Para Aziz tas pruebas carecían de importancia. La sucesión de sus emociones determinaba sus creencias, y en este caso condujo a la trágica frialdad entre él y su amigo inglés. Habían logrado una victoria, pero nunca llegarían a ser coronados como triunfadores. Fielding estaba de viaje para asistir a una conferencia, y bastó que el rumor sobre Miss Quested no fuera desmentido durante unos cuantos días para que Aziz lo diera por cierto. Desde un punto de vista moral, no tenía la menor objeción a que sus amigos se divirtieran; en cuanto a Cyril, ya de mediana edad, no cabía esperar que obtuviera las mejores piezas del mercado femenino y era lógico que se viera forzado a aceptar los entretenimientos que se ponían a su alcance. Pero al joven médico le parecía mal que se entendiera precisamente con una mujer a la que él seguía considerando su enemiga; además, ¿por qué no se lo había hecho saber? ¿Qué valor tiene la amistad si no existen confidencias? Él mismo había contado cosas que se consideraban a veces ofensivas, y el inglés las había escuchado con actitud tolerante, pero sin corresponder con nada parecido.
Aziz fue a recibir a Fielding a la estación al regreso de su viaje, aceptó su invitación para cenar juntos y luego empezó a atacarle utilizando el método indirecto y sin perder la apariencia de buen humor. Existía ya un escándalo entre europeos públicamente reconocido: Mr. McBryde y Miss Derek. Ya estaba explicado el extraordinario afecto de Miss Derek por Chandrapore; Mr. McBryde había sido sorprendido en la habitación de aquélla y su mujer quería el divorcio.
—¡Un hombre de mente tan pura! Como es lógico, le echará la culpa al clima indio. En realidad, nosotros tenemos la culpa de todo. ¿No estás de acuerdo en que te he proporcionado una noticia importante?
—No mucho —dijo Fielding, que sentía escaso interés por pecados que no le afectaban de cerca—. Deja que yo te cuente las mías. —El rostro de Aziz se iluminó—. Se ha decidido en la conferencia…
—Será mejor dejar para la noche los problemas sobre la enseñanza. Ahora tengo que irme directamente al hospital; el cólera presenta muy mal cariz. Empezamos a tener casos locales, además de los importados. De hecho, la vida en conjunto resulta bastante triste. El nuevo Cirujano-Jefe es igual que el anterior, aunque todavía no se atreve a demostrarlo públicamente. Eso es todo lo que se consigue con cualquier cambio administrativo. Todos mis sufrimientos no han servido de nada. Pero déjame que te cuente otra cosa antes de que se me olvide. Los rumores no son sólo acerca de McBryde, también se habla de ti. Dicen que Miss Quested y tú llegasteis a tener una amistad demasiado íntima. Si he de ser completamente franco, aseguran que os habéis comportado de manera deshonesta.
—Siempre acaban diciendo cosas así.
—La noticia se ha extendido por toda la ciudad y puede perjudicar su reputación. No pienses que todo el mundo es partidario tuyo. Yo he hecho lo que he podido para silenciar ese rumor.
—No te molestes. Miss Quested se ha marchado ya definitivamente.
—Esa historia perjudica a quienes se quedan en este país, no a los que se marchan. Imagina mi consternación y mi ansiedad. No he logrado apenas conciliar el sueño. Primero se unió mi nombre al de ella y ahora ha sido el tuyo.
—No es preciso que uses esas expresiones tan exageradas.
—¿Como cuáles?
—Como consternación y ansiedad.
—¿No he vivido toda la vida en la India? ¿Crees que no sé qué cosas producen aquí una mala impresión? Su voz se alzó, bastante malhumorada.
—Sí, pero se trata de un problema de proporción. Siempre te pasas en estas cosas, mi querido amigo. Es una pena que exista ese rumor, pero tiene tan poca importancia que podemos perfectamente hablar de otra cosa.
—Pero sí que te importa por Miss Quested. Se te nota en la cara.
—En la medida en que me importa. Ya sabes que viajo ligero de equipaje.
—Cyril, esa jactancia tuya sobre viajar ligero de equipaje será tu ruina. Te está creando enemigos por todas partes y hace que me sienta terriblemente preocupado.
—¿Qué enemigos?
Como Aziz pensaba sólo en sí mismo, no pudo responderle. Sentirse completamente estúpido le hizo enfadarse aún más.
—Te he dado una lista tras otra de personas de esta ciudad de las que hay que desconfiar. En tu posición, yo tendría el suficiente sentido común para saberme rodeado de enemigos. Te darás cuenta de que hablo en voz baja. Es porque veo que tu sais es nuevo. ¿Cómo sé que no es un espía? —Aziz bajó aún más la voz—. De cada tres criados, uno es un espía.
—Pero vamos a ver, ¿qué es lo que pasa? —preguntó Fielding, sonriendo.
—¿Niegas mi última observación?
—Sucede, simplemente, que a mí no me afecta. Hay tantos espías como mosquitos, pero todavía tendrán que pasar años antes de que me tropiece con uno que logre matarme. A ti te preocupa algo distinto.
—Claro que no; no seas ridículo.
—Sí que te preocupa. Estás enfadado conmigo por algo.
Cualquier ataque directo dejaba indefenso a Aziz.
—De manera que Mademoiselle Adela y tú os divertíais juntos por las noches, sinvergonzón —dijo acto seguido.
La anterior conversación, tan llena de frases desinteresadas y repetitivas, difícilmente podía haber preparado a Fielding para aquella súbita aparición de la frivolidad. El Director del Instituto se sorprendió tanto de que se tomara la historia en serio y le molestó tanto oírse llamar sinvergonzón, que perdió la cabeza y exclamó:
—¡Tú sí que estás hecho un sinvergüenza! ¡Que me aspen si lo entiendo! ¡Nada menos que diversión! ¿Te parece que es lo normal en semejante momento?
—Te ruego que me perdones. Lo siento mucho. Una vez más se ha puesto en marcha la licenciosa imaginación oriental —replicó Aziz, hablando alegremente, pero herido en lo más hondo; durante horas después de su error siguió sangrando interiormente.
—Tienes que darte cuenta de las circunstancias…, la chica seguía prometida con Heaslop, y además nunca sentí…
—Claro, claro; pero como no negabas lo que yo decía, creí que era verdad. ¡Cielo santo, Oriente y Occidente! ¡Qué engañoso resulta todo! ¿Tendrás inconveniente en llevar a este sinvergüenza a su hospital?
—¿No te habrás ofendido?
—Naturalmente que no.
—Si te has ofendido, esto tenemos que aclararlo después.
—Está todo aclarado —respondió Aziz, lleno de dignidad—. Estoy completamente seguro de que dices la verdad, y no hace falta darle más vueltas a ese punto.
—Pero tengo que disculparme por la forma de decirlo. Me he mostrado grosero sin querer. Te ruego que me perdones.
—Soy yo quien tiene toda la culpa.
Confusiones como ésta seguían interrumpiendo su comunicación. Una pausa en el sitio equivocado, una entonación que se malinterpretaba eran suficientes para echar a perder toda una conversación. Fielding se había sorprendido, no molestado; pero ¿cómo hacer ver la diferencia? Siempre surgen problemas cuando dos personas no piensan en el sexo al mismo tiempo, en seguida aparecen el resentimiento mutuo y la sorpresa, incluso cuando los dos son de la misma raza. Fielding empezó a recapitular sus sentimientos acerca de Miss Quested. Aziz le interrumpió con:
—Pero si yo te creo, no tengo la menor duda. Mohammed Latif será duramente castigado por inventar esa patraña.
—Déjalo tranquilo; como todos los rumores, no es más que una de esas cosas medio vivas que intentan desbancar a la vida real. No hagas caso y desaparecerá, como las tumbas de la pobre Mrs. Moore.
—Mohammed Latif se ha aficionado a las intrigas. Estamos muy disgustados con él. ¿Te sentirías satisfecho si lo devolviéramos a su familia sin un presente?
—Hablaremos de M. L. durante la cena.
Los ojos de Aziz se ensombrecieron.
—Qué mala suerte…, lo había olvidado. He prometido cenar con Das.
—Trae a Das contigo.
—Habrá invitado a otros amigos.
—Vas a venir a cenar conmigo como habíamos acordado —dijo Fielding, mirando en otra dirección—. No soporto esto. Vas a venir a cenar conmigo. Tienes que venir.
Ya habían llegado al hospital para entonces. Fielding dio una vuelta por el Maidan a solas. Estaba descontento de sí mismo, pero confiaba en la cena para enderezar las cosas. En la oficina de correos vio al Administrador. Sus vehículos quedaron estacionados uno al lado del otro, mientras sus criados se hacían la competencia en el interior del edificio.
—Buenos días; así que ya está usted de vuelta —dijo Turton con helada entonación—. Me gustaría que hiciera acto de presencia por el Club esta tarde.
—He aceptado ser readmitido, como usted sabe. ¿Considerara también necesario que vaya? Preferiría no tener que asistir; en realidad he invitado a cenar a unos amigos.
—No se trata de lo que usted prefiera, sino de los deseos del Vicegobernador. Quizá me pregunte usted si hablo oficialmente. Así es. Le espero a las seis. No trastornaremos los planes que tenga usted para después.
Fielding asistió a la desagradable ceremonia a su debido tiempo. Todos los gestos de hospitalidad resultaban chirriantes.
—¿No quiere algo de beber? Tómese una copa.
El Director del Instituto habló durante cinco minutos con Mrs. Blakiston, la única mujer superviviente. Habló también con McBryde, que se mostraba desafiante acerca de su divorcio, consciente de que había pecado como un sahib. Conversó con el Mayor Roberts, el nuevo Cirujano-Jefe; y con el joven Milner, nuevo Magistrado Municipal; pero cuanto más cambiaba el club, más prometía seguir siendo la misma cosa. «No sirve de nada», pensó Fielding ya de vuelta, después de dejar atrás la mezquita, «todos construimos sobre arena, y cuanto más se modernice el país, peor será la caída. En el siglo dieciocho, cuando reinaban la crueldad y la injusticia, un poder invisible reparaba los destrozos. Ahora todo encuentra eco, y no hay forma de detener el eco. Quizás el sonido original sea inofensivo, pero el eco siempre está lleno de maldad». Esta reflexión acerca de un eco ocupaba siempre un segundo término en la mente de Fielding. Nunca era capaz de desarrollarla. Pertenecía al universo en el que no había logrado entrar o que había rechazado. Tampoco la mezquita lograba penetrar. Al igual que él, aquellos arcos sin profundidad proporcionaban un refugio muy limitado. «No hay más Dios que Dios», no nos lleva muy lejos a través de las complejidades de la materia y del espíritu; en realidad no es más que un juego de palabras, un retruécano religioso, no una verdad religiosa.
Fielding encontró a Aziz muy cansado y decaído, y decidió no aludir al malentendido entre ellos hasta el final de la velada; para entonces resultaría ya un tema más aceptable. El Director del Instituto se sinceró completamente sobre el club: dijo que había ido obligado y que nunca volvería allí a no ser que se lo ordenaran de nuevo.
—En otras palabras, nunca probablemente, porque voy a irme muy pronto a Inglaterra.
—Ya se me había ocurrido que podías acabar allí —dijo Aziz con mucha calma, cambiando inmediatamente de conversación.
Cenaron en una atmósfera de considerable desasosiego y luego fueron a sentarse en el pabellón del jardín.
—Me quedaré poco tiempo en Inglaterra. Se trata de un viaje oficial. Mi departamento está ansioso de sacarme de Chandrapore por una temporada. Están obligados a considerarme persona valiosa, pero les resulto más bien molesto. Es una situación divertida, hasta cierto punto.
—¿Qué clases de asuntos tienes que resolver? ¿Te dejarán mucho tiempo libre?
—Lo bastante para ver a mis amigos.
—Esperaba que me respondieras eso. Eres un amigo fiel. ¿Te parece que hablemos ahora de otra cosa?
—Con mucho gusto. ¿Qué tema propones?
—Poesía —dijo Aziz, con lágrimas en los ojos—. Consideremos por qué la poesía ha perdido el poder de hacer valientes a los hombres. Mi abuelo materno también era poeta, y luchó contra vosotros en la revolución de los cipayos. Podría igualarme con él si hubiera otra revuelta. Pero, tal como están las cosas, no soy más que un médico que ha ganado un proceso y tiene tres hijos que mantener y cuyo principal tema de conversación son los planes oficiales.
—Hablemos de poesía. —Fielding centró su atención en aquel tema inofensivo—. Vosotros, los indios, os encontráis en unas circunstancias muy tristes. ¿Sobre qué podrías escribir? No puedes repetir eternamente «La rosa se ha marchitado». Ya sabemos que está marchita. Pero tampoco puedes dedicarte a la poesía patriótica del tipo «India mía, mi India», cuando en realidad la India no es de nadie.
—Me gusta esta conversación. Puede conducirnos a algo interesante.
—Tienes toda la razón al pensar que la poesía debe estar en contacto con la vida. Cuanto te conocí la usabas como sortilegio.
—No era más que un niño cuando me conociste. Todo el mundo era mi amigo entonces. El Amigo: una expresión persa para designar a Dios. Pero ya he dejado de ser poeta religioso.
—Tenía la esperanza de que siguieras siéndolo.
—¿Por qué, siendo tú ateo?
—Hay algo en la religión que quizá no sea cierto, pero que nadie ha cantado todavía.
—Explícalo con más detalle.
—Algo que quizá los hindúes sí han encontrado.
—Entonces que sean ellos quienes lo canten.
—Los hindúes no saben cantar.
—Cyril, de vez en cuando haces observaciones razonables. Por el momento ya hemos hablado bastante de poesía. Volvamos a tu visita a Inglaterra.
—No hemos dedicado ni dos segundos a la poesía —dijo el otro, sonriendo.
Pero a Aziz le gustaban mucho las piezas breves. Podía abarcar aquella conversación con la palma de la mano y sentir que compendiaba su problema. Por un instante recordó a su mujer y, como sucede cuando un recuerdo es intenso, el pasado se convirtió en el futuro, y se vio con ella en un tranquilo Estado de la jungla, muy lejos de cualquier extranjero.
—Imagino que irás a visitar a Miss Quested —dijo.
—Si tengo tiempo. Resultará extraño verla en Hampstead.
—¿Qué es Hampstead?
—Un pequeño barrio residencial de Londres donde viven artistas e intelectuales…
—Y Miss Quested vive allí confortablemente; disfrutarás con la visita… Vaya, ¡cómo me duele la cabeza! Quizá vaya yo también a tener el cólera. Con tu permiso me retiraré pronto.
—¿A qué hora querrás el coche?
—No te molestes; volveré en bicicleta.
—Pero si no has traído bicicleta. Mi coche te fue a buscar y lo normal es que te devuelva a casa.
—Parece razonable —dijo Aziz, tratando de mostrarse alegre—. Es cierto que no he traído bicicleta, pero se me ve con demasiada frecuencia en tu coche. Mr. Ram Chand piensa que me aprovecho de tu generosidad —el joven médico se sentía de malhumor e incómodo. La conversación saltaba de un tema a otro de manera desganada. Ambos se mostraban afectuosos y deseosos de intimidad, pero nada terminaba de encajar.
—Aziz, ¿me has perdonado el estúpido comentario que hice esta mañana?
—¿Cuando me llamaste sinvergüenza?
—Sí, para eterna confusión mía. Sabes el mucho afecto que te tengo.
—No tiene importancia, por supuesto; todos cometemos errores. En una amistad como la nuestra unos deslices no significan nada.
Pero más tarde, mientras volvía a su casa, Aziz se sentía deprimido por algo: un dolor sordo del cuerpo o de la mente, que esperaba para salir a la superficie. Cuando llegó a su bungalow sintió deseos de volver junto a Fielding y decirle alguna frase afectuosa; pero en lugar de hacerlo le dio una fuerte propina al sais y se sentó apesadumbrado en la cama, donde Hassan le dio un masaje muy incompetente. Las moscas habían colonizado la parte superior de una almeira, y las manchas rojas en la alfombra de algodón eran más perceptibles que nunca, porque Mohammed Latif había dormido en la casa mientras Aziz estuvo en la cárcel, y escupía con mucha frecuencia; el cajón de la mesa conservaba las huellas dejadas por la policía al forzarlo; en Chandrapore todo estaba agotado, incluido el aire. Lo que le preocupaba terminó saliendo a la superficie: Aziz tenía sospechas; sospechaba que su amigo se proponía casarse con Miss Quested por su dinero y que volvía a Inglaterra con ese propósito.
—¿Huzoor? —le preguntó el criado, porque Aziz había murmurado algo.
—Mira esas moscas en el techo. ¿Por qué no las has ahogado?
—Es que vuelven, huzoor.
—Como todos los males.
Para desviar la conversación, Hassan contó que el pinche había matado una serpiente, cosa buena, pero la había matado cortándola en dos, cosa mala, porque los pedazos se convierten en dos culebras.
—Cuando se rompe un plato, ¿se convierten los trozos en dos platos?
—También harán falta vasos y una nueva tetera; y una chaqueta para mí.
Aziz suspiró. Cada uno para sí mismo. Un hombre necesita una chaqueta, otro una esposa rica; cada uno se acerca a la meta deseada mediante un hábil rodeo. Fielding le había ahorrado a la chica una multa de veinte mil rupias y ahora iba a Inglaterra detrás de ella. Si deseaba casarse todo quedaba explicado: Miss Quested llevaría una dote importante al matrimonio. Aziz no creía en sus propias sospechas, pero hubiera hecho mejor aceptándolas, porque entonces las habría denunciado, aclarándose la situación. Sospecha y fe en el amigo podían coexistir en su mente sin problemas. Surgían de fuentes distintas y no tenían por qué mezclarse. En el oriental la sospecha es una especie de tumor maligno, una enfermedad mental que le hace perder la naturalidad y le vuelve hostil de repente; confía y desconfía al mismo tiempo de una manera que el occidental no es capaz de comprender. Es su espíritu maligno, como lo es la hipocresía para el occidental. Aziz se dejó dominar por ella y su fantasía construyó un castillo satánico, cuyos cimientos habían sido colocados la noche en que Fielding y él hablaron en Dilkusha bajo las estrellas. Sin duda, Miss Quested había sido la amante de Cyril mientras permaneció en el Instituto… Mohammed Latif estaba en lo cierto. Pero ¿era eso todo? Quizá fue Cyril quien la siguió al interior de la cueva… No; imposible. Cyril no había estado en el Kawa Dol. Imposible. Ridículo. Sin embargo, aquellas fantasías le dejaban temblando de dolor. Semejante traición —caso de ser cierta— habría sido la peor de la historia india; imposible mayor vileza, ni siquiera el asesinato de Afzul Khan por Sivaji[32]. Aziz se sintió tan anonadado como si hubiera confirmado la verdad de sus sospechas, y le dijo a Hassan que se marchara.
Al día siguiente, el joven médico decidió llevar otra vez a sus hijos a Mussoorie. Habían venido de la zona montañosa para el juicio, con el fin de que Aziz pudiera despedirse de ellos, y se habían quedado en casa de Hamidullah para las celebraciones. El Mayor Roberts le daría permiso para marcharse y Fielding saldría camino de Inglaterra durante su ausencia. La idea se acomodaba por igual a sus sospechas y a sus creencias. Los acontecimientos demostrarían dónde se hallaba la verdad, y en cualquiera de los dos casos pondría a salvo su dignidad.
Fielding era consciente de algo hostil, y como realmente quería mucho a Aziz, su optimismo le falló. Viajar ligero de equipaje no resultaba tan fácil cuando entran en juego los afectos. Incapaz de seguir adelante con la serena esperanza de que al final todo se arreglaría, Fielding escribió una carta muy pensada y en estilo más bien moderno:
«Tengo la impresión de que me consideras puritano en lo que a mujeres se refiere. Preferiría que pensaras cualquier otra cosa de mí. Si ahora vivo castamente es por haber pasado ya de los cuarenta y estar en periodo de revisión. Cuando llegue a los ochenta haré una nueva revisión. Y antes de los noventa… ¡seré yo el revisado! Pero, vivo o muerto, carezco completamente de moral. Me gustaría que no tuvieras una opinión equivocada de mí.»
A Aziz le desagradó la carta, que hería su delicadeza. Apreciaba las confidencias, por muy vulgares que fuesen, pero siempre le repelían las generalizaciones y las comparaciones. La vida no es un manual científico. Contestó fríamente, lamentando no poder regresar de Mussooire antes de que su amigo se embarcara: «Pero tengo que tomarme unas modestas vacaciones ahora que puedo. De aquí en adelante todo será economizar; las esperanzas de Cachemira se han esfumado para siempre jamás. Cuando regreses estaré trabajando como un esclavo en un nuevo puesto.»
Fielding se marchó, y durante los últimos calores de Chandrapore —cuando el cielo y la tierra parecían tener consistencia de melcochas— las peores fantasías del médico indio se vieron confirmadas. Sus amigos las fomentaron, porque, si bien les gustaba el Director del Instituto, se sentían incómodos ante la idea de que llegara a saber demasiado sobre sus asuntos privados. Mahmoud Ali declaró en seguida que la traición estaba en marcha.
—Es cierto que últimamente ya no nos dirigía la palabra con su antigua franqueza —murmuró Hamidullah; y le advirtió a Aziz «que no esperara demasiado; después de todo, él y ella son miembros de otra raza».
«¿Dónde están mis veinte mil rupias?», pensó Aziz. El dinero no le interesaba en absoluto —no sólo era generoso, sino que pagaba sus deudas con prontitud cuando se acordaba de hacerlo—, pero aquellas rupias le obsesionaban, porque le habían engañado y había permitido que se escaparan al extranjero, como gran parte de la riqueza de la India. Cyril se casaría con Miss Quested; Aziz terminó convencido de ello, con la ayuda de todo lo que había quedado sin explicación en el asunto de las Colinas de Marabar. Era la conclusión natural de aquella horrible excursión sin sentido, y antes de que pasara mucho tiempo no le cupo ninguna duda de que la boda era ya un hecho consumado.