Mr. McBryde, el Superintendente de la Policía en el distrito de Chandrapore, era, entre todos los funcionarios de la zona, el más ponderado y de más amplia educación. Había leído y pensado mucho, llegando a desarrollar, debido a un matrimonio hasta cierto punto desgraciado, una completa filosofía de la vida. En su actitud existía un gran componente de cinismo, acompañado de una ausencia total de bravuconería; nunca perdía la calma ni trataba a nadie groseramente, y a Aziz le recibió con cortesía, mostrándose casi tranquilizador.
—Tengo que detenerle hasta que consiga usted la libertad bajo fianza —dijo—; estoy seguro de que sus amigos la solicitarán y, desde luego, se les permitirá visitarle, de acuerdo con el reglamento. A mí se me ha proporcionado cierta información y tengo que actuar de acuerdo con ella, pero yo no soy su juez.
Aziz salió llorando del despacho. A Mr. McBryde le había disgustado la caída del joven médico, pero los indios no le sorprendían ya nunca, porque el Superintendente mantenía una teoría personal sobre las zonas climáticas. La teoría funcionaba como sigue: «Todos los nativos son delincuentes en el fondo de su corazón, por el simple motivo de que viven al sur del paralelo treinta. No hay que echarles la culpa, no tienen la más mínima posibilidad…, seríamos como ellos si nos instaláramos aquí.» Como él mismo había nacido en Karachi, parecía contradecir su propia teoría y, en ocasiones, llegaba a admitirlo con una sonrisa llena de calma y de tristeza.
«Ya hemos desenmascarado a otro más», pensó, mientras se disponía a redactar el informe para el Magistrado.
La llegada de Fielding interrumpió su tarea.
El Superintendente le explicó lo que sabía, sin reservas de ninguna clase. Miss Derek se había presentado conduciendo ella misma el automóvil de Mudkul una hora antes, poco más o menos, y tanto ella como Miss Quested se hallaban en un terrible estado. Habían ido directamente al bungalow de McBryde, donde él se encontraba por casualidad, y allí y en aquel mismo momento les había tomado declaración y cursado las instrucciones para detener a Aziz en la estación.
—¿De qué se le acusa, exactamente?
—De haber seguido a Miss Quested al interior de la cueva y de haberle hecho requerimientos obscenos. Ella le golpeó con sus prismáticos; él trató de quitárselos y se rompió la correa, y así fue como Miss Quested logró escapar. Al registrar a Aziz ahora mismo, le hemos encontrado los gemelos en el bolsillo.
—No, no; estoy seguro de que esto se puede aclarar en cinco minutos —exclamó Fielding de nuevo.
—Véalos usted mismo.
La correa se había roto hacía muy poco y la pieza para ajustar el enfoque estaba atascada. La lógica de las pruebas decía «Culpable».
—¿Miss Quested ha contado algo más?
—Mencionó un eco que parecía haberla asustado. ¿Ha entrado usted en esas cuevas?
—He visto una de ellas. Había un eco. ¿Sabe si la puso muy nerviosa?
—No me ha parecido oportuno abrumarla con preguntas. Ya tendrá que pasar un rato muy malo cuando declare en el juicio. Más vale no pensar en lo que van a ser las próximas semanas. Me gustaría que las Colinas de Marabar y todo lo que contienen estuvieran en el fondo del mar. Noche tras noche se las ve desde el Club, y no eran más que un nombre inofensivo… Sí, ya empezamos. —Porque acababan de traerle una tarjeta de visita: el Vakil Mahmoud Ali, abogado del prisionero, quería que se le permitiera verlo. McBryde suspiró, dio su consentimiento, y continuó—: He oído algunas cosas más de labios de Miss Derek; es una antigua amiga nuestra y habla sin reservas; dice que usted se alejó en busca del campamento, y que casi al mismo tiempo oyó caer piedras del Kawa Dol y vio a Miss Quested bajando en línea recta por una pared cortada a pico. Miss Derek trepó por una especie de barranco para alcanzarla, y la encontró prácticamente extenuada…, había perdido el casco…
—¿No había un guía con ella? —le interrumpió Fielding.
—No. Se había metido entre unos cactos. Miss Derek le salvó la vida presentándose en aquel momento, porque estaba empezando a perder el control de sus miembros. La ayudó a llegar hasta el coche. Miss Quested no soportaba ver al chófer indio y gritó: «Que no se acerque»…, y eso fue lo que puso a nuestra amiga sobre la pista de lo que había sucedido. Fueron directamente a nuestro bungalow, y allí están ahora. Eso es todo lo que sé de la historia hasta este momento. Miss Derek ordenó al chófer que se reuniera con usted. Creo que se ha comportado con mucho sentido común.
—¿Existe alguna posibilidad de que vea a Miss Quested? —preguntó Fielding de pronto.
—Creo que no sería nada oportuno, desde luego.
—Me temía que fuera usted a decir eso. Me gustaría mucho poder verla.
—No está en condiciones de hablar con nadie. Además, usted no la conoce bien.
—Nada, prácticamente… Pero ¿sabe usted?, creo que Miss Quested es victima de un terrible error, y que ese desgraciado muchacho es inocente.
El policía inicio un movimiento de sorpresa, y su rostro se ensombreció por un momento, ya que le desagradaba terriblemente tener que reconsiderar sus decisiones.
—No imaginaba que pensara usted así —dijo, y, en busca de apoyo, bajó la vista hacia la declaración firmada que tenía delante.
—Esos prismáticos me desconcertaron por un momento, pero es imposible que después de agredirla Aziz se guardara los gemelos en el bolsillo.
—Mucho me temo que es perfectamente posible; cuando un indio se echa a perder, no sólo se echa a perder completamente, sino que se vuelve muy raro.
—No le entiendo.
—¿Cómo podría hacerlo? Cuando usted piensa en delincuencia, piensa en delincuencia inglesa. Aquí la psicología es diferente. Estoy seguro de que va usted a decirme que Aziz se comportó con la mayor normalidad cuando bajó a recibirle, de vuelta de las cuevas. No hay razón para que no lo hiciera. Lea las crónicas de la revolución de los cipayos[16], que debería ser su Biblia en este país, más que el Bhagavad Gita[17]. Aunque es posible que exista una íntima conexión entre los dos. Digo unas cosas atroces, ¿no es cierto? Pero tenga en cuenta, Fielding, como ya le expliqué en otra ocasión, que usted es profesor, y en consecuencia trata a estas gentes en la mejor época de su vida. Eso es lo que le hace equivocarse. De muchachos pueden ser encantadores. Pero yo los conozco tal como son realmente, después de haberse convertido en hombres. Fíjese en esto, por ejemplo. —McBryde le mostró la cartera de Aziz—. Estoy examinando las cosas que contiene. No son edificantes. Aquí hay una carta de un amigo que, al parecer, dirige un burdel.
—No deseo enterarme de su correspondencia privada.
—Habrá que mencionarlo en el juicio, en relación con su moralidad. Estaba arreglando los detalles para verse con mujeres en Calcuta.
—Ya está bien, ya está bien.
McBryde guardó silencio, ingenuamente sorprendido. Para él era evidente que dos ingleses podían compartir todo lo que supieran sobre cualquier indio, y no entendía el sentido de aquella objeción.
—Quizá tenga usted derecho a criticar a un joven por hacer eso, pero yo no lo tengo. Hice lo mismo que él cuando tenía su edad.
El Superintendente de la Policía se hallaba en el mismo caso, pero consideró que la conversación estaba tomando un cariz poco agradable. Tampoco le pareció bien la pregunta que Fielding le hizo a continuación.
—Entonces, ¿no hay ninguna posibilidad de ver a Miss Quested? ¿Está usted completamente seguro?
—Todavía no me ha explicado qué es lo que se propone. ¿Para qué demonios quiere usted verla?
—Por si existe alguna posibilidad de que se desdiga antes de que usted mande ese informe; después no quedará más remedio que juzgar a Aziz, y todo el asunto se irá al diablo. Vamos a no discutir esto, y hágame el favor de llamar a su mujer o a Miss Derek y enterarse. No le cuesta nada hacerlo.
—No sirve de nada llamarlas a ellas —replicó McBryde extendiendo la mano hacia el teléfono—. Es Callendar quien tiene que resolver un asunto como éste. No parece usted darse cuenta de que Miss Quested está seriamente enferma.
—Seguro que va a decir que no; no vive para otra cosa —dijo el otro con tono de desesperación.
En seguida recibieron la esperada respuesta: el Mayor no quería oír hablar de que se molestara a la enferma.
—Sólo deseo preguntarle si está segura, completamente segura, de que fue Aziz quien la siguió al interior de la cueva.
—Eso se lo podría incluso preguntar mi esposa.
—Pero quiero ser yo quien se lo pregunte. Quiero que sea alguien que crea en Aziz.
—¿Y qué más da quien lo haga?
—Miss Quested está entre personas que desconfían de los indios.
—Bueno, pero es ella la que cuenta la historia, ¿no es cierto?
—Ya lo sé, pero se la cuenta a ustedes.
McBryde alzó las cejas, murmurando:
—Me parece que hila usted demasiado fino. De todas formas, Callendar no quiere oír hablar de que la vea usted. Siento decir que no me ha dado buenas noticias. Al parecer no está en absoluto fuera de peligro.
Los dos se quedaron callados. Trajeron otra tarjeta de visita al despacho: la de Hamidullah. El ejército enemigo estaba cerrando filas.
—Tengo que terminar este informe, Fielding.
—Me gustaría que no lo continuara.
—¿Cómo podría hacer una cosa así?
—Mi impresión es que todo esto es muy poco satisfactorio, además de absolutamente desastroso. Vamos de cabeza a darnos un golpe tremendo. Supongo que podré ver al detenido.
McBryde dudó.
—Parece que ya está en contacto con la gente de su raza.
—Bueno, cuando haya terminado de hablar con ellos.
—No le haría esperar, por supuesto; tiene usted precedencia sobre cualquier visitante indio. Lo que quiero decir es: ¿qué sentido tiene? ¿Por qué mancharse las manos?
—Yo mantengo que es inocente…
—Inocente o culpable, ¿qué necesidad hay de mezclarse? ¿Qué va usted a conseguir con ello?
—Conseguir, conseguir —exclamó Fielding, sintiendo que se le cerraban todos los caminos—. Uno tiene que respirar de vez en cuando, yo al menos tengo que hacerlo. No es posible ver a Miss Quested y ahora tampoco puedo ver a Aziz. Le prometí venir con él aquí, pero Turton me llamó casi antes de que empezara a andar.
—Un típico gesto perfectamente británico de nuestro Administrador —murmuró McBryde con tono conmovido. Luego, tratando de no adoptar un aire protector, extendió la mano sobre la mesa, y dijo—: Amigo mío, mucho me temo que vamos a tener que estar todos unidos. No ignoro que soy más joven que usted, pero llevo muchos años de funcionario; no conoce este venenoso país tan bien como yo y debe creerme cuando le digo que durante las próximas semanas la situación en Chandrapore va a ser desagradable, francamente desagradable.
—No hace usted más que repetir mis palabras.
—Pero en un momento como éste no hay lugar para…, bueno…, para puntos de vista personales. El que se sale de la fila está perdido.
—Ya veo lo que quiere usted decir.
—No, no del todo. El que discrepa no sólo se pierde a sí mismo, sino que debilita a sus amigos. Si se sale usted de la línea, deja un vacío. Esos chacales —señaló las tarjetas de los abogados— están todos al acecho esperando encontrar un punto débil.
—¿Puedo visitar a Aziz? —fue la respuesta de Fielding.
—No. —Ahora que sabía cuál era la actitud de Turton, el Superintendente no tuvo dudas—. Podrá verlo si consigue el permiso de un magistrado, pero yo solo no me atrevo a asumir la responsabilidad de haber autorizado esa visita. Podría dar origen a más complicaciones.
Fielding guardó silencio un momento, pensando que si hubiese tenido diez años menos o vivido diez años más en la India, habría respondido al llamamiento de McBryde. Después, reafirmándose en su decisión, preguntó:
—¿A quién tengo que dirigirme para solicitar ese permiso?
—Al Magistrado Municipal.
—¡La persona ideal!
—Sí, no parece que esté justificado molestar al pobre Heaslop.
Más «pruebas» hicieron su aparición en aquel momento: el cajón de la mesa del bungalow de Aziz, que un cabo traía en brazos con gesto triunfal.
—Fotografías de mujeres. ¡Vaya!
—Es su esposa —dijo Fielding, con una profunda sensación de vergüenza.
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo dijo él.
McBryde sonrió incrédulamente y empezó a examinar el contenido del cajón. En su rostro apareció una expresión inquisitiva y algo brutal. «Su esposa; ¡de sobra sé yo quiénes son esas esposas!», estaba pensando. Pero en voz alta elijo:
—Bueno, amigo mío, tendrá usted que marcharse, y que Dios nos ayude, que Dios nos ayude a todos…
Y como si su plegaria hubiera sido escuchada, la campana de un templo empezó a tañer destempladamente.