Capítulo trigésimo séptimo

Otra vez amigos, pero conscientes de que nunca volverían a verse, Aziz y Fielding salieron a dar un último paseo a caballo por la jungla de Mau. El nivel del agua estaba bajando y se había anunciado oficialmente la muerte del Rajá, de manera que los ocupantes del Pabellón de Huéspedes iban a marcharse a la mañana siguiente, como exige el decoro. Debido al luto y a la festividad, la visita había resultado un fracaso. Fielding apenas había visto a Godbole, quien todos los días prometía enseñarle el Instituto del Rey-Emperador Jorge Quinto, principal objetivo de su visita, pero siempre encontraba alguna excusa para no hacerlo. Aquella tarde Aziz le explicó lo que había sucedido: el Rey-Emperador había sido convertido en granero y al Ministro de Educación no le apetecía confesárselo a su antiguo Director. No hacía aún un año que el Comisionado Político del Gobernador General inaugurara el centro docente y aún seguía funcionando en teoría; Godbole confiaba en volver a empezar antes de que se notara su ausencia y en reunir a sus alumnos antes de que éstos produjeran una nueva generación de escolares. Fielding rió ante tanta confusión y despilfarro de energías, pero ya no viajaba tan ligero de equipaje como en el pasado; la educación era una preocupación constante para él porque sus ingresos y el bienestar de su familia dependían de ello. Sabía que pocos indios consideran la educación buena en sí misma, y ahora deploraba esta actitud por motivos que cada vez resultaban más amplios. Empezó a decir algo de mucho peso sobre el tema de los Estados nativos, pero la cordialidad de Aziz le distrajo. Al menos aquella reconciliación era todo un éxito. Después del pintoresco naufragio no había habido ya incomprensión ni resentimiento, y los dos habían vuelto riendo a su antigua amistad como si nada hubiese sucedido. Ahora cabalgaban entre rocas y agradables arbustos. En seguida llegaron a un sitio despejado, a plena luz del sol, y vieron un declive cubierto de hierba y de mariposas de vivos colores; también una cobra, que cruzó el camino sin hacer nada en particular y desapareció entre un grupo de guanábanos. En el cielo había redondas nubes blancas, y charcos, también blancos, en la tierra; las colinas que se divisaban a lo lejos eran de color morado. La escena tenía un aire tan de jardín como si se tratara de Inglaterra, pero no por ello dejaba de resultar extraña. Los dos detuvieron a los caballos para darle espacio suficiente a la cobra, y Aziz mostró una carta que deseaba enviar a Miss Quested. Una carta encantadora. El joven médico quería dar las gracias a su antigua enemiga por su excelente comportamiento dos años atrás; ahora estaba perfectamente claro que Miss Quested se había portado bien. «Al caerme al estanque más grande que tenemos en Mau, bajo circunstancias que nuestros amigos le relatarán, pensé en lo valiente que era Miss Quested y resolví decírselo, a pesar de lo defectuoso de mi inglés. Gracias a usted soy feliz aquí en compañía de mis hijos, en lugar de estar en la cárcel: sobre esto no albergo la menor duda. Tenga la seguridad de que enseñaré a mis hijos a pensar y a hablar acerca de usted con el mayor afecto y respeto imaginables.»

—Miss Quested se sentirá muy feliz. Me alegro de que por fin te hayas dado cuenta de su valentía.

—Quiero portarme amablemente con todo el mundo y acabar para siempre con este desdichado asunto de las Cuevas de Marabar. Me precipité de la manera más vergonzosa al pensar que deseabas quedarte con mi dinero: un error tan absurdo como el de la cueva.

—Me gustaría que hablaras con mi mujer, Aziz. También ella cree que la historia de Marabar ha concluido para siempre.

—¿Cómo es eso?

—No lo sé, quizá te lo cuente a ti, a mí no quiere decírmelo. Stella tiene ideas que yo no comparto; de hecho, cuando no estoy con ella me parecen ridículas. En cambio, cuando estamos juntos, supongo que es por el cariño que le tengo, todo resulta distinto, y siento que estoy medio muerto, y ciego también a medias. Mi mujer busca algo. Tú y yo y Miss Quested, hablando grosso modo, no vamos en busca de nada. Seguimos adelante lo mejor que podemos, tú al frente, un poco destacado; un grupito muy loable. Pero mi mujer no va con nosotros.

—¿Qué quieres decir? ¿Acaso Stella no te es fiel, Cyril? Me llenas de preocupación.

Fielding vaciló. No se sentía completamente feliz acerca de su matrimonio. Había vuelto a experimentar la pasión física —la llamarada final antes de las cenizas de la mediana edad—, sabía que su mujer no le amaba tanto como él la amaba a ella y se avergonzaba de importunarla. Pero durante la visita a Mau la situación había mejorado. Por fin parecía existir un lazo entre ellos: ese lazo exterior a los participantes necesario en toda relación. En el lenguaje de la teología cabía decir que su unión había sido bendecida. Podía asegurarle a Aziz que Stella no sólo le era fiel, sino que lo más probable era que lo fuera cada vez más; y, tratando de expresar lo que no estaba claro para él mismo, añadió estúpidamente que personas distintas tienen diferentes puntos de vista.

—Si no quieres hablar con Stella acerca de Marabar, ¿por qué no lo haces con Ralph? Es realmente un muchacho muy sagaz. Y (otra vez la misma metáfora) cabalga un poco detrás de Stella, pero con ella.

—Explícale que no tengo nada que decirle, aunque sin duda es un muchacho capaz de comprender muchas cosas y cuenta para siempre con un amigo indio. En parte, siento un gran cariño hacia él porque me ha hecho volver junto a ti para decirte adiós. Porque esto es una despedida, Cyril, aunque pensar en ello echaría a perder nuestro paseo y nos pondría tristes.

—No, no vamos a pensar en ello. —También Fielding sentía que aquélla era su última oportunidad para comunicarse libremente. Todos los estúpidos malentendidos habían quedado aclarados, pero socialmente Aziz y él carecían de un sitio donde reunirse. El antiguo Director del Instituto de Chandrapore había unido su suerte a la de la India inglesa al casarse con una de sus compatriotas, y estaba adquiriendo algunas de sus limitaciones; incluso empezaba a sorprenderse de su pasado heroísmo. ¿Volvería ahora a desafiar a toda su gente por el bien de un indio maltratado? Aziz era un recordatorio, un trofeo; cada uno estaba orgulloso del otro, y, sin embargo, tenían que separarse inevitablemente. Ansioso de sacar el máximo partido posible de aquella última tarde, Fielding hizo un esfuerzo para hablar íntimamente de su mujer, la persona que más quería—. Desde su punto de vista —dijo—, Mau ha sido un éxito. Ha servido para tranquilizarla…, los dos sufren desasosiegos con frecuencia. Stella ha encontrado algo sedante aquí, una especie de solución a sus extraños problemas —después de un silencio (con innumerables sonidos como de besos a su alrededor a medida que la tierra chupaba el agua), continuó—: ¿Tú sabes algo sobre todo este asunto de Krishna?

—Mi querido amigo, oficialmente lo llaman Gokul Ashtami. Todas las oficinas estatales están cerradas, pero, aparte de eso, ¿qué otro interés podría tener para ti y para mí?

—Gokul es la aldea donde nació Krishna…, bueno, más o menos, porque existe la misma vacilación entre esa aldea y otra, que entre Belén y Nazaret. Lo que quisiera descubrir es su lado espiritual, si es que lo tiene.

—No sirve de nada hablar conmigo sobre los hindúes. Vivir con ellos no me ha enseñado nada nuevo. Cuando creo molestarles, no es así. Cuando creo que no les molesto, lo estoy haciendo. Quizá me despidan por caerme sobre su casa de muñecas; por otro lado, quizá me doblen el sueldo. El tiempo lo dirá. ¿Por qué te inspiran tanta curiosidad?

—Es difícil de explicar. En realidad nunca los he entendido ni me han gustado, excepto algunas cosas de Godbole de cuando en cuando. Nuestro buen amigo, ¿todavía sigue diciendo «Ven, ven»?

—Imagino que sí.

Fielding suspiró, abrió los labios, volvió a cerrarlos y luego dijo con una risita:

—No puedo explicarlo, porque no es una cuestión de palabras en absoluto, pero ¿por qué a mi mujer y a su hermano les gusta el hinduismo, aunque no sienten el menor interés por sus rituales? No quieren hablar de esto conmigo. Saben que, en mi opinión, un determinado aspecto de su vida es una equivocación, y se muestran reservados. Por eso quisiera que hablaras con ellos, porque de todos modos eres un oriental.

Aziz se negó a contestar. No quería ver de nuevo a Stella y a Ralph, sabía que tampoco ellos querían verle, sus secretos no le inspiraban la menor curiosidad, y tenía la impresión de que el bueno de Cyril estaba siendo un poco torpe. Algo —no un suspiro, pero si un sonido— pasó volando junto a él, y le hizo releer la carta para Miss Quested. ¿No había tenido intención de decirle algo más? Sacando la pluma, añadió: «Por mi parte, de ahora en adelante uniré siempre el suyo con un nombre muy sagrado que hay en mi mente, el de Mrs. Moore.» Cuando terminó, el espejo del paisaje se había hecho añicos y el prado se desintegraba en mariposas. Un poema sobre la Meca —la Kaba de la Unión—, los arbustos espinosos donde mueren los peregrinos antes de haber visto al Amigo, pasó rápidamente por su imaginación; pensó también en su esposa; y finalmente todo aquel vuelco semimístico y semisensual, tan característico de la vida de su espíritu, terminó como una avalancha y le dejó en el sitio adecuado: Aziz se encontró cabalgando en la jungla al lado de su querido Cyril.

—Cállate —dijo—. No eches a perder nuestro último paseo con preguntas absurdas. Deja en paz a Krishna y hablemos de algo razonable.

Así lo hicieron. Durante todo el camino de vuelta a Mau discutieron sobre política. Los dos se habían endurecido desde Chandrapore y una buena pelea les resultó muy agradable. Confiaban el uno en el otro aunque iban a separarse, quizá porque iban a separarse. Fielding «no veía ya la necesidad de ser cortés», dijo, dando a entender que no se puede abolir el Imperio británico porque sea grosero.

—De acuerdo, y nosotros no vemos la necesidad de soportaros —replicó Aziz, fulminándolo con miradas llenas de odio abstracto.

—Sin nosotros, los indios se echan a perder inmediatamente —dijo Fielding—. ¡Mira el Instituto del Rey-Emperador! Mírate tú mismo, olvidando la medicina y volviendo a los conjuros. Mira tus poemas.

—Son muy buenos, me los van a publicar en Bombay.

—Sí, ¿y qué es lo que dicen? Liberemos a nuestras mujeres y la India será libre. Inténtalo, anda. Libera a tu propia mujer antes de nada, y espera a ver quién le lava la cara a Ahmed, a Karim y a Jamila. ¡Hermosa situación!

Aziz se iba excitando cada vez más. Alzándose en los estribos, tiró hacia atrás de la cabeza de su caballo con la esperanza de que se encabritara. Entonces se sentiría enzarzado en una batalla.

—Marchaos todos vosotros, los Turton y los Burton —exclamó—. Deseábamos conoceros hace diez años; ahora es ya demasiado tarde. Si nos reunimos con vosotros y asistimos a vuestros comités es sólo por razones políticas, no os hagáis ilusiones —su caballo se encabritó de hecho—. Marchaos, desapareced para siempre. ¿Por qué tenemos que sufrir tanto? Solíamos culparos a vosotros, ahora nos echamos la culpa a nosotros mismos, nos estamos haciendo más prudentes. Mientras Inglaterra no tenga dificultades guardaremos silencio, pero en la próxima guerra europea, ¡ah!, habrá llegado nuestra ocasión —hizo una pausa, y el paisaje, aunque sonreía, se desplomaba como una lápida mortuoria sobre cualquier esperanza humana. Pasaron al galope junto a un templo dedicado a Hanuman[40] —tanto amó Dios al mundo[41] que se hizo mono—, y también junto a un templo de Siva, que invitaba a la lujuria, pero bajo semblanza de eternidad, con obscenidades que no tenían relación alguna con las de nuestra carne y nuestra sangre. Chapotearon entre mariposas y ranas; grandes árboles con hojas como platos se alzaban entre la maleza. Las divisiones de la vida cotidiana volvían a imponerse, el santuario casi estaba cerrado.

—¿Quién queréis que ocupe el lugar de los ingleses? ¿Los japoneses?

—No, los afganos. Mis propios antepasados.

—Eso encantará a vuestros amigos hindúes, ¿no es cierto?

—Se arreglará…, una conferencia de estadistas orientales.

—No hay duda de que se arreglará.

—Imagino que se trata de la vieja historia de que «Robaremos a todos los hombres y violaremos a todas las mujeres desde Peshawar a Calcuta», que hacéis repetir a alguna persona insignificante y luego citáis todas las semanas en el Pioneer[42] para que nos asustemos y os pidamos que os quedéis. ¡Pero no nos engañaréis más! —de todas formas Aziz no lograba encajar a los afganos en Mau y, sintiéndose acorralado, hizo encabritarse de nuevo a su caballo hasta que recordó que tenía, o debía tener, una patria. Entonces, gritó—: ¡La India será una nación! ¡Sin extranjeros de ninguna clase! ¡Hindúes y musulmanes y sikhs y todos los demás lograrán unirse! ¡Viva! ¡Viva la India!

¡India una nación! ¡La última adquisición de la gris hermandad del siglo XIX! ¡Acercándose, con amplio contoneo, en esta hora del mundo, a ocupar su sitio! ¡La India, cuyo único igual sería el Sacro Imperio Romano, vendría a emparejarse quizá con Guatemala y con Bélgica! Fielding se burlaba de nuevo. Y Aziz, terriblemente furioso, danzaba de un sitio para otro, sin saber qué hacer.

—Abajo los ingleses de todas formas —exclamó—. Sobre eso no hay la menor duda. Marchaos lo más de prisa que podáis, os lo digo bien claro. Quizá nos odiemos entre nosotros, pero aún os odiamos más a vosotros. Si yo no consigo que os vayáis, lo conseguirá Ahmed, o Karim; aunque tardemos cincuenta o quinientos años nos libraremos de vosotros, sí, arrojaremos al mar al último inglés, y entonces —se lanzó sobre Fielding furiosamente—, y entonces —terminó, medio besándole— tú y yo seremos amigos.

—¿Por qué no podemos ser amigos ahora? —dijo el otro, sujetándolo afectuosamente—. Es lo que yo quiero. Es lo que tú quieres.

Pero los caballos no lo querían: se apartaron bruscamente; la tierra no lo quería, y enviaba rocas junto a las cuales los jinetes tenían que pasar en fila india; los templos, el estanque, la cárcel, el palacio, los pájaros, los animales muertos y el Pabellón de los Huéspedes, que aparecieron al salir ellos del desfiladero y ver Mau a sus pies, tampoco lo querían, y lo dijeron con sus cien voces: «No, todavía no», y el cielo dijo: «No, ahí no.»