Adela permaneció varios días en cama en el bungalow de los McBryde. Tenía un principio de insolación y hubo, además, que extraerle cientos de pinchos de cacto. Hora tras hora Miss Derek y Mrs. McBryde la estuvieron examinando con lupa, descubriendo a cada momento nuevas colonias, diminutos filamentos que podían quebrarse y ser arrastrados por la corriente sanguínea si no se les arrancaba a tiempo. Miss Quested permanecía pasiva entre sus dedos, que iban dando forma a la conmoción iniciada en la cueva. Anteriormente no le había importado mucho si la tocaban o no; sus sentidos se mostraban anormalmente inertes, y el único contacto que preveía era el de la mente. Pero ahora todo se había trasladado a la superficie de su cuerpo, que empezaba a vengarse, respondiendo de manera enfermiza. Las personas resultaban muy parecidas entre sí, con la única diferencia de que algunas se acercaban y otras se mantenían distantes. «En el espacio las cosas se tocan, en el tiempo se separan», se repetía Adela mientras le extraían los pinchos: su cerebro estaba tan debilitado que no era capaz de decidir si aquella frase era un postulado filosófico o un juego de palabras.
Todos eran muy amables con ella, incluso demasiado amables; los hombres demasiado respetuosos y las mujeres demasiado compasivas; mientras que Mrs. Moore, la única visitante que anhelaba, se mantenía a distancia. Nadie entendía su problema, ni sabía por qué oscilaba entre actitudes llenas de sentido común y otras que bordeaban el histerismo. A veces empezaban a hablar como si no hubiera sucedido nada especial.
—Entré en aquella cueva detestable —decía una voz neutra—, y recuerdo haber arañado la pared con una uña, para que se produjera el eco habitual, y luego, como iba diciendo, apareció aquella sombra, o algo semejante a una sombra, en la entrada del túnel, impidiéndome el paso. Me pareció un siglo, pero supongo que todo ello no debió de durar en realidad más allá de treinta segundos. Le golpeé con los prismáticos, él me zarandeó tirando de la correa, y al romperse me escapé; eso es todo. No llegó a tocarme ni una sola vez. Todo ello parece una cosa muy estúpida. —Luego los ojos se le llenaban de lágrimas—. Estoy algo trastornada, como es lógico, pero se me pasará.
Después se derrumbaba por completo, y las mujeres se daban cuenta de que era una de ellas y lloraban también, y en la habitación vecina los hombres murmuraban: «¡Cielo santo, cielo santo!» Nadie comprendía que a Adela las lágrimas le parecían una cosa indigna, una indignidad más sutil que las soportadas en las Colinas de Marabar, un mentís a su actitud progresista y a la sinceridad, que era una característica natural de su inteligencia. Adela estaba siempre tratando de «analizar de forma racional el incidente», recordándose a sí misma todo el tiempo que nadie había salido perjudicado. Estaba «la conmoción», pero ¿qué es eso? Durante un rato su propia lógica lograba convencerla, luego oía de nuevo el eco, lloraba, se declaraba indigna de Ronny y deseaba que cayera sobre su asaltante todo el rigor de la justicia. Después de uno de aquellos ataques, anhelaba bajar a los bazares y pedir perdón a todas las personas que encontrase, porque, vagamente, sentía que estaba dejando el mundo peor de como lo había encontrado, y que era ella la autora del delito, hasta que el entendimiento, despertando de nuevo, le hacía ver que se equivocaba en aquel punto, obligándola a reanudar el mismo estéril recorrido.
¡Si hubiera podido ver a Mrs. Moore! Pero la anciana señora tampoco se encontraba bien y no tenía ganas de salir, según le explicó Ronny. Y el resultado era que el eco florecía, retumbando como si fuera un nervio que formara parte de su facultad auditiva, y el ruido de la cueva, tan poco importante intelectualmente, se prolongaba por toda la superficie de su vida. Adela había arañado la bruñida pared —sin motivo alguno— y antes de que el comentario se extinguiera, él la había seguido, y el momento culminante era la caída de los prismáticos. El sonido la había seguido a borbotones mientras escapaba, y todavía continuaba, como un río que inunda gradualmente el valle que lo alberga. Sólo Mrs. Moore podía hacerlo volver a su fuente y sellar de nuevo el depósito roto. El mal estaba suelto…, lo oía incluso entrar en las vidas de otros… Y Adela pasó días en este clima de pesadumbre y depresión. Sus amigos conseguían no desalentarse exigiendo holocaustos de nativos, pero Miss Quested estaba demasiado preocupada y demasiado débil para poder hacerlo.
Cuando terminaron de quitarle los pinchos de los cactos y su temperatura volvió a la normalidad, Ronny fue a buscarla para llevársela a su casa. Él estaba agotado por la indignación y el sufrimiento, y ella hubiese querido consolarle; pero la intimidad entre los dos parecía ser una caricatura de sí misma, y cuanto más hablaban, más desdichados y cohibidos se sentían. Ocuparse de cosas prácticas resultaba menos penoso, y Ronny y McBryde le contaron a Adela una o dos cosas que le habían ocultado durante la crisis obedeciendo las órdenes del médico. La muchacha se enteró en aquel momento de los disturbios durante muharram, que casi habían degenerado en un motín. El último día de las festividades la gran procesión abandonó su ruta oficial y trató de entrar en la zona residencial inglesa, llegando a cortar un hilo telefónico porque impedía el avance de una de las más voluminosas torres de papel. McBryde y su policía habían conseguido enderezar las cosas: una labor muy meritoria. Después tocaron otro tema muy penoso: el juicio. Miss Quested tendría que asistir, reconocer al procesado y someterse al interrogatorio de un abogado indio.
—¿Podrá estar conmigo Mrs. Moore? —fue todo lo que preguntó.
—Claro que sí, y yo también estaré allí —replicó Ronny—. No seré yo quien presida; la defensa se ha opuesto alegando incompatibilidad por razones personales. El juicio va a ser en Chandrapore; al principio creíamos que lo trasladarían a otro lugar.
—Quizá Miss Quested no se dé cuenta de lo que todo eso quiere decir —añadió McBryde con voz triste—. Será Das quien presida.
Das era el ayudante de Ronny, hermano de Mrs. Bhattacharya, cuyo coche no había ido a recogerlas un mes antes, y hombre cortés e inteligente que, con las pruebas delante, sólo podría llegar a una conclusión; pero el hecho de que tuviera jurisdicción sobre una muchacha inglesa había llenado de indignación a la colonia de funcionarios, y algunas de las señoras habían enviado un telegrama de protesta a Lady Mellanby, la esposa del Vicegobernador.
—Imagino que tengo que comparecer delante de alguien.
—Así…, así es como hay que enfocarlo. Tiene usted el valor suficiente para hacerlo, Miss Quested.
McBryde estaba muy disconforme e irritado con la manera en que iba a desarrollarse el juicio y aseguraba que todo aquello eran «los frutos de la democracia». En otros tiempos una inglesa no hubiera tenido que comparecer, ni indio alguno se hubiera atrevido a hablar en público de sus asuntos privados; la dama habría hecho su declaración y el juicio habría seguido su curso. McBryde pidió disculpas a Adela por la situación en que se encontraba el país, con el resultado de que la muchacha dejara escapar de improviso otro pequeño raudal de lágrimas. Ronny estuvo paseando por la habitación sintiéndose muy desgraciado mientras ella lloraba, pisando las flores que tan inevitablemente cubrían la alfombra de Cachemira o tamborileando con los dedos sobre las vasijas de cobre de Benarés.
—Cada día me pasa menos; pronto estaré completamente bien —dijo Adela sonándose la nariz y sintiéndose terriblemente descontenta consigo misma—. Lo que necesito es algo que hacer. Esa es la razón de que siga llorando de esta manera tan ridícula.
—No tiene nada de ridículo; todos pensamos que es usted maravillosa —dijo el policía con absoluta sinceridad—. Lo único que nos molesta es no poder ayudarla más. Que se haya quedado usted aquí, en un momento como éste, es el mayor honor que esta casa… —También él se hallaba dominado por la emoción—. Por cierto, llegó una carta para usted cuando estaba enferma —continuó—. Y tengo que hacerle una extraña confesión: la abrí. ¿Me perdonará usted por ello? Las circunstancias son algo peculiares. La carta es de Fielding.
—¿Para que tendría que escribirme?
—Ha sucedido una cosa lamentable. Se ha convertido en testigo de la defensa.
—Está chiflado, completamente chiflado —dijo Ronny, quitándole importancia.
—Ésa es una manera muy caritativa de decirlo, porque un hombre puede estar loco y seguir siendo un caballero. Será mejor informar a Miss Quested de su comportamiento con usted. Si usted no se lo dice alguien lo hará —McBryde mismo procedió a contárselo—. Ahora Fielding es el principal apoyo de la defensa, no hace falta añadirlo. Es el único inglés honesto entre una horda de tiranos. Recibe delegaciones del bazar, y todos mascan nuez de betel y se untan unos a otros las manos con perfume. No es fácil penetrar en la mente de un hombre semejante. Sus alumnos están de huelga: el entusiasmo que sienten por él les impide estudiar. Si no fuera por Fielding nunca se hubieran producido los disturbios durante muharram. Ha causado un grave daño a toda la comunidad. La carta estuvo ahí un día o dos, esperando a que usted se recuperara; luego la situación empeoró tanto que decidí abrirla por si podía sernos de alguna utilidad.
—¿Ha servido de algo? —preguntó Adela débilmente.
—Absolutamente de nada. Mr. Fielding tan sólo tiene la impertinencia de sugerir que se ha equivocado usted.
—¡Ojalá fuera así! —Miss Quested ojeó la carta, que estaba redactada de manera cuidadosa y protocolaria—. El doctor Aziz es inocente —leyó Adela. Luego la voz volvió a temblarle de nuevo—. Pero piensa en su comportamiento contigo, Ronny. ¡Con lo mucho que ya tenías que sufrir por mi causa! Fue una cosa horrible. ¿Cómo voy a poder pagártelo, querido? ¿Cómo es posible pagar cuando no se tiene nada que dar? ¿De qué sirven las relaciones personales cuando todo el mundo aporta cada vez menos? Tengo la impresión de que todos deberíamos volver durante siglos al desierto y tratar de hacernos mejores. Quiero empezar por el principio. Todas las cosas que creía haber aprendido no son más que un obstáculo, no son conocimiento en absoluto. No estoy preparada para mantener relaciones personales. Pero dejémoslo, dejémoslo. Desde luego la carta de Mr. Fielding no cuenta para nada; tiene derecho a pensar y escribir lo que quiera, pero no debiera haberse mostrado grosero contigo cuando estabas tan abatido. Eso es lo que importa… No me des el brazo, ando sola maravillosamente; no, no me toques, por favor.
Mrs. McBryde se despidió de ella muy afectuosamente; era una mujer con la que Adela no tenía nada en común y cuya intimidad le resultaba opresiva. Ahora tendrían que tratarse, año tras año, hasta que se jubilara uno de sus maridos. La India inglesa se había apoderado de ella y lo había hecho a conciencia; y quizá le estaba bien empleado por haber intentado adoptar una postura autónoma. Con humildad, pero sintiéndose repelida al mismo tiempo, Adela le dio las gracias.
—Tenemos que ayudarnos entre nosotras y saber aceptar lo bueno y lo malo —dijo Mrs. McBryde.
Miss Derek también estaba allí, sin dejar de hacer chistes sobre sus cómicos maharajá y raní. Al requerírsela como testigo para el juicio, se había negado a devolver el automóvil de Mudkul y suponía que sus dueños estarían angustiadísimos. Tanto Mrs. McBryde como Miss Derek besaron a Miss Quested, llamándola por su nombre de pila. Luego Ronny la llevó a su casa. Era por la mañana temprano, porque a medida que avanzaba la estación caliente el día se hinchaba como un monstruo por los dos extremos, dejando cada vez un margen más pequeño para el movimiento de los mortales.
Mientras se acercaban al bungalow, Ronny dijo:
—Madre tiene muchas ganas de verte, pero no hay que olvidarse de que es muy mayor. Los ancianos nunca se toman las cosas como uno espera, al menos ésa es mi opinión.
Ronny parecía prevenirla contra una inminente desilusión, pero Adela no se enteró. Su amistad con Mrs. Moore era tan profunda y tan auténtica que estaba segura de que nada podría destruirla, pasara lo que pasase.
—¿Qué puedo hacer para facilitarte las cosas? Eres tú el que lo está pasando mal —suspiró Miss Quested.
—No digas eso, querida.
—No es más que la verdad —luego exclamó—: Ronny, ¿no estará enferma ella también?
Ronny la tranquilizó: el Mayor Callendar no veía motivos de preocupación.
—Pero la vas a encontrar… irritable. Somos una familia que se irrita con facilidad. Bueno, lo vas a ver por ti misma. Estoy seguro de que mis nervios tampoco están perfectamente en orden, y cuando llegué aquel día del despacho quizás esperaba más de mi madre de lo que ella se sentía capaz de dar. Sin duda hará un esfuerzo especial en honor tuyo, pero de todas formas no quiero que tu regreso se convierta en una desilusión. No esperes demasiado.
La casa apareció ante ellos. Era una reproducción exacta del bungalow que Adela acababa de dejar. Encontraron a Mrs. Moore en un sofá, hinchada, la piel de color rojizo, con una extraña expresión de severidad. No se puso en pie al entrar ellos, y la sorpresa ante su actitud hizo que la muchacha se olvidara de sus propias tribulaciones.
—Ya estáis los dos de vuelta —fue su único recibimiento.
Miss Quested se sentó y le cogió una mano. La anciana la apartó y Adela sintió que, de la misma manera que la repelían los demás, ella repelía a Mrs. Moore.
—¿Te encuentras bien? Parecías estar perfectamente cuando salí —dijo Ronny, tratando de no hablar malhumoradamente, pero como le había pedido a su madre que recibiera a Adela con amabilidad, no pudo evitar sentirse molesto.
—No me pasa nada —dijo ella con tono desabrido—. En realidad he estado mirando mi billete de vuelta. Es intercambiable, de manera que puedo elegir entre más barcos de lo que creía.
—Podemos tratar de eso más adelante, ¿no te parece?
—Quizá Ralph y Stella quieran saber cuándo llego.
—Hay tiempo de sobra para hacer todos esos planes. ¿Qué tal encuentras a nuestra Adela?
—Confío en su ayuda para salir adelante; no sabe lo que me consuela estar otra vez con usted, todos los demás me resultan extraños —dijo la muchacha hablando muy de prisa.
Pero Mrs. Moore no parecía en absoluto inclinada a mostrarse servicial. Una especie de resentimiento emanaba de toda ella. Daba la impresión de estar diciendo: «¿No vais a dejarme nunca tranquila?» Su ternura cristiana había desaparecido o se había convertido en dureza, en una justa irritación contra la raza humana; Mrs. Moore no había manifestado interés por la detención de Aziz, apenas había hecho preguntas y se había negado a salir de la cama la última noche de muharram, cuando se temía un ataque contra el bungalow.
—Ya sé que no es nada; tengo que ser razonable, lo intento… —siguió Adela, esforzándose de nuevo por contener las lágrimas—. No me importaría si hubiera sucedido en cualquier otro sitio; aunque tengo el consuelo de que en realidad no sé dónde sucedió.
Ronny supuso que entendía lo que Adela trataba de decir: la muchacha era incapaz de reconocer o describir la cueva; casi se negaba a dilucidar aquel punto, y se daba por seguro que la defensa trataría de aprovecharse de ello durante el juicio. Ronny se esforzó por tranquilizarla: las Cuevas de Marabar eran extraordinariamente parecidas; de hecho, se las iba a numerar en el futuro con pintura blanca.
—Sí, eso es lo que quiero decir; no sé exactamente dónde sucedió; pero además está el eco que sigo oyendo todo el tiempo.
—¿Qué es lo que te pasa con el eco? —preguntó Mrs. Moore, prestándole atención por primera vez.
—No consigo librarme de él.
—No creo que lo logres nunca.
Ronny había explicado a su madre —haciendo mucho hincapié en ello— que Adela iba a estar muy nerviosa cuando llegara a casa, por lo que el comportamiento de Mrs. Moore no tenía para él otra explicación que la mala voluntad.
—Mrs. Moore, ¿qué es ese eco?
—¿No lo sabes?
—No, ¿qué es? ¡Dígamelo, por favor! Estaba segura de que usted podría explicármelo…, me tranquilizaría tanto…
—Si no lo sabes, no lo sabes; yo no te lo puedo decir.
—Creo que es usted muy poco amable no diciéndomelo.
—Decir, decir, decir —exclamó la anciana amargamente—. ¡Como si fuera posible decir algo! Me he pasado la vida hablando o escuchando lo que dicen los demás; he escuchado demasiado. Ya es hora de que se me deje en paz. No para morirme —añadió con tono agrio—. Sin duda esperáis que me muera, pero cuando os haya visto casados a ti y a Ronny, y vuelva con los otros dos y me entere de si quieren casarse…, me retiraré a una cueva de mi propiedad. —Mrs. Moore sonrió, para situar su observación a nivel de la vida ordinaria y aumentar así su amargura—. Algún sitio donde los jóvenes no vengan a hacer preguntas esperando respuestas. Un rincón cualquiera.
—Totalmente de acuerdo, pero mientras tanto se acerca el juicio —intervino su hijo acaloradamente—, y la mayoría de nosotros pensamos que sería mejor sacar fuerzas de flaqueza y ayudarnos unos a otros, en lugar de mostrarnos desagradables. ¿Es así como vas a hablar en el estrado de los testigos?
—¿Por qué tendría yo que subir al estrado de los testigos?
—Para confirmar algunos puntos de nuestra declaración.
—Yo no tengo nada que hacer en vuestros ridículos tribunales de justicia —dijo ella, enojada—. No me arrastraréis allí de ninguna de las maneras.
—Yo tampoco quiero que vaya; no permitiré que nadie sufra más molestias por causa mía —exclamó Adela, cogiendo de nuevo la mano de Mrs. Moore, que volvió a retirarla—. Su testimonio no es en absoluto esencial.
—Pensé que querría declarar. Nadie te echa la culpa, madre, pero lo cierto es que renunciaste a seguir la visita después de la primera cueva y animaste a Adela para que continuara sola con él, mientras que si te hubieras sentido lo suficientemente bien para seguir adelante, no hubiese sucedido nada. Ya sé que él lo planeó. Pero tú caíste en la trampa, igual que Fielding y Antony antes que tú… Perdóname por decirlo sin rodeos, pero no tienes derecho a adoptar esa actitud tan arrogante sobre los tribunales de justicia. Otra cosa sería que estuvieses enferma; pero tú dices que te encuentras perfectamente y ésa es la impresión que das; yo creía que estabas dispuesta a aceptar tu parte de responsabilidad, no me cabía la menor duda.
—No consentiré que la molestes, tanto si se encuentra bien como si no —dijo Adela, levantándose del sofá y cogiendo a Ronny del brazo; luego lo soltó dando un suspiro y se sentó de nuevo. Pero a él le agradó que la muchacha hubiese buscado su apoyo y contempló a su madre con aire condescendiente. Nunca se había sentido cómodo con ella. No era en absoluto la encantadora anciana que imaginaban los extraños, y la India había puesto de manifiesto su verdadera manera de ser.
—Asistiré a vuestra boda pero no tomaré parte en vuestro juicio —les informó Mrs. Moore, dándose palmadas sobre la rodilla; estaba muy agitada y sus gestos eran bruscos—. Luego volveré a Inglaterra…
—No puedes irte a Inglaterra en mayo; en eso estábamos todos de acuerdo.
—He cambiado de opinión.
—Bueno, será mejor que demos por terminada esta riña inesperada —dijo Ronny, paseándose por la habitación—. Parece que quieres quedarte al margen de todo, y eso es suficiente.
—Mi cuerpo, mi miserable cuerpo —suspiró la anciana—. ¿Por qué no tengo fuerza? ¿Por qué no puedo irme y desaparecer? ¿Por qué no puedo terminar con mis obligaciones y desaparecer? ¿Por qué tengo dolores de cabeza y me hincho cuando ando? Y todo el tiempo hay que hacer esto y lo de más allá, y eso como tú quieres y aquello como ella quiere, y todo simpatía y confusión y llevar unos las cargas de los otros. ¿Por qué no pueden hacerse estas cosas a mi manera y terminarlas y que yo esté tranquila? No entiendo por qué hay que hacer nada. ¿Por qué todo este casarse…? La raza humana se hubiera convertido hace siglos en una sola persona si el matrimonio sirviese para algo. Y todas esas tonterías sobre el amor, amor en una iglesia, amor en una cueva, como si hubiera la menor diferencia, ¡y a mí se me impide ocuparme de mis asuntos por esas menudencias!
—¿Qué es lo que quieres? —dijo Ronny, muy irritado—. ¿Puedes decirlo de manera inteligible? Si es así, hazlo.
—Quiero la baraja de los solitarios.
—Muy bien, ve a buscarla.
Ronny descubrió, como se temía, que la pobre Adela estaba llorando. Y, como siempre, muy cerca de la ventana había un indio —un mali en este caso— recogiendo todos los sonidos procedentes de la casa. Muy afectado, Ronny guardó silencio unos momentos, pensando en su madre y sus impertinencias seniles. Ojalá nunca le hubiera pedido que viniese a la India; ojalá no tuviese ninguna obligación con ella.
—Bueno, querida; no ha sido una bienvenida muy calurosa —dijo finalmente—. Ignoraba que nos tuviese reservada esta sorpresa.
Adela no lloraba ya, y en su rostro había aparecido una expresión poco corriente, mitad de alivio, mitad de horror.
—Aziz, Aziz —repitió.
Todos evitaban aquel nombre. Se había convertido en sinónimo del Poder del Mal. Aziz era «el detenido», «la persona en cuestión», «el acusado», y el sonido de aquellas sílabas vibró ahora como las primeras notas de una nueva sinfonía.
—Aziz…, ¿he cometido una equivocación?
—Estás demasiado cansada —exclamó el otro, no muy sorprendido.
—Ronny, Aziz es inocente; he cometido una terrible equivocación.
—Bueno, siéntate de todas formas.
Ronny volvió la cabeza, pero en el jardín sólo había dos gorriones persiguiéndose.
Adela obedeció, cogiéndole una mano. Él le acarició la suya; la muchacha sonrió y respiró hondo, como si hubiera salido a la superficie del agua después de estar sumergida; luego se tocó un oído.
—No me molesta tanto el eco.
—Eso está bien. Te habrás repuesto del todo en unos pocos días, pero tienes que ahorrar energías para el juicio. Das es una excelente persona y estaremos todos contigo.
—Pero, Ronny, querido, quizá no debiera haber ningún juicio.
—No entiendo en absoluto lo que dices, y me parece que tú tampoco.
—Si el doctor Aziz no es culpable habría que dejarlo en libertad.
A Ronny le corrió un escalofrío que era como un presagio de muerte.
—Se le puso en libertad —dijo precipitadamente— hasta los disturbios de muharram, cuando hubo que encerrarlo de nuevo.
Para distraerla, Ronny le contó la historia, que los ingleses consideraban divertida. Nureddin había robado el automóvil del Nabab Bahadur, y conduciendo a oscuras en compañía de Aziz se habían metido en una cuneta, saliendo despedidos los dos, Nureddin con un corte profundo en la cara. Sus gemidos habían quedado ahogados por los gritos de los fieles y pasó mucho tiempo antes de que la policía los rescatara. A Nureddin lo llevaron al Hospital Minto y Aziz fue devuelto a la cárcel, con la acusación adicional de alterar el orden público.
—Espera un momento —le dijo Ronny cuando terminó de contar la anécdota; luego se acercó al teléfono para pedirle a Callendar que fuera a verlos lo antes posible, porque a Miss Quested no le habla sentado bien el traslado.
Cuando Ronny terminó de hablar por teléfono la muchacha se hallaba en plena crisis nerviosa, aunque esta vez fuera distinta de las anteriores.
—Ayúdame a hacer lo que tengo que hacer —sollozó, agarrándose a él—. Aziz es bueno. Ya le has oído decirlo a tu madre.
—¿Qué es lo que he oído?
—Que es bueno; me he equivocado por completo al acusarle.
—Madre no ha dicho nunca eso.
—¿No lo ha dicho? —preguntó ella, deseosa de mostrarse razonable, abierta a cualquier sugerencia.
—No ha mencionado su nombre ni una sola vez.
—Pero, Ronny, yo la he oído.
—Pura ilusión. No puedes estar bien del todo si te imaginas una cosa así, ¿no es cierto?
—No, supongo que no. ¡Qué extraño, pasarme a mí estas cosas!
—He estado escuchando todo lo que ha dicho con la mayor atención posible; ya has visto que en ocasiones dice cosas incoherentes.
—Lo dijo cuando bajó tanto la voz…, hacia el final, al hablar de amor…, amor…, no pude seguirla bien, pero fue entonces cuando dijo: «El doctor Aziz no lo ha hecho.»
—¿Con esas palabras?
—La idea más que las palabras.
—No, no, querida. Te engañas completamente. Nadie ha pronunciado su nombre. Creo que estás mezclando nuestra conversación con la carta de Fielding.
—Eso ha sido, claro —exclamó ella, muy aliviada—. Sabía que había oído su nombre en algún sitio. Te estoy muy agradecida por haberlo aclarado…, es el tipo de equivocación que me preocupa, y que demuestra que estoy neurótica.
—De manera que no volverás a decir que es inocente, ¿verdad? Porque todos los criados que tengo son espías. —Ronny se acercó a la ventana. El malí había desaparecido, o se había transformado, más bien, en dos niños pequeños; era imposible que supieran inglés, pero los despidió sin contemplaciones—. Todos nos odian —le explicó a Adela—. No habrá problemas después de la sentencia, porque una cosa hay que decir en favor de los indios y es que aceptan los hechos consumados; pero en este momento se están gastando dinero a manos llenas para cazarnos en un traspié, y un comentario como el tuyo es precisamente lo que andan buscando. Les permitiría decir que todo ha sido una trampa preparada por nosotros, los funcionarios ingleses. Te das cuenta de lo que quiero decir, ¿no?
Mrs. Moore regresó con el mismo aire malhumorado y se dejó caer en una silla junto a la mesa para jugar a las cartas. Deseoso de aclarar la confusión, Ronny le preguntó a bocajarro si había mencionado el nombre del detenido. Como la anciana no entendió la pregunta, hubo que explicarle la razón de que se la hicieran.
—No he pronunciado su nombre —replicó, poniéndose a hacer un solitario.
—Me pareció oírle decir «Aziz es inocente», pero en realidad lo había leído en la carta de Mr. Fielding.
—Claro que es inocente —contestó Mrs. Moore con aire indiferente; era la primera vez que había expresado una opinión sobre aquel punto.
—¿Ves, Ronny? Estaba en lo cierto —dijo la muchacha.
—No tenías razón; nunca lo había dicho.
—Pero lo piensa.
—¿A quién le importa lo que piense?
—Nueve rojo sobre diez negro…
Les llegó la voz desde la mesa de jugar a las cartas.
—Puede creérselo, igual que Fielding, pero existe una cosa que se llaman pruebas, si no estoy equivocado.
—Lo sé, pero…
—¿Tengo obligación de hablar otra vez? —preguntó Mrs. Moore alzando la vista—. Así debe ser, según parece, puesto que no hacéis más que interrumpirme.
—Sólo si tienes algo razonable que decir.
—¡Qué cosa tan aburrida…!, ¡tan trivial…! —Y de la misma manera que cuando se había burlado del amor, la mente de Mrs. Moore parecía dirigirse hacia ellos desde muy lejos y saliendo de la oscuridad—. ¿Por qué sigue siendo todo mi deber? ¿Cuándo me veré libre de estas insignificancias que os preocupan tanto? Estaba él en la cueva y estabas tú también, y así continuamente… Porque un Niño nos ha nacido, un Hijo se nos ha dado[23] y ¿soy yo buena y él malo y hemos logrado salvarnos?…, y terminándolo todo, el eco.
—Ya no lo oigo tanto —dijo Adela, acercándose a Mrs. Moore—. Usted ha hecho que se vaya; usted no hace más que cosas buenas porque es muy buena.
—No soy buena, no; soy mala —hablaba con mucha más calma y se interesó otra vez por las cartas, diciendo mientras las ponía boca arriba—: Una vieja mala, muy mala, detestable. Era buena con mis hijos cuando estaban creciendo; también me encontré con ese joven en su mezquita, y yo quería que fuese feliz. Gentes sin importancia, buenos y felices. Pero no existen, no era más que un sueño… Pero no os voy a ayudar a que lo torturéis por algo que no ha hecho. Existen diferentes formas de mal y yo prefiero la mía a la vuestra.
—¿Tienes alguna prueba en favor del detenido? —dijo Ronny con tono de funcionario deseoso de hacer justicia—. SÍ es así, debes declarar de su parte y no de la nuestra. Nadie te lo impedirá.
—Conozco los caracteres de la gente, como vosotros los llamáis —le replicó ella desdeñosamente, como si conociese algo que iba más allá del carácter pero no pudiera comunicarlo—. He oído hablar bien de él a los ingleses y a los indios, y estoy convencida de que es algo que no haría nunca.
—Endeble, madre, muy endeble.
—Extraordinariamente endeble.
—Y una gran falta de consideración con Adela.
—Sería terrible que me hubiera equivocado —dijo Adela—. Me quitaría la vida.
—¿Qué advertencia te acabo de hacer? —dijo Ronny volviéndose hacia ella—. Tú sabes que tienes razón y todos nosotros lo sabemos también.
—Sí, él… Esto es horrible, absolutamente horrible. Estoy tan segura como siempre de que me siguió…, sólo que, ¿no sería posible retirar el caso? Cada vez me da más miedo tener que ir a declarar; todos os portáis tan bien con las mujeres, y tenéis mucho más poder que en Inglaterra… Fíjate en el automóvil de Miss Derek. Aunque ya me doy cuenta de que no tiene nada que ver, siento mucho hacerlo mencionado; perdóname, haz el favor.
—No tiene importancia —respondió Ronny al no ocurrírsele nada mejor que decir—. Claro que te perdono, como tú lo llamas. Pero el caso tiene que verse ante los tribunales; no queda otro remedio, ya se ha puesto en marcha todo el mecanismo.
—Es ella la que lo ha puesto en marcha; y ahora tendrá que seguir hasta que termine.
Adela se sintió muy inclinada a llorar ante aquella observación tan poco amable, y Ronny cogió la lista de salidas de los barcos con una excelente idea en la cabeza. Su madre debía irse de la India inmediatamente; se estaba haciendo daño a sí misma y a todos ellos por añadidura.