Utilizando repentinos cambios de velocidad, el calor siguió su avance después de la marcha de Mrs. Moore hasta que fue preciso soportar la existencia y castigar los delitos con el termómetro a cuarenta y cuatro grados. Los ventiladores eléctricos zumbaban y removían el aire, el agua salpicaba los biombos, los trozos de hielo se entrechocaban, mientras en el exterior, más allá de estas defensas, entre un cielo grisáceo y una tierra amarillenta, las nubes de polvo se morían dubitativas. En Europa la vida se refugia huyendo del frío, y el resultado han sido unos mitos exquisitos nacidos junto al fuego de las chimeneas —Balder, Perséfone[27]—, pero en la India la huida es de la fuente de la vida, del sol traicionero, y no existe poesía para adornarla, porque la desilusión no puede ser hermosa. Los hombres suspiran por la poesía, aunque quizá no lo confiesen; desean que la alegría tenga donaire, el dolor nobleza y el infinito forma, pero la India no les proporciona esas satisfacciones. La confusión anual durante el mes de abril, cuando irritabilidad y lascivia se extienden como un cáncer, es uno de sus comentarios sobre las pertinaces esperanzas de la humanidad. Los peces salen mejor parados: al secarse los estanques se introducen entre el cieno del fondo y esperan a que vengan las lluvias a limpiarlos. Pero los hombres tratan de vivir armoniosamente durante todo el año, y a veces los resultados son desastrosos. La triunfante máquina de la civilización puede atascarse repentinamente y quedar inmovilizada, convertida en coche de piedra, y en esos momentos el destino de los ingleses parece semejarse al de sus predecesores, que también entraron en el país con el propósito de darle una nueva forma, pero terminaron acomodándose a sus pautas, cubiertos por el mismo polvo que sus otros habitantes.
Después de años de intelectualismo, Adela había reanudado sus plegarias matutinas al Dios de los cristianos. No parecía que hubiese ningún mal en ello; era el camino más corto y más fácil para llegar lo invisible, y la muchacha podía hilvanar sus problemas en el entramado. De la misma manera que los oficinistas hindúes solicitan de Laksmi[28] un aumento de sueldo, Miss Quested imploraba a Yahveh para que le concediera una sentencia favorable. El Dios que salva al Rey apoyaría también, sin duda alguna, a la policia. Su deidad le respondía consoladoramente, pero el contacto de las manos con la piel de la cara le empezaba a producir un sarpullido y le parecía seguir tragando y expectorando el mismo coágulo de aire insípido que le había oprimido los pulmones durante toda la noche. La voz de Mrs. Turton vino también a distraerla, resonando en la habitación contigua.
—¿Está usted preparada, jovencita?
—Medio minuto —murmuró Adela.
Los Turton la habían hospedado al marcharse Mrs. Moore. Su amabilidad rozaba lo increíble, pero era su situación, y no su personalidad, lo que la motivaba: se trataba de la chica inglesa que había sufrido la terrible experiencia, y todo lo que se hiciera por ella era poco. Nadie, excepto Ronny, tenía la menor idea de lo que pasaba por su cabeza, e incluso su prometido era tan sólo vagamente consciente. Abrumada por la tristeza, Adela le había dicho: «Sólo te traigo complicaciones; tenía yo razón cuando hablamos en el Maidan, más valdría que nos contentáramos con ser amigos», pero Ronny protestó, porque cuanto mayores eran los sufrimientos de Adela, en más alta estima la tenía. ¿Estaba enamorada de él? Aquella pregunta se hallaba de alguna forma mezclada con las Colinas de Marabar, y Adela le había dado vueltas antes de entrar en la fatídica cueva. ¿Era capaz de querer a alguien?
—Miss Quested, Adela, como mejor le parezca, son las siete y media; tendríamos que pensar en ponernos en camino hacia el juzgado cuando se encuentre usted dispuesta.
—Está rezando —intervino la voz del Administrador, también desde la habitación vecina.
—Lo siento, querida; tómese todo el tiempo que quiera… ¿Estaba bien su chota hazri?
—No soy capaz de comer; ¿podría tomar un poco de brandy? —preguntó la muchacha, renunciando a Yahveh.
Cuando se lo trajeron, se estremeció al olerlo y dijo que estaba lista antes de salir.
—Bébaselo; no es mala idea tomar un trago.
—En realidad no creo que me ayude, Burra Sahib.
—Has mandado brandy al juzgado, ¿verdad, Mary?
—Creo que sí, y también champagne.
—Les daré las gracias esta noche; ahora estoy destrozada —dijo la muchacha, pronunciando cada sílaba con gran cuidado, como si su problema pudiera disminuir si se le definía con claridad. Tenía miedo de excederse en la discreción, de que algo que ella no percibía tomase forma por debajo de sus palabras, y había estado ensayando con Mr. McBryde, de una manera extraña y melindrosa, el relato de su terrible aventura en la cueva; cómo el hombre nunca había llegado a tocarla, pero la había arrastrado, y todo lo demás. Su propósito aquella mañana era anunciar, con toda meticulosidad, que la tensión era terrible, y que probablemente se derrumbaría ante el interrogatorio de Mr. Amritrao y avergonzaría a sus amigos.
—Vuelvo a oír el eco con más fuerza —les dijo al Administrador y a su mujer.
—¿Qué tal una aspirina?
—No es un dolor de cabeza, es un eco.
El Mayor Callendar, incapaz de eliminar el zumbido de sus oídos, había diagnosticado que se trataba de una fantasía y que había que evitar darle alas. De manera que los Turton cambiaron de tema. La breve caricia de la brisa matutina pasaba sobre la tierra en aquellos momentos, dividiendo la noche del día; cesaría al cabo de diez minutos, pero podían aprovecharla para trasladarse al centro desde la zona residencial.
—Estoy segura de que voy a derrumbarme —repitió Adela.
—Ya verá como no —dijo el Administrador, con voz llena de ternura.
—Claro que no, Adela es una gran chica.
—Pero, Mrs. Turton…
—¿Sí. querida?
—Aunque perdiera la serenidad no tendría importancia. Sería distinto en otros procesos, pero no en éste. Yo me lo digo a mí misma de la siguiente manera: aunque pierda el control, y llore y haga cosas absurdas, tengo la seguridad de lograr una sentencia favorable, a no ser que Mr. Das sea terriblemente injusto.
—No tiene usted más remedio que ganar —dijo el Administrador con mucha calma, sin recordar a Adela que, inevitablemente, habría también una apelación.
El Nabab Bahadur financiaba la defensa, y se arruinaría antes de permitir que «pereciera un musulmán inocente»; y aún quedaban otros intereses, menos respetables, en un segundo término. El caso podía trasladarse de un tribunal a otro, con consecuencias que ningún funcionario estaba en condiciones de prever. Bajo sus mismos ojos, la actitud de Chandrapore se estaba modificando. Cuando el coche de Mr. Turton abandonó la residencia, un guijarro lanzado por un niño se estrelló contra la carrocería, en gesto de ridícula indignación. Cerca de la mezquita las piedras arrojadas eran de mayor tamaño. En el Maidan les esperaba un pelotón de policías nativos con motocicletas para escoltarles a través de los bazares.
—McBryde se comporta como una vieja —murmuró el Administrador, que estaba bastante irritado.
—Realmente —dijo Mrs. Turton—, después de muharram una demostración de fuerza no vendría mal; es ridículo seguir fingiendo que no nos odian; tienes que abandonar esa farsa.
—Yo no les odio; no sé por qué, pero no les odio —respondió Mr. Turton con una voz extraña, llena de tristeza; y era cierto que no les odiaba; porque si así fuera tendría que condenar su propia carrera como una mala inversión. El Administrador aún conservaba un desdeñoso afecto por los peones que había movido durante tantos años; tenían que ser merecedores de sus desvelos. «Al fin y al cabo, son nuestras mujeres las que hacen que todo sea más difícil», fue lo que pensó al ver algunas palabras obscenas sobre un largo muro vacío; y bajo su caballerosidad hacia Miss Quested acechaba el resentimiento, esperando su oportunidad: quizás haya siempre una pizca de resentimiento en todas las actitudes caballerosas. Delante del juzgado se habían reunido algunos estudiantes: muchachos histéricos con los que Mr. Turton se habría enfrentado si hubiese ido solo, pero le dijo al chófer que diera la vuelta para entrar por la parte trasera del edificio. Los estudiantes se burlaron, y Rafi (escondiéndose detrás de un compañero para no ser identificado) gritó que los ingleses eran unos cobardes.
Cuando llegaron al despacho privado de Ronny ya se había reunido allí un grupo de los suyos. Ninguno se mostraba acobardado, pero todos estaban nerviosos, porque no dejaban de llegarles extrañas noticias. Los basureros acababan de declararse en huelga y, en consecuencia, no era posible utilizar la mitad de los excusados de Chandrapore; sólo la mitad, y además los basureros del distrito, menos afectados por el proceso del doctor Aziz, llegarían por la tarde y darían al traste con la huelga, pero ¿por qué tenía que producirse un incidente tan grotesco? Y cierto número de damas musulmanas había jurado no comer hasta que el detenido fuera absuelto; su muerte no supondría una gran diferencia, porque, siendo invisibles, era como si ya estuviesen muertas; pero, en cualquier caso, resultaba inquietante. Un nuevo espíritu parecía extenderse por todas partes, un orden distinto que ninguno de los miembros del reducido grupo de ingleses era capaz de explicar. Había una tendencia a ver a Fielding detrás de todo ello; nadie aceptaba ya la idea de que fuese débil y estuviera mal de la cabeza. Todos le atacaron con gran energía: se le había visto llegar al juzgado con los dos abogados de la defensa, Amritrao y Mahmoud Ali; animaba el movimiento de los exploradores por razones sediciosas; recibía cartas con sellos extranjeros, y era probablemente un espía japonés. La sentencia que iba a pronunciarse significaría el fin de aquel renegado, pero el daño que ya había hecho a su país y al Imperio era incalculable. Mientras los otros lanzaban sus acusaciones contra Fielding, Miss Quested permanecía recostada con las manos en los brazos del sillón y los ojos cerrados, reservando sus energías para el juicio. Al cabo de un rato se dieron cuenta de su presencia y se sintieron avergonzados de hacer tanto ruido.
—¿No podemos hacer nada por ti? —dijo Miss Derek.
—Me parece que no, Nancy, y creo que yo tampoco soy capaz de hacer nada por mí misma.
—Se te ha prohibido terminantemente que hables así; eres maravillosa.
—Claro que sí —intervino, reverente, el coro.
—El viejo Das es un buen tipo —dijo Ronny, iniciando un nuevo tema de conversación en voz bastante baja.
—Ninguno de ellos es buena persona —le contradijo el Mayor Callendar.
—Das si que lo es, de verdad.
—Quiere usted decir que le asusta más absolver que condenar, porque si absuelve al acusado perderá su puesto —dijo Lesley con una risita maliciosa.
En realidad era eso lo que Ronny quería decir, pero además se hacía «ilusiones» sobre sus propios subordinados (siguiendo en esto las mejores tradiciones del cuerpo de funcionarios al que pertenecía), y le gustaba sostener que el bueno de Das poseía de hecho el valor moral que se inculca en los colegios privados ingleses. Hizo notar que —desde cierto punto de vista— era una buena cosa que un indio se encargara del caso. La condena era inevitable; así que más valía que la pronunciara un indio, porque eso causaría menos problemas a la larga. Muy interesado en aquel razonamiento, Ronny fue despreocupándose cada vez más de Adela.
—De hecho, está usted diciendo que no aprueba la petición que mandé a Lady Mellanby —dijo Mrs. Turton, con considerable acaloramiento—. Por favor, Mr. Heaslop, no se disculpe; ya estoy acostumbrada a descubrir que cometo equivocaciones.
—No era eso lo que quería decir.
—Muy bien. Ya le he dicho que no se disculpe.
—Esos cerdos siempre están a la caza de algún agravio —dijo Lesley, con intención de aplacar a Mrs. Turton.
—Cerdos, ya lo creo que sí —le hizo eco el Mayor—. Y algo más que les voy a decir en seguida. Lo que ha sucedido es una cosa estupenda, de verdad, exceptuando, por supuesto, lo que han sufrido algunos de los presentes. Porque van a tener que chillar y ya es hora de que chillen. Al menos en el hospital ya les he metido el santo temor de Dios en el cuerpo. Tendrían ustedes que ver al nieto del hombre considerado hasta hace poco como principal partidario del Gobierno. —Callendar estuvo riendo entre clientes mientras describía el actual aspecto del pobre Nureddin—. No volverá a presumir de guapo; le faltan cinco dientes de arriba, dos de abajo, y la nariz rota… El viejo Panna Lal le trajo ayer el espejo y se echó a llorar… Yo me reí; me reí y les aseguro que ustedes hubieran hecho lo mismo; antes era uno de esos sucios negros que se las dan de elegantes, pensé, ahora no es más que un montón de basura; no se merece otra cosa, maldito sea…, estoy convencido de que era terriblemente inmoral… —Se fue serenando al darle alguien un suave toque en el costado, pero añadió aún—: También me hubiera gustado ocuparme de mi antiguo asistente; todo es poco para esa gente.
—Por fin hay alguien que dice cosas razonables —exclamó Mrs. Turton, causando gran desazón en su marido.
—Eso es lo que yo digo; mi opinión es que no se puede hablar de crueldad después de una cosa como ésta.
—Exactamente, y recuérdenlo después, caballeros. Son ustedes débiles, muy débiles. ¡Claro que sí! Esos indios tendrían que ir a gatas desde aquí hasta las cuevas cada vez que apareciese una inglesa; habría que negarles el saludo, escupirles, hacerles tragar el polvo; hemos sido demasiado amables con nuestros Bridge Parties y todo lo demás.
Mrs. Turton hizo una pausa. El calor la había invadido aprovechándose de su indignación, por lo que se consagró a la limonada, pero sin dejar de murmurar: «Débiles, débiles» entre sorbo y sorbo. Poco después se repitió todo el proceso. Como los problemas que Miss Quested había hecho salir a la luz eran mucho más importantes que ella misma, los demás la olvidaban inevitablemente.
En seguida empezó la vista del juicio.
A los ingleses les precedieron sus sillas en la sala del tribunal, porque era importante que se les tratara con especial respeto. Y una vez que los chuprassis lo prepararon todo, entraron ellos en el destartalado salón con aire condescendiente, como si se tratara de la caseta de una feria. El Administrador hizo un chiste protocolario mientras se sentaba y provocó la sonrisa de sus acompañantes; los indios, que no llegaron a oír lo que había dicho, pensaron que estaban preparando alguna nueva crueldad, porque de lo contrario los sahibs no se reirían entre dientes.
La sala se hallaba abarrotada y, por supuesto, hacía mucho calor. La primera persona en la que Adela se fijó fue en el más humilde de todos los presentes, alguien que no tenía, oficialmente, ninguna relación con el juicio: el nombre que movía el punkah. Casi desnudo y espléndidamente formado, se hallaba encima de un estrado, cerca del fondo, en medio del pasillo central, y captó la atención de la muchacha nada más entrar, dándole la impresión de que era él quien controlaba la marcha del proceso. Aquel individuo tenía la fuerza y la belleza que florece ocasionalmente en los indios de extracción humilde. Cuando esa extraña raza está ya cerca del polvo y se la condena como intocable, la naturaleza recuerda la perfección física que consigue en otros sitios, y produce un dios…, nunca son muchos, tan sólo uno aquí y allá, para demostrarle a la sociedad lo poco que le impresionan sus categorías. Aquel hombre hubiera llamado la atención en cualquier sitio, pero entre las mediocridades de Chandrapore, con sus piernas como palillos y sus pechos hundidos, destacaba como un ser divino, aunque fuese uno más de la ciudad, y se hubiera alimentado con su basura y estuviese condenado a terminar en sus montones de desperdicios. Tirando de la cuerda y soltándola rítmicamente, lanzando sobre otros remolinos de aire que a él no le llegaban, parecía —como personificación del hado y aventador de almas— distanciarse de cualquier destino humano. Frente a él, también sobre otro estrado, se sentaba el Magistrado Auxiliar, un hombre de pequeña estatura, educado, tímido y meticuloso. El punkah-wallah no era ninguna de aquellas cosas; apenas tenía conciencia de su propia existencia y no entendía por qué la sala del tribunal estaba más llena que de ordinario; de hecho no sabía que estaba más llena que de ordinario, ni siquiera sabía que manejaba un ventilador, aunque sí tenía conciencia de tirar de una cuerda. Hubo algo en su indiferencia que impresionó a la muchacha inglesa de clase media; algo como un reproche a lo mezquino de sus sufrimientos. ¿En virtud de qué había congregado ella a tanta gente en aquella habitación? Sus opiniones particulares y el Yahveh de barrio residencial que las santificaba, ¿con qué derecho se atribuían tanta importancia en el mundo y se arrogaban el título de civilización? Mrs. Moore… Adela buscó a su alrededor, pero Mrs. Moore estaba muy lejos, en el mar; era el tipo de problema que quizás hubiesen analizado en el viaje desde Inglaterra, antes de que la anciana se volviera tan extraña y desagradable.
Mientras pensaba en Mrs. Moore, Adela empezó a oír sonidos que fueron haciéndose gradualmente más precisos. El proceso destinado a hacer época estaba comenzando, y el Superintendente de la policía había tomado la palabra como representante del ministerio fiscal.
Mr. McBryde no se esforzaba por ser un orador interesante; dejaba la elocuencia para la defensa, que sí iba a necesitarla. Su actitud era «Todo el mundo sabe que este hombre es culpable, pero yo me veo obligado a decirlo en público antes de mandarlo a cumplir su sentencia en las islas Andamán»[29]. No recurrió ni a las emociones y sólo gradualmente la estudiada negligencia de su actitud se dejó sentir, logrando enfurecer a parte del público. Fue describiendo laboriosamente la génesis de la excursión. El procesado había conocido a Miss Quested en una merienda ofrecida por el director del Instituto, concibiendo desde aquel momento sus propósitos en relación con la demandante: el detenido era un hombre de vida disoluta, como lo testimoniarían los documentos que se le encontraron en el momento de su arresto; su colega el doctor Panna Lal, estaba en condiciones de dar luz sobre su carácter, y el mismo Mayor Callendar también hablaría por su parte. Aquí Mr. McBryde hizo una pausa. Quería mantener el proceso lo limpió posible, pero la Patología Oriental, su tema favorito, le rodeaba por todas partes y fue incapaz de resistirse a su influjo. Quitándose las gafas, como era su costumbre antes de proclamar una verdad de carácter general, contempló a sus oyentes con gesto triste y señaló que las razas de piel más oscura se sienten físicamente atraídas por las de piel más clara, pero no al revés; esto no debía ser motivo de amargura, ni motivo de insultos, sino simplemente un hecho que cualquier observador científico estaba en condiciones de confirmar.
—¿Aunque la señora sea mucho más fea que el caballero?
El comentario no pareció salir de ningún sitio; dio más bien la impresión de caer del cielo. Era la primera interrupción, y el presidente del tribunal se sintió obligado a censurarla.
—Expulsen a ese hombre —dijo.
Uno de los policías nativos tomó del brazo a un espectador que no había dicho nada y lo sacó de la sala con bastante brusquedad. Mr. McBryde volvió a ponerse las gafas y siguió adelante. Pero el comentario había perturbado a Miss Quested. A su cuerpo le molestaba que lo llamaran feo, y se estremeció.
—¿Te sientes mareada, Adela? —le preguntó Miss Derek, que cuidaba de ella con amorosa indignación.
—Últimamente nunca siento otra cosa, Nancy. Saldré adelante pero es terrible, terrible.
Esto provocó la primera de una serie de escenas. Los amigos de Miss Quested empezaron a agitarse a su alrededor, y el Mayor exclamó:
—Estas condiciones no son adecuadas para mi paciente; ¿por qué no se le permite sentarse sobre el estrado? En el sitio donde se encuentra no recibe nada de aire.
Aunque Mr. Das pareció molestarse, dijo:
—No tengo inconveniente en que Miss Quested se siente aquí por consideración a su estado de salud.
Los chuprassis no subieron una, sino varias sillas, y todo el grupo se instaló con Adela sobre el estrado. Mr. Fielding era ya el único europeo en el nivel más bajo.
—Esto está mejor —hizo notar Mrs. Turton mientras terminaba de acomodarse.
—Un cambio muy deseable por varias razones —replicó el Mayor.
El Presidente comprendió que debía censurar aquella observación, pero no se atrevió a hacerlo. Callendar se dio cuenta de que estaba asustado y exclamó con entonación autoritaria:
—De acuerdo, McBryde, siga adelante; siento haberle interrumpido.
—¿Se encuentran bien todos ustedes? —preguntó el Superintendente.
—Saldremos adelante, saldremos adelante.
—Siga, Mr. Das, no estamos aquí para entorpecer su tarea —dijo el Administrador General, con aire protector.
En realidad, más que entorpecer el proceso se habían hecho cargo de él.
Mientras el fiscal continuaba su exposición, Miss Quested examinó la sala; al principio tímidamente, como si fuera a abrasarle los ojos. A izquierda y derecha del hombre del punkah vio muchas caras conocidas a medias. Por debajo de ella estaba reunido todo lo que quedaba de su estúpida pretensión de ver la India: las personas que Mrs. Moore y ella habían conocido en el Bridge Party, el matrimonio que no les había mandado su coche, diferentes criados, aldeanos, funcionarios, y el procesado mismo. Allí estaba sentado: un indio de poca estatura, pero fuerte y pulcro, con el pelo muy negro y manos flexibles. Adela le contempló sin especial emoción. Desde su último encuentro, la muchacha le había convertido en un ser maligno, pero ahora parecía ser lo que siempre había sido: alguien a quien apenas conocía. Una persona sin importancia, desprovisto de significado, tan descarnado como un hueso, y aunque «culpable», no le rodeaba en absoluto una atmósfera de pecado. «Supongo que es culpable. ¿Existe la posibilidad de que me haya equivocado?», pensó Adela. Porque aquella pregunta todavía se le presentaba ante el entendimiento, si bien desde la marcha de Mrs. Moore había dejado de turbar su conciencia.
El abogado defensor, Mahmoud Ali, se levantó a continuación para preguntar con recargada y poco oportuna ironía si no sería posible hacerle un sitio a su cliente en el estrado: también los indios se sentían indispuestos a veces, aunque, naturalmente, el Mayor Callendar no pensara así, por ser el responsable de un hospital del Gobierno.
—Otro ejemplo de su exquisito sentido del humor —exclamó Miss Derek.
Ronny miró a Mr. Das para ver cómo resolvía la dificultad. El presidente del tribunal dio síntomas de nerviosismo y reprendió a Mahmoud Ali con severidad.
—Perdóneme… —era el turno del eminente abogado de Calcuta, un hombre apuesto, de aventajada estatura, huesos prominentes, y cabello gris que llevaba muy corto—. Protestamos contra la presencia en el estrado de tantas damas y caballeros europeos —dijo con impecable acento de Oxford—. Conseguirán intimidar a nuestros testigos. Esas personas deben estar en la sala, con el resto del público. No nos oponemos a que Miss Quested siga en el estrado, dado su estado de salud; nos proponemos tener con ella las mayores muestras posibles de cortesía, a pesar de las verdades científicas que el Superintendente de policía del distrito ha tenido a bien revelarnos; pero nos opondremos a la presencia de los demás.
—Ya está bien de cacareo; lo que queremos es la sentencia —gruñó el Mayor.
El distinguido visitante fijó respetuosamente la vista en el presidente del tribunal.
—Estoy de acuerdo con eso —dijo Mr. Das, ocultando desesperadamente el rostro detrás de unos papeles—. Yo sólo he dado permiso a Miss Quested para sentarse aquí arriba. Sus amigos tendrán la amabilidad de bajar otra vez.
—Bien hecho, Das, totalmente correcto —dijo Ronny con abrumadora sinceridad.
—¡Obligarnos a bajar! ¡Qué increíble impertinencia! —exclamó Mrs. Turton.
—No alborotes, Mary —murmuró su marido.
—Mi paciente no puede quedar desatendida.
—¿Se opone usted a que siga también aquí el Cirujano-Jefe, Mr. Amritrao?
—No me queda más remedio que hacerlo. Un estrado confiere autoridad.
—Aunque no tenga más que un pie de altura; será mejor que bajemos todos —dijo el Administrador General, tratando de tomar a broma.
—Muchas gracias, señor —dijo Mr. Das, muy aliviado—. Gracias, Mr. Heaslop; gracias también a todas ustedes, señoras.
Y el grupo entero, Miss Quested incluida, descendió de su precipitada eminencia. La noticia de su humillación se extendió rápidamente y se oyeron las burlas de la gente que esperaba fuera. Las sillas especiales acompañaron a los ingleses en su caída. Mahmoud Ali (a quien el odio hacía decir cosas ridículas y completamente inútiles) protestó también contra las sillas; ¿con qué autoridad se habían traído?, ¿por qué no se le daba una al Nabab Bahadur?, La gente empezó a hablar por toda la sala sobre sillas ordinarias y especiales, tiras de alfombra y estrados de un pie de altura.
Pero aquella breve excursión había tenido un efecto positivo sobre los nervios de Miss Quested. Se sentía más cómoda después de haber visto a todas las personas que se encontraban en la sala. Era como saber lo peor. Ahora ya estaba segura de que saldría bien de aquello, es decir, sin deshonra espiritual, e hizo llegar la buena noticia a Ronny y a Mrs. Turton. Pero a estos últimos les había afectado demasiado la derrota sufrida por el prestigio británico para sentirse interesados. Desde su asiento, Adela podía ver a Mr. Fielding, el renegado. Lo había visto mejor desde el estrado y sabía que un niño indio estaba subido en sus rodillas. El Director del Instituto contemplaba la marcha del proceso y también la miraba a ella. Cuando los ojos se encontraron, él apartó la vista, como si el contacto directo no le interesara.
El presidente del tribunal también estaba contento. Había ganado la batalla del estrado y sentía más confianza en sí mismo. Con inteligencia e imparcialidad siguió escuchando las declaraciones, y trató de olvidar que más adelante tendría que pronunciar un veredicto que estuviese de acuerdo con las pruebas presentadas. El Superintendente siguió adelante con paso firme; había contado con aquellos estallidos de insolencia —eran los lógicos gestos de una raza inferior— y no dejaba traslucir odio alguno hacia Aziz; tan sólo un desprecio infinito.
La exposición de McBryde se extendió considerablemente sobre las personas «que se habían dejado engañar por el detenido»: Fielding, el criado Antony, el Nabab Bahadur. A Miss Quested siempre le había parecido dudoso este aspecto del caso, y había pedido al policía que no lo desarrollara mucho. Pero la comunidad inglesa estaba empeñada en conseguir una larga condena y quería probar que el ataque había sido premeditado. Y con el fin de ilustrar la estrategia del acusado presentaron un mapa de las Colinas de Marabar, mostrando el camino seguido por la expedición, y el «Estanque de la Daga», donde habían instalado el campamento.
El presidente del tribunal manifestó interés por la arqueología.
Le fue presentado un modelo en alzada de una de las cuevas; llevaba un cartel que decía: «Cueva budista.»
—Creo que no es budista, sino jainí.
—¿En qué cueva se afirma que se cometió el delito, en la budista o en la jainí? —preguntó Mahmoud Ali, con aire de estar desenmascarando una conspiración.
—Todas las cuevas de Marabar son jainíes.
—De acuerdo; en ese caso, ¿en cuál de las cuevas jainíes?
—Tendrá usted ocasión de hacer esas preguntas más adelante.
Mr. McBryde sonrió débilmente ante su estupidez. Los indios invariablemente se venían abajo con cuestiones como aquélla. El Superintendente sabía que la defensa albergaba la absurda esperanza de establecer una coartada; que habían tratado (sin éxito) de identificar al guía; y que Fielding y Hamidullah habían ido al Kawa Dol y lo habían recorrido y medido durante una noche de luna.
—Mr. Lesley dice que son budistas, y si hay alguien que lo sepa debe de ser él. Pero ¿puedo llamar la atención sobre su forma? —y paso a describir lo que había sucedido allí. Luego habló de la llegada de Miss Derek, del precipitado descenso por el barranco; del regreso de las dos señoritas a Chandrapore y del documento firmado por Miss Quested al llegar, en el que se hacía mención de los prismáticos. Y a continuación llegó la prueba definitiva: el hallazgo de los prismáticos en posesión del procesado—. De momento no tengo nada más que añadir —concluyó, quitándose las gafas—. Ahora procederé a llamar a mis testigos. Los hechos hablarán por si solos. El procesado es una de esas personas que llevan una doble vida. Me atrevo a decir que ha ido degenerando gradualmente, y que se ha mostrado muy hábil en la tarea de ocultar sus tendencias, como suele suceder en estos casos, por lo que ha fingido ser un miembro respetable de la sociedad y ha logrado incluso un puesto gubernamental. En la actualidad está totalmente entregado al vicio y más allá de toda posible redención, mucho me temo. Se comportó de la manera más cruel y brutal que imaginarse pueda con otra de sus invitadas, también inglesa. Para librarse de ella, y quedar así en libertad de perpetrar su delito, estuvo a punto de aplastarla entre sus criados en una de las cuevas, dicho sea de paso.
Pero sus últimas palabras provocaron una nueva tormenta y, de repente, otro nombre, el de Mrs. Moore, irrumpió en un torbellino. Mahmoud Ali, muy encolerizado, se dejó llevar por los nervios; gritando como un loco preguntó si además de violación se acusaba a su cliente de asesinato y, quiso saber quién aquella segunda señora inglesa.
—No me propongo llamarla como testigo.
—No lo hará porque no puede, ya que la han sacado del país a escondidas; esa señora es Mrs. Moore, que hubiera probado la inocencia del acusado; estaba de nuestra parte, era amiga de los pobres indios.
—También usted podía haberla llamado a declarar —exclamo el presidente—. Como ninguna de las dos partes la ha llamado, nadie puede utilizar su testimonio.
—Nos fue ocultada hasta que ya era demasiado tarde…, lo supe demasiado tarde; ésa es la justicia inglesa, eso es lo que significa la soberanía británica. Devuélvannos a Mrs. Moore tan sólo por cinco minutos y salvará a mi amigo, salvará el nombre de sus hijos; no la excluya, Mr. Das; desdígase de esas palabras que ha pronunciado porque también usted es padre; dígame qué han hecho con ella, qué ha sido de Mrs. Moore…
—Por si acaso tiene algún interés, les diré que mi madre debe de haber llegado a Aden —dijo Ronny con sequedad; no debiera haber intervenido, pero aquel furioso ataque le sobresaltó.
—Ustedes la han llevado allí porque sabía la verdad. —Mahmoud Ali estaba casi fuera de sí, y se le oyó decir a pesar del tumulto—: Estoy arruinando mi carrera, pero no importa; nos van a arruinar a todos, uno a uno.
—Ésa no es manera de defender su caso —le aconsejó el presidente.
—Ni yo estoy defendiendo un caso ni usted lo está juzgando. Los dos no somos más que esclavos.
—Mr. Mahmoud Ali, ya le he hecho una advertencia, y a menos que vuelva usted a sentarse haré uso de mi autoridad.
—Hágalo; este proceso es una farsa, yo me marcho —hizo entrega de sus papeles a Amritrao y salió, no sin antes exclamar desde la puerta, de manera teatral pero llena de intensa pasión—: Aziz, Aziz, adiós para siempre.
El tumulto creció, siguió invocándose el nombre de Mrs. Moore, y las personas que ignoraban el significado de aquellas sílabas las repetían como si se tratara de un encantamiento. Al indianizarse, el nombre se convirtió en Esmiss Esmur y fue muy pronto recogido por los que esperaban en la calle. Las amenazas y expulsiones del presidente resultaron inútiles. Hasta que la magia del nombre se agotó por sí misma, sus esfuerzos no sirvieron de nada.
—Totalmente inesperado —señaló Mr. Turton.
Ronny proporcionó la explicación. Antes de embarcarse, su madre había adquirido la costumbre de hablar en sueños de las Colinas de Marabar, especialmente por la tarde, cuando había criados en el porche, y no le cabía duda de que sus incoherentes observaciones sobre Aziz habían sido vendidas a Mahmoud Ali por unos céntimos; era algo que siempre sucedía en el Oriente.
—Estaba convencido de que iban a intentar algo de este tipo. Ingenioso. —Mr. Turton contempló sus bocas desmesuradamente abiertas—. Consiguen excitarse de esa manera con su religión —añadió calmosamente—. Empiezan y no pueden parar. Lo siento por el bueno de Das; no está consiguiendo un gran éxito, precisamente.
—Mr. Heaslop, es terrible que mezclen así con todo esto a su querida madre —dijo Miss Derek, inclinándose hacia adelante.
—No es más que un truco, pero les ha salido bien. Ahora se entiende por qué tenían a Mahmoud Ali: sólo para que hiciese una escena si se presentaba la ocasión. Es su especialidad.
Pero lo que estaba sucediendo le molestaba más de lo que dejaba traslucir. Era repugnante oír cómo caricaturizaban a su madre, convirtiéndola en Esmiss Esmur, una diosa hindú.
Esmiss Esmur
Esmiss Esmur
Esmiss Esmur
Esmiss Esmur…
—Ronny…
—Sí, querida.
—¿No es todo muy extraño?
—Me temo que te estará resultando muy molesto.
—Nada en absoluto. No me importa lo más mínimo.
—Bueno; eso está bien.
Adela había hablado con más naturalidad que de ordinario como si se sintiera mejor de salud.
—No se preocupen por mí, estoy mucho mejor que antes —dijo inclinándose hacia sus amigos—; no me siento nada mareada; todo va a salir perfectamente, y quiero darles las gracias a todos; gracias, muchas gracias por su amabilidad —no tuvo más remedio que gritar su gratitud, porque la salmodia, Esmiss Esmur, aún continuaba.
Repentinamente se detuvo. Fue como si la plegaría hubiese sido escuchada y se hubieran exhibido las reliquias.
—Pido disculpas por mi colega —dijo Mr. Armitrao, para sorpresa de todo el mundo—. Es un amigo íntimo de nuestro cliente y se ha dejado llevar por sus sentimientos.
—Mr. Mahmoud Ali tendrá que disculparse en persona —dijo el Presidente del tribunal.
—Exactamente, señor, tiene que hacerlo. Pero acabamos de saber que Mrs. Moore quería hacer importantes revelaciones, y su hijo la ha hecho salir del país a toda prisa antes de que pudiera declarar; esto ha trastornado a Mr. Mahmoud Ali, al producirse después de un intento de intimidar al único testigo europeo que nos queda, Mr. Fielding. Mr. Mahmoud Ali no habría dicho nada si la policía no hubiese intentado presentar a Mrs. Moore como testigo de cargo.
Mr. Amritrao volvió a sentarse.
—Se está introduciendo un elemento extraño al caso —dijo el Presidente—. Debo repetir que, como testigo, Mrs. Moore no existe. Ni usted, Mr. Amritrao; ni usted, Mr. McBryde, tienen el menor derecho a utilizar unas hipotéticas declaraciones de esa señora. Mrs. Moore no está aquí, y, por tanto, nada puede decir.
—Bien, retiro mi alusión —dijo el Superintendente con gesto fatigado—. Lo habría hecho hace quince minutos si se me hubiese dado la oportunidad. El testimonio de Mrs. Moore no tiene la menor importancia para mí.
—Yo la he retirado ya por la defensa —dijo Amritrao. Y añadió con el humor característico de su profesión—: Quizá usted pueda persuadir a los caballeros que están fuera para que la retiren también —porque en la calle seguían repitiendo el estribillo.
—Mucho me temo que mis poderes no llegan tan lejos —dijo Das, sonriendo.
Así se restableció la paz, y cuando a Adela le llegó el turno de prestar declaración había más tranquilidad en la sala que en ningún otro momento desde el comienzo del juicio. Los expertos no se mostraban sorprendidos. Ya se sabe que el nativo no tiene aguante. Estalla por una insignificancia y no le quedan fuerzas para el momento crítico. Lo que busca es un motivo de queja, y ya lo había encontrado en el supuesto rapto de una anciana. Ahora se sentiría mucho menos afligido cuando Aziz fuese deportado.
Pero el momento crítico no había llegado aún.
Adela siempre había tenido intención de decir la verdad y nada más que la verdad, pero la tarea de preparar su declaración le había resultado difícil, porque el desastre de la cueva estaba ligado, aunque sólo fuera por un hilo, con otra parte de su vida, el compromiso matrimonial con Ronny. Adela había pensado en el amor momentos antes de entrar en la cueva, e ingenuamente le había preguntado a Aziz su opinión sobre el matrimonio, y la muchacha suponía que su curiosidad había despertado la idea del mal en el joven médico. Contar todo esto le hubiera resultado increíblemente penoso, y era el único episodio que deseaba mantener a oscuras; estaba dispuesta a dar detalles que hubieran angustiado a otras muchachas, pero no se atrevía a mencionar este fallo particular suyo, y temía ser interrogada en público por la posibilidad de que saliera a relucir algo de aquello. Pero dejó de preocuparle tan pronto como se levantó para contestar y oyó el sonido de su propia voz. Una nueva y desconocida sensación la protegía, semejante a una magnífica armadura. No pensaba en lo que había sucedido, ni tampoco hizo el uso habitual de la memoria que se necesita para recordar, sino que regresó a las Colinas de Marabar y hablaba desde ellas con Mr. McBryde a través de una especie de oscuridad. El día fatal se estaba repitiendo en todos sus detalles, pero ahora Adela se hallaba fuera y dentro de él al mismo tiempo y esta doble relación le daba un esplendor indescriptible. ¿Por qué le había parecido «aburrida» la excursión? El sol se alzó de nuevo, la elefanta les aguardaba y los pálidos relieves de la roca se deslizaron a su alrededor para ofrecerle en seguida la primera cueva; Adela entró, y el resplandor de una cerilla se reflejó en sus brillantes paredes: todo muy hermoso y lleno de significado, aunque ella hubiese sido incapaz de ver nada en aquel momento. Se le iban formulando preguntas y Adela encontraba la respuesta exacta para cada una; sí, había reparado en el «Estanque de la Daga», aunque ignoraba su nombre; sí, Mrs. Moore estaba cansada después de la primera cueva, y se sentó a la sombra de una roca de gran tamaño, cerca del barro seco. Suavemente, la voz que le llegaba de lejos seguía adelante, llevándola por los senderos de la verdad, y el aire producido por el punkah que estaba detrás también la empujaba.
—¿… El detenido y el guía la llevaron hasta el Kawa Dol sin que nadie más estuviera presente?
—La colina tiene una configuración realmente extraordinaria. Sí. —Al hablar, Adela iba creando el Kawa Dol, veía los nichos por encima de la curva de la roca y sentía la violencia del calor como una bofetada en el rostro. Y hubo algo que le obligó a añadir—: Que yo sepa, nadie más se hallaba presente. Daba la impresión de que estábamos solos.
—Muy bien, hay un saliente a mitad de camino, colina arriba, o quizá más bien una excavación, con cuevas diseminadas cerca del comienzo de un nullah.
—Reconozco el sitio del que está usted hablando.
—¿Entró usted sola en una de esas cuevas?
—Así es, efectivamente.
—Y el procesado la siguió.
—Ya es nuestro —gruñó el Mayor.
Adela guardó silencio. El tribunal, el lugar donde le hacían las preguntas, aguardaba su respuesta. Pero ella no podía darla hasta que Aziz ocupara el espacio requerido por la contestación.
—El detenido la siguió, ¿no es eso? —repitió el Superintendente, con el monótono tono de voz que ambos estaban usando; empleaban todo el tiempo palabras convenidas, de manera que aquella parte del proceso no podía depararles ninguna sorpresa.
—¿Me permite medio minuto antes de responder a eso, Mr. McBryde?
—Ciertamente.
La visión de Adela incluía varias cuevas. Se veía a sí misma en una de ellas, pero también estaba fuera, contemplando la entrada, en espera de que Aziz la cruzara. Pero no consiguió localizarlo. Era la duda que le había asaltado con frecuencia, pero sólida y atractiva, como las mismas colinas.
—No estoy… —Las palabras eran más difíciles que la visión—. No estoy completamente segura.
—¿Cómo dice? —preguntó el Superintendente.
—No tengo seguridad…
—Creo que no he oído bien su respuesta. —McBryde parecía asustado; su boca se cerró bruscamente—. Está usted en el saliente o como queramos llamarlo, y ha entrado en una cueva. Le estoy sugiriendo que el detenido la siguió.
Adela movió la cabeza.
—Por favor, ¿qué quiere usted decir?
—No —dijo la muchacha con voz apagada y sin inflexiones. En varios puntos de la sala se oyeron algunos ruidos todavía débiles, pero, con la excepción de Fielding, nadie entendió todavía lo que estaba sucediendo. El Director del Instituto vio que Miss Quested iba a tener un colapso nervioso y que su amigo se había salvado.
—¿Qué es ello, qué es lo que está usted diciendo? Hable más alto, por favor —el Presidente se inclinó hacia adelante.
—Me temo que he cometido una equivocación.
—¿Qué clase de equivocación?
—El doctor Aziz nunca me siguió al interior de la cueva.
El Superintendente dio un golpe con sus papeles contra la mesa, luego los recogió de nuevo y dijo con gran calma:
—Ahora, Miss Quested, vamos a continuar. Voy a leerle el contenido de la declaración que firmó usted dos horas más tarde en mi bungalow.
—Discúlpeme, Mr. McBryde, pero no puede usted continuar. Voy a hablar yo mismo con la testigo. Y el público guardará silencio. Si continúa hablando, haré desalojar la sala. Miss Quested, diríjase a mí, que soy el Magistrado responsable de este caso, y dese cuenta de la extraordinaria importancia de sus palabras. Recuerde que habla usted bajo juramento, Miss Quested.
—El doctor Aziz nunca…
—Suspendo este proceso por razones médicas —exclamó el Mayor al decirle Turton una frase al oído. Todos los ingleses se alzaron de sus sillas al mismo tiempo: voluminosas figuras blancas que ocultaban por completo al Presidente, de corta estatura. También los indios se pusieron en pie, cientos de cosas sucedieron al mismo tiempo, de manera que después cada persona daba una versión diferente de la catástrofe.
—¿Retira usted la acusación? Contésteme —aulló el representante de la justicia.
Algo que Adela no llegó a entender se apoderó de ella, permitiéndole seguir adelante. Aunque la visión se había desvanecido y se hallaba otra vez en un mundo perfectamente insípido, recordaba lo que había aprendido. Expiación y confesión podían esperar.
—Lo retiro todo —dijo la muchacha con tono prosaico y voz muy clara.
—Es suficiente; siéntese. Mr. McBryde, ¿desea usted continuar después de esto?
El Superintendente contemplaba a su testigo como si fuera una máquina estropeada.
—¿Se ha vuelto loca? —dijo.
—No siga preguntándole; ya no tiene usted derecho a hacerlo.
—Déme tiempo para reconsiderar…
—Sahib, tendrá usted que retirar la acusación; esto se está convirtiendo en un escándalo —tronó el Nabab Bahadur desde el fondo de la sala.
—No lo hará —gritó Mrs. Turton, enfrentándose al creciente tumulto—. Llamen a los otros testigos; ninguno de nosotros está a salvo… —Ronny trató de detenerla y ella le golpeó muy irritada; luego empezó a insultar a Adela a grandes voces.
El Superintendente acudió en ayuda de sus amigos, diciendo con tono displicente a Mr. Das mientras lo hacía:
—De acuerdo, retiro la acusación.
El Presidente se puso en pie, casi destrozado por la tensión. Había controlado el caso; nada más, prácticamente, pero demostraba con ello que un indio era capaz de presidir.
—El detenido queda en libertad con todos los pronunciamientos favorables; la cuestión de las costas se dilucidará en otro momento —dijo a los que aún estaban en condiciones de oírle.
A continuación el frágil entramado de la Administración de la justicia se desplomó, los gritos de burla y de rabia alcanzaron su punto culminante, la gente aulló y maldijo, se besaron unos a otros y lloraron sin tratar de ocultar sus lágrimas. Aquí estaban los ingleses, protegidos por sus criados; allí Aziz, desmayándose en brazos de Hamidullah. Victoria en este lado; derrota en aquél: durante un momento la antítesis fue completa. Luego la vida volvió a sus complejidades; una tras otra, todas las personas se abrieron paso hasta salir del juzgado camino de sus diferentes tareas, y antes de que pasara mucho tiempo no quedaba en la escena de aquel ensueño más que el hermoso dios desnudo. Sin darse cuenta de que hubiera sucedido nada anormal, seguía tirando de la cuerda de su punkah, contemplando el estrado vacío y las sillas especiales, caídas en su mayor parte, mientras agitaba con ritmo imperturbable las nubes de polvo descendente.