Capítulo trigésimo tercero

Unos cientos de millas al oeste de las Colinas de Marabar, y dos años después, el profesor Naravan Godbole está de píe en la presencia de Dios. Dios no ha nacido todavía —eso sucederá a medianoche—, pero también nació hace muchos siglos, y en realidad Dios no puede nacer nunca, porque es el Señor del Universo, que trasciende todos los procesos humanos. Dios es, no era, no es, era. Él y el profesor Godbole se hallaban en los extremos opuestos de la misma tira de alfombra.

Tukaram, Tukaram,

Tú eres mi padre y mi madre y todo el mundo.

Tukaram, Tukaram,

Tú eres mi padre y mi madre y todo el mundo.

Tukaram, Tukaram,

Tú eres mi padre y mi madre y todo el mundo.

Tukaram, Tukaram,

Tú eres mi padre y mi madre y todo el mundo.

Tukaram, Tukaram,

Tú eres mi padre y mi madre y todo el mundo.

Tukaram…

El corredor del palacio de Mau desembocaba a través de otros corredores en un hermoso patio de estuco blanco, pero apenas era posible ver sus pilares y sus bóvedas, ocultos detrás de trapos de colores, globos tornasolados, arañas de cristal opaco de color rosa y oscuras fotografías con el marco torcido. Al final estaba el pequeño pero famoso santuario del culto dinástico, y el Dios que había de nacer era básicamente una imagen de plata del tamaño de una cucharilla. Los hindúes se sentaban a ambos lados de la alfombra allí donde encontraban sitio, o se desparramaban por los corredores próximos y por el patio: hindúes, sólo hindúes, hombres de facciones suaves, aldeanos en su mayor parte, para quienes cualquier cosa de sus pueblos se convertía en parte de un sueño, trabajadores del campo a quienes algunos llaman la India verdadera. Mezclados con ellos se hallaban algunos comerciantes de la ciudad, funcionarios, cortesanos, vástagos de la casa reinante. Alumnos del Instituto local mantenían el orden de manera muy poco eficiente. La asamblea se encontraba en un estado de felicidad y ternura desconocido para una multitud inglesa, y bullía como una poción benéfica. Cuando los aldeanos rompían el cordón para lanzar una ojeada a la imagen de plata, aparecía en su rostro una expresión increíblemente hermosa y radiante, de una belleza en la que no había nada personal, porque hacía que todos se parecieran mientras tomaba posesión de ellos, y sólo cuando desaparecía volvían a su rústica individualidad. E igualmente con la música. Había música, pero surgía de tantas fuentes que la suma total carecía de límites. Los rebuznos, golpes y canturreos se fundían en una masa única que se arrastraba por todo el palacio antes de unirse a los truenos. Llovía a intervalos a lo largo de la noche.

Le tocaba el turno al coro del profesor Godbole. Había logrado este honor especial como Ministro de Educación. Cuando el anterior grupo de cantantes se dispersó entre la multitud, él avanzó desde atrás, cantando ya a pleno volumen, para que no se interrumpiera la cadena de sonidos sagrados. Godbole iba descalzo y vestido de blanco, con un turbante de color azul pálido; sus quevedos de oro se habían enganchado en una guirnalda de jazmines, ladeándose sobre su nariz. Él y los seis colegas que le acompañaban entrechocaban címbalos, golpeaban pequeños tambores, producían un sonido monótono mediante un armonio portátil y cantaban:

Tukaram, Tukaram,

Tú eres mi padre y mi madre y todo el mundo.

Tukaram, Tukaram,

Tú eres mi padre y mi madre y todo el mundo.

Tukaram, Tukaram…

No cantaban siquiera al Dios que estaba frente a ellos, sino a un santo; no hacían ni una sola cosa que los no hindúes pudieran aceptar como dramáticamente correcta; aquel triunfo de la India que estaba a punto de producirse era (desde nuestro punto de vista) una pura confusión, algo completamente desprovisto de razón y de forma. ¿Dónde estaba el Dios en cuyo honor se había reunido aquella muchedumbre? Resultaba imposible distinguirlo entre la mezcolanza de su propio altar, acurrucado hasta perderse de vista entre imágenes de inferior categoría, asfixiado bajo pétalos de rosa, con demasiadas oleografías colgando sobre su cabeza, reducido a insignificancia por las placas doradas que reproducían a los antepasados del Rajá, y completamente oscurecido, cuando soplaba el viento, por el andrajoso follaje de un plátano. En su honor se habían encendido cientos de luces eléctricas (alimentadas por un motor cuyas violentas convulsiones destruían el ritmo de la canción). Sin embargo, era imposible ver su rostro. Cientos de sus bandejas de plata se apilaban a su alrededor con el mínimo efecto posible. Las inscripciones compuestas por los poetas del Estado colgaban donde no podían leerse, o habían hecho saltar las tachuelas que las sujetaban al estuco, y una de ellas (redactada en inglés para indicar su universalidad) estaba formada, debido a un desafortunado desliz del dibujante, por las palabras: «Dios se Amor.»

Dios se Amor. ¿Es éste el mensaje definitivo de la India?

Tukaram, Tukaram…,

continuó el coro, reforzado por una disputa detrás de la cortina del purdah, donde dos madres trataban de colocar a sus hijos al mismo tiempo en primera fila. La pierna de una niñita salió proyectada como una anguila. En el patio, empapados por la lluvia, los componentes de una pequeña orquestina europeizada se encontraron de pronto tocando un vals. Noches de júbilo era lo que interpretaban. Los cantantes no se inmutaron por la aparición de aquel competidor, porque para ellos no existía la rivalidad. Pasó mucho tiempo antes de que el minúsculo fragmento del profesor Godbole que se ocupaba de las realidades externas decidiera que sus quevedos estaban en peligro y que mientras no se los ajustara no podría elegir un nuevo himno. Depositó un címbalo en el suelo sin dejar de golpear el aire con el otro, y con la mano libre movió torpemente las flores que llevaba alrededor del cuello. Un colega le ayudó. Sin dejar de cantar —un bigote gris muy cerca de otro— separaron la cadena de los quevedos del hilo de oro con el que se había enredado. Godbole consultó el libro de música, dijo unas palabras al tamborilero, quien, quebrando el ritmo, produjo una breve y confusa sucesión de rápidos sonidos antes de pasar a un nuevo ritmo, que resultó ser más excitante, más claras las imágenes interiores que evocaba, y en el rostro de los cantantes apareció una expresión distante y lánguida. Amaban a todos los hombres, a todo el universo, y fragmentos de su pasado, detalles insignificantes, surgían por un momento para fundirse luego en el calor universal. Así Godbole, aunque aquella persona no tuviera importancia para él, se acordó de una anciana mujer que había conocido en sus días de Chandrapore. La casualidad la trajo a su mente mientras se hallaba en aquel estado de acaloramiento; él no la eligió: ella se presentó entre el cúmulo de imágenes importunas —fragmento insignificante— y Godbole la empujó, mediante su fuerza espiritual, al lugar donde es posible hallar la integridad. Integridad, no reconstrucción. Sus sentidos se debilitaron, Godbole recordó una avispa contemplada en algún sitio que había olvidado, quizá sobre una piedra. El profesor amó a la avispa con la misma fuerza, empujándola con la misma intensidad, imitando a Dios. Y la piedra a la que la avispa se agarraba…, podía él quizá…, no, no podía, se había equivocado al intentarlo con la piedra; la lógica y un esfuerzo consciente habían logrado seducirle. Godbole volvió a la tira de alfombra roja para descubrir que estaba bailando sobre ella. Arriba y abajo, un tercio del recorrido hasta el altar y de nuevo en la dirección contraria, haciendo entrechocar los címbalos, moviendo rápidamente sus piernecillas, y sus compañeros bailando con él y entre ellos. Ruido, ruido, la orquestina europeizada tocando cada vez más fuerte, incienso en el altar, sudor, el resplandor de las luces, el viento en los plátanos, ruido, truenos, las doce menos diez según su reloj de pulsera, visto al alzar las manos y separar la diminuta reverberación que era su alma. Gritos más fuertes entre la multitud. Godbole siguió bailando. Los muchachos y los hombres acuclillados en los pasillos fueron alzados a la fuerza y depositados sin modificar su postura sobre los regazos de sus vecinos. Por la senda así conseguida avanzó una litera.

Era el anciano Soberano del Estado, traído contra la opinión de sus médicos para presenciar la ceremonia del Nacimiento.

Nadie saludó al Rajá, que tampoco lo deseaba; no era momento para la gloria humana, como tampoco podía depositarse la litera en el suelo, no fuera a profanar el templo convirtiéndose en trono. El Rajá fue alzado en el aire y colocado sobre la alfombra cerca del altar, luego le enderezaron la inmensa barba, le sentaron sobre sus propias piernas y le dejaron en la mano un papel que contenía polvo rojo. Allí se quedó, apoyado contra un pilar, agotado por la enfermedad, los ojos agrandados por las muchas lágrimas no derramadas.

El soberano no tuvo que esperar demasiado. En un país donde todo lo demás pecaba de impuntualidad, la hora del Nacimiento se respetaba cronológicamente. Tres minutos antes del momento exacto, un brahmán trajo una maqueta de la aldea de Gokul (el Belén de aquella nebulosa historia) y lo colocó delante del altar. La maqueta se hallaba sobre una bandeja de madera de una yarda cuadrada aproximadamente; era de arcilla, y de alegres colores azules y blancos gracias a las banderolas y a la pintura. A un lado, en una silla demasiado pequeña para él y con una cabeza demasiado grande, aparecía el rey Kansa, que representa a Herodes, dirigiendo la matanza de algunos inocentes; en un rincón, y de proporciones similares, se hallaban el padre y la madre del Señor, avisados mediante un sueño de la necesidad de partir. La maqueta no era un objeto sagrado, pero tenía más valor que una simple decoración, porque apartaba a los hombres de la verdadera imagen del dios y aumentaba su santa perplejidad. Algunos de los aldeanos pensaban que el Nacimiento ya se había producido, diciendo con razón que el Señor tenía que haber nacido: de lo contrario, ellos no podrían verlo. Pero el reloj dio las campanadas de la medianoche y simultáneamente estalló la nota desgarradora de la trompa de caracol, seguida del barritar de los elefantes; todos los que tenían paquetes de polvo los arrojaron sobre el altar, y en medio del polvo rojo y del incienso, de los gritos y el estruendo de los instrumentos musicales, el Amor Infinito tomó como propia la forma de SHRI KRISHNA y salvó al mundo. Todos los sufrimientos quedaron aniquilados no sólo para los indios, sino para los extranjeros, los pájaros, las cuevas, los ferrocarriles y las estrellas; todo se convirtió en alegría y en risas; nunca había existido la enfermedad, ni la duda, ni los malentendidos, ni la crueldad, ni el miedo. Algunos de los presentes saltaron por el aire, otros se arrojaron al suelo y abrazaron los pies descalzos del amante universal; las mujeres detrás del purdah dieron palmadas y chillaron; la niñita salió de detrás de la cortina y bailó sola, las oscuras trenzas ondeando tras ella. No se trataba de una orgía del cuerpo; la tradición del santuario lo prohibía. Pero el espíritu humano había tratado —mediante una desesperada contorsión— de apoderarse por la fuerza de lo desconocido, prescindiendo en la lucha de la ciencia y de la historia, sí, y también de la misma belleza. ¿Lo había conseguido? Libros escritos posteriormente dicen «Sí». Pero ¿cómo, si se produce tal acontecimiento, puede recordarse después? ¿Cómo puede expresarse con algo que no sea él mismo? Los misterios no sólo quedan ocultos para el no creyente, sino que tampoco el mismo adepto puede retenerlos. Puede pensar, si así lo decide, que ha estado con Dios, pero, tan pronto como lo piensa, el recuerdo se convierte en historia y cae bajo las reglas del tiempo.

En seguida apareció sobre la alfombra una cobra de cartón piedra, y también una cuna de madera colgada de un bastidor. El profesor Godbole se acercó a esta última llevando en brazos un pañal rojo de seda. El pañal era Dios, aunque no lo era en realidad, y la imagen continuaba escondida entre la confusión del altar. No era más que un pañal, doblado de forma que indicase la presencia de un niño. El profesor lo meció y se lo entregó al Rajá, quien, haciendo un gran esfuerzo, dijo:

—Doy a este niño el nombre de Shri Krishna —dejándolo después caer en la cuna.

Las lágrimas brotaron incontenibles en los ojos del anciano monarca porque había visto la salvación del Señor. Estaba demasiado débil para mostrar a su pueblo el niño de seda, como había sido privilegio suyo en años anteriores. Sus acompañantes lo alzaron de nuevo, volvió a abrirse un camino entre la multitud y el Rajá fue trasladado a otra parte menos sagrada del palacio. Allí, en una habitación accesible a la ciencia occidental por una escalera exterior, le aguardaba su médico, el doctor Aziz. Su médico hindú, que había acompañado al santuario, informó brevemente sobre sus síntomas. Al desaparecer el embelesamiento, el enfermo empezó a dar muestras de desasosiego. El traqueteo de la máquina de vapor que alimentaba la dinamo le perturbaba, y preguntó por qué razón había sido introducida en su hogar. Los que estaban con él respondieron que lo preguntarían, y le fue administrado un sedante.

Debajo, en los corredores sagrados, la alegría había dado paso al jolgorio. Era deber de los presentes participar en varios juegos para divertir al Dios recién nacido y simular sus escarceos amorosos con las sensuales pastoras de Brindaban. En estos juegos la mantequilla desempeñaba un papel muy destacado. Una vez retirada la cuna, los principales nobles del Estado se reunieron para retozar inocentemente. Todos se quitaron el turbante, uno de ellos se colocó una pella de mantequilla en la frente y esperó a que se deslizara nariz abajo hasta llegar a la boca. Pero antes de que pudiera llegar, otro de los participantes se situó sigilosamente detrás de él, se apoderó del bocado a punto de derretirse y se lo tragó. Todos los espectadores rieron exultantes al descubrir que el sentido divino del humor coincidía con el suyo, «¡Dios se Amor!» Hay diversión en el cielo. Dios puede gastarse bromas pesadas a Sí mismo, quitarse la silla debajo de Su propio trasero, prender fuego a Su propio turbante y robarse Su propia ropa interior cuando se baña. Al sacrificar el buen gusto, estas devociones lograban lo que el cristianismo ha evitado: incluir la diversión. Todo el espíritu, al igual que toda la materia, tiene que participar en la salvación y si se suprimen las bromas pesadas el círculo queda incompleto. Después de tragarse la mantequilla, los participantes iniciaron otro juego que por casualidad resultó donairoso: las caricias a Shri Krishna bajo la apariencia de un niño. Se lanza una bonita pelota roja y oro y el que se apodera de ella elige a un niño entre la multitud, lo alza entre sus brazos y lo va llevando por todo el recinto para ser acariciado. Todo el mundo lo hace por amor al Creador, murmurando palabras de alegría. El niño es devuelto a sus padres, vuelve a lanzarse la pelota y otro niño se convierte por un momento en el Deseado del Mundo. Y el Señor salta de aquí para allá a través de los corredores y utiliza la casualidad, y el juego de la casualidad, para irradiar Su inmortalidad a los pequeños mortales… Cuando hubieron jugado el tiempo suficiente —y al no afectarles el aburrimiento lo repitieron una y otra vez, una y otra vez—, las personas principales tomaron muchas varas y las golpearon entre sí, haciendo un ruido muy fuerte, como si estuvieran peleando en las guerras de los Pandavas[33], y se agitaron y revolvieron con ellas, y después colgaron del techo del templo, en una red, una gran vasija negra de barro, que estaba pintada de rojo aquí y allá, y enguirnaldada con higos secos. Entonces llegó el momento de un juego muy estimulante. Saltando, golpearon la vasija con sus varas. El cántaro se quebró, terminó rompiéndose y una masa de leche y arroz grasiento se derramó sobre sus rostros. Comieron y se untaron la boca unos a otros, y se zambulleron entre las piernas de los demás para coger lo que había caído sobre la alfombra. Por todas partes se extendía la divina mezcolanza, hasta que los alumnos del instituto local, que hasta cierto punto habían mantenido a raya a la multitud, abandonaron sus puestos para tomar parte en el sagrado festín. Los corredores, el patio, se llenaron de afable confusión. También las moscas se despertaron, reclamando su parte en la dádiva de Dios. No había peleas, debido a la naturaleza del regalo, porque bienaventurado es el hombre que se lo otorga a otro, imitando así a Dios. Y estas «imitaciones», estas «sustituciones» siguieron aleteando por la asamblea durante muchas horas, despertando en cada hombre, de acuerdo con su capacidad, una emoción que no hubiera conocido de otra manera. No sobrevivía ninguna imagen definida; en el Nacimiento era discutible si lo que había venido al mundo era una muñeca de plata, una maqueta de barro, un pañal de seda, un espíritu impalpable o una piadosa resolución. ¡Quizá todas esas cosas! ¡Quizá ninguna! ¡Quizá todo nacimiento es una alegoría! Sin embargo, era el principal acontecimiento del año religioso y causaba extraños pensamientos. Cubierto de grasa y polvo, el profesor Godbole había desarrollado una vez más la vida de su espíritu. Había visto de nuevo a Mrs. Moore con mayor nitidez, y en torno suyo formas de aflicción vagamente adheridas a ella. Él era un brahmán y ella cristiana, pero eso no suponía ninguna diferencia; daba lo mismo que se tratase de una mala jugada de su memoria o de una súplica telepática. Era su deber y su deseo ponerse en el lugar de Dios y amarla; y, al mismo tiempo, ponerse en el lugar de la anciana señora y decirle a Dios: «Ven, ven, ven, ven.» Eso era todo lo que él podía hacer. ¡Qué insuficiente! Pero cada uno según su propia capacidad, y Godbole sabía que la suya era muy limitada. «Una anciana inglesa y una avispa muy pequeña», pensó mientras salía del templo a una húmeda mañana gris de lluvia incesante. «No parece mucho y, sin embargo, es más de lo que soy yo.»