Capítulo vigésimo noveno

La visita del Vicegobernador de la provincia fue la etapa siguiente en la descomposición del asunto Marabar. Sir Gilbert, sin ser un hombre ilustrado, mantenía opiniones que sí lo eran. Exento, gracias a una larga carrera en el ministerio, del contacto personal con los pueblos de la India, podía hablar de ellos cortésmente y deplorar los prejuicios raciales. Sir Gilbert aplaudió el resultado del juicio y felicitó a Fielding por haber adoptado «una actitud abierta, razonable y caritativa desde el primer momento. Hablando confidencialmente…», continuó el Vicegobernador. A Fielding no le gustaban las confidencias, pero Sir Gilbert insistía en concederlas; el asunto había sido «torpemente tratado por ciertos amigos nuestros» que no se daban cuenta de que «las manecillas del reloj se mueven hacia adelante, no hacia atrás», etc. Una cosa sí podía garantizar: el Director del Instituto recibiría una invitación muy cordial para reincorporarse al Club, y él le suplicaba, más bien le ordenaba, que la aceptase. El Vicegobernador regresó muy satisfecho a sus alturas del Himalaya; los detalles locales, como la cantidad de dinero que Miss Quested tuviese que pagar, o la naturaleza exacta de lo sucedido en las cuevas, no eran de su incumbencia.

Fielding se encontró más y más metido en los asuntos de Miss Quested. El Instituto seguía cerrado, y él comía y dormía en casa de Hamidullah, de manera que no había razón para que Adela no siguiera allí si así lo deseaba. En su lugar él hubiera optado por marcharse antes que aceptar las protocolarias atenciones de Ronny, pero la muchacha estaba esperando a que se vaciara el reloj de arena de su estancia. Una casa donde vivir y un jardín donde pasear durante el breve período de tiempo en que disminuía el calor era todo lo que ella pedía, y Fielding estaba en condiciones de proporcionárselo. El desastre había hecho que Adela tomara conciencia de sus limitaciones y el Director del Instituto se daba cuenta ahora de que la muchacha era una persona excelente, llena de lealtad. Su humildad resultaba conmovedora. Nunca se quejaba de que tanto ingleses como indios estuvieran en contra suya; lo creía castigo adecuado a su estupidez. Cuando Fielding le insinuó la conveniencia de que se disculpara con Aziz de manera personal, Adela dijo tristemente:

—Por supuesto. Tendría que habérseme ocurrido antes; el instinto nunca me ayuda. ¿Por qué no fui corriendo a él después del juicio? Sí. claro que le escribiré pidiendo disculpas, pero ¿querrá usted dictarme la carta?

Entre los dos prepararon un texto lleno de sinceridad y de frases conmovedoras, pero que resultaba frío al utilizarlo como carta.

—¿Debo escribir otra? —preguntó ella—. No me importa nada con tal de que pueda reparar el daño que he causado. Soy capaz de hacer bien esto y aquello, pero al poner juntas las dos cosas resulta que están mal. Ése es el defecto de mi carácter. Nunca me he dado cuenta de ello hasta ahora. Creía que si era imparcial y procuraba enterarme bien podría superar todas las dificultades.

—Nuestra carta fracasa por una simple razón con la que más vale enfrentarse: no siente usted verdadero afecto ni por Aziz ni por los indios en general —replicó Fielding.

Adela asintió.

—Cuando la conocí, estaba usted empeñada en ver la India, no a los indios, y en seguida se me ocurrió: Ah, esto no nos llevará muy lejos. Los indios saben si se les quiere o no; en eso no hay manera de engañarlos. La justicia nunca les satisface, y esa es la razón de que el Imperio británico tenga los pies de barro.

—Pero ¿es que en realidad quiero a alguien?

Probablemente quería a Heaslop, pero Fielding cambió de tema de conversación, porque aquel aspecto de su vida no era asunto suyo.

Por otra parte, sus amigos indios estaban un poco fuera de sí. La victoria, que hubiese hecho muy cautos a los ingleses, a ellos les volvió agresivos. Querían desarrollar una ofensiva y trataban de hacerlo descubriendo nuevos agravios e injusticias que no existían en su mayor parte. Padecían la habitual desilusión que trae consigo la guerra. Los objetivos de la batalla y los frutos de la conquista nunca coinciden; estos últimos tienen su valor y sólo el santo los rechaza pero su promesa de inmortalidad desaparece en cuanto se los tiene en la mano. Aunque Sir Gilbert se había mostrado cortés, casi obsequioso, la estructura que él representaba no había inclinado la cabeza en modo alguno. El oficialismo británico seguía existiendo, tan omnipresente y molesto como el sol, y el siguiente paso que debía darse no estaba demasiado claro, ni siquiera para Mahmoud Ali. Se hablaba mucho y con cierta violencia y se intentaron actos ilegales de menor cuantía; pero detrás de todo ello seguía existiendo un deseo genuino, aunque impreciso, de educarse.

—Mr. Fielding, tenemos que educarnos todos rápidamente.

Aziz se mostraba amistoso y dominante. Quería que Fielding «se entregara al Oriente», como él decía, y viviera en una situación de afectuosa dependencia.

—Puedes fiarte de mí, Cyril.

Fielding no dudaba en absoluto de Aziz y además carecía de raíces entre su propio pueblo. Sin embargo, no podía convertirse en una especie de Mohammed Latif. Cuando discutían acerca de ello, algo racial se mezclaba en la conversación: sin amargura, pero inevitablemente, como la tonalidad de su piel: color café versus gris-rosáceo.

—¿No ves que te agradezco la ayuda que me has prestado y quiero recompensarte? —concluía Aziz.

—Si quieres recompensarme, no hagas que Miss Quested tenga que pagarte —replicaba el otro.

Su insensibilidad hacia Adela le molestaba. Desde cualquier punto de vista lo correcto sería tratarla generosamente, y un día se le ocurrió apelar a la memoria de Mrs. Moore. Aziz sentía un fantástico aprecio por ella. Su muerte había llenado de pesar su afectuoso corazón; Aziz lloró como un niño y ordenó a sus tres hijos que también lloraran. No había duda de que respetaba y quería a Mrs. Moore. La primera tentativa de Fielding fracasó.

—Yo veo cuál es tu truco —fue la respuesta—. Quiero vengarme de ellos. ¿Por qué tendría que sufrir y aguantar sus insultos, permitir que lean mis cartas y que lleven a la comisaría la fotografía de mi mujer? Además, quiero el dinero para educar a mis hijos, como le expliqué a ella.

Pero después empezó a ablandarse y Fielding no tuvo reparos en practicar un poco de necromancia. Siempre que surgía el asunto de la compensación económica, el Director del Instituto introducía el nombre de la muerta. De la misma manera que otros propagandistas le inventaban una tumba, Fielding, sin decir nada que creyera positivamente falso, pero dando forma a algo que estaba con toda probabilidad muy lejos de ser cierto, creó una discutible imagen de Mrs. Moore en el corazón de Aziz. El joven médico cedió de repente. Se convenció de que la anciana señora deseaba que perdonase a la mujer que iba a casarse con su hijo, que era aquélla la única manera que tenía de honrarla, y, con una hermosa y apasionada explosión sentimental, renunció a todo el dinero a que tenía derecho en concepto de compensación, reclamando sólo las costas del proceso. Fue un gran gesto por su parte, y, como él mismo había previsto, no sirvió para mejorar la opinión que los ingleses tenían de él. Siguieron creyendo que era culpable, mantuvieron la misma opinión hasta el final de su carrera e incluso anglo-indios retirados se murmuraban uno a otro, en Tunbridge Wells o en Cheltenham:

—Aquel asunto de Marabar que se vino abajo porque a la pobre chica le faltó valor para prestar declaración…, aquél fue otro caso bien triste.

Cuando todo hubo terminado oficialmente, Ronny, que estaba a punto de ser trasladado a otro lugar de la provincia, se acercó a Fielding con su habitual envaramiento y dijo:

—Quisiera agradecerle la ayuda que ha prestado usted a Miss Quested, que, por supuesto, no desea abusar más de su hospitalidad; de hecho ha decidido regresar a Inglaterra. Acabo de gestionar su pasaje de vuelta. Creo que a ella le gustaría verle.

—Iré inmediatamente.

Al llegar al Instituto, Fielding encontró a Miss Quested bastante afectada. En seguida supo que Heaslop había roto su compromiso matrimonial.

—Ronny ha resultado ser mucho más juicioso que yo —dijo Adela con gesto patético—. Tendría que haber hablado yo, pero lo fui dejando, preguntándome qué pasaría. Yo hubiese seguido adelante de buena gana, echando a perder su vida por pura inercia: y una llega a no tener nada que hacer, a no tener raíces en ningún sitio y a convertirse incluso en un estorbo público sin darse cuesta de ello. —Para tranquilizar a Fielding, añadió—: Hablo únicamente de la India. En Inglaterra no me sentiré perdida. Allí tengo un sitio…, no, no creo que haga daño a nadie en Inglaterra. Cuando me vea de nuevo en Londres me dedicaré a trabajar en algo. Tengo el dinero suficiente para empezar, y montones de amigos de mi mismo estilo. Estaré perfectamente. —Luego dejó escapar un suspiro—. Pero los problemas que he causado aquí a todo a mundo…, eso no podré olvidarlo nunca. Todas mis preocupaciones para saber si debíamos casarnos o no… y al final Ronny y yo nos separamos y ni siquiera lo sentimos. Nunca debíamos haber pensado en el matrimonio. ¿No se sorprendió usted cuando se hizo el anuncio de nuestro compromiso?

—No mucho. A mi edad uno se asombra muy pocas veces —dijo él, sonriendo—. El matrimonio es una cosa completamente absurda en cualquier caso. Empieza y continúa por razones de poquísimo peso. Las estructuras sociales lo apoyan por un lado y el tinglado teológico por el otro, pero ninguna de las dos cosas es el matrimonio, ¿no es cierto? Tengo amigos que no recuerdan por qué se casaron, ni tampoco sus mujeres. Sospecho que en la mayoría de los casos es algo que sucede por casualidad, aunque después se inventasen diferentes razones, todas muy nobles. En lo que al matrimonio se refiere soy un cínico.

—Yo no lo soy. Este comienzo en falso ha sido exclusivamente culpa mía. Yo no aportaba a Ronny nada que él necesitase, y ésa es la razón de que me haya rechazado. Entré en aquella cueva pensando: «¿Le quiero de verdad?» Esto no se lo he contado todavía, Mr. Fielding. No me sentía justificada. Ternura, respeto, posibilidad de comunicación…, quería que esas cosas ocupasen el lugar de…

—A mi ya no me interesa el amor —dijo él, proporcionándole la palabra.

—A mí tampoco. Mis experiencias de aquí me han curado. Pero quiero que otros lo deseen.

—Pero, volviendo a nuestra primera conversación (porque supongo que ésta es la última), ¿quién la siguió?, ¿o es que no la siguió nadie? ¿Está usted ahora en condiciones de decirlo? No me gustaría dejar esto en el aire.

—Digamos que fue el guía —respondió ella sin interés—. No lo sabremos nunca. Es como si pasara el dedo sobre la pared pulimentada de la cueva en la oscuridad y no pudiera llegar más allá. Me tropiezo con algo, y lo mismo le pasa a usted. Mrs. Moore sí lo sabía.

—¿Cómo podía saber ella lo que nosotros ignoramos?

—Telepatía, posiblemente.

Aquella palabra pretenciosa y con tan poco contenido se vino abajo inmediatamente. ¿Telepatía? ¡Vaya explicación! Era mejor retirarla, y Adela así lo hizo. Había llegado al límite de sus posibilidades espirituales, y lo mismo le sucedía a Fielding. ¿Existían otros mundos que nunca serían capaces de tocar, o, por el contrario, entraban en el campo de su conciencia todas las experiencias posibles? No estaban en condiciones de decirlo. Sólo se daban cuenta de que su punto de vista era más o menos semejante, y encontraban satisfacción en ello. Quizá la vida sea misterio y no simple confusión; no podían decirlo. Quizá las cien Indias que se inquietan y disputan tan tediosamente son sólo una, y el universo que reflejan también es uno, pero ellos carecían de los instrumentos para juzgarlo.

—Escríbame cuando llegue a Inglaterra.

—Lo haré a menudo. Ha sido usted extraordinariamente amable conmigo. Me doy cuenta ahora al marcharme. A cambio me gustaría poder hacer algo por usted, pero veo que tiene todo lo que quiere.

—Creo que sí —respondió él después de una pausa—. Nunca me he sentido aquí más feliz y más seguro. Realmente me entiendo bien con los indios, y ellos confían en mí. Resulta agradable no haber tenido que dejar mi trabajo. También es agradable recibir elogios de un Vicegobernador. Hasta el próximo terremoto seguiré igual que ahora.

—A mí me ha afectado mucho la muerte de Mrs. Moore.

—También Aziz se sentía muy ligado a ella.

—Pero me ha hecho recordar que todos hemos de morir; que las relaciones personales que forman el entramado de nuestra vida son temporales. Solía tener la impresión de que la muerte seleccionaba a las personas; es una idea que se saca de las novelas, porque de ordinario algunos de los personajes siguen hablando hasta el final. Ahora empieza a ser una cosa muy real para mí que «la muerte no perdona a nadie».

—No permita que se haga demasiado real, o de lo contrario también se morirá usted. Ese es el inconveniente que tiene meditar sobre la muerte. Nos sometemos a aquello en lo que trabajamos. Yo he sentido esa misma tentación y tuve que cambiar de rumbo. Quiero seguir viviendo un poco más.

—Yo también.

Flotaba en la atmósfera una cordialidad como de enanos estrechándose la mano. Hombre y mujer se hallaban en la plenitud de sus facultades: eran razonables, sinceros, incluso sutiles. Hablaban el mismo idioma, tenían las mismas opiniones, y la diferencia de edad y sexo no les distanciaba. Y, sin embargo, no se sentían satisfechos. Cuando se mostraban de acuerdo, «Quiero seguir viviendo un poco más», o «No creo en Dios», después de las palabras se producía una curiosa contracorriente, como si el universo se hubiera desplazado para llenar un vacío diminuto, o como si hubieran visto sus propios gestos desde una altura inmensa: enanos hablando, estrechándose la mano y asegurándose el uno al otro que habían alcanzado el mismo nivel de discernimiento. No pensaban que estuvieran equivocados, porque tan pronto como las personas honestas piensan que están equivocadas aparece la inestabilidad. Para ellos no existía una meta infinita más allá de las estrellas y nunca la habían buscado. Pero, al igual que en otras ocasiones, la añoranza se apoderó de ellos; la sombra de la sombra de un sueño se proyecta sobre sus intereses claramente definidos, y, de nuevo, objetos nunca vistos parecieron transformarse en mensajes de otro mundo.

—Y si me lo permite, le diré que siento una gran simpatía por usted —afirmó Fielding.

—Me alegro, porque a mí me sucede lo mismo con usted. Ojalá podamos volver a vernos.

—Nos veremos en Inglaterra, si alguna vez pido permiso para volver a casa.

—Supongo que de momento no hay muchas posibilidades de que lo haga.

—Es bastante probable. En realidad tengo un plan en marcha en estos momentos.

—Eso sería estupendo.

Y así terminó la conversación. Adela se puso en camino diez días después, siguiendo la misma ruta que su amiga muerta. Había llegado la última oleada de calor que precede a los monzones. Todo el país estaba agotado y como borroso. Las casas, los árboles y los campos parecían moldeados con la misma pasta marrón, y en Bombay el mar chocaba contra los muelles como si fuese caldo. La última aventura india de Miss Quested tuvo como protagonista a Antony, que subió al barco detrás de ella y trató de hacerle chantaje. Dijo que Adela había sido la amante de Mr. Fielding. Quizás Antony no estaba de acuerdo con la propina recibida. Miss Quested hizo que lo echaran del barco, pero la historia produjo considerable escándalo, y los demás pasajeros apenas hablaron con Adela durante la primera parte del viaje. Mientras atravesaban el Océano Índico y el Mar Rojo, Miss Quested se quedó sola consigo misma y con los posos de Chandrapore.

La llegada a Egipto hizo que cambiara la atmósfera. La arena limpia amontonada a ambos lados del canal pareció borrar todo lo que era difícil y equívoco, e incluso Port Said creaba una impresión e gracia y de pureza con la luz gris-rosácea del amanecer. Adela desembarcó allí con un misionero americano; fueron andando hasta la estatua de Lesseps, y bebieron con fruición el aire tónico de Levante.

—¿A qué deberes en su propio país retorna usted, Miss Quested, después de su contacto con los trópicos? —le preguntó el misionero—. Fíjese en que no digo a qué deberes torna, sino retorna. Toda vida debiera contener un tornar y un re-tornar. Este célebre pionero (señalando la estatua) aclarará mi pregunta. Se torna hacia el Este, pero se re-torna hacia Occidente. Lo notará usted en la elegante posición de sus manos, con una de las cuales sostiene una ristra de salchichas.

El misionero se la quedó mirando con expresión jocosa, tratando de disimular así su vacuidad mental. No tenía ni la menor idea de lo que quería decir con «tornar» y «retornar», pero con frecuencia usaba las palabras a pares, para conseguir un tono de sagacidad moral.

—Ya veo —replicó Adela. Súbitamente, en la claridad mediterránea, había visto. Su primer deber al retornar a Inglaterra era ir a visitar a aquellos otros hijos de Mrs. Moore, Ralph y Stella; después tornaría a su profesión. Mrs. Moore había procurado mantener aparte los productos de sus dos matrimonios y Adela no había tenido aún ocasión de conocer a los más jóvenes.