Capítulo vigésimo primero

Fielding, después de desechar sus remordimientos por el asunto que le preocupaba en aquellos momentos, empleó la última parte del día en visitar a sus nuevos aliados. Estaba contento de haber roto con el Club, porque sin duda hubiese recogido allí algún que otro chisme que podría contar después a sus amigos, y prefería que no existiese tal posibilidad. Echaría de menos el billar, algún partido de tenis muy de tarde en tarde y las bromas con McBryde; pero eso era todo, porque Fielding viajaba ligero de equipaje, como había explicado a Aziz durante su visita. A la entrada de los bazares, un tigre asustó a su caballo: un muchacho disfrazado de tigre, el cuerpo a rayas marrones y amarillas y el rostro cubierto por una máscara. Se estaban preparando las festividades de muharram. Eran muchos los tambores que sonaban por la ciudad, pero no daban una impresión de mal humor. Se le invitó a inspeccionar una pequeña tazia, endeble y frágil estructura, más parecida a un miriñaque que a la tumba del nieto del Profeta, asesinado en Kerbela. Niños llenos de entusiasmo pegaban papeles de colores sobre las varillas del armazón. Fielding pasó el resto de la velada con el Nabab Bahadur, Hamidullah, Mahmoud Ali y otros miembros de la coalición. Ya estaba en marcha la campaña en favor de Aziz. Se había enviado un telegrama al famoso Amritrao, y recibido su respuesta afirmativa. Iba a renovarse la petición de libertad bajo fianza: no podrían seguir denegándola ahora que Miss Quested se hallaba fuera de peligro. La reunión era un asunto serio y razonable, deslucido por la presencia de un grupo de músicos itinerantes, a quienes se había permitido tocar dentro del recinto donde se celebraba. Cada uno empuñaba un cántaro de barro de considerables dimensiones, con guijarros en su interior, que agitaban arriba y abajo, marcando el ritmo de una triste salmodia. Aturdido por el ruido, Fielding propuso que se les despidiera, pero el Nabab Bahadur se opuso; dijo que unos músicos que habían recorrido tantas millas podían traer buena suerte.

Ya avanzada la noche, el Director del Instituto sintió el deseo de contarle al profesor Godbole el error táctico y moral que había cometido mostrándose descortés con Heaslop, para oír los comentarios del hindú. Pero el anciano se había acostado ya, y un día o dos después se escabullo camino de su nuevo trabajo sin que nadie le molestara; el profesor Godbole siempre había tenido una gran habilidad para desaparecer en el momento oportuno.