros. Cabe pensar que conociera ese tipo de cuentos populares y leyendas y se creyera algunos de ellos, si no todos.
—Aun así tampoco podemos descartar del todo que se trate de una casualidad —apuntó Thorson.
—No, evidentemente, no podemos descartar nada —corroboró Flóvent—, pero creo que es altamente improbable que no exista una relación. No obstante, ahora sabemos algo que antes desconocíamos.
—¿Qué?
—Que estamos buscando a un islandés. Me extrañaría mucho que los militares extranjeros supieran algo sobre los elfos.
La mujer abrió la puerta antes de que les diera tiempo a llamar y los miró alternativamente.
—Qué señoritos tan elegantes tenemos aquí.
—Somos de la policía —constató Flóvent.
—La policía, qué honor. ¿Y qué queréis de mí?
—Nos gustaría preguntarle sobre una joven que recurrió a sus servicios. Tenemos entendido que ofrece cierta ayuda encubierta —añadió Flóvent, moderando sus palabras al pensar en los niños asomados a la ventana.
—¿Servicio? ¿De qué estás hablando? Vendo huevos de vez en cuando. Eso no es ningún crimen.
—No estamos hablando de eso, creo que ya sabe a lo que me refiero. Es un asunto que no incumbe a nuestra investigación. Ya se encargarán otros de eso. Vendrán a visitarla a lo largo del día. Nosotros estamos haciendo indagaciones sobre una joven que vino a verla hace muy poco y solicitó su ayuda.
—¿Una joven?
—Sí, le habló de unos elfos —detalló Thorson—. ¿La recuerda?
La mujer les miró fijamente.
—¿Os lo ha contado ella? ¿La que se echó atrás? —preguntó.
—No sé de qué habla —repuso Flóvent.
—Una finolis. Frágil como la porcelana. ¿Ha sido ella? —La mujer salió de la casa y cerró la puerta tras de sí—. No me avergüenzo en absoluto de lo que hago —aseguró—. Vosotros, los hombres del demonio, no tenéis que preocuparos de nada. Lo dejáis todo en manos de las mujeres. ¿Qué hay de malo en que ayude a esas pobres muchachas? Que sepáis que no le he hecho daño a nadie. Yo he…
—Como le ha aclarado mi compañero, ese asunto no nos concierne —interrumpió Thorson a la mujer y reparó en sus dedos doblados hacia la palma, tal y como Ingiborg la había descrito—. Deberá dar cuenta a otros de qué tipo de institución benéfica dirige aquí. Nos interesa la muchacha. ¿Qué puede decirnos de ella? ¿Le dijo su nombre?
—No.
—¿Sabe al menos a qué se dedicaba?
—Me contó que trabajaba en un taller de costura sin que yo se lo preguntara.
—¿Es esta? —preguntó Flóvent mostrándole una fotografía de Rósamunda.
La mujer miró la fotografía.
—Sí, es ella.
—¿Sabía que hace poco la hallaron asesinada junto al Teatro Nacional?
—¿Asesinada? No. Sabía que encontraron allí a una muchacha… ¿Era ella?
—¿Le dio algún dato sobre quién era el padre? —intervino Thorson.
—No.
—¿No comentó nada que pudiera hacerle sospechar algo?
—¿Qué quieres decir? ¿Sospechar qué? No sé quién era.
—Si era militar, por ejemplo —sugirió Thorson.
—No, no lo sé. ¿Fue un militar el que la asesinó?
—Sabemos que los militares le envían mujeres —dijo Flóvent.
—Yo de eso no sé nada.
—Volvamos al tema de los elfos —inquirió Thorson—. ¿Qué quería decir?
—Pobre niña, se encontraba tan confusa cuando vino aquí. Hablaba sin ton ni son, no quería nada más que librarse de… que la ayudara con su problema. No podía ni oír hablar de otra cosa. No podía imaginarse teniendo ese bebé. No podía imaginárselo.
—¿Por qué no? —preguntó Flóvent.
—Decía que no tenía ninguna responsabilidad sobre el niño…
—¿En qué sentido?
—Por lo que pude entender, el que la forzó quería que ella le echara las culpas a unos elfos. Lloraba desconsoladamente y quería justificar a toda costa que no era culpa suya, que no tenía ninguna responsabilidad y que no podía imaginarse teniendo el niño. Me dio mucha pena esa pobre muchacha. Alguien la maltrató y ese alguien era un hombre. Un hombre, lo que yo os diga.
El ejército norteamericano había hecho grandes mejoras en la carretera que conectaba Reikiavik con Hvalfjörður tras la construcción de un depósito de petróleo en el margen norte del fiordo. A medida que la guerra avanzaba, el tráfico de barcos se intensificaba en la zona, tanto debido a los barcos militares como a los barcos residencia. El centro logístico de la flota se encontraba en Miðsandur y Litlisandur. Allí se asentaban barracas militares e inmensos tanques de combustible, además de centros de aprovisionamiento que, junto con otras infraestructuras, suministraban el material necesario para la reparación de los barcos. Aquella zona daba trabajo a un gran número de islandeses, entre los que se encontraban dos hermanos de Rósamunda.
Flóvent y Thorson pusieron rumbo hacia el fiordo inmediatamente después de su visita a la mujer de la colina. Era un frío día de febrero, pero el cielo estaba despejado y hacía buen tiempo. Conducían con precaución por la carretera, ya que el trayecto se hacía difícil en algunos tramos resbaladizos. Thorson llevaba consigo unas cadenas por si acaso se les presentaba algún problema, pues la vía estaba salpicada de zonas nevadas.
Flóvent iba explicando a Thorson los lugares de interés de camino a Hvalfjörður y se detuvieron en tres ocasiones para que este último pudiera echar un vistazo a los puentes que encontraban a lo largo del recorrido, todos de un solo carril, hormigonados y con suelo de madera. Thorson deslizaba la mano por los cimientos del hormigón y luego saltaba sobre el suelo del puente y escribía anotaciones en una libreta. A Flóvent le parecía que avanzaban a un ritmo bastante lento, pero no hizo comentario alguno al respecto.
—En el interior de este valle está Glymur, la cascada más alta de Islandia —explicó Flóvent cuando hicieron una parada junto al puente sobre el río Botnsá, al fondo del fiordo—. Algún día tendrías que subir a verla, es una excursión sencilla y entretenida, y no muy larga.
—¿Por qué hay islandeses que no quieren separarse de los daneses? —preguntó Thorson mientras se estiraba por encima de la barandilla del puente—. ¿Creen que aún no ha llegado la hora?
Thorson sabía que la proclamación de la República en Þingvellir, prevista para aquel verano, suponía el fin de seiscientos años de soberanía danesa sobre Islandia. A pesar de que dicha soberanía se había atenuado considerablemente desde la lucha por la independencia en los siglos XIX y XX, todavía faltaba dar el último paso hacia la secesión absoluta del país. La República de Islandia se instauraría el 17 de junio, coincidiendo con la fecha de nacimiento del héroe de la independencia, Jón Sigurðsson, a pesar de que los críticos proclamaban que debían esperar a que los daneses pudieran quitarse de encima a los nazis.
—Diría que todos quieren romper las relaciones —aventuró Flóvent—. Pero a muchos no les parece que sea el momento adecuado. Los daneses están en guerra, por eso algunos consideran que se debería esperar. No quieren ofender al rey.
—¿Acaso a los islandeses os importa el rey?
—A mí no, en absoluto —contestó Flóvent.
—Peor es que se baraje la posibilidad de que el ejército norteamericano no se marche cuando termine la guerra —dijo Flóvent de vuelta en el asiento del coche.
—Pero os hace falta defensa militar. No tenéis ejército.
—Lo que necesitamos es neutralidad —afirmó Flóvent poniendo el coche en marcha—. Aquí un ejército no pinta nada.
—¿Preferirías ser neutral en esta guerra?
—Otros lo han conseguido.
—Lo que quieres decir es que estáis sustituyendo a los daneses por los norteamericanos.
—Supongo. Corren tiempos extraños.
Se detuvieron en la barrera de seguridad del desvío que accedía al área militar. Thorson mostró su placa y les dejaron pasar sin problemas. Los hermanos de Rósamunda trabajaban en el centro de aprovisionamiento; antes de su llegada, Thorson había llamado al supervisor del centro, un coronel llamado Stone, para pedirle que les echara una mano. Stone habló a su vez con el jefe del contratista islandés que trabajaba allí y este dio el recado a sus subordinados. Cuando llegaron Thorson y Flóvent, los hermanos los esperaban en el despacho del contratista. En el mar se divisaban barcos militares británicos y estadounidenses y un gran petrolero que repostaba en Hvalfjörður para transportar el petróleo a la flota en mar abierto. Sobre la cuesta que ascendía desde la orilla se alzaba el denso complejo de barracas de tejados arqueados pintados de verde con dos ventanas a cada lado. Por encima de aquella aglomeración se alzaban monumentales tanques de petróleo.
Los hermanos rondaban los veinte años, uno era moreno y el otro pelirrojo, ambos delgados, aunque uno estaba más entrado en carnes. Se llamaba Jakob, mostraba más seguridad en sí mismo y habló por los dos. El otro, Egill, era algo más joven y se mostraba tímido y retraído en presencia de su hermano. Tan solo les habían comunicado que la policía deseaba hablar con ellos con relación a su hermana. Ambos vestían pantalones militares verdes, botas negras y un cárdigan islandés de lana.
—¿Estamos arrestados? —preguntó Jakob.
—No —contestó Flóvent—. En absoluto. ¿Eso os han dicho?
—Eso deben de pensar todos —refunfuñó Jakob.
—Nos gustaría que nos facilitarais alguna información, nada más.
—¿No sería más adecuado hablar con ellos por separado? —propuso Thorson a Flóvent.
—¿Por qué? —preguntó Jakob enseguida.
—Podemos empezar contigo —decidió Flóvent—. Si eres tan amable de esperar fuera, Egill, muchas gracias.
Egill miró a su hermano y este le hizo un gesto para que hiciera lo que le pedían y saliera. Una vez se hubo ido, Thorson, Flóvent y Jakob se sentaron y este sacó un paquete de tabaco norteamericano. Les ofreció un pitillo, pero rechazaron su oferta y, a continuación, él se encendió uno con un mechero nuevo americano de gasolina cuya tapa levantó con un chasquido.
—¿Mantenía tu familia contacto regular con Rósamunda? —preguntó Flóvent—. ¿Recibíais noticias de ella cuando erais pequeños?
—No muchas —respondió Jakob exhalando el humo del cigarrillo.
—¿Por qué no? —preguntó Thorson.
—La dieron en adopción. No se hablaba mucho de ella. A Egill y a mí nos mandaron fuera unos años. Éramos muchos en casa.
—Igualmente, era vuestra hermana.
—No la conocíamos en absoluto. No me acuerdo para nada de ella. Egill tampoco. No sirve de mucho preguntarnos.
—¿Qué crees que le pudo haber ocurrido? —preguntó Flóvent.
—Quién sabe, pasan tantas cosas en Reikiavik con todos esos militares —dijo mirando a Thorson.
—¿Crees que trataba con militares?
—No lo sé. No la conocía de nada.
—¿Cuándo visteis a vuestra hermana por última vez?
—No me acuerdo de ella. Egill tampoco.
—Tenemos entendido que se carteaba con vuestro padre.
—Ella le escribió. Decía que quería hacernos una visita. Pero nunca lo hizo.
—¿Por qué crees que quería mantenerse en contacto con vosotros? —preguntó Thorson. Al ver que Jakob negaba con la cabeza, prosiguió—: Quizá le hacía ilusión conocer a su familia.
—Podría ser.
—¿Tú nunca tuviste ganas de conocerla?
Jakob se lo pensó un instante. Seguidamente negó con la cabeza.
—¿Sabes si se encontraba bien en casa de sus padres adoptivos? A lo mejor quería abandonarlos, volver a casa de tu padre, tal vez le escribió por eso.
—Mi padre no mencionó nada al respecto. Solo fue una carta. Mi padre le contestó diciendo que sería bien recibida en el norte.
Continuaron interrogándolo a fondo pero Jakob parecía extraordinariamente desinteresado por la muerte de su hermana y las circunstancias en que esta se produjo. Su frialdad no les pasó desapercibida.
—Parece que la muerte de tu hermana no tiene ninguna importancia para ti —sugirió Thorson.
—Me trae sin cuidado —contestó Jakob.
—Pero era tu hermana —afirmó Flóvent.
—Probablemente le iba mejor que a nosotros. No sé por qué quería estar en contacto.
—¿Para conoceros? ¿Conocer a su familia?
—Bueno, eso nunca llegó a ocurrir.
—Es probable que la violaran.
El rostro de Jakob no se inmutó.
Flóvent le preguntó si estaba en Reikiavik la tarde en que encontraron a Rósamunda junto al Teatro Nacional. Jakob aseguró que su hermano y él pasaron aquel día en Hvalfjörður, trabajando, y que por la tarde estuvieron jugando al billar con los militares norteamericanos en un barracón que se utilizaba como cervecería.
El hermano menor de Jakob no fue tan antipático. Egill se sentó frente a ellos, se sorbió la nariz y se la frotó con una manga del jersey. Le hicieron muchas de las preguntas que acababan de formularle a su hermano y corroboró la versión de Jakob, es decir, que estaban en Hvalfjörður cuando Rósamunda murió.
—¿Cuándo la viste por última vez? —preguntó Flóvent.
—No la vi —dijo Egill—. No la había visto nunca.
—¿No existía ningún contacto entre vuestra familia, en el norte, y Rósamunda, en Reikiavik?
—No.
—¿Nunca?
Egill negó con la cabeza.
—Le envió una carta a mi padre.
—¿Viste la carta?
—No, nos lo dijo.
—¿De qué trataba la carta?
—Tenía ganas de conocernos. Algo así.
—¿Tenía vuestro padre alguna relación con el matrimonio, con los padres de Rósamunda?
—No. Nunca. Decían que…
—¿Sí?
—Decían que era mejor para todos no mantener ningún contacto. Rósamunda era suya y no había más que hablar. Siempre supimos que teníamos una hermana en Reikiavik. Sabíamos perfectamente que se la tuvieron que llevar de nosotros. Mi padre no podía con la casa después de la muerte de mi madre. A Jakob y a mí también nos enviaron a otra granja. La familia se desperdigó. No éramos los únicos.
—¿No le hicisteis nada?
Egill se sorbió la nariz de nuevo y se la frotó con la manga del jersey.
—Por qué —dijo—. No la conocíamos. No la conocíamos en absoluto.