Al día siguiente, Flóvent y Thorson visitaron el taller de costura donde Rósamunda trabajaba. La dueña del taller decía haber estado esperando la llegada de la policía en relación con «aquel drama de Rósamunda», tal y como ella lo expresó. Rondaba los cuarenta años, era delgada y un tanto inquieta, hablaba rápido y parecía tensa; dijo que no concebía lo sucedido, una muchacha tan brillante como Rósamunda. Y con tanta destreza con las manos. Porque de eso no le faltaba.
—Una costurera sin igual —aseguró la mujer—. Se le daba de maravilla. Podía arreglar las prendas sin dejar ni una sola señal de que hubieran sido remendadas. Ni la más mínima marca. Y también cosía unos vestidos que eran una delicia.
—¿Sabe usted de alguien que hubiera querido hacerle daño? —preguntó Flóvent mientras echaba una mirada por el taller—. ¿Estaba enfrentada con alguien?
Flóvent no entendía de aquellas prendas de mujer, vestidos y faldas, sombreros y ropa interior que los clientes enviaban al taller para hacerles arreglos. Era el final de la jornada y solo quedaba la dueña en el local. Sobre unas mesas contó cuatro máquinas de coser eléctricas dispuestas en fila, rodeadas de tijeras, agujas y alfileres. Un pequeño cuarto anexo al taller tenía dos máquinas de coser más, viejas, de pedal. Entre revistas de moda y patrones de vestidos se amontonaban por doquier rollos de tela, cintas y enseres de costura junto con retales de algodón y género para cortinas.
—No, nadie —respondió la costurera—. Era una muchacha encantadora, me cuesta creer que alguien le tuviera ojeriza.
—Supongo que aquí son, en su mayoría, mujeres —dijo Flóvent.
—Sin duda.
—¿Vienen militares alguna vez? —preguntó Thorson.
—¿A mi taller? No, claro que no.
—¿No tienen nada que hacer aquí?
—Los veo con sus novias, pero aquí no vienen para contratar ningún servicio, si es eso lo que quiere decir. Entran con ellas por casualidad.
—¿Algún cliente fijo entre los islandeses?
—Sí, y tanto. Muchos. Durante años han tratado conmigo las mismas clientas. Aquí ofrecemos un servicio de primera clase, siempre he insistido mucho en que así fuera y le puedo asegurar que, dentro de su categoría, este taller se encuentra a la cabeza en toda el área de Reikiavik.
—¿Sabe usted si Rósamunda se relacionaba con algún militar? —preguntó Thorson.
—No, que yo supiera.
—¿O con otros hombres?
—No, no creo. No hablaba nunca de esas cosas. No conocía tanto su vida privada. Estuvo conmigo los últimos años y he de decir que su trabajo fue siempre excelente. Tengo al cargo varias costureras y otra aprendiza más y, sin duda alguna, Rósamunda promete… prometía mucho más que ella. Ni punto de comparación.
Flóvent apuntó el nombre de la otra muchacha y obtuvieron permiso para echar un vistazo al taller. Rósamunda se había presentado por iniciativa propia ante la dueña del taller para solicitarle trabajo sin conocerla de nada. La mujer tenía una vacante debido a la marcha reciente de una chica, así que decidió tener a Rósamunda a prueba con extraordinarios resultados. El último día en que la vieron en el trabajo estuvo volcada en rematar un vestido de gala para una clienta fija, la mujer de un director de banco que hacía compras con frecuencia en el Magasin du Nord cuando viajaba en barco hasta Copenhague, antes de que estallara la guerra. Según ella, su taller de costura no tenía nada que envidiar al Magasin.
—Impresionante —comentó Flóvent mientras apuntaba también el nombre de la señora.
—Sí, trato de…, digamos que mi clientèle es bastante selecta. Al menos eso intento. Ahora, claro está, hay escasez de productos —suspiró la modista mientras Flóvent asentía comprensivo—. Hacemos lo posible por aprovechar la tela al máximo, hasta usamos prendas viejas, y todo es negro o en gris. Hace una eternidad que no veo un rollo de seda.
Al registrar la sala no repararon en ningún objeto personal que Rósamunda hubiera llevado al trabajo. Siempre se sentaba junto a una de las máquinas de pedal y el vestido de gala de la mujer del director de banco, negro y de corte sencillo, colgaba de una barra situada al lado.
—¿Sabe hacia dónde se dirigía después de trabajar el último día que estuvo aquí? —preguntó Flóvent.
—Di por supuesto que iba a su casa, no mencionó que fuera a otro sitio.
—¿Es lo que solía hacer?
—Sí, eso creo. No hablábamos mucho de esas cuestiones. Cuestiones personales, vaya. Prefiero los formalismos, los considero necesarios, y más en estos tiempos.
—¿La trataba de usted?
—Por descontado.
—Entonces, ¿no conoce muchos detalles de su vida privada?
—Muy pocos.
—¿La oyó hablar alguna vez del Teatro Nacional? —preguntó Thorson.
—No. ¿Por qué debería haberlo hecho? ¿Porque la encontraron allí?
—Por la razón que fuera. ¿Nunca la oyó mencionar nada acerca del Teatro Nacional?
—No. Jamás.
—¿Recuerda si hace unos meses faltó al trabajo durante unos días? —preguntó Flóvent.
—No, no lo recuerdo —contestó la modista.
Thorson acompañó a Flóvent cuando este fue a visitar por la tarde a la otra aprendiza del taller de costura. Tenía la misma edad que Rósamunda y la conocía mejor que la dueña. La chica era delgada y guapa, su melena azabache le caía hasta los hombros y sus cejas negras y gruesas casi se fundían en una por encima de sus ojos marrón oscuro. Su piel era muy pálida y hacía resaltar todavía más su pelo negro. Alquilaba una habitación pequeña en un sótano cerca del centro y estaba remendando una carrera en unas medias cuando llamaron a la puerta. Rósamunda y ella eran amigas íntimas y la joven les contó que se había quedado consternada al oír la noticia de su muerte y las circunstancias de la misma. Explicó que se disponía a acudir a la policía para proporcionarle cuanta información fuera necesaria sobre Rósamunda.
—Es algo horroroso —dijo—. No puedo dejar de pensar en ella. En cómo… cómo se sentía y lo que le ha sucedido. ¿Cómo puede haberle ocurrido algo semejante?
—Estamos tratando de averiguarlo —contestó Flóvent con tono tranquilizador.
—¿Han ido a ver a la vieja del taller de costura? —preguntó la muchacha. Flóvent hizo un gesto afirmativo—. Tenía a la pobre Rósamunda esclavizada, a menudo se quedaba hasta mucho después de la hora de salir y no le pagaba horas extra.
—Tenemos entendido que Rósamunda demostraba mucho talento.
—Sí —confirmó la joven—. Y la vieja lo sabía muy bien. Rósamunda no quería trabajar para ella mucho más tiempo. Pretendía abrir su propio taller de costura y una tienda de vestidos y estoy segura de que la vieja sospechaba algo. Pondría una mano en el fuego a que había empezado a temerse esa posibilidad.
—¿Hubo alguna disputa entre ellas por ese motivo?
—No, Rósamunda nunca comentó nada, al menos que yo sepa. De haberlo hecho, habría sido hace poco. Soñaba con ser una modista como la de Haraldarbúð. Hasta pensaba irse al extranjero después de la guerra para aprender el oficio.
—¿Conoces a sus padres? —preguntó Thorson.
—Los vi una vez, parecían sacados de la Edad Media. Ella hablaba bien de ellos. Ya saben que era hija adoptada.
—¿Por qué dices que parecían de la Edad Media?
—Creo que Rósamunda tuvo una educación un tanto estricta y, además, creían en cosas de espiritismo.
—¿Espiritismo? —preguntó Thorson.
—Sí, eso decía Rósamunda. Estaban muy metidos en temas de espiritismo. Asistían a sesiones con médiums y tenían un sinfín de material sobre apariciones y contactos de personas con el más allá.
—¿Le interesaban esas cosas a Rósamunda?
—No. No creía en nada de eso. Le parecían un disparate. Y cuando él le dijo que… Maldito cerdo.
—¿Qué?
—Yo iba a ponerme en contacto con ustedes para contarles algo que le ocurrió a Rósamunda, pero ella quería hablar lo menos posible de ello y me rogó que no se lo dijera a nadie.
—¿El qué? ¿Qué le sucedió?
—No me quiso contar quién era él ni tampoco lo que había pasado. Solamente que pasó, y que fue espantoso. Abominable. No tenía otra alternativa que abortar cuando descubrió que estaba embarazada de él. No sé… —La joven titubeó—. La violó —continuó—. Rósamunda vino a mi casa después de que ocurriera y se quedó aquí dos días antes de volver con sus padres. Se encontraba tan mal…
—¿Sucedió hace unos tres meses? —preguntó Flóvent. La chica asintió—. ¿Quién la violó?
—Dijo que fue un maldito monstruo. No se sentía capaz de ir a su casa y se quedó en la mía para recuperarse.
—¿Mencionó de quién se trataba? —preguntó Thorson.
—No. Solo me contó que era un perturbado. Me estaba esperando aquí fuera cuando llegué a casa. Mostraba un aspecto desolador, con la ropa rasgada y rota. Él le ordenó que culpara a los elfos. Le exigió que mintiera y contara que había estado en Öskjuhlíð y que los elfos la atacaron. Para que veáis lo enfermo que estaba.
—¿Los elfos?
—Yo quería que lo denunciara —explicó la joven—. Que dijera quién era, que lo gritara por la calle y lo señalara y contara lo que le hizo y que no lo dejara en paz.
—¿Por qué los elfos? —preguntó Flóvent—. ¿Mostraba ella algún interés por esas criaturas? ¿Creía Rósamunda en historias de elfos?
—No. En absoluto.
—¿Qué querría decir con todo aquello? —quiso saber Thorson.
—No lo sé. No volvió a explicarme nada más. Solo repetía que aquel hombre estaba loco de atar.
Flóvent y Thorson intercambiaron una mirada.
—¿Sabes si mantenía algún contacto con su familia del norte? —preguntó Flóvent.
—Muy poco, casi nada. Algunos hermanos suyos se trasladaron al sur, creo que dos. Me parece que trabajaban para el ejército. En Hvalfjörður o algún sitio de por ahí.
—¿Qué hacía por las tardes después del trabajo? —preguntó Thorson.
—Se iba directamente a casa, creo —contestó la chica—. A veces se quedaba a trabajar hasta más tarde, demasiadas veces. En alguna ocasión íbamos al cine o de fiesta al Borg y cosas así, pero ella pasaba la mayor parte del tiempo esclavizada por la vieja. Tras lo ocurrido no volvió a divertirse más.
—¿Sabes si conocía a alguien del centro de aprovisionamiento en el Teatro Nacional?
—No, seguramente no.
—¿Mencionó alguna vez a un militar de nombre Frank Carroll? —preguntó Flóvent.
—No, nunca habló de ningún Frank.
—Podría llamarse también Frank Ruddy.
La chica volvió a negar con la cabeza.
—¿Estaba envuelta en la «situación»? —preguntó Thorson.
—No. En absoluto.
—¿Tenía novio? —quiso saber Flóvent.
—No. De tenerlo, sería algo muy reciente.
—¿No flirteaba con nadie?
—No. Rósamunda no era de esa clase de chicas.
—Has dicho que para ella no existía otra alternativa que abortar. ¿Sabes quién se encargó de eso?
—Nunca me lo contó. Se avergonzaba de haberlo hecho y no quería ni hablar de ello. Yo evitaba mencionarlo.
—Pero tú hablaste con ella después de que se le practicara el aborto.
—Sí. Estaba muy afligida. Se sentía desolada. De hecho, yo…
—¿Qué?
—No sé quiénes se encargan de eso aquí, en la ciudad, pero mi madre conoce a una mujer que elabora toda clase de medicinas a base de hierbas. Yo le hablé a Rósamunda de ella y sé que quería ir a verla.
—¿Quién es?
—Se llama Vigga y vive en el barrio de las Sombras. Creo que había ido a su casa.
Thorson apuntó el nombre.
—¿Y no te dijo quién la había violado? —preguntó Flóvent.
—No —respondió la chica del pelo azabache frunciendo el ceño—. No sé por qué protegía a aquella bestia inmunda. No me lo explico.