Konráð escuchaba a Ingiborg sin atreverse a preguntarle si mantuvo su palabra. No la conocía en absoluto pero sabía que él sí se enfadaría si le hicieran semejante pregunta, así que la pasó por alto.
—Thorson te apoyó enormemente —se limitó a decir.
—Era un hombre encantador —recordó Ingiborg—. Encantador de la cabeza a los pies. Así que se quedó aquí, en Islandia.
—¿Tuviste algún contacto con él cuando terminó la guerra?
—Ninguno. Me fui de la ciudad, como te he dicho. Tras mi regreso no volví a verlo. Por aquel entonces me figuré que habría regresado a Canadá.
—De hecho, vivió en Hveragerði un tiempo, me parece, antes de mudarse a Reikiavik hace unos veinticinco años.
—¿Tenía familia? ¿Hijos?
—Creo que no.
—¿Y Flóvent?
—De él no sé casi nada. Solo que fue uno de los primeros agentes de la Policía Judicial de Reikiavik. Nunca lo conocí personalmente, él trabajó en la policía mucho antes de que yo empezara. —Konráð hizo una pausa—. ¿Puedo preguntarte qué pasó con tu… problema?
—No sabía qué hacer. Sabía que existía gente que prestaba ayuda con esas cosas, algunas chicas que conocía hablaban de ello, pero yo no conocía a nadie. Entonces recibí un mensaje de Frank, un amigo suyo vino a verme. Frank sabía lo que quería. En el recado que me dio a través de su amigo decía que nada que tuviera que ver con el niño era asunto suyo y me daba las referencias de una mujer para que hablara con ella si decidía optar por aquel camino. No sé de qué la conocía. Esperé que no fuera por alguna experiencia anterior.
—Entonces, ¿cambiaste de opinión?
—No vi otra solución. Y el tiempo era escaso si quería…
—Pero ¿no decías que querías tener el niño?
Ingiborg lo miró ofendida.
—Perdona, no pretendía… —se excusó Konráð.
—¿Tú qué crees?
La mujer que le recomendara Frank vivía en una granja de piedra de poca altura situada al este del río Elliðaár, en las afueras de la ciudad. El camino era bastante largo desde casa de Ingiborg y llevaba recorrido ya un buen trecho sin estar completamente segura de lo que se proponía hacer. No había hablado con sus padres de su situación ni confesado a nadie sus miedos, su desasosiego e indecisión; ni a ellos ni a otras amigas o parientes. Se sentía avergonzada por lo ocurrido y quería mantenerlo en secreto, y más después de ver el trato profesado por Frank, cómo le mintió, cómo se burló de ella.
Continuó su camino hacia el puente del río Elliðaár con mal sabor de boca. Se sentó sobre una piedra para tomar aliento. ¿De qué conocía él a la mujer de la colina? ¿Habría enviado allí a más chicas antes? ¿La conocían todos militares? ¿Acaso podía seguir sus consejos? ¿De Frank? ¿Podía ella caer tan bajo?
Se levantó y recorrió el último tramo con la duda en cada paso. La granja era modesta, construida con mampostería y frontal de madera. Algunas manchas aquí y allá daban muestras de que alguna vez fuera encalada. Junto a ella se erguía una vaqueriza con tejado de hierba, en estado precario y en desuso. Cerca vio un corral de gallinas, que vagaban por dentro y fuera de la vaqueriza mientras un gallo altivo no les quitaba el ojo de encima. Sobre el tejado de la vaqueriza dos niños jugaban y al ver a Ingiborg se le quedaron mirando a en silencio. El tiempo era templado y en calma; hacia el norte se abría una bonita vista del monte Esja, cubierto de nieve.
Ingiborg evitó mirar a los niños y llamó a la puerta. Una mujer cuarentona abrió la hoja hasta la mitad.
—Buenos días —saludó Ingiborg.
—¿Qué quieres? —preguntó la mujer.
—Me han pedido que hable con usted —explicó Ingiborg.
—¿Usted? Qué finolis. Yo no trato a nadie de usted y tú tampoco deberías hacerlo. Maldita vanidad.
—No, perdona…, yo… No sé cómo explicarlo… Me han dicho que puedes ayudar a mujeres como… En mi situación.
La mujer la observó a través de la puerta medio abierta.
—¿Te has quedado preñada? —dijo.
Preguntaba sin rodeos y con familiaridad, sin recriminaciones ni escándalos, y antes de que Ingiborg pudiera darse cuenta ya había asentido y, con ello, confesado a una mujer desconocida ambas cosas a la vez: su error y el crimen que quería cometer.
—¿Cómo has dado conmigo? —quiso saber la mujer.
—Me dieron tus referencias.
—Eso ya me lo imagino, pero ¿quién? ¿Quién te ha hablado de mí? ¿Tus padres? Dudo que haya sido un médico. ¿A lo mejor algún amigo tuyo?
Ingiborg asintió con la cabeza.
—¿Un militar?
—Sí —susurró.
—Pasa. —La mujer abrió más la puerta—. Veamos qué tenemos aquí.
La mujer invitó a Ingiborg a una cocina pequeña y destartalada que daba acceso a una despensa y le ofreció un refrigerio, café, té o leche. Ingiborg negó con la cabeza. La mujer se puso a lavar huevos de gallina en el fregadero y a meterlos en una caja.
—¿De cuánto estás? —preguntó mientras escurría los huevos con sumo cuidado.
Era baja y llevaba el pelo recogido en un moño. Sus manos eran desmesuradamente grandes y parecía sufrir artritis. Los meñiques y anulares estaban doblados hacia la palma y apenas podía utilizarlos. Ingiborg evitaba mirar aquellas manos de uñas largas y sucias. Le recordaban a las garras de un pájaro.
—No lo sé exactamente —respondió.
—¿Crees que de más de doce semanas?
—No, de tanto no. Serán más bien unas ocho o diez.
—Muy bien —dijo la mujer girándose hacia ella y secándose las manos—. Eso está muy bien.
Ingiborg permaneció inmóvil.
—No te quedes pasmada —la espabiló la mujer—. Es una intervención muy sencilla. Tengo buena mano.
Ingiborg miró fijamente sus dedos y deseó no haber entrado nunca en aquella casa.
—Yo… No sé cuánto cobras… No sabía cuánto dinero debía traer.
—¿Te parece que hago esto por dinero? —La mujer escudriñó su rostro.
—No. No sé.
La mujer la miró un largo rato.
—Quizá quieras pensártelo mejor.
Ingiborg asintió.
—Tengo la sensación de estar cometiendo un error.
—Tú decides. No deberías quedarte aquí a menos que estés segura de que lo quieres hacer. No puedes permitirte la más mínima duda. Hace poco vino a verme una chica como tú, asustada y disgustada, con unas explicaciones un tanto peculiares de su situación, aunque he oído cosas peores.
—¿Explicaciones?
—Era como tú, decía que trabajaba en un taller de costura. Intentaba hacer creer que no conocía a ningún militar. Apenas estaba en sus cabales cuando me ocupé de lo suyo, hablaba de un monstruo que la había agredido y que decía disparates sobre elfos.
Ingiborg evitaba mirar las manos de la mujer y sus dedos doblados hacia la palma.
—Deberías irte a casa —repitió la mujer, y se puso de nuevo a lavar huevos—. Vete a casa y piénsatelo bien; puedes volver otro día y veremos qué puedo hacer por ti. Todavía te queda tiempo.
Las palabras de Ingiborg se extinguieron y les siguió un prolongado silencio mientras ella permanecía absorta en sus recuerdos de la mujer de la granja de piedra con dedos retorcidos.
—¿Y regresaste? —preguntó Konráð cuando por fin se atrevió a romper el silencio.
—No, no lo hice, jamás volví a ver a esa mujer. Mis padres lo descubrieron todo cuando se me empezó a notar y tuve que confesar los pecados cometidos con Frank. Me enviaron al campo. Tuve el niño, me lo arrebataron y lo entregaron. A quién, no lo sé. Nunca lo pregunté.
—Tendrías que haber podido decir algo al respecto.
—Consentí que lo hicieran, les dejé decidir. Permití que me manipularan en lugar de hacer lo que yo quería. Lo peor de todo era no distinguir acerca de en qué lado ponerme. No sabía ni qué debía hacer ni qué quería. De algún modo me parecía más fácil dejarlo todo en manos de otros y esperar que el tiempo curara las heridas. Tal vez aquello fuera peor que abortar. No lo sé. He procurado no pensar mucho en ello. Mi padre me lo exigió. Hice lo que me dijo que hiciera. Y punto. Por lo menos, la mujer de la granja de piedra fue franca conmigo. Lo que vino después no era más que jugar al escondite una y otra vez. Mi marido nunca supo nada. Mi hijo tampoco. Confío en que lo mantengas en secreto.
—Por supuesto —le aseguró Konráð—. No fuiste la primera que se vio en una situación así.
—Sí, desde luego que no fui la única.
—¿Volviste a ver a Frank alguna vez?
—No. Nunca.
—¿Qué crees que quiso decir la mujer cuando mencionó aquello de los elfos?
—No lo sé. Thorson me explicó que Rósamunda trabajaba en un taller de costura y cosía unos vestidos preciosos. Como la mujer habló de una chica que cosía pensé que debía contárselo y lo llamé. Me dijo que sabían que Rósamunda había abortado pero desconocían dónde.
—¿Es posible que lo hubiera hecho en casa de esa mujer?
—Imagino que sí —concedió Ingiborg—. Pero nunca más volví a oír hablar del asunto.