Flóvent encontró bastante pronto el lugar que buscaba, se trataba de una casa de una planta revestida de chapa ondulada, con sótano y una pequeña buhardilla, situada en la periferia del barrio de las Sombras. Subió unos escalones y llamó a la puerta. No salió nadie. Junto a la casa había un pequeño jardín; Flóvent entró y vio que el dueño cultivaba un huerto. Estaba a punto de regresar a la calle cuando se abrió la puerta del sótano y apareció una mujer con un jersey roto, pantalones de lona y unas botas de goma por las que asomaban unos calcetines largos de lana. Lucía una densa maraña de pelo que hacía parecer su cabeza gigantesca y llevaba en la mano un cubo vacío.
—¿Quién eres? —le preguntó, y de un portazo cerró el sótano y aseguró la puerta con candado.
—Disculpe, ¿se llama Vigga? —preguntó Flóvent.
—¿Y a ti qué te importa?
—Soy de la policía de Reikiavik, estoy investigando el caso de la muchacha que encontraron muerta junto al Teatro Nacional, probablemente haya oído hablar del caso. Se llamaba Rósamunda.
—No sé qué caso es ese —respondió la mujer.
—¿Es usted Vigga?
—Sí, lo soy.
—Me gustaría saber si podría intercambiar unas palabras con usted un momento —solicitó Flóvent con amabilidad.
—No tengo nada que hablar contigo —contestó Vigga, y comenzó a subir la escalera de su casa. No parecía dispuesta a permitir que Flóvent interrumpiera su ajetreo diario.
—Tengo entendido que es buena conocedora de las hierbas islandesas —dijo él.
—¿Acaso es de tu incumbencia?
—Que conoce su poder curativo.
—No podría afirmar tal cosa.
—Y su poder destructivo.
—No tengo tiempo para esto —espetó Vigga—. Mejor será que te largues de mi jardín.
Se metió en la casa y cerró la puerta dejando a Flóvent con un palmo de narices. Pero no estaba dispuesto a darse por vencido hasta no haberlo intentado del todo, así que subió la escalera y golpeó la puerta con insistencia. Al cabo de un largo rato, Vigga apareció en el umbral.
—Creí haberte pedido que te fueras.
—Tengo entendido que Rósamunda acudió a usted —empezó a decir Flóvent—. Me gustaría saber, si así fue, qué ocurrió entre ustedes. —Sacó una fotografía de Rósamunda facilitada por sus padres y se la mostró—. Esta era ella —informó.
Vigga permaneció un buen rato observando la fotografía, seguidamente miró a Flóvent con sus pequeños ojos felinos, inexpresiva, con la frente ancha bajo su maraña de pelo, delgada y de labios estrechos, casi invisibles, y con un rostro curtido que daba muestras de que su vida no había sido un camino de rosas.
—Vino a verme —admitió.
—¿Qué quería de usted?
—Daba lástima, la pobre. Yo creo que ni ella sabía lo que quería. —Vigga miró a Flóvent—. Pasa —dijo abriendo la puerta y entrando en casa—. Está claro que no me voy a librar de ti. Pero no te voy a ofrecer nada. No tengo café y de nada te valdrá pedirme aguardiente.
—No necesito nada —aseguró Flóvent mientras la seguía hacia el interior de la casa.
Desde la entrada se accedía a la cocina, donde Vigga entró y le indicó que tomara asiento junto a la mesa. Flóvent no vio ninguna otra estancia de la casa. Se sentó y Vigga se quedó de pie junto a un viejo fogón de carbón. A Flóvent le pareció que trajinaba con liquen de Islandia, liquen de los renos y serpol. Atardecía. La ventana daba a la calle y desde ella vio pasar a una mujer con un carrito de bebé.
—Estoy experimentando con los colores —explicó Vigga cuando se percató de que Flóvent mostraba curiosidad por las hierbas—. Para un pintor de aquí, de la ciudad. No lo conocerás. No es nadie importante.
—¿Elabora medicinas?
—En ocasiones. Si me las encargan.
—¿Le pidió Rósamunda que la ayudara?
—Me explicó su problema, pero se tomó su tiempo para hacerlo. Le dije inmediatamente que no podía hacer nada por ella. Cuando llegó estaba un poco trastornada, la pobre, aunque se tranquilizó enseguida. Estaba sentada ahí, donde estás tú ahora. Le ofrecí un té que hago yo misma. Me daba pena. A veces recibo visitas de jóvenes como ella porque se creen que soy alguna vieja bruja que puede solucionar sus problemas. Siempre tienen que ver con los militares, ya sabes lo que quiero decir. Le hablé de una mujer que conozco, pero no sé si la llegó a visitar.
—¿Qué mujer?
—No pienso decírtelo. No me vas a sonsacar su nombre, así que más vale que no me lo preguntes.
—¿De qué hablaron Rósamunda y usted?
—De elfos, sobre todo. Por alguna razón se puso a hablar de los elfos y yo le hablé de la chica aquella del norte, de Öxarfjörður.
—¿Qué chica?
—La muchacha que había desaparecido.
—¿Quién era?
—Una muchacha que desapareció, una joven que vivía en el campo —explicó Vigga—. Yo trabajaba como cocinera para la Administración de Carreteras y la vi una vez. Hrund, se llamaba, si no recuerdo mal.
—¿Qué ocurría con ella?
Vigga se metió en la boca un trocito de serpol y añadió liquen de los renos a la mezcla que hervía en la cazuela sobre la cocinilla. Entonces comenzó a relatar la triste historia de una joven de unos veinte años que vivía en el campo, en el norte. Se había criado en una granja pobre, con una familia numerosa, y tuvo una buena educación cristiana. Luego comenzó a salir con un joven de los alrededores. Un día fue a hacer un recado a casa de su hermana mayor, que estaba casada y vivía en una granja a cinco kilómetros de distancia. Llegó caminando a la hora convenida, hizo su recado y se marchó de vuelta a su hogar. No regresó hasta un día después y parecía estar bajo alguna clase de trauma, lloraba a lágrima viva pero al mismo tiempo guardaba silencio y no hubo manera de hacerle contar lo que le había ocurrido, cómo perdió parte de su ropa interior y por qué tenía una manga del jersey rota y heridas en el cuello y en la cara. Le daba miedo estar sola y se encerraba en casa, decía que se había extraviado y no recordaba exactamente lo ocurrido. Estuvo durmiendo a la intemperie y al día siguiente pudo encontrar el camino a casa.
Dos días después parecía estar bastante recuperada, pero todavía se mostraba reticente a dar detalles sobre lo sucedido. No se hallaba en disposición de ser presionada, ni con palabras cariñosas ni con reprimendas. El tiempo tendría que revelar la verdad, pero a nadie le pasaba desapercibido que había sufrido una desgracia.
—Probablemente tendrían que haber vigilado mejor a la pobre por las noches —concluyó Vigga—, porque llegó un día en que su camastro amaneció vacío. Huyó durante la noche y jamás la volvieron a encontrar. Hicieron batidas para buscarla, pero no sirvió de nada. Rastrearon las granjas vecinas, pero no dieron con ella por ninguna parte.
—¿Eso pasó cuando el ejército británico ya estaba en Islandia?
—Sí.
—¿Y sabe si frecuentaban los militares aquella zona?
—Estaban por allí, en Kópasker. Aparecían de vez en cuando.
—¿Tenía la chica alguna relación con ellos?
—No lo creo, nunca oí nada de eso.
—Pero podía haberla tenido.
—No puedo decirte nada sobre eso, no lo sé.
—¿Qué conclusiones sacó la gente acerca de lo sucedido?
—Se oían toda clase de historias sobre si ella se habría vuelto loca. Incluso decían que ella mintió sobre lo que le pasó, que lo inventó todo para desviar la atención de otra cosa, algo que no quería que saliera a la luz.
—¿Como qué?
—No lo sé —respondió Vigga removiendo el contenido de la cazuela—. Nadie lo supo nunca.
—¿Usted qué cree que sucedió?
—No lo sé. Unos decían que se mató tirándose a la cascada Dettifoss, pero no eran más que figuraciones. En realidad nadie sabe qué fue de ella.
—¿No sospechó nadie que los militares tenían algo que ver con lo ocurrido?
—Que yo sepa no. Se decía que la desdichada se había suicidado y fin de la historia. Supongo que a la gente se le pasaban muchas cosas por la cabeza. Ni que decir tiene que se consideró una desgracia, pero nunca se hizo ninguna investigación oficial. Por eso tu interés me tiene un tanto sorprendida.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba la muchacha?
—Se llamaba Hrund.
—¿Estaba pasando por algún momento difícil?
—No. Seguro que no. Yo… ella creía ciertamente en mitos paganos, se creía a ciegas las historias de elfos, que para ella eran como una verdad sagrada. Era un poco simple, la chiquilla. O eso decían.
—¿Así que a la gente le vino todo por sorpresa?
—Eso creo yo. Lo único que llegó a decir…
Los líquenes estaban a punto de salirse de la cazuela y Vigga los removía sin cesar con un cucharón de madera.
—¿Sí? —azuzó Flóvent.
—Qué alto está el fuego —comentó Vigga antes de soplar por encima de la cazuela—. Lo único que dijo la pobre se supo por su hermana pequeña.
—¿Y qué era?
—Estaban bastante unidas y ella le había contado algo sobre lo que le había ocurrido aquella noche y mencionó algún disparate de que los elfos se habían cruzado en su camino.
—¿Los elfos?
—Hrund le aseguró a su hermana menor que un elfo la atacó y maltrató. Incluso llegó a forzarla. Tuve que repetírselo tres veces a Rósamunda. Se negaba a creer lo que estaba oyendo y, de repente, se marchó. Salió corriendo sin decir adiós, la pobre.
Al ver que Flóvent no reaccionaba, Vigga dejó de remover la cazuela y, cuando se volvió, vio que Flóvent estaba de pie y la miraba fijamente, como si fuera un ser de otro planeta.