Capítulo trigésimo quinto

Mucho antes de que Aziz descubriera Mau, otro joven musulmán había ido allí a retirarse: un santo. Su madre le dijo: «Pon en libertad a los presos.» De manera que el joven cogió una espada y subió al fuerte. Abrió una puerta y los presos salieron a raudales y volvieron a sus antiguas ocupaciones, pero la policía se enfadó mucho y le cortó la cabeza al joven musulmán quien, ignorando su ausencia, se abrió camino por las rocas que separaban el fuerte de la ciudad, matando policías mientras avanzaba, hasta caer junto a la casa de su madre, después de haber cumplido sus órdenes. El resultado de todo esto era la existencia de dos santuarios dedicados a él —el de la Cabeza arriba y el del Cuerpo abajo—, que son lugares de devoción para los pocos musulmanes que viven cerca, y también para los hindúes. «No hay más dios que Dios»; tan simétrica amonestación se desvanece en el suave aire de Mau; es algo que pertenece a peregrinaciones y universidades, no al feudalismo y a la agricultura. Cuando Aziz descubrió al llegar que también el Islam era idólatra, se sintió lleno de desprecio y quiso purificar aquel lugar, como Alamgir. Pero en seguida dejó de importarle, como a Akbar. Después de todo, aquel santo había puesto en libertad a los presos, y él mismo había estado en la cárcel. El Santuario del Cuerpo se hallaba en su propio jardín y producía una cosecha semanal de lámparas y flores, y cuando Aziz las veía recordaba sus sufrimientos. Al Santuario de la Cabeza se llegaba dando un agradable paseo bastante corto, muy adecuado para los niños. El joven médico tenía libre la mañana después del gran pujah, y les dijo a sus hijos que le acompañaran. Jamila le cogió de la mano. Ahmed y Karim corrieron delante, discutiendo sobre el aspecto que tenía el cuerpo mientras descendía a trompicones, y si les hubiera dado miedo encontrarse con él. Aziz no quería que fueran supersticiosos y les riñó; ellos respondieron «Sí, padre», porque estaban bien educados, pero, como el mismo Aziz, eran sordos a los razonamientos, y después de una pausa cortés, siguieron diciendo lo que su naturaleza les impulsaba a decir.

En lo alto de la ladera se alzaba un edificio octogonal, alto y esbelto, rodeado de algunos matorrales: el Santuario de la Cabeza. Carecía de techo y no era en realidad más que un biombo protector. Dentro se agazapaba una humilde cúpula y en su interior, visible a través de una reja, se hallaba una lápida mutilada, envuelta en percal blanco. Los ángulos interiores del biombo de piedra estaban ocupados por nidos de abejas, de los que caía constantemente una suave lluvia de alas rotas y otros adminículos aéreos, que habían cubierto de restos el pavimento humedecido. Ahmed, enterado por Mohammed Latif del carácter de la abeja, dijo: «No nos atacarán, porque nuestras vidas son castas», y se introdujo audazmente en el santuario; su hermana fue más cauta. De allí pasaron a una mezquita, que, por tamaño y decoración, parecía una de esas pantallas que se colocan delante del hogar de la chimenea; los arcos de Chandrapore habían quedado reducidos a una lisa extensión de estuco de carácter ornamental, con protuberancias en los extremos que creaban la impresión de dos minaretes, Aquella cosa tan ridícula ni siquiera se mantenía derecha, porque la roca sobre la que estaba situada había empezado a resbalar colina abajo. La mezquita y el santuario constituían una extraña consecuencia de las protestas de Arabia.

Aziz y sus hijos se pasearon por el viejo fuerte, ahora desierto, y admiraron las diferentes vistas. El panorama, según sus criterios, era encantador: el cielo gris y negro, nubes panzudas repletas de lluvia por todas partes, la tierra picada de charcos y resbaladiza por el fango. Un magnífico monzón, el mejor en tres años; los estanques ya estaban llenos y posiblemente la cosecha sería excepcional. En dirección al río (la ruta por la que Fielding había escapado de Deora) el aguacero había sido enorme, haciendo necesario recurrir a cuerdas para pasar al otro lado las sacas del correo. Desde allí podían ver, entre los árboles del bosque, la abertura por donde bajaba el desfiladero, y encima las rocas que señalaban el emplazamiento de la mina de diamantes, resplandecientes por la humedad. Por debajo y muy cerca se hallaba la residencia de la Raní más joven, aislada por la inundación, y era posible ver a Su Alteza, que no daba mucha importancia al purdah, chapoteando en el jardín con sus doncellas, y agitando el sari en dirección a los monos instalados sobre el tejado. Pero quizá fuera mejor no mirar en aquella dirección, ni tampoco hacia el pabellón de los Huéspedes Oficiales. Más allá de este último se alzaban, como una penumbra gris-verdosa, colinas cubiertas con templos semejantes a pequeñas llantas blancas. Sólo en aquella dirección había más de doscientos dioses que se visitaban unos a otros constantemente y eran propietarios de numerosas vacas y de toda la industria de la hoja de betel, además de una participación en el autobús de Asirgarh. Muchos de ellos se hallaban en palacio en aquel momento, pasándolo estupendamente; otros, demasiado voluminosos o con demasiado orgullo para viajar, habían enviado símbolos que los representaran. El aire estaba lleno de lluvia y de religión.

Ahmed y Karim —sus camisas blancas ondeando al viento— corrieron por todo el fuerte, gritando de alegría. En seguida se tropezaron con una fila de presos, que contemplaban distraídamente un viejo cañón de bronce.

—¿Cuál de vosotros será perdonado? —preguntaron los niños.

Porque aquella noche era la procesión del Dios Principal, que saldría del palacio, escoltado por todo el poder del Estado, y pasaría junto a la cárcel, que se hallaba ahora abajo, en la ciudad. Cuando el Dios cruzara ante el establecimiento penitenciario, agitando las aguas de nuestra civilización[35], uno de los presos sería puesto en libertad; después el divino viajero se internaría en el gran estanque de Mau, que llegaba hasta el jardín del Pabellón de los Huéspedes, donde sucedería alguna otra cosa, una gran apoteosis final o quizás algo de menor importancia; a continuación el Dios se sometería a la experiencia del sueño. Aziz y su familia, por ser musulmanes, no estaban al tanto de todo esto, pero la visita a la cárcel sí era de dominio común. Sonriendo, sin levantar los ojos, los presos comentaron con aquellas personas acomodadas sus posibilidades de libertad. Tan sólo los grilletes que llevaban en las piernas les diferenciaban de otros hombres, y tampoco ellos se sentían distintos. Los cinco que se hallaban aún pendientes de juicio no podían alcanzar el perdón, pero todos los condenados estaban llenos de esperanza. Para ellos no existía distinción entre el Dios y el Rajá: ambos quedaban demasiado por encima de sus posibilidades; pero su guardián era un hombre mejor educado y se atrevió a preguntar por la salud de Su Alteza.

—Sigue mejorando —replicó el joven médico.

La verdad era que el Rajá había muerto; la ceremonia de la noche anterior había resultado excesiva para sus fuerzas, y se ocultaba su muerte para no oscurecer el esplendor de la festividad. El médico hindú, el Secretario Privado y un criado de confianza custodiaban el cadáver, mientras Aziz, por su parte, se dejaba ver en público para no despertar sospechas. El joven médico había sentido un gran afecto por el desaparecido Soberano, y era posible que no prosperara bajo su sucesor, pero todavía no era capaz de preocuparse por semejantes problemas, inmerso como se hallaba en la ilusión que estaba ayudando a crear. Los niños siguieron corriendo por el fuerte, buscando, con insensato entusiasmo, una rana que meter en la cama de Mohammed Latif. Cientos de ranas vivían en su propio jardín, pero querían una del fuerte. Ellos mismos dieron la noticia de que se divisaban dos cascos. Fielding y su cuñado, en lugar de descansar después del viaje, estaban subiendo la ladera camino de la tumba del santo.

—¿Les tiramos piedras? —preguntó Karim.

—¿Les ponemos cristal pulverizado en el pan?

—Ahmed, ven aquí para que te castigue por decir esa maldad.

Aziz alzó la mano para golpear a su primogénito, pero le permitió, en cambio, que se la besara.

Era muy agradable tener a sus hijos con él en aquel momento, y saberlos afectuosos y valientes. Les hizo ver que los ingleses eran huéspedes oficiales y no se les podía envenenar, recibiendo, como siempre, una dócil aunque entusiasta aquiescencia a sus palabras.

Los dos visitantes entraron en el edificio octogonal, pero salieron en seguida a toda prisa, perseguidos por algunas abejas. Los vieron correr de un lado a otro, golpeándose la cabeza con las manos; los niños gritaron, burlándose, y del cielo, repentinamente, como si alguien hubiese quitado un tapón, cayó un agradable aguacero. Aziz no había tenido intención de saludar a su antiguo amigo, pero el incidente le puso de excelente humor.

—¿Qué tal, caballeros? ¿Tienen algún problema? —gritó.

El cuñado de Fielding dejó escapar una exclamación; una abeja le había picado.

—Túmbese en un charco…, aquí hay muchos. No se acerque a mí, yo no soy capaz de controlarlas, son abejas del Estado; quéjese a Su Alteza de su comportamiento. —No había ningún peligro en realidad, porque llovía cada vez con más fuerza. El enjambre se retiró hacia el santuario. Aziz se acercó al desconocido y le extrajo un par de aguijones de la muñeca—. Vamos, serénese y pórtese como un hombre.

—¿Qué tal estás, Aziz, después de tanto tiempo? Supe que te habías instalado aquí —exclamó Fielding; la entonación de su voz, sin embargo, no era amistosa—. Imagino que un par de picaduras no tienen importancia.

—Ninguna. Mandaré un ungüento al Pabellón de Huéspedes. He oído que se han instalado ustedes allí.

—¿Por qué no contestaste a mis cartas? —preguntó Fielding, tratando de ir directamente al grano, pero sin conseguirlo, porque el agua caía otra vez a cántaros. Su acompañante, nuevo en el país, exclamó, al sentir el golpeteo de las gotas sobre el casco, que las abejas estaban reanudando el ataque. Fielding interrumpió sus desorbitados gestos con cierta brusquedad y luego dijo—: ¿Existe algún atajo para llegar hasta nuestro coche? Más vale que abandonemos el paseo. Este tiempo es una verdadera pesadilla.

—Sí. Sigan por ahí.

—¿No bajas tú también?

Aziz esbozó una cómica reverencia; como todos los indios, era muy hábil a la hora de mostrarse sutilmente impertinente. «Tiemblo y obedezco», decía el gesto, y Fielding lo entendió perfectamente. Bajaron hacia el camino por una senda muy accidentada —los dos hombres delante; el cuñado (muchacho más que hombre) detrás, muy cariacontecido porque le dolía el brazo; los tres niños indios los últimos, ruidosos y desvergonzados—, todos ellos calados hasta los huesos.

—¿Qué tal te van las cosas, Aziz?

—Disfruto de buena salud, como de costumbre.

—¿Sacas algo en limpio de tu vida aquí?

—¿Cuánto saca usted en limpio de la suya?

—¿Quién se encarga del Pabellón de los Huéspedes? —respondió Fielding, renunciando a su tímido esfuerzo por recobrar la perdida intimidad, y adoptando un tono más oficial; el antiguo Director del Instituto de Chandrapore se había hecho más viejo y menos flexible.

—El Secretario Privado de Su Alteza, probablemente.

—¿Dónde está, entonces?

—No lo sé.

—Porque desde que llegamos no se ha acercado ni un alma a saludarnos.

—¿Es posible?

—Escribí con anticipación al Durbar, preguntando si era oportuna una visita nuestra. Se me dijo que sí, y preparé mi viaje de acuerdo con ello; pero los criados no parecen tener instrucciones concretas; no hemos podido conseguir huevos, y además mi mujer quiere salir a pasear en la barca.

—Hay dos.

—Sí, pero faltan los remos.

—El Coronel Maggs los rompió en su última visita.

—¿Los cuatro?

—Es un hombre extraordinariamente fuerte.

—Si mejora el tiempo, esta noche querríamos ver la procesión con antorchas desde el agua —siguió Fielding—. Escribí a Godbole acerca de ello, pero no parece haberse enterado: es como estar en un cementerio.

—Quizá su carta nunca llegó a manos del Ministro en cuestión.

—¿Existe alguna norma en contra de que los ingleses presencien la ceremonia?

—No sé absolutamente nada sobre la religión local. A mí personalmente nunca se me ocurriría asistir a una procesión.

—Tuvimos un recibimiento muy distinto en Mudkul y en Deora; en Deora especialmente todo fueron amabilidades, el Maharajá y la Maharaní no querían que nos fuésemos sin verlo todo.

—Debieran ustedes haberse quedado con ellos.

—Sube, Ralph.

Habían llegado al sitio donde esperaba el coche.

—Suban, Mr. Quested y Mr. Fielding.

—¿Quién demonios es Mr. Quested?

—¿Acaso pronuncio mal un apellido que conozco tan bien? ¿No es el hermano de su mujer?

—¿Con quién demonios crees que me he casado?

—Me llamo Ralph Moore —dijo el muchacho, poniéndose colorado, y al mismo tiempo cayó otro chaparrón que hizo surgir un vaho alrededor de sus pies.

Aziz trató de apartarse, pero era demasiado tarde.

—¿Quested? ¿Quested? ¿No sabías que mi mujer era la hija de Mrs. Moore?

Aziz empezó a temblar y su rostro adquirió una tonalidad gris morada; aquella noticia le desagradaba profundamente, le desagradaba oír el apellido Moore.

—¿Quizás esto explica tu extraña actitud?

—¿Qué tiene de malo mi actitud?

—La absurda carta que le permitiste escribir a Mahmoud Ali en nombre tuyo.

—Creo que esta conversación no tiene ninguna utilidad.

—¿Cómo pudiste cometer semejante equivocación? —dijo Fielding, en tono más amistoso que antes, pero mordaz y despectivo—. Es casi increíble. Juraría que te escribí media docena de cartas mencionando el nombre de mi mujer. ¡Miss Quested! ¡Qué idea tan peculiar! —Por su sonrisa, Aziz supuso que Stella era hermosa—. Miss Quested es nuestra mejor amiga, ella nos presentó, pero… qué idea tan curiosa. Luego tenemos que resolver este malentendido, Aziz. Ha sido, sin duda, una estratagema de Mahmoud Ali. Sabe perfectamente bien que me he casado con Miss Moore. La llamaba «hermana de Heaslop» en la insolente carta que me escribió.

Aquel apellido enfureció a Aziz.

—Claro que lo es, y ahí está el hermano de Heaslop, y usted es su cuñado y no hay más que decir. —La vergüenza se había convertido en rabia, devolviéndole su propia estimación—. ¿Qué me importa con quién se haya casado usted? Todo lo que pido es que no venga a molestarme aquí en Mau. No le necesito a usted ni a ninguno de los suyos en mi vida privada, y no voy a cambiar de opinión. Sí, sí; ya se que cometí una equivocación estúpida; desprécieme y míreme con frialdad. Creí que se había casado con mi enemiga. No leí su carta. Mahmoud Ali me engañó. Creí que me había robado el dinero, pero —Aziz juntó las manos dando una palmada y sus hijos se congregaron a su alrededor— es como si lo hubiera hecho. A Mahmoud Ali se lo perdono todo, porque estoy seguro de su afecto —luego de hacer una pausa mientras las gotas de lluvia estallaban con ruido de pistoletazos, añadió—: De aquí en adelante mi corazón pertenece únicamente a mi pueblo. —Y se dio la vuelta para marcharse. Cyril le siguió por entre el barro, disculpándose, riendo un poco, queriendo discutir y recomponer, señalando con lógica irrebatible que no se había casado con la prometida de Heaslop, sino con su hermana. ¿Qué importancia podía tener para Aziz la verdad a aquellas alturas? Había edificado su vida sobre una equivocación, pero edificada estaba. Hablando en urdu, para que le entendieran sus hijos, Aziz dijo—: Haga el favor de no seguirnos; da lo mismo con quién se haya casado. No quiero por amigos a ningún inglés ni a ninguna inglesa.

Aziz regresó a su casa feliz y muy excitado. Oír pronunciar el apellido de Mrs. Moore, con los recuerdos que despertaba, le había resultado turbador y misterioso al mismo tiempo. «Esmiss Esmur…», como si la anciana señora viniera a ayudarle. Siempre había sido muy buena con él, y aquel muchacho al que apenas había mirado era su hijo, Ralph Moore; Stella y Ralph, a quienes había prometido tratar cariñosamente, y Stella se había casado con Cyril.