Empezaba a atardecer cuando Fielding y Miss Quested se reunieron y tuvieron la primera de sus numerosas y peculiares conversaciones. El Director del Instituto había albergado la esperanza de que cuando se levantara descubriría que alguien se la había llevado, pero el recinto del centro docente seguía aislado del resto del universo. Adela le preguntó si podían celebrar «una especie de entrevista», y al no obtener respuesta, dijo:
—¿Ha encontrado usted alguna explicación a mi extraño comportamiento?
—Ninguna —respondió él lacónicamente—. ¿Por qué hacer semejante acusación si después iba usted a retirarla?
—Efectivamente, ¿por qué?
—Supongo que debería sentirme agradecido, pero…
—No espero gratitud. Tan sólo pensé que quizá le interesara oír lo que tengo que decir.
—Bueno —refunfuñó Fielding, sintiéndose bastante poco seguro de sí mismo—. No creo que sea muy deseable una discusión entre nosotros. Para decirlo sin rodeos, yo pertenezco al otro bando en este desagradable asunto.
—¿No le interesaría oír mi versión?
—No mucho.
—Por supuesto, no pretendo hablarle de manera confidencial, así que podría usted transmitir todas mis observaciones a sus amigos, porque de todos los sufrimientos de hoy ha salido al menos una cosa positiva: ya no tengo ningún secreto. Mi eco ha desaparecido; llamo eco a un zumbido que tenía en los oídos. La verdad es que he estado indispuesta desde la expedición a las cuevas, y es posible que incluso desde antes.
Las palabras de Miss Quested interesaron bastante a Fielding; era lo mismo que él había sospechado a veces.
—¿Qué clase de indisposición? —quiso saber.
Adela se tocó un lado de la cabeza y luego la agitó.
—Eso fue lo primero que pensé el día que detuvieron a Aziz: una alucinación.
—¿Cree usted que podría ser eso? —preguntó ella con gran humildad—. ¿Cuál sería la causa de esa alucinación?
—En las Colinas de Marabar sólo pudo suceder una de estas tres cosas —dijo Fielding, dejándose arrastrar a una discusión en contra de sus deseos—. Bueno, quizá sean cuatro posibilidades. O Aziz es culpable, que es lo que creen sus amigos, o usted inventó la acusación por pura malicia, que es lo que piensan los míos; o sufrió usted una alucinación. Yo me siento muy inclinado —levantándose y paseando por la habitación—, ahora que usted me dice que se sentía indispuesta antes de la excursión (es un dato muy importante), a creer que fue usted misma quien rompió la correa de los prismáticos, que estuvo usted sola en la cueva todo el tiempo.
—Quizá…
—¿Recuerda cuándo empezó a sentirse mal?
—Cuando vine a tomar el té con usted, en el pabellón.
—Una reunión bastante desafortunada. Aziz y el profesor Godbole también enfermaron después.
—Yo no estaba enferma…, es una cosa demasiado vaga para poder explicarla con claridad; se halla todo muy mezclado con mis asuntos privados. Me gustó mucho el canto del profesor Godbole…; pero, más o menos, entonces empecé a sentir una especie de tristeza que no fui capaz de detectar en aquel momento…, no, era algo menos concreto que la tristeza: vivir a mitad de presión quizá lo exprese mejor. Como sin interés por nada. Recuerdo haber ido a ver el partido de polo en el Maidan con Mr. Heaslop. Sucedieron varias cosas más, no importa lo que fuera; lo cierto es que estuve todo el tiempo por debajo de mis posibilidades. Sin duda, seguía en ese mismo estado cuando vi las cuevas, y usted sugiere (ya no hay nada que me asuste ni que me hiera)…, usted sugiere que sufrí una alucinación, el tipo de experiencia (aunque mucho más terrible en este caso) que hace pensar a algunas mujeres que se les ha hecho una proposición matrimonial, cuando en realidad no ha sido así.
—En cualquier caso, lo presenta usted de una manera muy sincera.
—Me educaron para que fuese sincera; el problema es que no me sirve de nada.
Aquello hizo que Fielding la mirara con más simpatía.
—Servirá para llevarnos al cielo.
—¿Cree usted?
—Si es que existe el cielo.
—¿Puedo preguntarle si cree usted en el cielo, Mr. Fielding? —dijo ella, mirándole tímidamente.
—No. Pero creo que la sinceridad nos lleva allí.
—¿Cómo puede ser eso?
—Volvamos a las alucinaciones. La he estado observando con mucha atención mientras prestaba declaración esta mañana, y si no estoy equivocado, la alucinación (lo que usted llama vivir a mitad de presión, que viene a ser lo mismo) desapareció de repente.
Adela trató de recordar lo que había sentido en el juzgado, pero no pudo; la visión desaparecía cada vez que deseaba interpretarla.
—Los acontecimientos se me fueron presentando en su orden lógico —fue lo que dijo, pero no había sido así en absoluto.
—Mi opinión, y, naturalmente, la estaba escuchando sin perder palabra, con la esperanza de que cometiera usted algún error, mi opinión, como digo, es que el pobre McBryde actuó de exorcista. En cuanto le hizo una pregunta directa, usted respondió con toda sinceridad y se vino abajo.
—¿Habla de exorcizar en ese sentido? Creía que se refería usted a que yo había visto un fantasma.
—¡No voy tan lejos!
—Personas por las que siento un gran respeto creen en los fantasmas —dijo ella con tono más bien cortante—. Mi amiga Mrs. Moore, por ejemplo.
—Mrs. Moore es una anciana.
—No creo que necesite ser descortés con ella como ya lo fue con su hijo.
—No era mi intención mostrarme grosero. Sólo quería decir que, a medida que pasan los años, resulta más difícil resistirse a lo sobrenatural. He comprobado que está empezando a sucederme a mí mismo. Todavía sigo adelante sin hacer caso; pero qué tentación, cuando ya se tienen cuarenta y cinco años, fingir que los muertos vuelven a vivir; los muertos de uno; los demás no importan.
—Porque los muertos no vuelven a vivir.
—Mucho me temo que no.
—Yo también.
Hubo un momento de silencio, como sucede a menudo después de un triunfo del racionalismo. Luego Fielding se disculpó generosamente por su comportamiento con Heaslop en el club.
—¿Qué dice de mí el doctor Aziz? —preguntó Adela después de otra pausa.
—Ha…, ha sufrido demasiado para pensar con calma y, como es lógico, está muy amargado —dijo Fielding, un poco torpemente, porque los comentarios de Aziz eran groseros además de amargos. La idea subyacente era: «Lo que me deshonra es que se haya mezclado mi nombre con el de esa bruja.» Le enfurecía verse acusado por una mujer sin atractivo físico; sexualmente Aziz era un esnob. Esto había sorprendido y preocupado a Fielding. La sensualidad, mientras fuese directa, no le repelía, pero aquella sensualidad derivada —del tipo que clasifica a las amantes entre los automóviles si son hermosas y entre los mosquitos si no lo son— le resultaba totalmente ajena a sus propias emociones, y se le presentaba como una barrera entre Aziz y él cada vez que salía a relucir. Era, de una forma nueva, el viejo problema que devora el corazón de todas las civilizaciones: el esnobismo, el deseo de tener posesiones, apéndices que aumenten el propio crédito; y los santos se retiran al Himalaya más para huir de esto que para escapar a las inclinaciones de la carne—. Pero permítame que termine mi análisis —dijo, para cambiar de tema—. Sabemos que Aziz no es el culpable, ni usted tampoco, y no estamos seguros de que sea una alucinación. Queda una cuarta posibilidad que también debemos examinar: ¿pudo ser alguna otra persona?
—El guía.
—Exactamente, el guía. Lo he pensado a menudo. Desgraciadamente, Aziz le dio una bofetada, y el otro se asustó y desapareció. Como ve, una situación muy poco satisfactoria, pero tampoco hemos contado con la ayuda de la policía, porque el guía carecía de interés para ellos.
—Quizá fuera el guía —dijo Adela con tono sosegado; de repente el problema había dejado de interesarle.
—¿O podría haber sido uno de ese grupo de pathans que han estado vagabundeando por el distrito?
—¿Había alguien en otra cueva y me siguió cuando el guía no miraba? Es posible.
En aquel momento Hamidullah se reunió con ellos, y no pareció muy complacido por el hecho de encontrarlos juntos. Al igual que todos los habitantes de Chandrapore, encontraba inexplicable la conducta de Miss Quested, y al entrar había oído las últimas frases.
—¿Qué tal, mi querido Fielding? —dijo—. Por fin consigo atraparlo. ¿Puede venir conmigo a Dilkusha inmediatamente?
—¿Inmediatamente?
—Espero marcharme en seguida, no quiero causarle molestias —dijo Adela.
—El teléfono está cortado; Miss Quested no puede llamar a sus amigos —explicó Fielding.
—Muchas cosas han quedado cortadas; más de las que nadie podrá arreglar jamás —replicó el otro—. De todas maneras, debería haber alguna forma de trasladar a esta señora a la zona inglesa. Los recursos de la civilización son muy amplios —Hamidullah hablaba sin mirar a Adela e ignoró el débil movimiento que ella inició para estrecharle la mano.
—Miss Quested estaba tratando de explicarme su conducta de esta mañana —dijo Fielding, con la idea de que aquella conversación estuviera presidida por un ambiente de cordialidad.
—Quizás hayamos vuelto a la época de los milagros. Hay que estar preparados para todo, dicen nuestros filósofos.
—Quizá les haya parecido un milagro a los espectadores —dijo Adela, dirigiéndose a él con mucho nerviosismo—. El hecho es que me di cuenta antes de que fuese demasiado tarde de que había cometido una equivocación, y tuve la suficiente presencia de ánimo para decirlo así. A eso queda reducido mi extraño comportamiento.
—A eso queda reducido, sin duda —replicó Hamidullah, temblando de rabia, pero sin perder el control, porque temía que la muchacha estuviera tendiéndole otra trampa—. Hablando a título personal, en conversación puramente amistosa, tengo que admirar su conducta, y me agradó que nuestros simpáticos estudiantes la engalanaran con guirnaldas. Pero, al igual que Mr. Fielding, estoy sorprendido; diría incluso que sorpresa es una palabra demasiado débil. Veo cómo arrastra usted a mi mejor amigo por el fango, echa a perder su salud y destroza su futuro de una forma que usted no puede concebir, debido a su ignorancia de nuestra sociedad y de nuestra religión, para luego, de repente, levantarse en el estrado de los testigos y decir: «No, Mr. McBryde, en realidad no estoy del todo segura, será mejor que lo deje usted marchar.» ¿Me habré vuelto loco? Me pregunto una y otra vez. ¿Se trata de un sueño?, y si es así, ¿cuándo empezó? Sin duda se trata de un sueño que aún continúa; porque, según deduzco, todavía no han terminado ustedes con nosotros y ahora le toca el turno al pobre guía que fue mostrándole las cuevas.
—Nada de eso, no hacíamos más que reparar posibilidades —intervino Fielding.
—Un pasatiempo interesante, pero que requerirá mucho tiempo. Hay ciento setenta millones de indios en esta notable península, y, por supuesto, alguno de ellos entró en la cueva. Un indio tiene que ser el culpable, por supuesto; nunca debemos ponerlo en duda. Pero ya que, mi querido Fielding, esas posibilidades tardarán en concretarse —al llegar aquí Hamidullah pasó el brazo por encima del hombro del inglés y lo zarandeó suavemente—, ¿no sería mejor que viniera usted a casa del Nabab Bahadur, o debiera decir más bien de Mr. Zulfiqar, porque ése es el nombre con que ahora quiere que lo llamemos?
—Con mucho gusto, dentro de un momento…
—Ya he decidido lo que voy a hacer —dijo Miss Quested—. Me iré al Dak Bungalow.
—¿No volverá a casa de los Turton? —preguntó Hamidullah con ojos desorbitados—. Creía que era usted su huésped.
El Dak Bungalow de Chandrapore estaba en peores condiciones que la mayoría, y con toda seguridad carecía de criados. Fielding, aunque seguía dejándose mecer por Hamidullah, estaba pensando por su cuenta, y dijo al cabo de un momento:
—Tengo una idea mejor, Miss Quested. Debe usted quedarse aquí en el Instituto. Yo estaré ausente dos días por lo menos; tendrá usted todo el recinto a su disposición y podrá hacer sus planes como mejor le convenga.
—No estoy de acuerdo en absoluto —dijo Hamidullah, con palpable consternación—. Se trata de una pésima idea. Esta noche podría perfectamente producirse otra manifestación y supongamos que alguien atacara el Instituto. Se haría usted responsable de la seguridad de esta señora, mi querido amigo.
—También podrían atacar el Dak Bungalow.
—De acuerdo, pero en este caso la responsabilidad cesa de ser suya.
—Así es. Yo ya he causado suficientes problemas.
—¿Lo oye? La señora misma lo admite. No es un ataque de nuestra gente lo que yo temo: tendría usted que haber visto su comportamiento en el hospital; hay que estar preparados contra una incursión preparada en secreto por la policía con el fin de desacreditarle a usted. McBryde mantiene a un buen grupo de rufianes con ese fin y sería darle la oportunidad que ha estado esperando.
—No importa. Miss Quested no irá al Dak Bungalow —dijo Fielding, que simpatizaba espontáneamente con los oprimidos (en parte era ésa la razón de que hubiese apoyado a Aziz) y había decidido no dejar a la pobre muchacha en la estacada. Además, después de su conversación sentía por ella un respeto que antes no le inspiraba.
Aunque Adela seguía manteniendo su fría actitud de maestra, ya no era ella quien examinaba la vida, sino que la vida la examinaba a ella; Miss Quested se había convertido en un verdadero ser humano.
—Entonces, ¿dónde va a ir? ¡Nunca nos libraremos de su presencia! —porque la muchacha no había despertado la simpatía de Hamidullah. Si se hubiera emocionado en la sala del tribunal; si se hubiese derrumbado, dándose golpes de pecho e invocando el nombre de Dios, habría logrado atraer la imaginación y la generosidad de Hamidullah, que poseía ambas cosas en abundancia.
Pero Adela había conseguido helar la mente oriental al mismo tiempo que le quitaba un gran peso de encima y el resultado era que Hamidullah difícilmente podía creer que fuese sincera, y, en realidad, desde su punto de vista no lo era. Porque su comportamiento descansaba sobre la sinceridad y la justicia entendidas de la forma más fría imaginable; al retractarse, Miss Quested no había sentido amor por aquellos a quienes había perjudicado. La verdad no es verdad en esa tierra tan exigente a no ser que vaya unida a la amabilidad, seguida de más amabilidad y luego otra vez de más amabilidad aún; a no ser que la Palabra que estaba en Dios también sea Dios[31]. Y el sacrificio de la muchacha —tan meritorio según las ideas occidentales— era rechazado con toda justicia porque, aunque venía de su corazón, no lo incluía. Unas cuantas guirnaldas, colocadas por los estudiantes alrededor de su cuello, era todo lo que la India iba a darle como recompensa.
—¿Que dónde va a cenar y dónde va a dormir? Yo digo que aquí, aquí mismo; y si unos rufianes le golpean la cabeza, se la habrán golpeado. Ésa es mi contribución. ¿Qué dice usted, Miss Quested?
—Es usted muy amable. Creo que hubiera dicho que sí, pero estoy de acuerdo con Mr. Hamidullah. No debo causarle a usted más problemas. Me parece que lo mejor será volver con los Turton y ver si me permiten dormir allí; si me echan tendré que ir al Dak. El Administrador me aceptaría, estoy segura, pero Mrs. Turton ha dicho esta mañana que no quería volver a verme —Adela hablaba sin amargura, o, como pensó Hamidullah, sin el debido amor propio. Lo que ella se proponía era causar las menores molestias posibles.
—Será mejor que se quede aquí en lugar de exponerse a los insultos de esa absurda mujer.
—¿La encuentra usted absurda? A mí solía parecérmelo. Ahora ya no.
—Bien, aquí está nuestra solución —dijo el abogado, que después de terminar el suave zarandeo conminatorio de Fielding se había llegado hasta la ventana—. Se acerca el Magistrado Municipal. Viene sin criados y en un bandghari de tercera categoría para pasar inadvertido, pero viene.
—Por fin —dijo Adela con una acritud que hizo volverse a Fielding para mirarla.
—Ya viene, ya viene. Me encojo. Tiemblo.
—¿Hará el favor de preguntarle lo que quiere, Mr. Fielding?
—Viene en busca suya, por supuesto.
—Quizá ni siquiera sepa que estoy aquí.
—Le veré yo primero, si usted lo prefiere.
Cuando Fielding se hubo marchado, Hamidullah dijo con tono mordaz:
—Vamos, vamos. ¿Era preciso exponer a Mr. Fielding a esta nueva molestia? Es un hombre demasiado considerado.
Adela no respondió y ninguno de los dos dijo nada hasta que regresó el dueño de la casa.
—Míster Heaslop tiene noticias para usted —dijo Fielding—. Lo encontrará en el porche. Prefiere no entrar.
—¿Ha dicho que salga yo a verle?
—Lo haya dicho o no, creo que tendrá usted que ir —dijo Hamidullah.
Adela hizo una pausa y luego respondió:
—Tiene usted toda la razón —después añadió unas palabras de agradecimiento al Director del Instituto por su amabilidad durante el día.
—Menos mal que esto ha terminado —dijo Fielding, sin acompañar a la muchacha hasta el porche, juzgando innecesario ver a Ronny de nuevo.
—Es insultante que Mr. Heaslop no haya entrado en la casa.
—No podía hacerlo después de mi comportamiento con él en el Club. Heaslop no sale demasiado malparado de todo este asunto. Además, el destino le ha tratado hoy con mano dura. Ha recibido un telegrama comunicándole la muerte de su madre, pobre señora.
—Ah, Mrs. Moore. Lo siento —dijo Hamidullah con voz más bien indiferente.
—Murió en el barco.
—El calor, imagino.
—Es probable.
—Mayo no es un mes adecuado para que una anciana salga de viaje.
—Efectivamente. Heaslop no debiera haberla dejado marchar, y él lo sabe. ¿Nos ponemos en camino?
—Vamos a esperar a que la feliz pareja abandone el recinto…, es realmente intolerable que sigan ahí perdiendo el tiempo. Ya sé que usted no cree en la providencia, pero yo sí. Esto ha sido el castigo de Heaslop por quitarnos un testigo y evitar así que tuviéramos una buena coartada.
—Me parece que en eso va usted demasiado lejos. El testimonio de la pobre señora no hubiese servido de nada, por muchos gritos que diera Mahmoud Ali. Mrs. Moore no habría podido ver lo que pasaba dentro del Kawa Dol aunque hubiera querido. Sólo Miss Quested podía salvar a Aziz.
—Mrs. Moore quería a Aziz, según dice él mismo, y también a la India, y él la quería a ella.
—El cariño no tiene ningún valor en un testigo, como todo abogado debe saber. Pero soy consciente de que va a crearse una leyenda de Esmiss Esmur en Chandrapore, y no seré yo quien se oponga a su desarrollo.
El otro sonrió y miró la hora en su reloj. Los dos lamentaban la muerte de la anciana, pero eran hombres maduros que habían orientado sus emociones en otra dirección y en su caso no cabía esperar explosiones de dolor por una persona a quien apenas conocían. Sólo los muertos propios son importantes. Si por un momento tuvieron el sentimiento de la comunión en el dolor fue para perderlo en seguida. ¿Cómo sería posible que un ser humano te compadeciera de toda la tristeza que se le aparece sobre la faz de la tierra, de todo el sufrimiento que padecen no sólo los hombres, sino los animales y las plantas, y quizás incluso las piedras? El alma se fatiga en seguida, y por temor a perder lo poco que de verdad entiende, se retira a las posiciones permanentes establecidas por la costumbre o la casualidad y sufre allí. Fielding únicamente había visto a la muerta dos o tres veces, Hamidullah sólo una y desde lejos, y los dos estaban mucho más preocupados con la inminente reunión en Dilkusha; con aquella cena de la «victoria» a la que iban a llegar victoriosamente tarde. Se pusieron de acuerdo en no hablar a Aziz de Mrs. Moore hasta la mañana siguiente, porque la quería mucho y las malas noticias podían estropearle la fiesta.
—¡Esto es insoportable! —murmuró Hamidullah, porque Miss Quested había vuelto.
—Mr. Fielding, ¿le ha hablado Ronny de esta nueva desgracia?
El otro asintió con la cabeza.
—¡Pobre de mí!
Adela se sentó y dio la impresión de transformarse en estatua.
—Creo que Heaslop la está esperando.
—Me gustaría tanto estar sola… Mrs. Moore era mi mejor amiga y significaba mucho más para mí que para él. No soporto estar con Ronny… No puedo explicarlo… ¿Sería usted tan amable de permitir que me quede aquí, después de todo?
Hamidullah lanzó una maldición en su idioma nativo.
—Lo haré con mucho gusto, pero ¿será también ése el deseo de Mr. Heaslop?
—No se lo he preguntado, estamos demasiado afectados…, es una cosa muy complicada, no se parece a lo que normalmente se entiende por ser desgraciado. Los dos deberíamos quedarnos solos y pensar. Haga el favor de hablar otra vez con Ronny.
—Creo que esta vez debería entrar él —dijo Fielding, consciente de que su propia dignidad reclamaba al menos eso—. Digale que pase.
Adela regresó con él. Heaslop parecía hundido y arrogante al mismo tiempo —una mezcla realmente extraña—, y empezó a hablar inmediatamente de manera entrecortada:
—He venido a llevarme a Miss Quested, pero su estancia en casa de los Turton ha terminado, y de momento no ha surgido ningún otro acomodo; mi bungalow es ahora una casa de soltero…
Fielding le interrumpió cortésmente.
—No siga; Miss Quested se queda aquí. Sólo deseaba estar seguro de su aprobación. Miss Quested, será mejor que mande usted a por su criado si es posible encontrarlo, yo daré órdenes a los míos para que hagan todo lo posible por usted; también se lo haré saber a los Exploradores: se han encargado de custodiar el Instituto desde que se cerró y pueden muy bien seguir haciéndolo. Creo que esta usted tan segura aquí como en cualquier otro sitio. Yo volveré el jueves.
Mientras tanto Hamidullah, decidido a no ahorrarle al enemigo ningún sufrimiento por insignificante que fuera, le había dicho a Ronny:
—Hemos oído que ha muerto su madre. ¿Podemos preguntarle de dónde procedía el telegrama?
—Aden.
—Sin embargo, usted ha presumido durante el juicio de que Mrs. Moore ya había llegado a Aden.
—Ha muerto nada más zarpar el barco de Bombay —intervino Adela—. Ya había muerto cuando hablaron de ella esta mañana. Han debido de arrojar su cuerpo al mar.
Por alguna razón aquello silenció a Hamidullah y le hizo desistir de su brutal interrogatorio, que había disgustado a Fielding más que a nadie. El abogado permaneció silencioso mientras se concretaban los detalles de la estancia de Miss Quested en el Instituto, limitándose a indicarle a Ronny cómo debía quedar muy claro que «Ni Mr. Fielding ni ninguno de nosotros es responsable de la seguridad de esta señora mientras permanezca en el recinto del Instituto», precisión con la que el Magistrado Municipal se mostró de acuerdo. Después de esto se dedicó a observar el comportamiento semicaballeresco de los tres ingleses, divirtiéndose en silencio; en su opinión, Fielding se había mostrado increíblemente débil y estúpido, y también le asombraba la falta de amor propio en los dos jóvenes. Horas más tarde, cuando se dirigían a Dilkusha, Hamidullah le preguntó a Amritrao, que iba también con ellos:
—Míster Amritrao, ¿ha considerado usted la suma que Miss Quested debe pagar en concepto de compensación?
—Veinte mil rupias.
No se dijo nada más en aquel momento, pero la observación horrorizó a Fielding. No podía soportar la idea de que aquella extraña muchacha tan honesta fuera a perder su dinero y también posiblemente a su prometido. Adela pasó de repente a ocupar un lugar mucho más destacado en su imaginación. Y, fatigado por aquel día tan enorme y tan cruel, perdió su habitual visión equilibrada de las relaciones humanas y tuvo la impresión de que no existimos en nosotros mismos, sino tan sólo como nos ven las mentes de los demás; una idea sin fundamento lógico y que sólo le había asaltado anteriormente en otra ocasión: la tarde de la catástrofe, cuando desde la galería del Club viera los puños y los dedos de Marabar dilatarse hasta abarcar todo el cielo nocturno.