Capítulo vigésimo séptimo

—Aziz, ¿estás despierto?

—No, así que podemos hablar; soñemos planes para el futuro.

—Yo no sirvo para soñar.

—En ese caso, buenas noches, amigo mío.

El Banquete de la Victoria había terminado y los comensales estaban tumbados en la azotea de la mansión de Mr. Zulfiqar; unos dormían y otros contemplaban las estrellas a través de los mosquiteros. Exactamente encima de sus cabezas se hallaba la constelación del León y el disco de Régulo era tan grande y tan brillante que parecía un túnel, y cuando se aceptaba aquella idea todas las otras estrellas también parecían túneles.

—¿Estás contento con nuestro trabajo de hoy, Cyril? —continuó la voz a la izquierda de Fielding.

—¿Lo estás tú?

—Con la excepción de que he comido demasiado. «¿Qué tal el estómago, qué tal la cabeza?»… Lo que yo digo es que Panna Lal y Callendar se irán a la calle.

—Habrá una mudanza general en Chandrapore.

—Tendrán que ascenderte.

—En cualquier caso, lo que no pueden hacer es rebajarme de categoría.

—De todas formas, pasaremos las vacaciones juntos; visitaremos Cachemira, y posiblemente Persia, porque tendré mucho dinero. Que me será pagado en razón del perjuicio causado a mi reputación —explicó Aziz con cínica tranquilidad—. Mientras estés conmigo no tendrás que gastar ni un céntimo. Es lo que siempre he deseado, y ha venido a hacerse realidad como resultado de mis desventuras.

—Has logrado una gran victoria… —empezó Fielding.

—Ya lo sé, amigo mío, ya lo sé; no tienes por qué poner una voz tan solemne y llena de ansiedad. Sé también lo que vas a decir a continuación: No hagas que Miss Quested te pague, y así los ingleses podrán decir: «He aquí un nativo que se ha portado como un caballero; si no fuera por su piel morena casi le dejaríamos ser miembro de nuestro Club.» El beneplácito de tus compatriotas ha dejado de interesarme; me he vuelto antibritánico, y tendría que haberlo hecho antes, porque así me hubiera evitado muchas calamidades.

—Incluido el conocerme a mí.

—¿Qué te parece si fuéramos a rociar con agua la cara de Mohammed Latif? Se pone muy divertido si se le moja mientras duerme.

Aquel comentario no era una pregunta, sino un punto y aparte. Fielding lo aceptó como tal y se produjo una pausa, agradablemente ocupada por una suave brisa que rozó la parte más alta de la casa. El banquete, aunque bullicioso, había sido agradable, y ahora la abigarrada mezcla de invitados disfrutaba de los placeres del ocio, desconocidos para Occidente, que sólo sabe trabajar o no hacer nada. La civilización, convertida en fantasma, deambula por el Oriente visitando de nuevo las ruinas imperiales, y no hay que pensar en encontrarla en grandes obras de arte ni en extraordinarias hazañas, sino en los gestos que los indios bien educados hacen al sentarse o cuando se tumban. Fielding, que se había vestido a lo indio, descubrió, gracias a su extraordinaria torpeza con aquel aderezo, que todos sus movimientos no pasaban de ser simples improvisaciones, mientras que cuando el Nabab Bahadur extendía una mano para coger la comida, o Nureddin aplaudía una canción, habían llevado a cabo un gesto bello, perfectamente acabado en sí mismo. Esta quietud del gesto no es, después de todo, más que la Paz que sobrepasa el Entendimiento, el equivalente social del yoga. Cuando cesa el torbellino de la acción, este don se hace visible y pone de manifiesto una civilización que Occidente logra perturbar pero nunca adquirir. La mano se extiende para siempre, la rodilla, alzada tiene la eternidad de la tumba pero no su tristeza. Aziz rebosaba civilización aquella noche; había en él plenitud, dignidad y también dureza, y cuando el otro habló, lo hizo con desconfianza:

—Sí, debes dejar que Miss Quested salga bien librada de esto. Debe pagarte todos los gastos, eso es de justicia, pero no esta bien que la trates como a un enemigo después de la conquista.

—¿Es rica? Te comisiono para que lo averigües.

—Las sumas de las que se habló durante la cena, cuando todos os excitasteis tanto…, la arruinarían, son perfectamente absurdas. Mira…

—Estoy mirando, aunque apenas hay luz. Veo que Cyril Fielding es una excelente persona y mi mejor amigo, pero en ciertos asuntos un tonto de capirote. Crees que mostrándome generoso con Miss Quested mejoraré mi reputación y la de los indios en general. Y no es así en absoluto. Se interpretará como debilidad y como intento para conseguir de los ingleses un puesto mejor. De hecho, he decidido cortar todas mis relaciones con la India británica. Trataré de lograr un empleo en algún Estado musulmán, como Haidarabad o Bhopal, donde los ingleses no pueden insultarme más. No te esfuerces por aconsejarme otra cosa.

—Durante una larga conversación con Miss Quested…

—No quiero oír hablar de tus largas conversaciones.

—Calla un momento. Durante una larga conversación con Miss Quested he empezado a entender su forma de ser. No resulta fácil simpatizar con ella por esa especie de imposible seriedad moral con que lo juzga todo. Pero es una mujer absolutamente sincera y muy valiente. Cuando comprendió que se había equivocado, se paró de golpe y lo dijo. Me gustaría que te dieras cuenta de lo que eso significa. Con todos sus amigos alrededor, con todo el aparato gubernamental empujándola. Pero Miss Quested se detiene y hace añicos toda la tramoya. En su lugar yo no lo hubiera conseguido. Pero ella fue capaz de decir basta y casi llegó a convertirse en una heroína nacional, pero mis alumnos nos metieron por una calle lateral antes de que la multitud se entusiasmara. Haz el favor de tratarla con consideración. No estaría bien que se llevara todas las bofetadas de tirios y troyanos. Sé lo que todos ellos —indicando las figuras cubiertas que descansaban en la azotea— querrían, pero no debes escucharlos. Sé misericordioso. Obra como uno de tus seis emperadores mongoles, o como todos ellos fundidos en uno.

—Ni siquiera los emperadores mongoles se mostraban misericordiosos sin recibir antes disculpas.

—Miss Quested te las pedirá, si es ése el problema —exclamó Fielding, incorporándose—. Escucha, te hago una oferta. Díctame la fórmula que quieras y mañana a esta hora te la traeré firmada. Sin renunciar por ello a cualquier disculpa pública que ella deba hacerte de acuerdo con la ley. Se trataría tan sólo de algo por añadidura.

—«Querido doctor Aziz, me gustaría que hubiese usted entrado conmigo en la cueva; soy más fea que un pecado y ésa era mi última oportunidad.» ¿Crees que firmaría eso?

—Bien, buenas noches, buenas noches; después de eso no hay duda de que es hora de irse a dormir.

—Supongo que sí, buenas noches.

—Me gustaría que no hicieras ese tipo de observaciones —continuó Fielding después de una pausa—. Es la única cosa tuya que no soporto.

—Yo, en cambio, soporto todas tus cosas, ésa es la diferencia.

—Me has herido diciendo eso; buenas noches.

Se produjo un silencio y luego, como entre sueños pero con auténtico sentimiento, la voz dijo:

—Cyril, he tenido una idea que satisfará a esa mente tuya tan emotiva: consultaré a Mrs. Moore.

Fielding no pudo contestar, porque al abrir los ojos el resplandor de mil estrellas le obligó a guardar silencio.

—Su opinión solucionará todos los problemas; tengo una confianza absoluta en ella. Si me dice que perdone a esa chica, lo haré. Ella nunca me aconsejaría nada contra mi verdadero honor, como quizá lo hicieras tú.

—Ya discutiremos eso mañana.

—¿No es extraño? Sigo olvidándome de que Mrs. Moore ha dejado la India. Mientras repetían su nombre a gritos en el juzgado me hacía la ilusión de que estaba presente. Había cerrado los ojos y me engañaba a mí mismo voluntariamente para sentir menos el dolor. Ahora, en este mismo instante, he vuelto a olvidarlo. Tendré que escribirle. Debe de estar muy lejos, cerca ya de reunirse con Ralph y Stella.

—¿Con quién?

—Sus otros hijos.

—No sabía que tuviera otros hijos.

—Mrs. Moore tiene dos chicos y una chica, igual que yo. Me lo dijo en la mezquita.

—La traté muy poco.

—Yo sólo la he visto tres veces, pero sé que es una oriental.

—Eres realmente fantástico… No estás dispuesto a tratar generosamente a Miss Quested; pero, en cambio, derramas a manos llenas sentimientos caballerescos sobre Mrs. Moore. Miss Quested, en cualquier caso, se comportó de manera muy decente esta mañana, mientras que la anciana señora nunca ha hecho por ti nada en absoluto y es una mera suposición que hubiera salido en defensa tuya: no hay más prueba que el cotilleo de unos criados. Tus emociones nunca parecen estar en proporción con sus objetos, Aziz.

—¿Acaso la emoción es un saco de patatas, a tanto la libra, que hace falta pesar? ¿Acaso soy una máquina? Acto seguido se me dirá que voy a desgastar mis emociones usándolas.

—Yo hubiese dicho que sí. Parece de sentido común. No es posible nadar y guardar la ropa, ni siquiera en el mundo del espíritu.

—Si estás en lo cierto, ninguna amistad tiene sentido; todo se reduce a dar y tomar, o dar y devolver, que es una cosa repugnante, y sería mejor que saltáramos todos ese pretil y nos matáramos. ¿Qué te pasa esta noche que te has vuelto materialista?

—Tu injusticia es peor que mi materialismo.

—Ya entiendo. ¿Tienes algo más de qué quejarte? —Aziz se mostraba de buen humor y afectuoso, pero resultaba un poco inquietante. La cárcel había labrado canales para su carácter, quitándole algo de la flexibilidad que había tenido en el pasado—. Porque es mucho mejor que me cuentes todas tus dificultades con franqueza si hemos de ser amigos para siempre. No te gusta Mrs. Moore y estás molesto porque a mí sí, pero con el tiempo llegarás a quererla.

Cuando a una persona que está muerta se la supone viva, un algo enfermizo tiñe toda la conversación. Fielding no pudo resistir por más tiempo la tensión y dijo bruscamente:

—Siento decirte que Mrs. Moore ha muerto.

Pero Hamidullan, que había estado escuchando el diálogo y no quería que se echara a perder el carácter festivo de la velada, intervino desde la cama vecina:

—Aziz, está tratando de tomarte el pelo; no creas lo que te dice ese bribón.

—No me creo ni una palabra —dijo Aziz, que estaba habituado a las bromas pesadas, incluso de aquel tipo.

Fielding no dijo nada más. Los hechos son los hechos, y todo el mundo se enteraría de la muerte de Mrs. Moore por la mañana. Pero se dio cuenta de que las personas no están realmente muertas hasta que se las siente como muertas. Él mismo tenía una experiencia personal que lo confirmaba. Muchos años atrás había perdido a una gran amiga que creía en el paraíso cristiano y le aseguraba que después de los cambios y azares de esta vida mortal volverían a reunirse en el cielo. Fielding era un ateo convencido que no ocultaba sus ideas, pero sentía respeto por las opiniones de su amiga; hacerlo así es esencial en la amistad. Durante algún tiempo le pareció que la muerta le estaba esperando, y cuando la ilusión se desvaneció, dejó tras sí un vacío que era casi un sentimiento de culpabilidad: «Esto es realmente el fin —pensó Fielding— y yo le he dado el golpe definitivo.» Había tratado de matar a Mrs. Moore aquella noche, en la azotea de la casa del Nabab Bahadur; pero ella logró eludirle, y no llegó a alterarse la serenidad de la velada. Poco después se alzó la luna: el exhausto cuarto creciente que precede al sol; hombres y bueyes comenzaron en seguida sus interminables tareas, y el placentero intermedio que Fielding había tratado de acortar llegó a su inevitable conclusión.