Capítulo decimonoveno

Hamidullah era el paso siguiente. Estaba esperando a la puerta del despacho del Superintendente, y se puso en pie respetuosamente cuando vio a Fielding. Ante el apasionado «Todo esto no es más que una equivocación» del inglés, respondió:

—¿Es que ha aparecido ya alguna prueba?

—Aparecerán —dijo Fielding, cogiéndole de la mano.

—Sí, Mr. Fielding; pero una vez que un indio ha sido detenido, no sabemos dónde acabará. —Su actitud era respetuosa—. Es muy de agradecer que me salude usted en público de esta manera. Sé apreciar su gesto en todo lo que vale; pero, Mr. Fielding, sólo las pruebas consiguen convencer a un magistrado. ¿Mr. McBryde hizo alguna observación cuando le entregaron mi tarjeta? ¿Cree usted que mi solicitud le molestó y que podría predisponerle contra mi amigo? Si es así, la retiraría gustosamente.

—No le ha molestado, pero si así fuera, ¿qué más da?

—Para usted es muy fácil hablar así, pero nosotros tenemos que vivir en este país.

El abogado más importante de Chandrapore, con sus modales rebosantes de dignidad y su título de Cambridge, estaba asustado. También él quería a Aziz y sabía que se trataba de una calumnia; pero la fe no gobernaba su corazón, y hablaba de «planes» y de «pruebas» de una manera que entristecía al inglés. También Fielding tenía sus preocupaciones —no le gustaba el asunto de los prismáticos ni la discrepancia sobre el guía—, pero las había relegado a un rincón de su mente y les prohibía contagiar su parte más vital. Aziz era inocente: toda posible acción tenía que partir de ahí: las personas que le consideraban culpable estaban equivocadas, y carecía de sentido tratar de apaciguarlas. En el momento en que se disponía a compartir la suerte de los indios, Fielding se dio cuenta de toda la distancia que le separaba de ellos. Los indios siempre hacen alguna cosa decepcionante. Aziz había tratado de escapar de la policía; Mohammed Latif no se había opuesto al pillaje. ¡Y ahora Hamidullah! En lugar de enfadarse y denunciar, contemporizaba. ¿Son cobardes los indios? No, pero les cuesta mucho empezar y a veces dan marcha atrás. El miedo está en todas partes; el dominio británico descansa sobre él; el respeto y la cortesía de que Fielding disfrutaba eran gestos inconscientes de conciliación. El Director del Instituto le dijo a Hamidullah que se alegrase; todo terminaría bien; y Hamidullah se animó, volviéndose beligerante y atendiendo a razones. Aquello era una clara ilustración del comentario de McBryde: «Si se sale usted de la línea, deja un vacío.»

—Lo primero y más importante es el asunto de la fianza…

Había que presentar la solicitud aquella misma tarde. Fielding quería salir fiador. Hamidullah era partidario de proponérselo al Nabab Bahadur.

—Pero ¿por qué mezclarlo a él en esto?

Que todo el mundo interviniera era precisamente el propósito del abogado. Después sugirió que el defensor fuera un hindú; de esa manera el caso tendría un atractivo más amplio. Mencionó uno o dos nombres —personas que vivían lejos y no se dejarían intimidar por la situación local—, y dijo que preferiría a Amritrao, un abogado de Calcuta que tenía una gran reputación profesional y personal, pero era también muy conocido por sus sentimientos antibritánicos.

Fielding puso reparos; aquello le parecía irse al otro extremo. Aziz tenía que ser declarado inocente, pero con un mínimo de enfrentamiento racial. A Amritrao se le odiaba en el Club. Contratarlo se consideraría como un desafío político.

—No, no; tenemos que atacar con toda nuestra fuerza. Cuando he visto pasar hace un momento a un sucio policía con los papeles privados de mi amigo, me he dicho a mí mismo: «Amritrao es el hombre capaz de arreglar esto.»

Se produjo una pausa llena de tristeza. La campana del templo seguía sonando ásperamente. Aquel interminable y desastroso día apenas había alcanzado aún las primeras horas de la tarde. Continuando su trabajo, los engranajes del Gobierno llevaron un mensajero a caballo desde el despacho del Superintendente al del Magistrado Municipal con un informe oficial sobre la detención.

—No compliquemos las cosas; vamos a jugar con las cartas que tenemos —suplicó Fielding, mientras veía desaparecer al jinete en una nube de polvo—. Tenemos que ganar forzosamente, no puede ser de otra manera. Miss Quested nunca será capaz de probar su acusación.

Esto consoló a Hamidullah, que hizo notar con absoluta sinceridad:

—Ante una crisis los ingleses son inigualables.

—Hasta pronto, entonces, Hamidullah (ya podemos abandonar el «Mr.»). Déle a Aziz mis recuerdos más afectuosos cuando le vea, y dígale que conserve la calma por encima de todo. Ahora vuelvo al Instituto. Si me necesita, llámeme; si no, no lo haga, porque estaré muy ocupado.

—Hasta pronto; ¿está usted realmente de nuestro lado, contra su propio pueblo?

—Si. Completamente.

Fielding sentía tener que tomar partido. Su meta era pasar por la India sin que le colgaran una etiqueta. De ahora en adelante le llamarían «antibritánico» y «sedicioso», términos que le aburrían y que disminuían su utilidad. Preveía que, además de tragedia, aquel asunto sería germen de confusión; divisaba ya varios sitios donde la madeja se enredaba y cada vez que volvía los ojos en aquella dirección, los nudos se hacían más espesos. Por haber nacido en libertad, a Fielding no le asustaba la confusión, pero sí era capaz de reconocer su existencia.

Aquel fragmento de día terminó en una extraña charla con el profesor Godbole. El inacabable asunto de la víbora de Russell[18] estaba nuevamente de actualidad. Varias semanas antes, uno de los profesores del Instituto, un parsi muy impopular, había encontrado una víbora de Russell curioseando alrededor de su clase. Quizás había reptado hasta allí por sí misma, pero quizá no, y los miembros del claustro de profesores seguían visitando al Director para hablar de ello, y hacerle perder el tiempo con sus teorías. Se trataba de un reptil tan venenoso que Fielding prefería no negarse a escucharlos, y los profesores lo sabían. De manera que, mientras su mente estaba ocupada hasta rebosar por otros problemas y reflexionaba sobre la conveniencia de redactar una carta de súplica a Miss Quested, Fielding se vio obligado a escuchar un discurso que carecía de fundamento y de conclusión y se limitaba a flotar por el espacio. Al terminar su exposición, Godbole dijo:

—¿Puedo retirarme ahora? —Cosa que era siempre una indicación de que aún no había dicho lo más importante—. Antes de irme quiero decirle que me alegro mucho de que después de todo lograra usted llegar a las Colinas de Marabar. Temía que mi falta de puntualidad se lo hubiera impedido, pero sé que ha ido usted en el coche de Miss Derek (un método mucho más agradable). Confío en que la expedición haya sido un éxito.

—Veo que no se ha enterado usted de las últimas noticias.

—Sí, sí.

—Creo que no; se ha producido una terrible catástrofe relacionada con Aziz.

—Sí, sí. Ya se sabe por todo el Instituto.

—En ese caso, no veo cómo una excursión en la que sucede una cosa semejante puede considerarse un éxito —dijo Fielding con una mirada en la que se reflejaba su asombro.

—No sabría decirlo. Yo no estaba presente. Fielding miró de nuevo a Godbole: una operación perfectamente inútil, porque ningún ojo podía ver lo que se hallaba en el fondo de la mente del brahmán, y, sin embargo, tenía una mente y también un corazón, y todos sus amigos confiaban en él, sin saber por qué.

—Estoy terriblemente angustiado —dijo Fielding.

—Eso he visto nada más entrar en su despacho. No quisiera abusar de su paciencia, pero me encuentro con una pequeña dificultad de carácter privado y quisiera que usted me ayudara; como sabe, voy a abandonar el Instituto dentro de poco.

—Sí, desgraciadamente.

—Regreso a mi lugar de nacimiento en la India central para encargarme allí de la educación. Quiero empezar una escuela secundaria con sólidas directrices inglesas y que se parezca lo más posible a nuestro Instituto.

—¿Y bien? —suspiró Fielding, tratando de interesarse.

—Actualmente en Mau sólo se imparte educación en el idioma local. Considero que será deber mío cambiar todo eso. Aconsejaré a Su Alteza que apruebe por lo menos una escuela secundaria en la capital y si es posible otra en cada pargana.

Fielding hundió la cabeza entre los brazos; a veces los indios eran realmente insoportables.

—El problema…, el problema para el que solicito su ayuda es éste: ¿qué nombre debería dársele a la escuela?

—¿Un nombre? ¿Un nombre para una escuela? —dijo Fielding, sintiendo de pronto que iba a marearse, como le había sucedido en la sala de espera.

—Sí, un nombre, un título adecuado con el que se la pueda designar y por el que llegue a conocérsela.

—Lo siento…, pero no se me ocurren nombres para escuelas. Sólo puedo pensar en nuestro pobre Aziz. ¿Se da usted cuenta de que en este momento está en la cárcel?

—Sí, desde luego. Y no; no espero que conteste usted ahora a mi pregunta. Sólo pretendía que cuando tuviera usted tiempo pensara un poco en ello y sugiriera dos o tres nombres posibles. Yo había pensado en «Escuela Secundaria de Mr. Fielding», y si ése no le parecía bien, «del Rey-Emperador Jorge V».

—¡Godbole!

El anciano brahmán unió las manos y en su rostro apareció una expresión sagaz, llena de atractivo.

—¿Aziz es culpable o inocente?

—Eso ha de decidirlo el tribunal. El veredicto estará totalmente de acuerdo con las pruebas presentadas, no tengo la menor duda.

—Sí, sí, pero lo que yo quiero es su opinión personal. Se trata de un hombre por el que los dos sentimos afecto y que goza de general estima; vive aquí tranquilamente haciendo su trabajo. Bien, ¿qué conclusión se puede sacar? ¿Sería o no sería capaz de hacer una cosa así?

—¡Ah! Ésa es una pregunta algo distinta de la anterior y bastante más difícil: quiero decir difícil de acuerdo con nuestra filosofía. El doctor Aziz es un joven muy estimable; siento un gran respeto por él; pero creo que me está usted preguntando si una persona concreta puede llevar a cabo buenas o malas acciones, y eso es bastante difícil para nosotros. —Godbole hablaba sin manifestar ninguna emoción y dividiendo las palabras en sílabas que se tropezaban unas con otras.

—Lo que yo le pregunto es: ¿lo hizo o no lo hizo? ¿Queda así suficientemente claro? Yo sé que no lo hizo, y empiezo a partir de ahí. Estoy decidido a hallar la verdadera explicación en un par de días. Mi última hipótesis es que fue el guía que los acompañaba. No puede ser mala voluntad por parte de Miss Quested, aunque Hamidullah lo crea así. No hay duda de que la pobre muchacha ha sufrido una terrible experiencia. Pero usted me dice que no, porque el bien y el mal son lo mismo.

—No, perdone, no es por eso exactamente, según nuestra filosofía, sino porque nada se puede realizar de manera aislada. Todo el mundo realiza la buena acción que alguien lleva a cabo, y también, cuando se trata de una mala acción, todo el mundo participa en ella. Para ilustrar lo que quiero decir, permítame que use como ejemplo el caso que nos ocupa. Se me informa de que en las Colinas de Marabar se ha llevado a cabo una mala acción y que, como resultado, una dama inglesa muy estimada se encuentra ahora gravemente enferma. Mi respuesta es la siguiente: esa acción fue realizada por el doctor Aziz. —Hizo una pausa y sus chupadas mejillas se hundieron aún más hacia el interior de la boca—. Fue realizada por el guía. —Se detuvo de nuevo—. Fue realizada por usted. —Ahora adoptó un aire de audacia y de timidez al mismo tiempo—. Fue realizada por mí. —Miró modestamente el interior de la manga de su chaqueta—. Y por mis alumnos. Incluso por la misma dama en cuestión. Cuando el mal se produce, expresa la totalidad del universo. Lo mismo sucede con el bien.

—Y también con el sufrimiento, etc., y todo es cualquier cosa y nada es algo —murmuró Fielding, irritado, porque necesitaba un suelo firme donde pisar.

—Perdóneme, pero está usted cambiando de nuevo las bases de nuestra discusión. Estamos hablando del bien y del mal. El sufrimiento es sólo un problema personal. Si una joven sufre una insolación, ese hecho carece de significado para el universo. No, no tiene ningún valor, ni el más mínimo. Es un problema aislado, que sólo le concierne a ella. Si pensara que no le dolía la cabeza, no estaría enferma y ahí terminaría todo. Pero resulta completamente distinto si se trata del bien y del mal. No son lo que nosotros pensamos, son lo que son, y cada uno de nosotros ha contribuido en ambos.

—Está usted defendiendo que el bien y el mal son lo mismo.

—No, no; perdóneme de nuevo. El bien y el mal son diferentes, como su nombre indica. Pero, en mi humilde opinión, los dos son aspectos de mi Señor, que está presente en uno y ausente en el otro, y la diferencia entre presencia y ausencia es grande, al menos dentro de lo que mi débil mente es capaz de percibir. Sin embargo, ausencia implica presencia; ausencia no es inexistencia, y, por tanto, está justificado que repitamos: «Ven, ven, ven, ven». —Y sin pararse a respirar, y como para borrar la belleza que sus palabras hubieran podido contener, Godbole añadió—: Pero ¿tuvo usted tiempo para visitar alguna de las interesantes antigüedades de Marabar?

Fielding guardó silencio, tratando de meditar y de dar un descanso a su cerebro.

—¿Ni siquiera vio usted el estanque junto al sitio donde suele acamparse habitualmente? —insistió el otro.

—Sí, sí —respondió Fielding distraídamente, pensando en media docena de cosas al mismo tiempo.

—Eso está bien, porque en ese caso vio usted el Estanque de la Daga.

Y Godbole procedió a relatar una leyenda que podría haber sido aceptable si la hubiera contado mientras tomaban juntos el té, dos semanas antes. La historia hacía referencia a un rajá hindú que había asesinado al hijo de su propia hermana, y después no había podido soltar la daga instrumento del delito, hasta que, con el paso de los años, atravesó las Colinas de Marabar, donde tuvo sed y quiso beber, pero vio una vaca también sedienta y ordenó que, primero, le ofrecieran agua a ella, y, nada más hacerlo, «la daga cayó de su mano, y para conmemorar el milagro el rajá construyó el estanque». Las conversaciones del profesor Godbole culminaban frecuentemente en una vaca. Fielding, muy abatido, se limitó a guardar silencio.

Más avanzada la tarde, el Director del Instituto consiguió una autorización y pudo ver a Aziz, pero el sufrimiento le había vuelto inaccesible. «Usted me abandonó», fue su única observación inteligible. Fielding salió de la cárcel para ir a escribir la carta a Miss Quested. Aunque la carta llegara a sus manos, no serviría de nada, y lo más probable era que los McBryde se apoderaran de ella. Miss Quested le desconcertaba. Era una chica sin imaginación, muy razonable y llena de voluntad: la última persona de Chandrapore que acusaría injustamente a un indio.