Capítulo vigésimo

Aunque Miss Quested no se había hecho popular entre los ingleses, el episodio de Marabar logró que salieran a relucir los aspectos más positivos de la comunidad británica. Durante varias horas brotaron a raudales emociones muy nobles, que las mujeres experimentaron incluso con más intensidad que los hombres, aunque quizá por menos tiempo. «¿Qué podemos hacer por nuestra hermana?», pensaban Mrs. Callendar y Mrs. Lesley mientras se dirigían bajo un calor sofocante a interesarse por la salud de Miss Quested. Mrs. Turton era la única visitante a quien se permitía la entrada en la habitación de la enferma. Cuando salió de allí lo hizo ennoblecida por un dolor totalmente altruista.

—Es como si se tratara de mi propia hija —fueron sus palabras; y luego, al recordar su comentario de que Miss Quested «no era pukka» y lo mal que le había parecido su compromiso matrimonial con el joven Heaslop, se echó a llorar.

Nadie había visto llorar a la esposa del Administrador. Mrs. Turton era perfectamente capaz de derramar lágrimas, pero siempre las reservaba para alguna ocasión adecuada; y ahora esa ocasión había llegado. ¡Ah! ¿Por qué no habían sido todos más amables y más pacientes con aquella forastera, dándole no sólo hospitalidad, sino también su afecto? Esa parte más tierna del corazón, que raras veces se usa, la emplearon por algún tiempo estimulados por el remordimiento. Si todo ha pasado (como el Mayor Callendar daba a entender), de acuerdo, ha pasado todo, y no se puede hacer nada, pero les seguía correspondiendo cierta responsabilidad en el terrible infortunio de Miss Quested, responsabilidad que no eran capaces de definir. Tenían que haber logrado convertirla en uno de ellos, aunque la muchacha no lo fuera en un principio, pero ahora ya nunca lo podrían hacer, porque no estaba en condiciones de aceptar su invitación.

—¿Por qué no pensamos más en los que nos rodean? —suspiró Miss Derek, tan amiga del placer.

Este pesar sólo duró unas cuantas horas en su forma más pura. Antes de la puesta del sol, otras consideraciones empezaron a adulterarlo, y el sentimiento de culpabilidad (tan extrañamente unido a nuestro primer contacto con cualquier sufrimiento) fue perdiendo fuerza.

Los funcionarios civiles acudieron al Club con premeditada calma; los caballos al trote corto, como los propietarios rurales se pasean en Inglaterra entre setos florecidos, porque los nativos no debían sospechar la agitación que les dominaba. Consumieron sus bebidas habituales, pero todo sabía distinto, y luego contemplaron la empalizada de cactos que apuñalaba la purpúrea garganta del cielo, dándose cuenta de que se hallaban a miles de millas de cualquier paisaje que fueran capaces de entender. El Club estaba más lleno que de costumbre, y algunos padres habían hecho entrar a sus hijos en las habitaciones reservadas para los adultos, lo que le daba el aire de la Residencia de Lucknow[19]. Una madre joven —estúpida pero extraordinariamente hermosa— estaba sentada en un sofá en la sala de fumadores con su bebé en brazos. Su marido se hallaba de viaje por el distrito y ella no se atrevía a volver a su bungalow por temor «a que atacaran los nativos». Era la mujer de un funcionario poco importante del ferrocarril a la que de ordinario se prodigaban los desaires; pero aquella noche, con su figura abundante y su espesa cabellera de color maíz maduro, había pasado a simbolizar todo aquello por lo que merecía la pena luchar y morir; un símbolo quizá más permanente que la pobre Adela.

—No se preocupe, Mrs. Blakiston, son sólo los tambores de muharram —le decían los hombres.

—Entonces es que ya han empezado —gemía ella, estrechando al niño y deseando más bien que no eructara y babeara en un momento como aquel.

—No, por supuesto que no; y de todas formas no vienen hacia el Club.

—Ni tampoco van hacia el bungalow del Burra sahib, que es donde usted y su niño van a dormir esta noche, querida —añadió Mrs. Turton, erguida a su lado como Palas Atenea, y decidida a no ser tan esnob en el futuro.

El Administrador dio unas palmadas para conseguir silencio. Estaba mucho más tranquilo que durante su enfrentamiento con Fielding. De hecho, siempre estaba más tranquilo cuando se dirigía a varias personas que en un tête à tête.

—Quiero dirigirme especialmente a las señoras —dijo—. No existe el menor motivo de alarma. No pierdan la serenidad. Salgan sólo cuando sea absolutamente necesario, no bajen a la ciudad y no hablen delante de los criados. Eso es todo.

—Harry, ¿hay alguna noticia de la ciudad? —preguntó su mujer, en pie a cierta distancia de Mr. Turton, y utilizando también una voz que reflejaba su interés por la seguridad pública. El resto de los presentes guardó silencio durante el augusto coloquio.

—Absoluta normalidad.

—Ésa era también mi impresión. Esos tambores son sólo los de muharram, por supuesto.

—Únicamente la preparación para la fiesta; la procesión no tendrá lugar hasta la semana que viene.

—Sí, claro; el lunes próximo.

—Mr. McBryde está allí abajo, disfrazado de santón —dijo Mrs. Callendar.

—Ése es exactamente el tipo de observación que se debe evitar —hizo anotar el Administrador señalándola—. Mrs. Callendar, haga el favor de tener más cuidado en estos tiempos que corren.

—Bueno, yo… —No estaba ofendida; la severidad de Mr. Turton le hacía sentirse segura.

—¿Alguna pregunta más? Preguntas necesarias.

—¿Qué ha sido del…? ¿Dónde está…? —tembló la voz de Mrs. Lesley.

—En la cárcel. Le ha sido denegada la fianza.

Fielding habló a continuación. Quería saber si había un boletín oficial sobre la salud de Miss Quested, y si las noticias sobre su gravedad eran dignas de crédito. Su pregunta produjo mal efecto, en parte por haber pronunciado el nombre de la víctima; tanto de ella como de Aziz sólo se hablaba mediante una perífrasis.

—Espero que Callendar esté pronto en condiciones de hacernos saber cómo marchan las cosas.

—En cualquier caso, no me parece que esa última pregunta pueda calificarse de necesaria —dijo Mrs. Turton.

—¿Serán tan amables las señoras de abandonar ahora el salón de fumadores? —exclamó el Administrador, dando de nuevo unas palmadas—. Y recuerden lo que he dicho. Contamos con ustedes para que nos ayuden a superar un momento difícil, y pueden ayudarnos comportándose como si todo fuera normal. No es otra cosa lo que les pido. ¿Puedo confiar en ustedes?

—Sí, naturalmente, ¡claro que sí! —respondieron unánimemente las señoras, con rostros ansiosos y demacrados. Abandonaron la sala apaciguadas, pero llenas de exaltación, con Mrs. Blakiston en el centro como una llama sagrada. Las sencillas palabras de Mr. Turton les habían recordado que eran una avanzada del Imperio. Junto a su compasivo afecto por Adela, surgió otro sentimiento que terminaría a la larga por estrangularlo. Sus primeras manifestaciones fueron prosaicas y de poca importancia. Mrs. Turton, jugando al bridge, hizo sus chistes habituales, que nada tenían de delicados, y Mrs. Lesley empezó a tejer una bufanda.

Cuando el salón de fumadores quedó despejado, el Administrador se sentó en el borde de una mesa, con lo que podía dominar toda la habitación sin que la reunión adquiriera un ambiente demasiado protocolario. Su mente se debatía entre impulsos contradictorios. Quería vengar a Miss Quested y castigar a Fielding, sin dejar por ello de mostrarse escrupulosamente justo. Sentía deseos de azotar a todos los nativos que veía, pero sin hacer nada que pudiera provocar un motín o exigir una intervención armada. El temor a tener que llamar a las tropas era en él muy intenso, los soldados enderezan una cosa, pero dejan otras doce torcidas, y les encanta humillar a la Administración civil. Aquella noche había accidentalmente un militar en la habitación, oficial de un regimiento gurkha; estaba un poco borracho y consideraba providencial su presencia en Chandrapore. El Administrador suspiró. No parecía haber otra salida que el viejo y gastado camino de la avenencia y la moderación. Echaba de menos los días de antaño, cuando un inglés podía encontrar satisfacción para su honor sin que nadie después le hiciese preguntas. El pobre Heaslop había dado un paso en aquel sentido negándose a conceder la libertad bajo fianza, pero el Administrador no conseguía convencerse de que el pobre Heaslop hubiese obrado prudentemente. No sólo iban a enfadarse el Nabab Bahadur y los demás, sino que había que contar con la vigilancia del Gobierno mismo de la India y, detrás de él, esa asamblea de locos y cobardes, el Parlamento británico. Constantemente tenía que recordarse a sí mismo que, a los ojos de la ley, Aziz no era aún culpable, y el esfuerzo le fatigaba.

Los otros, menos abrumados por la responsabilidad, podían comportarse de manera más natural. Habían empezado hablando de «mujeres y niños», esa frase que exime al varón de obrar con cordura después de repetirla unas cuantas veces. Todos sentían que se hallaban en peligro las cosas que más querían, exigían venganza y estaban llenos de un agradable ardor en el que los fríos y casi desconocidos rasgos de Miss Quested se desvanecían para ser reemplazados por todo lo que había de más cálido y más grato en sus vidas privadas. «Pero se trata de las mujeres y de los niños», repetían, el Administrador sabía que tenía que hacer algo para evitar que se emborracharan con sus propias palabras, pero le faltaba el valor. «Habría que obligarles a entregar rehenes», etc. Muchos de los niños y mujeres en cuestión saldrían para su residencia de verano al cabo de unos días, y alguien sugirió embarcarlos inmediatamente en un tren especial.

—Excelente sugerencia —exclamó el oficial—. El ejército tendrá que intervenir antes o después. —En su mente un tren especial iba indisolublemente ligado a la idea de tropas—. Esto no hubiera sucedido nunca si esa Colina de Barabas estuviera bajo control militar. Bastaba con colocar un puñado de gurkhas a la entrada de la cueva.

—Mrs. Blakiston estaba diciendo que ojalá hubiese aquí unos cuantos soldados ingleses —señaló alguien.

—Los ingleses no sirven —exclamó el oficial, sumido momentáneamente en un conflicto de lealtades—. En este país lo que hacen falta son tropas indígenas. Me quedo con el nativo al que le van los deportes; denme gurkhas, denme rajputas, denme jatíes, o panjabíes, o sikhs, o marathas, o bhils, o arridis y pathans; y en realidad, si vamos a eso, no me importa que me den la escoria de los bazares. Bien dirigidos, claro está. Iría con ellos a cualquier sitio…

El Administrador asintió cortésmente y dijo a los suyos:

—No vayan por ahí con armas. Quiero que todo siga exactamente como siempre, hasta que haya motivos para hacer otra cosa. Manden a las mujeres a la montaña, pero háganlo tranquilamente, y, por el amor de Dios, que no se hable más de trenes especiales. Olvídense de lo que piensen o de cómo sientan. Es posible que también yo tenga mis sentimientos. Un indio ha intentado…, se le acusa de haber intentado la comisión de un delito —Mr. Turton se golpeó varias veces la frente con una uña, y todos se dieron cuenta de que los sentimientos del Administrador eran tan intensos como los suyos, creció el afecto hacia él y decidieron no crearle nuevas dificultades—. Hay que actuar de acuerdo con los datos de que disponemos hasta que suceda algo nuevo —concluyó—. Suponer que todos los indios son ángeles.

—Tiene usted razón, eso es lo que haremos… Ángeles… Exactamente… —murmuraron los otros.

—Lo mismo que yo dije —exclamó el oficial—. Un nativo se comporta bien si se está a solas con él. ¡Lesley! ¡Lesley! Usted se acuerda de uno con el que me entretuve un rato en el Maidan el mes pasado. Era un buen tipo. Cualquier nativo que juega al polo no puede ser malo del todo. Pero a las clases educadas hay que aplastarlas, y esta vez sé muy bien de lo que estoy hablando.

Se abrió la puerta del salón de fumadores, dejando pasar un rumor de voces femeninas.

—La enferma está mejor —exclamó Mrs. Turton, y de ambas secciones de la comunidad se alzó un suspiro de alegría y de alivio. El Cirujano-Jefe, que había traído las buenas noticias, entró a continuación. Su rostro, pálido y abotagado tenía una expresión de mal humor. Recorrió con la vista a los presentes, y al descubrir a Fielding recostado en un sofá dijo:

—¡Hummm!

Todos empezaron a pedirle que diera más detalles.

—En este país nadie está fuera de peligro mientras tenga fiebre —fue su respuesta. Parecía molestarle que su paciente se recuperara, y nadie que conociera al viejo Mayor y sus métodos podía sorprenderse de ello.

—Siéntese, Callendar; cuéntenoslo todo.

—Me llevaría un buen rato hacerlo.

—¿Qué tal está la muchacha?

—Tiene fiebre.

—Mi mujer ha oído que estaba empeorando.

—Podría ser. No garantizo nada. Preferiría que no se me acosara a preguntas, Lesley.

—Discúlpenos.

—Heaslop viene detrás de mí.

Al nombre de Ronny una expresión sublime reapareció en todos los rostros. Miss Quested no era más que una víctima; el joven Heaslop, en cambio, encarnaba al mártir; era el destinatario de todo el mal que dirigía contra ellos el país al que trataban de servir; iba cargado con la cruz del sahib. Y los otros se impacientaban al no poder nacer nada; se sentían terriblemente cobardes por tener que esperar, cómodamente sentados, a que la ley siguiera su curso.

—Ojalá no hubiese dado permiso a mi asistente. Tendría que haberme cortado la lengua antes. Sentir que soy responsable, eso es lo que más me afecta. Decir que no y ceder luego bajo presión. Eso es lo que hice, hijos míos, eso es lo que hice.

Fielding se sacó la pipa de la boca y la contempló con aire pensativo. Creyéndole asustado, el otro continuó:

—Tenía entendido que un inglés iba a formar parte de la expedición. Por eso cedí.

—Nadie le culpa a usted, mi querido Callendar —dijo el Administrador, mirando al suelo—. Todos somos responsables, por cuanto deberíamos haber comprendido que la expedición no contaba con las suficientes garantías. Yo estaba informado, personalmente; las dos señoras fueron a la estación en nuestro coche esta mañana. En ese sentido estamos todos implicados, pero a usted personalmente no le corresponde ni un átomo de culpabilidad.

—No es así como yo lo siento, aunque me gustaría. La responsabilidad es una cosa terrible, y detesto al hombre que la rehúye —sus ojos estaban fijos en Fielding.

Quienes sabían que el Director del Instituto se había comprometido a ir en la excursión y que luego había perdido el tren de madrugada le compadecían; era lo que cabe esperar cuando uno se mezcla con los nativos; siempre acaba produciéndose algún ultraje. El Administrador, que estaba mejor informado, guardó silencio, porque en su calidad de funcionario aún conservaba la esperanza de que Fielding volviera al redil. La conversación volvió de nuevo a las mujeres y a los niños, y, aprovechándose de ella, el Mayor Callendar hizo un aparte con el militar y le instigó para que provocara a Fielding. Fingiéndose más borracho de lo que estaba en realidad, empezó a hacer observaciones semiofensivas.

—¿Han oído lo del criado de Miss Quested? —intervino el Mayor, colaborando en el ataque.

—No, ¿qué hay de él?

—Anoche Heaslop advirtió al criado de Miss Quested que tuviera buen cuidado de no perderla nunca de vista. El detenido lo supo y se las arregló para dejarlo atrás. Lo sobornó. Heaslop acaba de enterarse de toda la historia, con nombres y cantidades: un alcahuete bien conocido de esas gentes le dio el dinero, un tal Mohammed Latif. Eso en cuanto al criado. Pero ¿y el inglés, nuestro amigo aquí presente? ¿Cómo consiguió librarse de él? También con dinero.

Fielding se puso en pie, apoyado por murmullos y exclamaciones, porque nadie ponía aún en duda su integridad.

—Se me ha interpretado mal; pido disculpas —dijo el Mayor con tono ofensivo—. No he querido decir que sobornaran a Mr. Fielding.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere usted decir?

—Pagaron al otro indio, Godbole, para que le hiciera llegar a usted tarde. Estaba diciendo sus oraciones. ¡Ya conozco yo esas oraciones!

—Eso es ridículo… —Fielding volvió a sentarse, temblando de rabia; una persona tras otra, todos iban siendo arrastrados por el fango.

Después del primer golpe de efecto, el Mayor empezó a preparar el segundo:

—Heaslop también se enteró de algo por su madre. Aziz pagó a una turba de nativos para que la asfixiaran. Eso acabó con ella, o habría estado a punto de hacerlo si no llega a escapar. Bien planeado, ¿no es cierto? Muy hábil. Luego mi asistente podía seguir ya solo con la muchacha. Él, ella y un guía, suministrado por el mismo Mohammed Latif. Ahora el guía no aparece por ningún sitio. Maravilloso —su voz se transformó en un rugido—. No es momento de quedarse sentados. Es hora de pasar a la acción. Hay que llamar a las tropas y limpiar los bazares[20].

Nunca se daba importancia a las explosiones de cólera del Mayor, pero en aquella ocasión logró que todos se sintieran incómodos. El delito era todavía peor de lo que habían imaginado, llegando a unas incalificables cotas de cinismo que no habían vuelto a alcanzarse desde 1857. Fielding olvidó su propia indignación, preocupado por el pobre Godbole, y se quedó pensativo; el mal se propagaba en todas direcciones, y parecía tener una existencia propia, ajena a cualquier cosa que las personas aisladas pudieran hacer o decir, y el Director del Instituto entendió mejor por qué Aziz y Hamidullah se habían sentido inclinados a tumbarse y dejarse morir. Su adversario vio que estaba teniendo problemas y se atrevió a decir:

—Supongo que nada de lo que se hable dentro del club saldrá fuera, ¿no es cierto? —guiñándole un ojo a Lesley mientras tanto.

—¿Por qué tendría que salir? —respondió Lesley.

—No, por nada. Pero he oído un rumor de que cierto miembro del club, aquí presente, ha visitado esta tarde al detenido. No es posible nadar y guardar la ropa al mismo tiempo, por lo menos en este país.

—¿Es que hay alguien aquí que quiera hacerlo?

Fielding estaba decidido a no dejarse arrastrar de nuevo. Tenía algo que decir, pero lo haría cuando él lo considerara oportuno. El ataque no llegó a prosperar al faltarle el apoyo del Administrador. Por unos instantes Fielding dejó de ser el centro de la atención. Luego volvió a oírse el murmullo de las mujeres en la habitación vecina. Ronny había abierto la puerta.

El joven Heaslop parecía exhausto y tenía una expresión trágica, pero también resultaba más sumiso que de ordinario. Siempre había mostrado deferencia hacia sus superiores, pero ahora le salía directamente del corazón. Parecía suplicar su protección ante el insulto de que había sido objeto, y ellos, en un instintivo gesto de homenaje, se pusieron en pie. Pero en el Oriente todo acto humano tiene un tinte oficial, y al mismo tiempo que se honraba a Heaslop, se condenaba a Aziz y a la India. Fielding, dándose cuenta de esto, siguió sentado. Era un gesto descortés, incluso grosero, y quizá también tácticamente equivocado, pero el Director del Instituto comprendió que ya llevaba suficiente tiempo mostrándose pasivo, y que si no manifestaba su disconformidad podía verse arrastrado hacia donde no quería en contra de su voluntad. Ronny, que no le había visto, dijo con voz ronca:

—Por favor, siéntense todos, tengan la bondad; sólo quiero enterarme de las decisiones que se hayan tomado.

—Heaslop, les he explicado que estoy en contra de cualquier manifestación de fuerza —dijo el Administrador, como disculpándose—. No sé si estará usted de acuerdo conmigo, pero la situación en la que me encuentro me obliga a ello. Las cosas serán distintas cuando se consiga el veredicto.

—Sin duda usted lo sabe mejor que yo; carezco de experiencia y no puedo decir nada.

—¿Qué tal está su madre, muchacho?

—Mejor, muchas gracias. Quisiera que todos volvieran a sentarse.

—Hay alguno que no se ha llegado a levantar —dijo el joven oficial.

—Y el Mayor nos trae excelentes noticias de Miss Quested —continuó Turton.

—Así es, así es; estoy satisfecho.

—Anteriormente se mostró usted bastante pesimista, ¿no es cierto, Mayor? Fue ésa la razón de que denegara la libertad bajo fianza.

Callendar rió con amistosa familiaridad y dijo:

—Heaslop, Heaslop, la próxima vez que le pidan esa libertad bajo fianza, llame por teléfono al viejo doctor antes de concederla; tiene los hombros muy anchos, y, hablando confidencialmente, no se tome demasiado en serio su opinión. Es un charlatán estúpido, de eso no cabe la menor duda, pero siempre hará lo que pueda para que siga en chirona el… —Se detuvo con fingida cortesía—. No me daba cuenta de que tiene aquí a uno de sus amigos.

—Levántese, cerdo —exclamó el oficial.

—Mr. Fielding, ¿qué le ha impedido ponerse en pie? —dijo el Administrador, entrando finalmente en la contienda. Era el ataque que el Director del Instituto había estado esperando y al que tenía que responder.

—¿Se me permite hacer una declaración?

—Claro que sí.

Con su madurez e independencia, libre de los fervores del nacionalismo o de la juventud, Fielding hizo lo que era para él, comparativamente, una cosa bastante fácil. Poniéndose en pie, dijo:

—Creo que el doctor Aziz es inocente.

—Tiene usted derecho a mantener esa opinión si así lo desea, pero dígame, ¿es esa una razón para que insulte a Mr. Heaslop?

—¿Puedo terminar mi declaración?

—Ciertamente.

—Voy a esperar a la sentencia del tribunal. Si Aziz es culpable, presentaré mi dimisión y abandonaré la India. En cuanto al club, renuncio a mi calidad de socio ahora mismo.

—¡Oigan, oigan! —dijeron algunas voces no completamente hostiles, porque les parecía bien que Fielding hablase claro.

—No ha contestado usted a mi pregunta. ¿Por qué no se ha levantado al entrar Mr. Heaslop?

—Con el debido respeto debo decir, señor, que no estoy aquí para contestar preguntas, sino para hacer una declaración personal, y ya he terminado.

—¿Puedo preguntarle si se ha hecho usted cargo de este distrito?

Fielding se dirigió hacia la puerta.

—Un momento, Mr. Fielding. Haga el favor de no marcharse todavía. Antes de abandonar el club, del que hace usted muy bien en renunciar a ser socio, tendrá que manifestar su desaprobación por el delito cometido y presentar sus disculpas a Mr. Heaslop.

—¿Me habla usted oficialmente?

El Administrador, que nunca hablaba de otra manera, se enojó tanto que perdió los estribos.

—Salga de esta habitación inmediatamente —gritó—. Lamento profundamente haberme degradado yendo a buscarle a la estación. Se ha hundido usted al nivel de sus aliados; es usted un hombre débil, y el problema con usted es que…

—Quisiera abandonar la habitación, pero no puedo hacerlo mientras me lo impida este caballero —dijo Fielding con entonación jovial; el joven oficial se había cruzado en su camino.

—Dejen que se vaya —dijo Ronny, casi con lágrimas en los ojos.

Era la única súplica que podía salvar la situación. Cualquier cosa que Heaslop deseara tenía que hacerse. Se produjo un pequeño forcejeo en la puerta, que Fielding atravesó un poco más de prisa de lo ordinario, yendo a parar a la habitación donde las señoras jugaban a las cartas. «Supongamos que me hubiese caído al suelo o llegado a enfadarme», pensó. Estaba un poco enfadado, por supuesto. Sus compañeros nunca le habían tratado de manera violenta, llamándole antes débil; Heaslop, además, había amontonado carbones ardiendo sobre su cabeza. Ojalá no hubiese utilizado al pobre Ronny para buscar pelea, sobre todo habiendo como había otros motivos mucho mejores para hacerlo.

De todas formas, ya estaba hecho, aunque fuera chapuceramente, y para calmarse y recobrar el equilibrio mental, Fielding salió un momento a la galería superior, donde lo primero que apareció ante sus ojos fueron las Colinas de Marabar. A aquella distancia y a aquella hora se transfiguraban; eran Monsalvat[21], el Valhala[22], las torres de una catedral, pobladas de santos y de héroes y cubiertas de flores. ¿Qué ser impío se ocultaba en ellas y tenía que ser detectado cuanto antes, gracias a los esfuerzos de la justicia? ¿Quién era el guía? ¿Seguirían aún sin encontrarlo? ¿Qué era el «eco» del que Miss Quested se quejaba? Fielding lo ignoraba aún, pero pronto llegaría a saberlo. La información es una gran cosa y terminaría por imponerse. La luz se estaba extinguiendo, y mientras contemplaba las colinas, parecieron avanzar hacia él llenas de gracia, como un cortejo de reinas, y su encanto se fundió con el del cielo. Al llegar la oscuridad se hallaban ya en todas partes: descendió la refrescante bendición de la noche, brillaron las estrellas y el universo entero fue una colina. Maravilloso, exquisito momento que, sin embargo, pasó junto al inglés hurtando el rostro y con la rapidez del viento. Fielding no experimentó nada personalmente; era como si alguien le hubiese dicho que existía tal momento y se viera obligado a creerlo. Repentinamente, se sintió descontento y lleno de dudas, y se preguntó si real y verdaderamente tenía éxito como ser humano. Después de cuarenta años de experiencia, había aprendido a administrar su vida y a obtener de ella el mejor rendimiento posible de acuerdo con las directrices europeas más avanzadas; había desarrollado su personalidad, definido sus limitaciones, controlado sus pasiones… y lo había logrado todo sin hacerse pedante ni mundano. Un resultado muy estimable; pero, mientras la luz se esfumaba, Fielding sintió que durante todo aquel tiempo debería haber estado luchando por algo distinto: no sabía qué, ni lo sabría nunca, ni era posible llegar a saberlo, y ésa era la razón de su tristeza.