—¿Qué ocurre ahora? ¿Te encuentras bien? —preguntó Vigga.
La cocina de carbón crepitaba. La mujer con el carrito de bebé volvió a pasar por delante de la ventana, de regreso a casa.
—¿Hablaba de unos elfos? —preguntó Flóvent—. ¿De que unos elfos la atacaron?
—Eso le contó a su hermana. Que un elfo se cruzó en su camino. Aun así resultaba todo muy confuso e increíble, a menos que uno crea en esas cosas, claro. Yo no. No creo en elfos ni en seres sobrenaturales ocultos.
—¿Y la tomaron en serio?
—Creo que no.
Flóvent no sabía qué debía pensar. Dos jóvenes, cada una en una región, contaban historias semejantes: una fue hallada muerta detrás del Teatro Nacional; la otra, posiblemente, se suicidó. Ambas mencionaban a los elfos, cada una a su modo. ¿Podría ser mera coincidencia? Nadie, excepto Thorson, él mismo y la amiga de Rósamunda conocían su relato acerca del hombre que tras agredirla le dio órdenes de culpar a unos elfos. Thorson y él no habían mencionado en ninguna parte ni una sola palabra del asunto a lo largo de la investigación.
—¿Cuándo se supone que ocurrió?
—Hace tres años.
—¿Y qué explicación le dio la gente?
—Unos decían simplemente que se volvió loca. A muchos otros toda esa clase de historias de fantasmas y elfos les sonaban y no vieron nada extraño. Son creencias muy arraigadas.
—¿Qué creencias?
—Hay infinidad de leyendas populares que hablan de seres ocultos sobrenaturales, lugares encantados y palacios reales enteros excavados en acantilados y montañas por los elfos y cómo las personas desaparecen en ellos. Me parece que la pobre chica estaba prendada de ese tipo de leyendas, como tanta otra gente, pero me permito poner en duda que fuera torturada por seres ocultos.
—¿Y dice que ella creía en todo eso? ¿Creía en elfos y seres ocultos?
—Sí, eso cuenta la historia. Sabía de la existencia de rocas donde habitaban elfos y conocía cuentos locales sobre seres ocultos. No cabe duda de que se cuentan en cada granja, crea o no crea la gente en ellos.
—A juzgar por lo que ha oído, ¿qué cree que ocurrió? —preguntó Flóvent.
—No puedes hacerme esa pregunta, no tengo ni idea de lo que ocurrió —respondió Vigga, irritada—. La gente del campo se imaginaba que andaba tonteando con un militar y que, de alguna manera, sintió la necesidad de inventarse lo de los elfos. Ya sabes cómo se habla de la «situación». Pero el caso es que, si hubo algún militar, este no se presentó nunca. Un joven de la zona, con el que también se la relacionaba, negó rotundamente haber tenido algo que ver con lo ocurrido. Juró y perjuró que nunca le hizo nada de nada.
—Antes ha dicho que un elfo la forzó, ¿se refiere a una violación?
—Eso decían. Pero no sé qué hay de cierto en ello.
—¿Y cómo reaccionó al oír esta historia?
—Muy mal. Le dije que a mi parecer alguien había agredido a la chica y le había dicho que se inventara lo de los elfos. No sería la primera vez que hubiera ocurrido. Se puso pálida y se marchó de repente.
Flóvent pensó en Rósamunda. Si el suceso de Öxarfjörður se había producido tres años atrás, ¿podría ser que el hombre que violó a Rósamunda hubiera oído hablar antes del caso? ¿Qué fue lo que ocultó aquella joven del norte? ¿Es que acaso era posible que aquellos dos casos estuvieran relacionados? ¿Acaso no era lo que se desprendía de la reacción de Rósamunda? Flóvent no daba ninguna credibilidad a las explicaciones de la joven del norte. Lo que le hicieron solo podía responder a la agresión de un hombre, los elfos no tenían nada que ver. Pero ¿era el mismo individuo el agresor de ambas? ¿Sucedió que Hrund, la chica del norte, estaba más dispuesta a dejarse engañar por la mentira de los elfos mientras que a Rósamunda le pareció un disparate que nunca creyó?
—¿No salta a la vista que habían agredido a la chica, le habían causado lesiones y le habían rasgado la ropa? —preguntó Flóvent.
—Evidentemente —dijo Vigga—, pero no dio tiempo de averiguar lo que en realidad había sucedido.
—Decía que en la zona había militares británicos. ¿Sabe si había más foráneos, alguien que estuviera de paso, alguien que…?
—¿Por qué sospechas que la agredió un forastero?
—Yo no sospecho nada —negó Flóvent—. Simplemente no me parece descabellado considerar esa posibilidad.
—Es cierto que los militares británicos andaban por la zona —explicó Vigga—. Yo no los conocía y no sé si la gente de las granjas trataba asiduamente con los soldados. Ahora bien, allí también estábamos nosotros, construyendo carreteras, y éramos un grupo bastante numeroso. Todos eran hombres salvo las que nos encargábamos de la comida, seríamos unas treinta o cuarenta personas. Si pasaba más gente por allí ya no lo sé, me figuro que en las granjas alojarían a muchos huéspedes, como es costumbre en verano.
—¿También lo hacían en la granja donde vivía la chica?
—Seguro —contestó Vigga.
—¿Andaba por allí alguien de aquí, de Reikiavik?
—¿Quiere decir alguien más aparte de mí? Nuestro jefe de obra era de aquí. Y dos o tres más, pero la mayoría de la plantilla eran de la localidad, jóvenes de Húsavík y Kópasker, y hasta dos o tres fanfarrones de Akureyri.
De camino a casa, Flóvent pasó por Fríkirkjuvegur y apuntó toda la información obtenida aquel día. Llamó a la oficina de Thorson y le informaron de que lo habían llamado para acudir a una emergencia y no sabían cuándo volvería. Flóvent continuó hacia su casa cruzando el puente del lago. Pasó por el cementerio en Suðurgata, como cada vez que regresaba del centro, y se detuvo ante la fosa común, rezó una pequeña plegaria y prosiguió hacia el oeste, en dirección a Framnesvegur.
Vivía con su padre en un pequeño apartamento dentro de una casa de madera reformada para alojar dos viviendas individuales. Desde la fachada, orientada hacia el golfo de Faxaflói, Flóvent pudo observar una mañana de mayo de 1940 cómo las tropas de ocupación británica accedían al puerto. Para él la ocupación militar no era ninguna sorpresa, pensaba que, ya que era necesario ocupar el país dados los acontecimientos mundiales, prefería que lo hicieran los británicos antes que los nazis del Tercer Reich.
Su padre era un veterano obrero del puerto y todavía trabajaba allí, a cargo de un pequeño almacén de herramientas. Podía cobrar más trabajando para los militares, pero decía que no quería tener tratos con el ejército. Cuando Flóvent entró en el apartamento lo despertó, se había quedado dormido en el banco de la cocina.
—¿Ya estás de vuelta, hijo? —dijo incorporándose—. Creo que me he quedado dormido. ¿Has comido algo? He preparado arroz con leche y he cortado un poco de morcilla de hígado.
Se sentaron a la mesa y, puesto que su padre sentía curiosidad por aquel asunto que llevaba entre manos, Flóvent le contó por encima las novedades sobre el caso de Rósamunda. Tenía la certeza de que su padre no diría nada a nadie, confiaba plenamente en su discreción. A decir verdad, confiaba en él en todos los aspectos.
—¿Elfos? —preguntó el anciano—. Qué raro que los mencionara siendo del norte.
—Puede que exista algún vínculo entre ambas —aventuró Flóvent—. Difícilmente dos muchachas, cada una de una región del país, pueden contar historias similares sin que exista ninguna relación entre ellas.
—¿Existe alguna otra historia semejante sobre violaciones parecidas a esa?
—Lo desconozco. Pero seguro que si buscáramos encontraríamos alguna similar entre los cuentos populares, incluso en antiguos archivos de juicios. Puedo investigar si alguien llegó a utilizar una estrategia tan estúpida como esa.
—Hay que ir con cautela antes de descartar nada —le recomendó su padre—. ¿Y dices que la chica se habría arrojado a la cascada? ¿A Dettifoss?
—Nadie sabe qué fue de ella.
—Puede que su mente la engañara, que creyera ver unos elfos. Tú y yo no creemos en ellos, pero por algún motivo existen en este país todos esos cuentos populares sobre elfos, troles y fantasmas. Yo no la menospreciaría ni la juzgaría como si fuera una idiota.
—No lo hago.
—No, ya lo sé, hijo —le tranquilizó—. Tu difunta madre sentía mucho aprecio por todas esas historias. Seguro que ella hubiera creído a la muchacha. ¿Pasaste por el cementerio?
—Sí.
—Que Dios las tenga en su seno —dijo su padre, como solía repetir cada vez que el tema del cementerio salía en la conversación.
Antes vivían en un pequeño cuchitril mal aislado, en el sótano de una casa situada en un jardín trasero de la calle Hverfisgata. El invierno era el más frío que se recordaba y se le llamó «la gran helada». La banquisa de hielo marino llegaba hasta tierra firme, los puertos estaban congelados, se podía acceder caminando hasta la isla de Viðey y las temperaturas bajaban a menudo por debajo de los treinta grados bajo cero. Flóvent, sus padres y su hermana pequeña se sentaban día tras día junto a la cocinilla de carbón, envueltos en toda la ropa que era posible encontrar en la casa mientras su padre quemaba cualquier cosa que caía en sus manos.
Pero aquello no era más que el inicio del catastrófico 1918. Tras un efímero verano llegó el otoño y con él la pandemia que, según decían, se extendía por todo el mundo causando la muerte de millones de personas. El sótano los podía refugiar del frío, aunque fuera de forma precaria, pero no los podía mantener aislados de la peste española. La madre de Flóvent y su hermana murieron poco después de enfermar y las enterraron en el cementerio. El propio Flóvent también se contagió, pero sobrevivió. Su padre se libró de ella y dio gracias por haber padecido la gripe que asoló el país en 1894.
La mayoría de los fallecidos a causa de la peste española residían en Reikiavik. Los depósitos de cadáveres de la ciudad no tardaron en llenarse y se tomó la decisión de cavar fosas comunes en el cementerio. Un aciago día en que estalló un brote devastador se enterraron casi veinte cuerpos en dos de aquellas fosas, entre ellos la madre y la hermana de Flóvent. Este se encontraba tan falto de fuerzas que no se sintió capaz de acompañarlas hasta la tumba. Hasta seis ataúdes se acumulaban junto al altar de la catedral.
Se estableció un plan de urgencia. La ciudad se dividió en trece sectores y se concedió a los estudiantes de medicina un permiso temporal para ejercer como médicos. Se recorrían las casas para asistir a los indefensos. Cuando la epidemia alcanzó su mayor magnitud, la situación adquirió el estado de emergencia. Los habitantes morían desvalidos en sus camas pocos días después de contraer la peste. Había casos de niños que se quedaban solos junto a los cuerpos de sus padres. Otros afectados yacían moribundos sin poder moverse.
A pesar de haber perdido a su esposa y su hija pequeña, o quizá por esa razón, el padre de Flóvent se volcó en las labores de ayuda. Tras haber cuidado de su hijo enfermo, se encargaba día y noche de ayudar a médicos y enfermeros mientras los campanarios sonaban incesantemente lamentando la pérdida de seres queridos y los llantos de dolor se extendían de casa en casa bajo el viento helado.
—Que Dios las tenga en su seno —volvió a decir su padre con la mirada clavada en Flóvent—. Que Dios las tenga siempre en su seno.