El Administrador había presenciado la detención de Aziz desde el interior de la sala de espera, y, al abrirse las puertas de cinc con perforaciones, Mr. Turton quedó expuesto como un dios dentro de su santuario. Después de entrar Fielding, las puertas, custodiadas por un criado, se cerraron de golpe, mientras un punkah, para señalar la importancia del momento, agitaba sucios trozos de tela sobre sus cabezas. El Administrador no pudo hablar al principio. Su rostro estaba muy pálido, con una expresión de fanatismo que le hacía parecer bastante hermoso; aquella expresión era la que iban a asumir los rostros de todos los ingleses de Chandrapore durante muchos días. Siempre valeroso y altruista, Mr. Turton estaba ahora dominado por algún generoso y ardiente sentimiento; era evidente que se hubiera matado si considerase que al hacerlo tomaba la decisión más acertada. Finalmente habló:
—Nunca había sucedido nada semejante en toda mi carrera —dijo—. Miss Quested ha sido insultada en una de las Cuevas de Marabar.
—No, no, no puede ser —jadeó el otro, sintiendo que estaba a punto de marearse.
—Logró escapar…, gracias a Dios.
—No, no; no puede haber sido Aziz… Aziz no…
El otro hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Absolutamente imposible, grotesco.
—Le he llamado para evitarle las reacciones de indignación que se producirían contra usted si se le viera acompañando al detenido a la comisaría —dijo Turton, sin prestar atención a las protestas de Fielding; casi sin oírlas, en realidad.
El Director del Instituto repitió: «No, no», como un estúpido. No conseguía articular otras palabras. Advertía que había surgido una inmensa masa de locura que trataba de arrollarlos a todos; era preciso devolverla a la sima de donde había salido, pero él no sabía cómo hacerlo, porque no entendía la locura; siempre había avanzado por la vida razonable y tranquilamente hasta que se presentaba una dificultad.
—¿Quién ha presentado esa vil acusación? —preguntó, tratando de serenarse.
—Miss Derek y… la misma víctima… —la voz de Turton casi se quebró, incapaz de repetir el nombre de la muchacha.
—¿Miss Quested en persona acusa al doctor Aziz de…?
El Administrador asintió con un gesto de cabeza, apartando el rostro.
—Entonces es que está loca.
—No puedo pasar por alto ese último comentario —dijo Mr. Turton, tomando por fin conciencia de que Fielding y él no estaban de acuerdo, y temblando de indignación—. Retírela inmediatamente. Es el tipo de observación que se ha permitido usted hacer desde que llegó a Chandrapore.
—Lo siento muchísimo; y desde luego la retiro incondicionalmente —porque él mismo se había vuelto también medio loco.
—Dígame, Mr. Fielding, ¿qué le ha inducido a hablarme en ese tono?
—La noticia ha sido para mí una sorpresa muy desagradable, le ruego que me perdone. No puedo creer que el doctor Aziz sea culpable.
Turton dio un puñetazo sobre la mesa.
—Eso…, eso es una repetición aún más grave del mismo insulto.
—Si se me permite decirlo, creo que no —replicó Fielding, palideciendo intensamente, pero sin dar su brazo a torcer—. No pongo en duda la buena fe de las dos señoritas, pero la acusación que han presentado se basa en una equivocación y bastarían cinco minutos para aclararlo. Aziz se ha estado comportando de manera perfectamente natural; además, sé que es incapaz de cometer semejante infamia.
—Se basa efectivamente en una equivocación —anunció la voz estrangulada y cortante del otro—. Así es, efectivamente. Tengo una experiencia de veinticinco años en este país —hizo una pausa, y los «veinticinco años» dieron la impresión de llenar la sala de espera con su aridez y su egoísmo—, y durante esos veinticinco años siempre he visto que el único resultado de que ingleses e indios traten de intimar es el desastre. Comunicación, sí. Cortesía, sin duda alguna. Intimidad, nunca, nunca. Todo el peso de mi autoridad está en contra de ello. Chandrapore lleva seis años a mi cargo, y si todo ha ido sobre ruedas, si ha habido respeto y aprecio mutuos, es porque ambos pueblos se han atenido a esta regla tan simple. Los recién llegados dan de lado nuestras tradiciones, y en un instante sucede lo que está usted viendo; el trabajo de años queda destruido y el buen nombre de mi distrito arruinado para toda una generación. No soy capaz de…, de ver el fin del trabajo qué empezamos hoy, Mr. Fielding. Usted, que está empapado de ideas modernas, podrá sin duda hacerlo. Yo quisiera no haber vivido para verlo empezar, de eso estoy seguro. Esto es el fin para mí. Que una señorita, que una joven, prometida al colaborador que más aprecio…, que ella…, una chica recién llegada de Inglaterra…, que yo haya tenido que vivir…
Dominado por sus propias emociones, Mr. Turton fue incapaz de continuar. Lo que había dicho era muy serio y resultaba muy patético, pero ¿tenía algo que ver con Aziz? Nada en absoluto, si Fielding estaba en lo cierto. Es imposible ver una tragedia desde dos puntos de vista al mismo tiempo, y, mientras Turton había decidido tomar venganza por el agravio contra Miss Quested, el Director del Instituto confiaba en salvar al hombre. Fielding quería marcharse y hablar con McBryde, que siempre se había mostrado amistoso con él y era una persona razonable; cabía confiar, por tanto, en que no perdiera la cabeza.
—He venido aquí pensando en usted especialmente mientras el pobre Heaslop se llevaba a su madre. Me ha parecido que era la mejor muestra de amistad que podía darle. Quería decirle que vamos a celebrar una reunión en el Club esta noche para analizar la situación, pero dudo que quiera usted venir. Se le ve muy poco por allí.
—Naturalmente que iré; y le agradezco mucho todas las molestias que se ha tomado por causa mía. ¿Puedo atreverme a preguntar dónde está Miss Quested?
El Administrador replicó con un gesto: se hallaba enferma.
—Peor que peor, terrible —dijo Fielding, sinceramente afectado.
Pero Mr. Turton le miró con severidad, porque seguía conservando la calma. No había perdido la cabeza ante la frase «una chica recién llegada de Inglaterra»; no se había agrupado inmediatamente bajo el estandarte de la raza. Insistía en buscar los hechos, aunque el rebaño se hubiese decidido por las emociones. Nada enfurece tanto a la India inglesa como la lámpara de la razón, si se la muestra, aunque sea sólo por un momento, después de decretarse su desaparición. Aquel día todos los europeos de Chandrapore estaban prescindiendo de su forma de ser habitual para identificarse con la comunidad. Se sentían llenos de compasión, de rabia y de heroísmo, pero no eran capaces de sumar dos y dos.
Dando por terminada la entrevista, el Administrador salió al andén, donde reinaba una terrible confusión. A uno de los chuprassis de Ronny le habían encargado que recogiera algunas menudencias que pertenecían a las señoras y estaba apoderándose, para su propio uso, de otros objetos que no le pertenecían; era un partidario de los enfurecidos ingleses. Mohammed Latif no hizo el menor intento de oponérsele. Hassan se quitó el turbante con gran violencia y empezó a llorar. Toda la impedimenta tan generosamente preparada para la excursión había rodado por el suelo. Mr. Turton se hizo cargo de la situación con una mirada, y su sentido de la justicia se impuso a pesar de la indignación que le dominaba. Dio las órdenes necesarias y cesó el pillaje. Luego tomó el camino de su bungalow dando otra vez rienda suelta a sus pasiones. Al ver a los peones dormidos en las zanjas o a los tenderos que se levantaban para saludarle, se dijo a sí mismo: «Por fin sé cómo sois; vais a tener que pagar por esto, os aseguro que gritaréis antes de que terminemos con vosotros,»