Konráð aparcó el coche frente a la mansión. Fue construida después de la guerra en la zona oeste de la ciudad, cuando comenzaba a hacerse visible la prosperidad que acompañó a los nuevos tiempos, y constaba de dos plantas y un sótano. La casa denotaba ostentación, estaba revestida de arena de conchas, como tantos edificios de la época, y contaba con un amplio jardín trasero con un hermoso arce bordeado por altos serbales.
Ingiborg, la mujer cuyo nombre aparecía anotado en el margen de un informe sobre la muerte de Rósamunda, le había indicado sus señas por teléfono explicándole que su hijo era el propietario de la casa, pero ella estaba instalada en un pequeño sótano que él se encargó de habilitar especialmente para ella. En aquellos momentos vivía allí sola porque su hijo estaba de vacaciones con su familia en Europa. No se encontraba con fuerzas para ir con ellos ya que estaba muy mayor y cansada y ya no sentía el cuerpo para viajes.
Lo recibió en la puerta y le invitó a pasar. Dijo que estaba escuchando un audiolibro, que prácticamente ya no podía leer más que con dificultad, y señaló hacia la mesa de la cocina, donde Konráð vio una lámpara de lectura y bajo ella una lupa junto a un periódico. Tenía el pelo canoso y caminaba lentamente, un poco encorvada, apoyándose en un bastón. Le preguntó si le apetecía café. Él aceptó agradecido. En la casa hacía un calor abrasador y se veía el jardín a través de la ventana del salón. Un andador con dos ruedas ocupaba una parte del recibidor.
—Me quedé boquiabierta cuando dijiste que eras de la policía —comentó Ingiborg—. No había vuelto a recibir visitas de ese tipo desde que era muy joven, pero también guardaban relación con el caso por el que tú preguntas. El de la chica del Teatro Nacional.
—No tuvo que resultarte muy agradable verte envuelta en una investigación así.
—Lo peor de todo fue encontrar el cadáver. Te aseguro que es una experiencia espantosa.
—Me lo imagino —reconoció Konráð.
—Lo hice todo mal, me dejé engañar y luego salí corriendo de allí como una tonta. Pero bueno, aprendí la lección. Uno tiene que aprender de sus errores. Si no, no servirían para nada.
Ingiborg dejó el bastón para ocuparse de la jarra de café.
—¿Te ayudo? —se ofreció Konráð.
—No. Todavía puedo hacerlo sola.
Konráð procedió con calma y estuvo un buen rato charlando con ella sobre el tiempo y la política, así como sobre varios programas de televisión por los que Ingiborg sentía especial predilección. Decía que veía mucho la televisión, le encantaban las teleseries. Él se percató de que era habladora y alegre, de que estaba al corriente de lo que ocurría en la sociedad y de que le agradaba recibir la visita de alguien que se interesaba por lo que decía. A pesar de ello, podía percibir que aun así se mostraba intranquila y recelaba de él. El pasado estaba allí otra vez para visitarla y quería ir con precaución. Al hablar con ella por teléfono, enseguida dedujo de la conversación que ella era la chica que, según la noticia, había encontrado el cadáver junto al Teatro Nacional, la hija del alto cargo.
—¿Recuerdas bien aquellos días? —preguntó Konráð una vez terminada su primera taza de café y mientras ella le decía que no dudara en servirse otra.
—No he podido ir a ninguna función en el Teatro Nacional sin que todo me viniera a la memoria —confesó Ingiborg—. No podré olvidar mientras viva el momento en que la encontramos. Es algo que le acompaña a uno hasta el final. Yacía en la calle con los ojos medio cerrados, bajo un frío que calaba los huesos. ¿Por qué preguntas ahora sobre ella, después de todos estos años?
—Como te comenté por teléfono, estoy investigando un fallecimiento reciente que parece guardar relación con ese caso. Quizá lo hayas leído en el periódico, un hombre con algunos años más que tú al que encontraron muerto en su domicilio.
—Sí, me suena.
—Al revisar su apartamento descubrimos que guardaba unos antiguos recortes de periódico que trataban del asesinato de aquella joven y luego descubrimos que, justo antes de morir, estuvo buscando información sobre ella y me gustaría saber por qué. Tu nombre aparecía en un antiguo informe de la policía.
—No me extraña.
—¿Sabes si alguna vez se dio el caso por concluido? —preguntó Konráð—. ¿Sabes si dieron con su agresor?
—Hubiera dicho que tú lo sabrías.
—Lamentablemente no sabemos nada al respecto, apenas hemos encontrado documentos sobre el suceso y es como si el caso no se hubiera llevado nunca a los tribunales.
—No le seguí la pista a ese asunto, poco tiempo después de aquello, pasadas solo unas semanas, yo… me mudé al campo y permanecí allí unos años. Después regresé a casa y me prometí con mi marido.
Ingiborg sonrió a Konráð. Su llamada la había sobresaltado porque lo último que esperaba era oír mencionar a Rósamunda después de todos aquellos años. El hombre del teléfono la trató con extrema cortesía y eso le trajo a la memoria a Flóvent y Thorson, que tan comprensivos se mostraron siempre con ella. Siempre deseó no tener que volver a hablar de aquella historia. De hacerlo, ahora tendría que verse obligada a explicarle a él, a un desconocido, las razones por las que su padre, Ísleifur, tomó la decisión de enviarla fuera de Reikiavik tras su relación con Frank Ruddy. No hubo persuasión, llanto ni maldición capaz de dar su brazo a torcer y ni siquiera su madre pudo hacer mucho contra su autoridad imperiosa. Estaba obcecado con la idea de que se recuperaría mejor en casa de sus parientes, en los fiordos del este, y que, además, se originarían menos habladurías si simplemente desaparecía. Su hermano era un rico granjero de la región y se encontraría a gusto apartada en aquel lugar remoto. Cuando regresó, la ocupación militar había llegado a su fin, no quedaba rastro de la mayoría de los militares. Pero Ísleifur, que consideraba haber evitado una catástrofe, se superó al presentarle a un joven prometedor con quien trabajara en los preparativos de la celebración de la República, y que venía respaldado por las opiniones de gente influyente perteneciente al círculo de oficiales públicos. Le habían concedido un valioso permiso de importación y acceso a capital prestado, y estaba bien encaminado hacia la fundación de una potente empresa de venta al por mayor de productos americanos. «Un futuro asegurado —decía su padre—. Tenlo en cuenta, cariño».
—Él construyó esta casa —explicó Ingiborg a Konráð—. Mi marido. Falleció hace unos años. Era mayorista.
—Una casa impresionante —contestó él por decir algo.
—Sí, demasiado grande para nosotros tres. No tuvimos más que un hijo. Me cuida como a una reina aquí abajo, así que no puedo quejarme. No me falta de nada. Nunca en la vida me ha faltado nada de lo que se considera importante.
A Konráð le pareció que sus palabras destilaban amargura, como si ocultaran otro significado más profundo. Se preguntó si Ingiborg habría disfrutado de una buena vida desde aquella noche lejana en que encontró el cadáver.
—Cuando hallaste el cadáver no ibas sola, ¿verdad?
Por primera vez en su conversación, Ingiborg no respondió a sus preguntas.
—Es lógico que te resulte duro recordarlo, después de todo este tiempo —insistió Konráð tras un momento de silencio.
—No, no es agradable hablar de ello.
De nuevo permanecieron callados y Konráð no se atrevió a romper de nuevo el silencio.
—Era militar —dijo Ingiborg de repente.
—¿Quién?
—Es cierto, no estaba sola cuando encontré el cadáver. Decía que se llamaba Frank Carroll, pero era mentira, como todo lo que salía de su boca. Se llamaba Frank Ruddy, era militar norteamericano y no era de fiar. Un hombre deshonesto. Hasta su nombre era falso. Después resultó que estaba casado en Estados Unidos. Tenía hijos. Y también se veía con otra chica más aquí, en Reikiavik.
Las palabras le salían a borbotones, casi las escupía, y Konráð volvió a percibir su amargura acompañada de una vieja ira.
—Un embustero —sentenció Ingiborg—. De la peor calaña. Los policías me explicaron cómo era. Fueron encantadores. Sabían que me había tomado por… —De pronto calló—. No pretendía contarte nada de esto cuando llamaste para hablar del caso —aseguró a modo de disculpa—. No pretendía recordar todo aquello.
—No te preocupes —le aseguró Konráð—. Haz lo que creas conveniente.
—Me quedé absolutamente consternada al escuchar la verdad sobre Frank, la clase de hombre que era. Flóvent, el policía, me citó para explicármelo todo. Me disculparás pero es que… me resulta duro recordarlo. Tal vez lo mejor sea que te marches. No sé en qué más puedo ayudarte.
—Faltaría más —contestó Konráð—. No era mi intención disgustarte.
Ingiborg se puso en pie para despedirse.
—¿Qué me puedes decir de Flóvent? —preguntó Konráð mientras también se levantaba. Recordaba el nombre porque aparecía en uno de los recortes—. ¿Era quien dirigía la investigación?
—Sí, llevaba la investigación del caso de la muchacha. También había otro, del ejército. Se llamaba Thorson. Un joven encantador, amable a más no poder.
—¿Has dicho Thorson? —Konráð no pudo ocultar su asombro—. ¿Él también investigaba la muerte de Rósamunda?
—Sí. Eran dos, Flóvent y Thorson.
—¿Sabes qué fue de él?
—No. Era de Canadá, supongo que regresó allí después de la guerra.
—¿Y aquí ejercía de policía?
—Sí, en la Policía Militar.
—¿E investigaba la muerte de Rósamunda?
—Sí.
Konráð tardó un momento en asimilar las palabras de Ingiborg. Al final, ella perdió la paciencia.
—¿Por qué te sorprendes tanto?
—¿Es que no lo sabes? Thorson es el anciano que falleció hace poco, el que encontraron asesinado en su domicilio. Se hacía llamar Stefán Þórðarson. Era él quien guardaba en su domicilio los recortes y hace poco había vuelto a preguntar por ella, después de tantos años.
Ingiborg se quedó de piedra.
—¿Era Thorson? ¿Quién querría hacerle daño? —Noqueada, se sentó en el sillón.
—Quizá quieras saber cómo murió —sugirió Konráð—. Lo asfixiaron. En la cama, en su casa. Le pusieron la almohada en la cara y…
—Por favor, ahórrame los detalles.
—Necesitamos tu ayuda, ¿hay algo más que puedas decirme sobre él? —preguntó Konráð volviéndose a sentar.
—No debería… mi hijo… No puedo contártelo. Eres un completo desconocido.
—Te aseguro que no saldrá de aquí.
—No, sigo pensando que lo mejor es que te marches. Yo… Estoy cansada.
—De acuerdo.
Pero Konráð no daba muestras de marcharse. Notó que Ingiborg estaba angustiada y le pareció que, por mucho que ella dijera lo contrario, no había terminado de hablar.
—Fue… es una de esas cosas que ocurren y uno debe enfrentarse a ello, solo e indefenso —dijo ella inesperadamente—. Y los años pasan, pero no desaparece. Le sigue a uno todo el tiempo.
—Dime solo una cosa más, por favor: ¿te suena la historia de otra chica que viviera la misma tragedia que Rósamunda?
—¿Otra chica?
—Cabe la posibilidad de que Thorson estuviera investigando también ese caso antes de morir, el de una muchacha que desapareció en el mismo período de tiempo que la otra. Según tengo entendido, nunca encontraron sus restos. ¿Conoces la historia?
—No —reconoció Ingiborg pensativa—. Thorson me contó que la chica del Teatro Nacional llegó a comentar algo sobre unos elfos, ahora no recuerdo qué. Era una historia muy parecida a la que le oí contar a aquella mujer a la que acudí. Sin embargo… No sé si tiene alguna importancia o si guarda relación con el caso…
—¿A qué te refieres? —Konráð se mostró confuso.
Ingiborg suspiró, rendida.
—Si te lo cuento, lo hago únicamente por Thorson, por si te sirve de ayuda en la investigación sobre su muerte. Se portó bien conmigo, me dio todo su apoyo. A decir verdad, fue mi respaldo y mi soporte en aquellos momentos tan difíciles. —Ingiborg guardó silencio una vez más, después de un rato, volvió a hablar, vacilante—. Quizá no debería… No he hablado nunca con nadie sobre esto.
—¿Sobre qué?
—Le hablé a Thorson de ella y de lo que hacía y sé que Flóvent y él fueron a visitarla. Thorson pensaba que Rósamunda también había acudido a ella con los mismos fines que yo. Me estoy refiriendo a una mujer que vivía en una colina. Fue algo que… Algo que no olvidaré jamás.