Egipto era encantador: una estrecha alfombra verde, y andando por ella, arriba y abajo, cuatro especies de animales y una de hombres. Los asuntos de Fielding le retuvieron allí algunos días. Se embarcó de nuevo en Alejandría: radiante cielo azul, brisa incesante y una costa baja y nítida en contraste con el complicado relieve de Bombay. Creta le dio después la bienvenida con sus largas cordilleras nevadas, y más tarde Venecia. Al desembarcar en la Piazzeta le fue ofrecida una auténtica copa de belleza, y Fielding bebió en ella con cierto sentimiento de deslealtad. Los edificios de Venecia, como las montañas de Creta y los campos de Egipto, estaban situados en el lugar adecuado, mientras que en la pobre India todo se hallaba mal puesto. ¿Había olvidado la belleza de la forma entre templos repletos de ídolos y colinas desproporcionadas? ¿Cómo podía haber belleza donde faltaba la forma? La forma balbucía aquí y allá en una mezquita, perdía incluso flexibilidad debido al nerviosismo; pero ¡aquellas iglesias italianas! ¡San Giorgio alzándose sobre una isla que sin ella difícilmente hubiera podido surgir de las olas! ¡Santa María della Salute guardando la entrada de un canal que sin ella no sería el Gran Canal! En sus días de estudiante se había arropado con la capa multicolor de San Marcos, pero ahora se le ofrecía algo aún más precioso que mosaicos y mármoles: la armonía entre las obras del hombre y la tierra que las sostiene, la cultura que ha evitado la confusión, el espíritu en una forma razonable, en la que perduran carne y sangre. Al mandar postales a sus amigos indios, Fielding comprendió que ninguno apreciaría los placeres que él experimentaba en aquel momento, la alegría de la forma, y que ello constituía un serio obstáculo en sus relaciones. Sus amigos indios verían la suntuosidad de Venecia, no su forma, y aunque Venecia no fuese Europa, formaba parte de la armonía mediterránea. El Mediterráneo es la norma humana. Cuando los hombres abandonan ese lago exquisito, ya sea a través del Bósforo o de las Columnas de Hércules, se encaminan hacia lo monstruoso y lo extraordinario, y la salida meridional lleva a la más extraña de todas las experiencias. Volviéndole una vez más la espalda, Fielding tomó el tren con dirección al Norte, y tiernas y románticas fantasías que ya creía muertas para siempre florecieron nuevamente cuando contempló extasiado los botones de oro y las margaritas del mes de junio.