Miss Quested había negado a los suyos. Al alejarse de ellos se vio envuelta por una masa de indios de la clase dedicada al pequeño comercio y arrastrada hacia la salida pública del juzgado. El tenue e indescriptible olor de los bazares la invadió, más agradable que el de un suburbio londinense, pero también más inquietante; un poco de algodón en rama perfumado, sujeto tras la oreja de un anciano, fragmentos de pan entre sus dientes negros, polvos olorosos, aceites: el Oriente aromático de la tradición, pero mezclado con sudor, como si un gran rey se hubiera visto envuelto en algo vergonzoso y no pudiera recobrar la libertad, o como si el calor del sol hubiera cocido y frito todas las glorias de la tierra en revuelta confusión. Los indios no hicieron el menor caso de Adela. Se estrecharon la mano unos a otros por encima de su hombro, gritaron a través de su cuerpo… porque cuando el indio ignora de verdad a sus gobernantes llega a olvidarse por completo de su existencia. Privada de toda participación en el universo que había creado, Adela se tropezó de pronto con Mr. Fielding.
—¿Qué busca usted aquí?
Sabiéndole enemigo suyo, Adela se dirigió hacia la calle sin contestar.
—¿Dónde va usted, Miss Quested? —la llamó él desde detrás.
—No lo sé.
—No puede usted salir por ahí de esa manera. ¿Dónde está el coche en el que vino?
—Volveré andando.
—Qué locura… Parece que hay un motín en marcha… La policía ha atacado, nadie sabe lo que ocurrirá después. ¿Por qué no vuelve usted con su gente?
—¿Debería reunirme con ellos? —dijo Adela, sin manifestar la menor emoción. Se sentía vacía, sin valor alguno; no había ya ni sombra de virtud en ella.
—No puede, es demasiado tarde. No hay manera de llegar a la otra entrada. Venga por aquí conmigo, de prisa; haré que la lleven en mi coche.
—Cyril, Cyril, no me dejes —llamó Aziz, con voz insegura.
—Vuelvo en seguida… Por aquí, y no discuta. —Fielding agarró a Adela del brazo—. Perdone mis modales, pero es que no conozco la posición de nadie. Devuélvame el coche mañana a cualquier hora, si hace el favor.
—Pero ¿adónde voy a ir con él?
—Donde prefiera. ¿Cómo quiere que yo lo sepa?
La victoria del Director del Instituto estaba a salvo en un tranquilo callejón lateral, pero faltaban los caballos, porque el sais, pensando que el proceso no terminaría de forma tan abrupta, se había ido con ellos a visitar a un amigo. Adela se subió al coche obedientemente. Fielding no podía dejarla, porque la confusión iba en aumento, y en algunos puntos tomaba un cariz muy fanático. La calle principal que atravesaba los bazares estaba cortada y los ingleses regresaban a la zona residencial por caminos poco frecuentados; eran como moscas cogidas en una tela de araña y no hubiera sido difícil acabar con ellos.
—¿Qué…, qué ha estado usted haciendo? —exclamo Fielding de repente—. ¿Jugando, estudiando la vida, o qué?
—Esto es para usted, señor —interrumpió un estudiante, acudiendo callejón abajo con una guirnalda de jazmines en el brazo.
—No quiero esa porquería; sal de aquí.
—Soy un caballo, señor; seremos sus caballos —exclamó otro, mientras alzaba las lanzas de la victoria.
—Trae a mi sais, Rafi; pórtate como un buen muchacho.
—No, señor; llevarles es un honor para nosotros.
Fielding estaba cansado de sus alumnos. Cuanto más le honraban, menos le obedecían. Le pusieron jazmines y rosas alrededor del cuello, arañaron el guardabarros contra una pared y recitaron un poema; el ruido hizo que el callejón se llenara de gente.
—Démonos prisa, señor; vamos a llevarle con la comitiva —y con una mezcla de afecto y descaro le rodearon por todas partes.
—No sé si esto le parecerá bien, pero en cualquier caso está usted a salvo —le explicó a Adela.
El coche llegó a tirones hasta el bazar más importante, donde produjo cierta sensación. A Miss Quested se la odiaba tanto en Chandrapore que no se daba crédito a su retracción y corría el rumor de que la deidad la había fulminado en medio de sus mentiras. Pero todo el mundo aplaudió cuando la vieron sentada junto a heroico Director del Instituto (¡algunos la llamaban Mrs. Moore!), y le pusieron guirnaldas para igualarla con él. Mitad dioses, mitad personas, con flores alrededor del cuello, en seguimiento del victorioso landó de Aziz. En los aplausos con que se les recibía iba mezclada cierta burla. ¡Los ingleses siempre siguen unidos! Tal era la crítica que se les hacia. Y no era del todo injusta. Fielding estaba de acuerdo, y sabía que, de producirse algún malentendido, si sus aliados llegaban a atacar a la muchacha se vería obligado a morir en su defensa. Y el Director del Instituto no deseaba en absoluto morir por ella; lo que quería era participar en el regocijo de Aziz.
¿Adónde se dirigía la comitiva? En busca de amigos y enemigos, al bungalow de Aziz, al del Administrador General, al Hospital Minto, donde el Cirujano-Jefe tendría que humillarse y los pacientes (confundiéndolos con reclusos) serían puestos en libertad; y también a Delhi y a Simla[30]. Los estudiantes creyeron que iba al Instituto. Cuando llegaron a un cruce, torcieron hacia la derecha, y por calles laterales llevaron el carruaje colina abajo hasta atravesar la puerta de un jardín y penetrar en una plantación de mangos donde, por lo que se refiere a Fielding y a Miss Quested, todo era paz y silencio. Los árboles estaban llenos de lustroso follaje y de pequeños frutos verdes; el estanque dormitaba y tras él se alzaban los exquisitos arcos azules del pabellón.
—Señor, vamos a buscar a otros; el coche es una carga algo pesada para nuestros brazos —oyeron decir a los estudiantes.
Fielding se refugió en su despacho y trató de telefonear a McBryde, pero no le fue posible; los hilos estaban cortados. Todos sus criados habían desaparecido. Una vez más el Director del Instituto se sintió incapaz de abandonar a Miss Quested. Le asignó un par de habitaciones, le proporcionó hielo, bebidas y galletas, le aconsejó que se echara y también él fue a tumbarse, porque no había otra cosa que hacer. Fielding se sentía inquieto y frustrado escuchando los sonidos de la comitiva que se alejaba, y la perplejidad le impedía disfrutar del triunfo. Habían vencido, pero la victoria resultaba muy extraña.
—Cyril, Cyril… —gritaba Aziz en aquel momento. Apretujado en un vehículo con el Nabab Bahadur, Hamidullah, Mahmoud Ali, sus hijos y un montón de flores, no se sentía satisfecho; quería estar rodeado por todos los que le amaban. La victoria no le proporcionaba ningún placer; había sufrido demasiado. Desde el momento de su detención se consideró perdido, derrumbándose como un animal herido; había perdido la esperanza, no por cobardía, sino por saber que la palabra de una inglesa siempre tendría más peso que la suya. «Es el destino», había dicho; y «es el destino», repitió cuando volvieron a encarcelarlo después de muharram. Lo único que quedaba, durante aquellas terribles semanas, era el afecto; y afecto era todo lo que sentía en los primeros momentos dolorosos de su libertad.
—¿Por qué no viene Cyril detrás? Demos la vuelta.
Pero la comitiva no podía volver atrás. Avanzaba por el estrecho paso dentro del bazar, camino de la depresión donde estaba el Maidan, como una serpiente por una tubería; en la explanada podría girar sobre sí misma y decidir cuál habría de ser su presa.
—Adelante, adelante —gritó Mahmoud Ali, que hablaba únicamente lanzando alaridos—. Abajo el Administrador, abajo el Superintendente de la policía.
—Mister Mahmoud Ali, eso no es prudente —imploró el Nabad Bahadur; sabía que no se ganaba nada atacando a los ingleses; habían caído en su propia trampa y más valía dejarlos allí; él, además, tenía grandes posesiones y condenaba la anarquía.
—Cyril, me abandonas de nuevo —exclamó Aziz.
—Sin embargo, hace falta una demostración ordenada —dijo Hamidullah—; de lo contrario seguirán pensando que tenemos miedo.
—Abajo el Cirujano-Jefe…, rescatemos a Nureddin.
—¿Nureddin?
—Lo están torturando.
—Dios mío… —dijo Aziz, porque también era un amigo.
—No es cierto. No permitiré que se tome a mi nieto como excusa para un ataque al hospital —protestó el anciano.
—Sí que lo es. Callendar alardeó de ello antes del juicio. Lo oí a través de los tattis. Dijo: «He torturado a ese sucio negro.»
—Dios mío, Dios mío… Le llamó sucio negro, ¿no es cierto?
—Le pusieron pimienta en las heridas, en lugar de antiséptico.
—Mr. Mahmoud Ali, eso es imposible; de todas formas un poco de mano dura no le vendrá mal a ese muchacho, necesita disciplina.
—Pimienta. Lo dijo el Cirujano-Jefe. Confían en destruirnos uno a uno; pero no lo conseguirán.
La nueva injuria enfureció a la multitud. Hasta entonces le había faltado objetivo; carecía de agravio que vengar. Cuando llegaron al Maidan y vieron las amarillentas arcadas del Minto, se dirigieron aullando hacia él. Era casi mediodía. La fealdad de cielo y tierra era increíble; el espíritu del mal campaba de nuevo por sus respetos. Tan sólo el Nabab Bahadur luchaba contra él y se decía a sí mismo que el rumor debía de ser falso. Había visto a su nieto en el hospital la semana anterior. Pero también él se vio arrastrado hasta caer por el nuevo precipicio. Había que rescatar a los enfermos y maltratar al Mayor Callendar como venganza; luego le llegaría el turno a toda la zona residencial de los ingleses.
Pero el desastre se evitó, y fue el doctor Panna Lal quien lo hizo.
El doctor Panna Lal se había prestado a declarar como testigo de cargo con la esperanza de agradar a los ingleses, pero también porque odiaba a Aziz. Cuando la acusación se vino abajo se encontró en una posición muy penosa, pero como comprendió lo que estaba sucediendo más de prisa que la mayoría de la gente se escabulló del juzgado antes de que Mr. Das terminara y atravesó los bazares con Dapple a buen paso, huyendo sin rebozo de la indignación que más pronto o más tarde, acabaría por estallar. En el hospital estaría a salvo, porque el Mayor Callendar le protegería. Pero el Mayor no había aparecido y ahora las cosas estaban peor que nunca, porque llegaba un tropel de gente clamando por su sangre, y los enfermeros se habían amotinado y no le ayudaban a saltar la valla de atrás, o más bien le alzaban para dejarle después caer, con gran satisfacción de los pacientes.
—El hombre no puede morir más que una vez —exclamó finalmente el doctor Lal lleno de angustia, y se dispuso a cruzar el recinto del hospital para hacer frente a la invasión, saludando con una mano y empuñando en la otra un paraguas de color amarillo claro.
—¡Perdóneme! —gimió al acercarse al victorioso landó—. Doctor Aziz, perdóneme todas las mentiras que he dicho.
Aziz guardó silencio, los otros hincharon el cuello y sacaron la barbilla en prueba de desprecio.
—Tenía miedo, me dejé engañar —continuó Panna Lal con tono suplicante—. Me dejé engañar en todo lo relativo a su carácter. ¡Perdone al pobre y anciano hakim que le dio leche cuando estaba enfermo! ¡Nabab Bahadur, siempre compasivo! ¿Es mi pobre dispensario lo que desean? Llévense todos esos malditos frascos.
Muy nervioso, pero atento a los gestos de sus oyentes, Panna Lal les vio sonreír ante su inglés, y repentinamente empezó a hacer el bufón: tiró la sombrilla, la pisoteó y se golpeó él mismo en la nariz. Sabía lo que estaba haciendo, y sus espectadores también. No había nada patético ni sublime en el envilecimiento de un hombre como él. De origen innoble, el doctor Panna Lal no poseía nada que pudiera degradarse, y con gran prudencia decidió lograr que los otros indios se sintieran como reyes, porque eso les pondría de mejor humor. Cuando descubrió que querían a Nureddin, brincó como una cabra y corrió como una gallina para hacer lo que le pedían; el hospital se salvó, y hasta el fin de su vida no comprendió por qué no le habían ascendido por el trabajo de aquella mañana. «Prontitud, señor; prontitud similar a la suya», era el argumento que utilizaba ante el Mayor Callendar para reclamar un puesto más elevado.
Al aparecer Nureddin con el rostro cubierto de vendajes, se oyó un rugido de alivio, como si hubiese caído la Bastilla. Era el momento crítico de la marcha, y el Nabab Bahadur logró hacerse con la situación. Después de abrazar al joven en público, inició un discurso sobre Justicia, Valor, Libertad y Prudencia —ordenando el tema en varios apartados—, que logró enfriar las pasiones de la multitud. Explicó además que iba a renunciar al título que le habían otorgado los ingleses, para volver a la vida privada como Mr. Zulfiqar, y que por esa razón se pondría inmediatamente en camino hacia su casa en el campo. El landó se dio la vuelta, la multitud lo acompañó y la crisis quedó atrás. Las Cuevas de Marabar habían supuesto un desgaste terrible para el Gobierno local; habían alterado un buen número de vidas y destrozado varias carreras, pero no habían dividido un continente, ni tal siquiera dislocado un distrito.
—Lo celebraremos esta noche —dijo el anciano—. Mr. Hamidullah, delego en usted para que traiga a nuestros amigos Fielding y Amritrao y se informe de si este último necesitará alimentos especiales. Los demás se quedarán conmigo. No saldremos hacía Dilkusha hasta que refresque a última hora de la tarde, por supuesto. Ignoro cómo se sienten los otros caballeros, pero a mí me duele un poco la cabeza, y lamento no haberme acordado de pedirle una aspirina a nuestro buen Panna Lal.
Porque el calor estaba reclamando lo que era suyo. Incapaz de enfurecer, atontaba, y antes de que pasara mucho tiempo todos los combatientes de Chandrapore estaban dormidos. Los que se habían refugiado en la zona residencial mantuvieron la vigilancia durante un rato, temiendo un ataque, pero también ellos se adentraron en seguida en el mundo de los sueños: ese mundo en el que todos los hombres pasan un tercio de su vida y que algunos pesimistas consideran como un anticipo de la eternidad.