En el palacio continuaba el rasguear de los instrumentos y el resonar de los tambores. La revelación había terminado, pero su efecto duraba, y consistía en hacer creer a los hombres que la revelación no se había producido aún. Subsistía la esperanza a pesar de haberse cumplido lo esperado, como sucederá en el paraíso. Aunque el Dios había nacido, su procesión —que muchos identificaban erróneamente con el Nacimiento— no se había celebrado aún. En años normales, las horas centrales de aquel día quedaban marcadas por actuaciones de gran belleza en las habitaciones privadas del Rajá, poseedor de un grupo de hombres y muchachos consagrados, cuya tarea era danzar en presencia del soberano diferentes actuaciones y meditaciones de su fe. Cómodamente sentado, podía presenciar los Tres Pasos con que el Salvador ascendió a la cumbre del universo para confusión de Indra, también la muerte del dragón, la montaña que se convirtió en paraguas, y el sadduh que (con resultados muy cómicos) invocó al Dios antes de comer[36]. Todo culminaba con la danza de las pastoras ante Krishna, y con la danza aún más importante de Krishna delante de las pastoras, cuando la música y los músicos se arremolinaban entre las túnicas azul marino de los actores hasta llegar a sus coronas de oropel y todos se fundían en uno. Entonces el Rajá y sus invitados olvidaban hallarse en presencia de una representación dramática, y adoraban a los actores. Nada semejante podía suceder aquel día, porque la muerte tiene el poder de interrumpirlo todo. En Mau interrumpía menos que en Europa; su patetismo no era tan intenso, su ironía menos cruel. Desgraciadamente, se hallaban en palacio dos aspirantes al trono, y sospechaban lo que había sucedido, pero no crearon problemas, porque la religión es una fuerza viva para los hindúes, y en ciertos momentos es capaz de suprimir todo lo que haya de mezquino y efímero en sus naturalezas. La festividad continuaba, desordenada y sincera; todos los hombres se amaban entre sí, y evitaban instintivamente cualquier cosa que pudiera producir molestias o dolor.
Aziz no entendía todo esto, como tampoco lo entendería un cristiano corriente. Le asombraba que de repente Mau se viese libre de sospechas y egoísmos. Aunque era un extraño, y quedaba excluido de sus ritos, los hindúes se mostraban particularmente atentos en aquel momento; él y los suyos recibían pequeños presentes y muestras de cortesía, precisamente por ser extraños. Aziz no tenía nada que hacer durante todo el día, excepto enviar el ungüento al Pabellón de los Huéspedes; al atardecer se acordó de ello, y estuvo buscando por la casa un analgésico local, ya que el dispensario estaba cerrado. Encontró una lata de ungüento perteneciente a Mohammed Latif, que estaba poco dispuesto a permitir que se la llevara, porque se habían pronunciado palabras mágicas durante la preparación de aquella pomada, pero Aziz le prometió que se la devolvería después de tratar las picaduras del joven inglés; lo que Aziz quería era una excusa para dar un paseo a caballo.
La procesión empezaba a formarse cuando pasó delante del palacio. Una considerable multitud veía cómo cargaban el palanquín real, cuya proa —con forma de cabeza de dragón y tallada en plata— asomaba por la amplia puerta del palacio, abierta a medias. Dioses, grandes y pequeños, estaban subiendo a bordo. Aziz apartó los ojos, porque nunca sabía cuánto se le permitía mirar, y estuvo a punto de chocar con el Ministro de Educación.
—Ah, podría hacerme llegar tarde —dando a entender que el contacto con un no-hindú le obligaría a darse otro baño; Godbole pronunció aquellas palabras sin acaloramiento moral.
—Lo siento —dijo Aziz.
El otro sonrió, y mencionó de nuevo a los ocupantes del Pabellón de Huéspedes, y cuando oyó que, después de todo, Miss Quested no era la esposa de Fielding, exclamó:
—No, claro, se casó con la hermana de Mr. Heaslop. Exactamente. Hace más de un año que lo sé —también sin vehemencia alguna en la voz.
—¿Por qué no me lo dijo? Su silencio me ha metido en un buen lío.
Godbole, de quien no se sabía que hubiese contado nunca nada a nadie, sonrió de nuevo, y dijo en tono de disculpa:
—No se enfade conmigo. Ya sabe que, hasta donde mis limitaciones me lo permiten, soy un verdadero amigo suyo. Además, ésta es la más sagrada de nuestras festividades.
Aziz siempre se sentía como un niño pequeño en presencia de aquel ser extraño; como un niño que recibe un juguete inesperado. Sonrió también, e hizo torcer a su caballo por un callejón lateral porque las apreturas eran cada vez mayores. Estaba llegando la Banda de los Basureros. Tocando sus cedazos y otros emblemas de su profesión, iban directamente hacia la puerta del palacio con la actitud de un ejército victorioso. Toda la demás música había cesado, porque ritualmente era aquél el momento de los Despreciados y Abandonados[37]; el Dios no podía salir de Su templo hasta que los sucios basureros tocaran su son: eran el núcleo de suciedad que necesitaba el espíritu para alcanzar la cohesión. Por un instante la escena fue magnífica. Las puertas se abrieron por completo y en el interior del palacio se vio a todos los miembros de la corte, descalzos y vestidos con túnicas blancas; en el centro se hallaba el Arca del Señor, cubierta con tela de oro, flanqueada por abanicos de plumas de pavo real y rígidos estandartes circulares de color carmesí, y llena hasta rebosar de flores y estatuillas. Al alzarse desde el suelo hasta los hombros de los portadores, el amable sol de los monzones empezó a brillar, inundando el mundo de color, de manera que los tigres amarillos pintados en las paredes del palacio parecieron disponerse a saltar, y rosadas y grises madejas de nubes apresaron entre sus lazos la parte más alta del cielo. El palanquín se puso en movimiento… El callejón estaba lleno de elefantes del Estado, con los castillos vacíos en señal de humildad. Aziz no prestó atención a todos aquellos objetos sagrados, porque carecían de conexión con los que despertaban sus sentimientos religiosos; le aburrían y le hacían sentirse un poco cínico, como a su querido emperador Babur, que bajó del Norte y no encontró en el Indostán ni buenos frutos, ni agua dulce, ni conversaciones ingeniosas; ni siquiera un amigo.
El callejón llevaba muy de prisa fuera de la ciudad, sobre unas rocas muy altas, ya en la jungla. Aziz detuvo allí su caballo y examinó el gran estanque de Mau, que se extendía a sus pies, visible hasta la curva más distante. Al reflejar las nubes del atardecer, llenaba el mundo inferior de un resplandor idéntico, de manera que tierra y cielo se acercaban entre sí, a punto de chocar en pleno éxtasis. Aziz escupió, adoptando de nuevo una actitud cínica, más cínica que la de antes. Por el centro del bruñido círculo del estanque avanzaba una pequeña mancha oscura: el bote del Pabellón de Huéspedes. Los ingleses habían encontrado algo que hiciera las veces de remos, y seguían dedicados a su tarea de inspeccionar la India. Aquello bastó para que, comparativamente, los hindúes le resultaran más simpáticos, y Aziz, volviendo la vista hacia el bulto blanco lechoso del palacio, les deseó que disfrutaran paseando a su ídolo de un sitio a otro, porque, en cualquier caso, aquello no servía para husmear en las vidas de las demás personas. La pose de «ver la India» que le había hecho dejarse seducir por Miss Quested en Chandrapore no era más que otra forma de gobernar; detrás no había indicio alguno de afecto; Aziz sabía perfectamente lo que estaba sucediendo en el bote mientras sus ocupantes contemplaban los escalones que la imagen utilizaría para descender al cabo de unos instantes, y se preguntaba hasta dónde podrían acercarse remando sin provocar un conflicto con las autoridades.
Aziz no renunció a su expedición, porque en el Pabellón de los Huéspedes habría criados a los que interrogar; un poco de información que nunca está de más. El joven médico tomó la senda junto al sombrío promontorio que albergaba las tumbas de los reyes. Como el palacio, eran de estuco blanco, y brillaban debido a su luz interna, pero su resplandor se estaba haciendo fantasmal con la proximidad de la noche. El promontorio se hallaba cubierto de árboles de gran altura, y los murciélagos gigantes empezaban a soltarse de sus copas y a hacer un ruido como de besos al rozar la superficie del estanque; se habían pasado todo el día colgados cabeza abajo y empezaban a tener sed. Los signos de un tranquilo atardecer indio se multiplicaban: ranas por todas partes, estiércol de vaca ardiendo eternamente; por encima, una bandada de cálaos tardíos, con apariencia de esqueletos alados mientras volaban atravesando el crepúsculo. Había muerte en el aire, pero no tristeza; se había llegado a una avenencia entre destino y deseo, y hasta el corazón del hombre se hallaba en calma.
El Pabellón de los Huéspedes estaba situado a doscientos pies por encima del agua, sobre la cresta de un rocoso espolón cubierto de árboles que sobresalía de la jungla. Cuando Aziz llegó allí la superficie del estanque había palidecido, convirtiéndose en una película gris malva, y no se veía el bote por ninguna parte. Un centinela dormía en el porche y había lámparas encendidas en las habitaciones desiertas. Aziz fue recorriéndolas, inquisitivo y avieso. Dos cartas abandonadas sobre el piano recompensaron su curiosidad, y lanzándose sobre ellas, las leyó con prontitud. No se avergonzó de hacerlo. La santidad de la correspondencia privada no ha sido nunca ratificada por el Oriente. Y, además, Mr. McBryde había leído todas sus cartas, publicando después su contenido. Una de ellas —la más interesante de las dos— era de Heaslop a Fielding. Arrojaba nueva luz sobre la mentalidad de su antiguo amigo e hizo que Aziz endureciera aún más su corazón contra él. La carta era en gran parte sobre Ralph Moore, a quien se presentaba casi como un imbécil. «Deshazte de mi hermano cuando lo consideres oportuno. Te digo esto porque sin duda terminará organizando algún lío.» Más adelante: «Estoy completamente de acuerdo; la vida es demasiado breve para alimentar resentimientos, y también me consuela que te sientas capaz, hasta cierto punto, de alinearte con los opresores de la India. Necesitamos todo el apoyo que podamos conseguir. Espeto que la próxima vez que Stella venga a verme lo haga contigo: trataré de ofreceros todas las comodidades que están al alcance de un soltero; ya va siendo hora de que nos veamos. El matrimonio de mi hermana, poco después de la muerte de mi madre y de mis dificultades personales me molestó y fui muy poco razonable. Pero ha llegado el momento de hacer las paces del todo, como tú dices: basta con repartirnos las culpas a medias. Me alegro mucho de que esté en camino tu hijo y heredero. La próxima vez que alguno de vosotros escriba a Adela, mandadle unas palabras de parte mía, porque también quisiera hacer las paces con ella. Has tenido suerte pudiendo trabajar fuera de la India británica en el momento actual. Los incidentes se suceden sin interrupción, todos debidos a la propaganda, pero no logramos descubrir el hilo conductor. Cuanto más tiempo se vive aquí, más seguridad se tiene de que todo está conectado. Mi opinión personal es que se trata de los judíos.»
Hasta ahí el chico de la nariz encarnada. A Aziz le distrajeron por un instante unos sonidos confusos que llegaban desde el estanque; la procesión se había puesto en marcha. La segunda carta era de Miss Quested a Mr. Fielding. Contenía uno o dos toques interesantes. Su autora confiaba en que «Ralph disfrute con la India más que yo», y parecía haberle dado dinero con ese propósito: «La deuda que nunca podré pagar en persona.» ¿Qué deuda imaginaba Miss Quested haber contraído con el país? A Aziz no le gustó aquella frase. Adela se interesaba por la salud de Ralph. Todo eran «Stella y Ralph», incluso «Cyril» y «Ronny»…, todo tan amistoso y razonable, y escrito con una actitud mental que se hallaba por completo fuera del alcance de Aziz. Envidió la fácil comunicación que sólo resulta posible en una nación donde las mujeres son libres. Aquellas cinco personas resolvían sus pequeñas diferencias y cerraban sus maltrechas filas contra los extranjeros. Hasta el mismo Heaslop venía a reforzarlas. De allí surgía la fuerza de Inglaterra, y en una explosión de mal genio, Aziz golpeó el piano, y como las teclas se habían dilatado formando cuerpo en grupos de tres, produjo un ruido considerable.
—¿Quién anda ahí? —dijo una voz llena de nerviosismo y respetuosa a la vez; Aziz no recordaba dónde había oído antes aquella entonación, Algo se movió en la penumbra de una habitación contigua.
—Médico estatal, visita informativa, muy poco inglés —replicó Aziz, guardándose las cartas en el bolsillo. Luego, para demostrar que tenía acceso al Pabellón de Huéspedes, golpeó de nuevo el teclado.
Ralph Moore entró en la zona iluminada.
¡Qué joven de aspecto tan extraño, alto, prematuramente envejecido, de grandes ojos azules descoloridos por la ansiedad, y cabello escaso y despeinado! No pertenecía al tipo de los que se exportaban ordinariamente para desempeñar misiones imperiales. «Nacido de una madre demasiado mayor», pensó el médico que había en Aziz; pero al poeta le pareció más bien hermoso.
—No he podido venir antes debido al mucho trabajo. ¿Qué tal están las famosas picaduras de abejas? —preguntó Aziz con tono condescendiente.
—Estaba… descansando; me dijeron que era lo mejor que podía hacer; duelen bastante.
Su timidez y evidente «inexperiencia» tuvieron complicados efectos sobre el descontento Aziz.
—Venga aquí, haga el favor, déjeme verle —le ordenó con tono amenazador. Estaban prácticamente solos y podía tratar al paciente como Callendar había tratado a Nureddin.
—Esta mañana dijo usted…
—Hasta el mejor médico se equivoca. Venga aquí, haga el favor, para que haga el diagnóstico con buena luz. Dispongo de muy poco tiempo.
—¡Ay!
—¿Qué le sucede?
—Sus manos son crueles.
Aziz, sobresaltado, bajó la vista para mirarlas. Aquel extraño joven tenía razón, y las escondió detrás de la espalda antes de replicar con fingida cólera:
—¿Qué demonios tienen que ver mis manos con usted? Es una observación muy extraña. Soy médico diplomado y no tengo por qué hacerle daño.
—No me importa el dolor; en realidad no me duele.
—¿No hay dolor?
—Prácticamente no.
—Excelentes noticias —se burló Aziz.
—Pero hay crueldad.
—Le he traído un poco de ungüento, pero en su actual estado de nerviosismo aplicárselo se convierte en un problema —continuó Aziz, después de una pausa.
—Haga el favor de dejármelo.
—De ninguna manera. Volverá inmediatamente a mi dispensario. —Aziz se inclinó hacia adelante y el otro se retiró al extremo más alejado de la mesa—. Veamos, ¿quiere usted que le cure las picaduras o prefiere un médico inglés? Hay uno en Asirgarh. Asirgarh queda a cuarenta millas de aquí, y la presa de Ringnod se ha derrumbado. De manera que ya ve en qué situación se encuentra. Creo que sería mejor hablar de usted con Mr. Fielding; es realmente absurda la manera que tiene de comportarse.
—Han salido a pasear en bote —replicó Ralph, mirando a su alrededor en busca de ayuda.
Aziz fingió sorprenderse en extremo.
—Espero que no hayan ido en dirección a Mau. En una noche como ésta los hindúes se vuelven terriblemente fanáticos.
Y, como para confirmar sus palabras, se oyó un enorme gemido, que parecía brotar de los labios de un gigante; la procesión estaba acercándose a la cárcel.
—No debería usted tratarnos así —le recriminó el muchacho, y esta vez Aziz no pudo ignorar sus palabras, porque la voz, aunque asustada, no era débil en absoluto.
—¿Así? ¿De qué manera?
—No le hemos hecho ningún daño, doctor Aziz.
—Ah; ya veo que sabe usted mi nombre. Sí, yo soy Aziz. No, por supuesto; su gran amiga Miss Quested no me hizo ningún daño en las Cuevas de Marabar.
Todos los cañones del Estado ahogaron sus últimas palabras disparando al mismo tiempo. Un cohete lanzado desde el jardín de la cárcel había dado la señal. El preso, alcanzada la libertad, estaba besando los pies de los cantantes. Pétalos de rosas caían desde las casas, mientras otras personas ofrecían especias sagradas y trozos de coco… Era el momento de la mitad del camino; el Dios había extendido Su templo y hacía una pausa llena de exultación. Mezclados y confundidos al trasladarse, los rumores de salvación entraron en el Pabellón de los Huéspedes. Aziz y Ralph, sobresaltados, salieron al porche, atraídos por la repentina iluminación. El cañón de bronce en lo alto del fuerte seguía lanzando llamaradas, la ciudad era una mancha de luz en la que las casas parecían danzar y el palacio agitar unas alas diminutas. Ni el agua, abajo, ni las colinas ni el cielo, arriba, participaban todavía; tan sólo una lucecita y una canción luchaban entre los bultos informes del universo. La canción llegó a hacerse audible gracias a las muchas repeticiones; el coro invocaba a las deidades invirtiendo sus nombres.
Radhakrishna Radhakrishna,
Radhakrishna Radhakrishna,
Krishnaradha Radhakrishna,
Radhakrishna Radhakrtshna[38],
cantaban; y despertaron al dormido centinela del Pabellón de Huéspedes, que estaba apoyado en su lanza con punta de hierro.
—Ahora tengo que marcharme, buenas noches —dijo Aziz, y tendió la mano a Ralph, olvidando por completo que no eran amigos y dirigiendo su corazón a algo más lejano que las cuevas, algo muy hermoso. El otro aceptó su mano; entonces Aziz recordó lo mal que se había comportado y añadió amablemente—: ¿Ya no me considera cruel?
—No.
—Es usted una persona muy extraña, ¿cómo logra saberlo?
—No tiene ninguna dificultad: es la única cosa de la que siempre estoy seguro.
—¿Siempre es capaz de decir cuándo un extraño es su amigo?
—Sí.
—Entonces es usted un oriental. —Aziz soltó la mano de Ralph mientras hablaba, con un leve estremecimiento. Aquellas mismas palabras se las había dicho a Mrs. Moore en la mezquita al comienzo del ciclo, y, una vez dentro de él, sólo había logrado librarse después de muchos sufrimientos. ¡Nunca hacer amistad con un inglés! Mezquita, cuevas, mezquita, cuevas. Y ahora vuelta a empezar. Aziz alargó a Ralph el ungüento mágico—: Tómelo, piense en mí cuando lo use. No quiero que me lo devuelva. Debo hacerle un pequeño regalo y eso es lo único que tengo; usted es el hijo de Mrs. Moore.
—Eso sí que lo soy —murmuró Ralph para sí mismo; y una parte de la mente de Aziz que había permanecido escondida pareció ponerse en movimiento camino de la superficie.
—Pero también es el hermano de Heaslop, y, desgraciadamente, las dos naciones no pueden ser amigas.
—Lo sé. Todavía no.
—¿Su madre le habló de mí?
—Sí. —Y con un brusco viraje en la voz y en el cuerpo que Aziz no logró entender, añadió—: En sus cartas, en sus cartas. Le quería mucho.
—Sí, su madre fue el mejor amigo que he tenido. —Aziz guardó silencio, sorprendido ante su enorme gratitud. ¿En qué consistía aquella eterna bondad de Mrs. Moore? En nada, si uno se paraba a pensar en ello. La anciana señora no había declarado a su favor en el juicio, ni había ido a visitarlo a la cárcel, y, sin embargo, se le había metido en lo más profundo del corazón y siempre despertaría en él un sentimiento de veneración—. Éste es nuestro monzón, la mejor época del año —dijo mientras las luces de la procesión ondeaban como si estuvieran bordadas sobre una cortina agitada por el viento—. ¡Cómo me gustaría que Mrs. Moore hubiese visto nuestras lluvias! Ahora es el momento en que todas las cosas son felices, jóvenes y viejas. Esas gentes son felices ahí fuera con sus ruidos salvajes, aunque nosotros no podamos entenderlos; los estanques están llenos, y ellos bailan: eso es la India. Me gustaría que no estuviera usted aquí en visita oficial, porque entonces le enseñaría mi país, pero no puedo hacerlo. Quizá le lleve a dar un breve paseo en bote, nada más que media hora.
¿Empezaba de nuevo el ciclo? Aziz estaba demasiado conmovido para volverse atrás. Tenía que deslizarse fuera en la oscuridad y realizar aquel acto de homenaje al hijo de Mrs. Moore. Sabía dónde estaban los remos —escondidos para desanimar a los visitantes— y reapareció también con el segundo par, por si acaso se tropezaban con el otro bote; los Fielding se habían servido de unos palos muy largos y quizá se vieran en dificultades, porque el viento se hacía cada vez más fuerte.
Una vez en el agua, Aziz se sintió completamente a gusto. En él, la primera acción amable siempre se convertía en canal para otra, y muy pronto el torrente de su hospitalidad brotó incontenible, y empezó a hacer los honores de Mau y a convencerse a sí mismo de que entendía la bárbara procesión, cuyas luces y ruidos iban en aumento a medida que se desarrollaban las complejidades de su ritual. Apenas necesitaban remar, porque la brisa refrescante les empujaba hacia donde querían ir. Unas zarzas arañaron la quilla y fueron a chocar con una isleta, asustando a varias cigüeñas. La extraña vida momentánea del agua de la crecida les sostuvo, dando la impresión de que podría durar para siempre.
El bote carecía de timón. Acurrucado en la popa, con el par de remos sobrantes sobre el regazo, el invitado no hacía preguntas sobre cosas de poca importancia. En seguida vieron el destello de un relámpago, seguido inmediatamente de otro: débiles arañazos rojos sobre el inmenso firmamento.
—¿Era eso el Rajá? —preguntó Ralph.
—¿Qué…, qué quiere usted decir?
—Vuelva atrás.
—Pero no hay ningún Rajá…, nada…
—Vuelva atrás y verá lo que quiero decir.
Aziz descubrió que le costaba trabajo remar en contra del viento, pero fijó la mirada en el punto de luz que marcaba la posición del Pabellón de Huéspedes y retrocedió unas cuantas yardas.
—Allí…
Un rey flotaba en la oscuridad, sentado bajo un baldaquín, con resplandecientes vestiduras reales…
—No sé decirle qué es eso, puede estar seguro —susurró Aziz—. Su Alteza ha muerto. Creo que deberíamos volver inmediatamente.
Estaban cerca del promontorio de las tumbas y habían mirado directamente al chhatri del padre del Rajá a través de un claro entre los árboles. Esa era la explicación. Aziz había oído hablar de la imagen —hecha para imitar la vida y enormemente costosa—, pero no había conseguido verla nunca, a pesar de que remaba con frecuencia en el lago. Sólo había un sitio desde donde podía divisarse, y Ralph le había conducido a él. Aziz se alejó de allí con cierta precipitación, sintiendo que su compañero era más guía que visitante.
—¿No deberíamos volver? —hizo notar.
—La procesión no ha terminado.
—Yo no me acercaría más…, tienen unas costumbres muy extrañas y podrían hacerle daño.
—Sólo un poquito más cerca.
Aziz obedeció. Sabía con el corazón que aquél era el hijo de Mrs. Moore y, verdaderamente, hasta que su corazón se comprometía Aziz no entendía nada en absoluto. «Radhakrishna Radhakrishna Radhakrishna Radhakrishna Krishnaradha», seguía la salmodia; luego se modificó súbitamente, y en el intervalo Aziz oyó, casi con seguridad, las sílabas de salvación que habían sonado durante su proceso de Chandrapore.
—Mr. Moore, no le cuente a nadie que el Rajá ha muerto. Todavía es un secreto y yo no estoy autorizado para decirlo. Fingiremos que sigue vivo hasta que termine la festividad, para evitar la tristeza. ¿Quiere acercarse todavía más?
—Sí.
Aziz trató de mantener el bote lejos del resplandor de las antorchas que empezaban a brillar en la orilla opuesta. Seguían estallando cohetes, y también disparaban los cañones. De repente, más cerca de lo que el joven médico había calculado, el palanquín de Krishna apareció detrás de una pared en ruinas y descendió los resplandecientes escalones tallados que llevaban hasta el estanque. A ambos lados brincaban los cantantes, una mujer destacando sobre todos, una joven santa —hermosa y frenética— con flores en el pelo, que alababa a Dios sin atributos: era así como ella lo percibía. Otros lo alababan con atributos, viéndolo en este o en aquel órgano del cuerpo o manifestación del cielo. Todos corrieron hasta la orilla y se quedaron en pie entre olas de pequeño tamaño; se preparó una comida sagrada y los que se sintieron dignos participaron en ella. El viejo Godbole descubrió el bote, que iba a la deriva empujado por el viento, y agitó los brazos (Aziz nunca logró descubrir si en gesto de alegría o de indignación). Más arriba quedaba el poder secular de Mau —elefantes, artillería, multitudes— y por encima de ellos comenzó una feroz tormenta, confinada momentáneamente a las regiones más elevadas de la atmósfera. Ráfagas de viento mezclaban luz y oscuridad, cortinas de lluvia avanzaban desde el Norte, se detenían, avanzaban desde el Sur, se alzaban desde detrás, y entre ellas luchaban los cantantes, profiriendo todas las notas excepto la del terror y preparándose a arrojar a Dios (aunque Dios no pueda ser arrojado) a la tormenta. Así se le arrojaba año tras año, y también otras cosas, pequeñas imágenes de Ganpati[39], cestos de maíz de diez días, diminutas tazias en recuerdo de muharram: chivos expiatorios, cáscaras vacías, símbolos de tránsito: un tránsito nada fácil, de ahora, no de aquí, que sólo puede percibirse cuando ya es inalcanzable; el Dios que había de arrojarse era un símbolo de todo ello.
La aldea de Gokul reapareció sobre su bandeja. Sustituía a la imagen de plata, que nunca abandonaba su escondrijo entre las flores; la aldea tenía que perecer en representación de otro símbolo. Un servidor la tomó entre sus manos y procedió a arrancar los estandartes azules y blancos. Iba desnudo, ancho de hombros, estrecho de cintura —el cuerpo indio una vez más triunfante—, y le correspondía por herencia la tarea de cerrar las puertas de la salvación. Se introdujo en las oscuras aguas empujando la aldea delante de sí, hasta que las figurillas de barro abandonaron sus asientos y empezaron a deshacerse bajo la lluvia, y el Rey Kansa se confundió con el padre y la madre del Señor. Oscuras y sólidas, las pequeñas olas iban realizando su tarea; luego una ola más grande lo anegó todo y voces inglesas exclamaron «¡Cuidado!»
Los botes habían chocado entre sí.
Los cuatro intrusos extendieron los brazos y se agarraron unos a otros, y, con remos y palos fuera del agua, giraron en el torbellino como un monstruo mítico. Los devotos aullaron de indignación o de alegría, mientras los botes se dirigían, impotentes, contra el servidor, que les esperó sin que su hermoso rostro moreno cambiara de expresión. Cuando los últimos fragmentos de barro se estaban deshaciendo, la bandeja tropezó con uno de los botes.
El golpe fue mínimo, pero Stella, la más próxima al lugar del impacto, se refugió en brazos de su marido, luego se inclinó hacia adelante, después se arrojó contra Aziz y volcó los botes con sus movimientos. Todos se hundieron en el agua tibia y poco profunda y lucharon por salir otra vez a la superficie en medio de una explosión de ruido. Los remos, la bandeja sagrada, las cartas de Ronny y Adela flotaron juntos en confuso revoltijo. Los cañones hicieron fuego, redoblaron los tambores, barritaron los elefantes y, ahogándolo todo, un trueno inmenso, sin acompañamiento de relámpago, golpeó como un mazo la cúpula del firmamento.
Aquello fue la apoteosis, hasta donde es posible hablar en la India de semejante cosa. La lluvia se consagró con total dedicación a su tarea de empaparlo todo y a todos, y muy pronto echó a perder la tela de oro del palanquín y los costosos estandartes circulares, Algunas de las antorchas se apagaron, los fuegos artificiales no se encendían, disminuyeron los cánticos, y la bandeja volvió al profesor Godbole, quien recogió un fragmento de barro que seguía adherido a ella y se embadurnó la frente sin mucha ceremonia. Lo que hubiese sucedido había sucedido, y mientras los intrusos se reponían del chapuzón, la multitud de hindúes inició una confusa retirada hacia la ciudad. La imagen del Dios también regresó, y al día siguiente tuvo que someterse a una muerte privada especialmente reservada para ella, cuando unas cortinas de color magenta y verde ocultaron de nuevo a la vista de los fieles el santuario dinástico. Los cánticos continuaron aún por más tiempo…, bordes deshilachados de la religión…, insatisfactoria maraña sin dramatismo alguno… «Dios se amor.» Volviendo la vista a la gran confusión de las últimas veinticuatro horas, nadie estaba en condiciones de explicar cuál era su centro emocional, de la misma manera que tampoco podría localizarse el corazón de una nube.