A Lady Mellanby, esposa del Vicegobernador de la provincia, le había agradado que las señoras de Chandrapore recurrieran a ella. No estaba en su mano hacer nada; además iba a embarcarse para Inglaterra de un momento a otro; pero expresó su deseo de que se le informara si podía colaborar de alguna forma. Mrs. Turton contestó que la madre de Mr. Heaslop estaba tratando de conseguir un pasaje, pero que se había retrasado más de la cuenta y no quedaba ya ningún camarote libre; ¿querría Lady Mellanby utilizar su influencia? Ni siquiera la esposa del Vicegobernador podía aumentar las dimensiones de un buque de línea, pero era una mujer extraordinariamente cordial y mandó un telegrama ofreciendo a la desconocida y oscura anciana compartir con ella la cabina que tenía reservada. Aquello fue como un regalo del cielo; Ronny —lleno de humildad y de gratitud— no pudo por menos de pensar que existen compensaciones para los infortunios. En la residencia del Gobernador ya se conocía su nombre debido a la pobre Adela, y ahora Mrs. Moore lo dejaría marcado en la imaginación de Lady Mellanby mientras cruzaban el océano Indico y el mar Rojo. El Magistrado Municipal sintió un renacer de ternura hacia su madre, como nos sucede a todos con nuestros familiares cuando son objeto de notorios e inesperados honores. La anciana señora no era insignificante, aún podía despertar el interés de la esposa de un alto funcionario.
Así que Mrs. Moore consiguió todo lo que quería; evitó el juicio, la boda y la Estación Cálida; volvería a Inglaterra rodeada de atenciones y comodidades, y vería a sus otros hijos. Partió debido a la sugerencia de su hijo y también por deseo propio, pero aceptó su buena suerte sin entusiasmo. Había llegado a ese estado en que el horror y la pequeñez del universo se nacen visibles simultáneamente: ese crepúsculo de la doble visión en el que tantas personas de edad se ven envueltas. Si este mundo no nos gusta, bueno, en todo caso existe el Cielo, el Infierno, la Aniquilación, una u otra de esas realidades tan vastas, ese gigantesco escenario de estrellas, de fuego, de aire azul o negro. Toda empresa heroica, y todo lo que se conoce como arte, da por sentado que existe ese escenario, de la misma forma que todas las empresas prácticas, cuando el mundo sí nos gusta, dan por sentado que el mundo es toda la realidad. Pero en el crepúsculo de la doble visión aparece una confusión espiritual para la que no resulta posible encontrar palabras altisonantes; no podemos actuar ni prescindir de la acción, no podemos ignorar ni respetar la Infinitud. Mrs. Moore se había inclinado siempre hacia la resignación. Tan pronto como desembarcó en la India le pareció buena, y cuando vio el agua que fluía sin descanso por el estanque de la mezquita, o el Ganges, o la luna, apresada en el manto de la noche con todas las estrellas, la resignación le pareció una meta muy hermosa y muy sencilla. ¡Identificarse con el universo! Algo tan simple y lleno de dignidad. Pero siempre había que llevar a cabo antes algún pequeño deber, alguna nueva carta que retirar de la baraja para ponerla boca arriba y colocarla, y, mientras perdía el tiempo con menudencias, las Cuevas de Marabar habían hecho sonar su gong.
¿Qué le había hablado en aquella pulimentada cavidad de granito? ¿Qué moraba en la primera de las cuevas? Algo muy viejo y muy pequeño. Anterior al tiempo, y también anterior al espacio. Una cosa roma, incapaz de generosidad: el gusano mismo que no muere. Desde el momento en que oyó su voz, Mrs. Moore no había acariciado una sola idea importante: en realidad sentía envidia de Adela. ¡Tantas alharacas por una muchacha asustada! No había sucedido nada, «y si hubiese», pensaba Mrs. Moore con el cinismo de una ajada sacerdotisa, «si hubiese sucedido, hay cosas peores que el amor». El incalificable intento se le presentaba como amor: en una cueva, en una iglesia…, boum, el resultado es el mismo. Se supone que las visiones llevan consigo profundidad, pero… ¡espera a tener una, lector amigo! También el abismo puede ser mezquino, la serpiente de la eternidad estar hecha de gusanos; la idea constante de Mrs. Moore era que «A mi futura nuera se le debería prestar menos atención que a mí, ya que no hay dolor como mi dolor», aunque si alguien le prestaba atención, la rechazaba, irritada.
Su hijo no pudo acompañarla a Bombay, porque la situación local seguía siendo crítica, y todos los funcionarios tenían que permanecer en sus puestos. Antony tampoco podía ir, porque existía la posibilidad de que no volviera nunca a prestar declaración como testigo. De manera que Mrs. Moore viajó sin nadie que le pudiera recordar el pasado. Esto suponía un alivio. El calor se había retirado un poco antes de su siguiente avance, y el viaje no fue desagradable. Cuando Mrs. Moore abandonó Chandrapore, la luna, otra vez llena, brillaba sobre el Ganges y transformaba en hilos de plata los canales sin apenas caudal, para luego cambiar de dirección y filtrarse por la ventanilla del departamento. El rápido y confortable tren correo se deslizó con ella atravesando la noche y, durante todo el día siguiente, Mrs. Moore cruzó la India Central, entre paisajes calcinados que, sin embargo, no tenían la irremediable melancolía de la llanura. Contempló la indestructible vida del hombre y sus rostros cambiantes, y las casas que había construido para sí mismo y para Dios, y se le aparecieron no en relación con sus propias dificultades personales, sino como simples cosas que ver. Había, por ejemplo, un lugar llamado Asirgarh[24], por el que pasó a la puesta del sol e identificó en el mapa: una enorme fortaleza entre colinas boscosas. Nadie le había hablado nunca de Asirgarh, pero tenía nobles baluartes de gran tamaño, y a su derecha se hallaba una mezquita. En seguida se olvidó de ello. Diez minutos después, Asirgarh reapareció. Ahora la mezquita quedaba a la izquierda de los baluartes. El tren, en su descenso a través de los montes Vindhya, había descrito un semicírculo alrededor de Asirgarh. ¿Con qué podía Mrs. Moore relacionar aquella fortaleza excepto con el nombre de Asirgarh? Con nada; no conocía a nadie que viviera allí. Pero sus torres habían mirado dos veces a la anciana como diciéndole: «Yo no desaparezco.» Mrs. Moore se despertó sobresaltada a medianoche, porque el tren estaba descendiendo entre los farallones occidentales. Sus cumbres, iluminadas por la luna, corrían hacia ella como las olas del mar sobre la arena de la playa; después de un breve trayecto sobre la llanura, apareció el mar auténtico y el nebuloso amanecer de Bombay. «No he visto los sitios más importantes», pensó Mrs. Moore, al contemplar, encerrado entre los andenes de la estación Victoria, el final de los raíles que la habían transportado a través de un continente y que nunca volverían a llevarla en dirección contraria. Nunca visitaría Asirgarh ni los otros sitios todavía intactos; ni Delhi ni Agra ni las ciudades del Rajputana ni Cachemira, ni las maravillas aún más humildes que brillaban a veces a través de las palabras de los hombres: la roca bilingüe de Girnar, la estatua de Shri Belgola, las ruinas de Mandu y de Hampi, los templos de Khajuraho y los jardines de Shalimar[25]. Mientras atravesaba en coche la enorme ciudad que el Occidente ha construido para abandonar después con un gesto de desesperación, Mrs. Moore tuvo deseos muy intensos de pararse —aunque no era más que Bombay— y aprender a reconocer los cientos de indios que se cruzaban unos a otros en las calles. Pero los cascos de los caballos siguieron transportándola, y muy pronto el barco se hizo a la mar y alrededor del fondeadero fueron apareciendo miles de cocoteros que subían por las colinas para decirle adiós. «¿De manera que creíste que un eco era la India? ¿Que las Cuevas de Marabar eran la última palabra?», repetían riendo. «¿Qué tenemos nosotros en común con ellas, o ellas con Asirgarh? ¡Adiós!» Luego el buque dio la vuelta alrededor de Colaba[26], el continente giró tras ellos, y el risco de los Ghats se deshizo en la calina del mar del trópico. Lady Mellanby le aconsejó que no se quedara quieta bajo el sol.
—Hemos salido sanas y salvas de la sartén —dijo la esposa del Vicegobernador—; no tendría sentido caerse ahora en el fuego.