Aziz esperó un minuto dentro de su cueva, y encendió un cigarrillo, para poder decir: «Me metí ahí para resguardarme del viento», o algo por el estilo, al reunirse con ella. Cuando salió al exterior, se encontró al guía, solo, con la cabeza inclinada hacia un lado. Dijo que había oído un ruido, y también Aziz le oyó a continuación; era el motor de un automóvil. Se hallaban ahora en el saliente exterior del Kawa Dol, y gateando unas veinte yardas lograron echar una ojeada a la llanura. Por la carretera de Chandrapore venía un automóvil en dirección a las colinas. Pero no pudieron verlo bien, porque el escarpado baluarte se curvaba en la parte más alta, de manera que no era fácil ver la base, y el coche desapareció al aproximarse. Sin duda se detendría casi exactamente debajo de ellos, en el sitio donde la carretera degeneraba en senda, y donde la elefanta había girado para meterse entre las colinas.
Aziz volvió corriendo, para contarle la extraña noticia a su invitada.
El guía le explicó que había entrado en una cueva.
—¿Cuál?
El guía indicó todo el grupo de manera imprecisa.
—Tu obligación era no perderla de vista —dijo Aziz, con tono severo—. Aquí hay doce cuevas por lo menos. ¿Cómo voy a saber en cuál de ellas se encuentra mi invitada? ¿En qué cueva estaba yo?
El mismo gesto impreciso. Y Aziz, mirando de nuevo, no tuvo siquiera la seguridad de haber vuelto al mismo grupo. Había cuevas en todas direcciones —daba la impresión de ser el sitio donde habían empezado a reproducirse— y todos los orificios de entrada eran idénticos. «Cielo misericordioso, Miss Quested se ha perdido», pensó Aziz, pero luego hizo un esfuerzo para serenarse y se puso a buscarla con más calma.
—¡Grita! —le ordenó al guía.
Después de haber estado haciendo esto durante un rato, el guía explicó que gritar era inútil, porque las cuevas de Marabar no oyen otro ruido que el suyo propio. Aziz se secó el rostro y el sudor empezó a correrle a raudales por dentro de la ropa. Aquel lugar resultaba terriblemente confuso, en parte liso y en parte lleno de zigzags, con multitud de hendiduras que llevaban en una dirección y en otra, semejantes a rastros de serpientes. Se propuso entrar en todas, pero nunca lograba saber dónde había empezado. Nuevas cuevas aparecían detrás de las anteriores o se reunían en parejas, y algunas se hallaban a la entrada de un barranco.
—¡Ven aquí! —llamó Aziz con suavidad, y cuando el guía se puso a su alcance le dio una bofetada como castigo. El hombre salió huyendo y él se quedó solo. «Esto es el fin de mil carrera, mi huésped se ha perdido», pensó. Pero en seguida encontró una explicación válida y muy sencilla del misterio.
Miss Quested no se había perdido, sino que estaba con las personas del coche: amigos suyos, quizá Mr. Heaslop. De repente pudo ver a Miss Quested durante un momento, barranco abajo; sólo la vio un momento, pero allí estaba sin duda alguna, enmarcada entre rocas, y hablando con otra señora. Se sintió tan aliviado que no le pareció extraño su comportamiento. Acostumbrado a repentinos cambios de planes, Aziz supuso que Miss Quested había bajado el Kawa Dol a toda prisa, siguiendo un impulso, con la esperanza de dar un paseo en coche. Nada más iniciar la vuelta al campamento vio algo que poco antes le hubiera preocupado mucho: los prismáticos de Miss Quested. Estaban en el suelo, hacia la mitad del túnel de entrada a una de las cuevas. Trató de colgárselos del hombro, pero la correa de cuero se había roto, de manera que se los metió en el bolsillo. Después de avanzar unos cuantos pasos se le ocurrió que quizá Miss Quested hubiese dejado caer algo más y volvió atrás para comprobarlo. Pero se tropezó de nuevo con la misma dificultad: era incapaz de identificar la cueva. Abajo, en la llanura, oyó arrancar el coche, pero esta segunda vez no consiguió verlo. Después fue descendiendo por el lado de la colina que daba al valle, en dirección a Mrs. Moore, y en esta tarea sus esfuerzos tuvieron más éxito: pronto apareció el color y la confusión de su pequeño campamento, y en el centro de él divisó el casco de un inglés, y debajo —¡qué alegría!— reconoció la sonrisa de Fielding en lugar de a Mr. Heaslop.
—¡Fielding! ¡cuánto he deseado tenerle conmigo! —exclamó, prescindiendo del «Mr.» por primera vez.
Su amigo corrió a su encuentro con la mayor naturalidad y alegría, sin preocuparse de mantener un aire respetable, dando explicaciones y pidiendo disculpas a voz en grito por haber perdido el tren. Fielding había venido en el automóvil que acababa de llegar —el coche de Miss Derek—, y la otra señora era Miss Derek. Charlaron por los codos mientras todos los criados se olvidaban de cocinar para escucharlos. ¡Excelente persona, Miss Derek! Se había encontrado con Fielding por casualidad en correos. «¿Por qué no ha ido usted a Marabar?», le preguntó. Al enterarse de cómo Fielding había perdido el tren, se ofreció a llevarle sin pensarlo dos veces. Otra inglesa simpática. ¿Dónde estaba? Se había quedado en el coche con el chófer mientras Fielding encontraba el campamento. El automóvil no podía llegar hasta allí —no, claro que no—, cientos de personas tenían que bajar para escoltar a Miss Derek y mostrarle el camino. La misma elefanta…
—Aziz, ¿podría tomarme una copa?
—Naturalmente que no —dijo Aziz, corriendo a buscársela.
—¡Mr. Fielding! —llamó Mrs. Moore desde su trozo de sombra; no se habían saludado aún, porque la llegada del Director del Instituto había coincidido con la reaparición de Aziz.
—¡Buenos días de nuevo! —exclamó Fielding, aliviado al encontrarse todo en orden.
—Mr. Fielding, ¿ha visto usted a Miss Quested?
—Acabo de llegar. ¿Dónde está?
—No lo sé.
—¡Aziz! ¿Qué ha hecho con Miss Quested?
Aziz, que volvía con una copa en la mano, tuvo que detenerse a pensar un momento. Su corazón rebosaba de felicidad. La excursión, después de un susto o dos, se había convertido en algo que superaba todas sus esperanzas, porque Fielding, además de venir, había traído otra invitada.
—Está perfectamente —dijo—; ha bajado a ver a Miss Derek. Bien, ¡por nuestra felicidad! ¡Chin-chin!
—Por nuestra felicidad, de acuerdo; pero me niego a decir chin-chin —rió Fielding, que detestaba aquella expresión—. ¡Por la India!
—¡Por nuestra felicidad y por Inglaterra!
El chófer de Miss Derek detuvo el cortejo que se disponía a acompañar a su señora en la ascensión, informándoles de que había vuelto a Chandrapore con la otra joven inglesa; le había enviado a él para decirlo. Miss Derek en persona conducía el automóvil.
—Claro; es una cosa muy normal —dijo Aziz—. Ya me imaginaba yo que se habían ido a dar un paseo.
—¿Chandrapore? Ese hombre debe de estar equivocado —exclamó Fielding.
—No, ¿por qué?
Aziz se sentía desilusionado, pero trató de quitarle importancia; era evidente que las dos jóvenes eran grandes amigas. Prefería dar de desayunar a los cuatro; pero los invitados deben poder hacer lo que les apetezca, porque de lo contrario se convierten en prisioneros. Aziz se alejó para inspeccionar el porridge y el hielo, animado por la mejor buena voluntad.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Fielding, advirtiendo en seguida que había pasado algo extraño. Mientras venían en el coche, Miss Derek no había dejado de hablar de la excursión, calificándola de placer inesperado, afirmando que prefería a los indios que no la invitaban a sus fiestas. Mrs. Moore seguía sentada moviendo un pie y parecía malhumorada e indiferente a todo lo que la rodeaba.
—Miss Derek es una mujer muy inquieta y difícil de contentar —dijo—; siempre con prisa, siempre deseosa de algo nuevo; dispuesta a hacer cualquier cosa menos volver con la señora india que le está pagando un sueldo.
—No tenía ninguna prisa cuando la dejé —replicó Fielding, que no sentía animosidad contra Miss Derek—. Tampoco mencionó la posibilidad de regresar a Chandrapore. Me inclino más bien a pensar que fuera Miss Quested quien tuviese prisa.
—¿Adela? No ha tenido nunca prisa en toda su vida —dijo la anciana con tono cortante.
—Ya verá como ha sido idea de Miss Quested; estoy completamente seguro —insistió el Director del Instituto. Estaba molesto; sobre todo consigo mismo. Había empezado por perder el tren (un pecado que nunca cometía), y ahora que llegaba por fin, echaba a perder los planes de Aziz por segunda vez. Quería que alguien compartiera sus culpas, y miró ceñudamente a Mrs. Moore con aire bastante autoritario—. Aziz es una persona encantadora —anunció.
—Lo sé —contestó ella con un bostezo.
—Se ha tomado infinitas molestias para que nuestra excursión fuera un éxito.
Mr. Fielding y Mrs, Moore se conocían muy poco, y les producía cierto embarazo tener que tratarse por intermedio de un indio. El problema racial puede adoptar formas muy sutiles. En su caso había producido algo muy parecido a los celos, una mutua actitud de desconfianza. El Director del Instituto trató de estimular el entusiasmo de la anciana; ella no dijo apenas nada. Aziz vino a buscarles para ir a desayunar.
—Lo que ha sucedido con Miss Quested es perfectamente natural —explicó el anfitrión, que había estado pensando un poco en el incidente para conseguir quitarle las aristas—. Manteníamos una interesante conversación con el guía cuando apareció el coche, de manera que Miss Quested decidió bajar a saludar a su amiga —incurablemente inexacto, Aziz se había persuadido ya de que era eso lo sucedido. Pero en este caso la inexactitud nacía de su misma delicadeza. No quería recordar la observación de Miss Quested sobre la poligamia por considerarla impropia de una invitada, de manera que la expulsó de su mente, y con ella el recuerdo de que él se había introducido en una cueva para alejarse de Adela. Aziz era inexacto porque quería honrar a su huésped y, como la realidad no casaba con sus deseos, tenía que arreglarla alrededor de Miss Quested como uno nivela la tierra después de arrancar una mala hierba. Antes de que terminara el desayuno Aziz había contado un buen número de mentiras—. Miss Quested corrió a recibir a su amiga, y yo al mío —continuó, sonriendo—. Y ahora yo estoy con mis amigos, y mis amigos están conmigo y también unidos entre sí: eso es la felicidad.
Al amarlos a los dos, Aziz también esperaba que se amaran entre sí. Pero ellos no querían. «Ya sabía yo que estas mujeres iban a causar problemas», pensó Fielding lleno de hostilidad. «Este hombre, después de perder el tren, quiere echarnos la culpa a nosotras», pensó Mrs. Moore; pero sus pensamientos carecían de fuerza; desde el momento de debilidad en la cueva se había hundido en la apatía y en el cinismo. La India maravillosa de las primeras semanas, con sus noches de suaves brisas refrescantes y sus sugerentes indicios de una realidad infinita, se habían desvanecido para siempre.
Fielding subió a ver una cueva. No le causó gran impresión. Luego se montaron en la elefanta, hicieron a la inversa el recorrido entre las masas de piedra y escaparon de las colinas en dirección al ferrocarril, perseguidos por ráfagas de aire caliente. Llegaron al sitio donde Fielding se había apeado del automóvil. Se le ocurrió entonces una idea muy desagradable y preguntó:
—Aziz, ¿dónde y cómo exactamente se separó usted de Miss Quested?
—Allí arriba —dijo, señalando alegremente el Kawa Dol.
—Pero cómo… —Una quebrada, o más bien un pliegue, era visible entre las rocas en aquel punto, y todo él salpicado de cactos—. Supongo que el guía la ayudó a bajar.
—Sí, claro; se mostró muy servicial.
—¿Hay una senda para bajar desde la cima?
—Millones de sendas, mi querido amigo.
Fielding divisaba tan sólo la plegadura entre las rocas. Por todas partes, el granito cegador se hundía verticalmente en la tierra.
—Pero ¿usted les vio llegar abajo sanos y salvos?
—Sí, sí; Miss Quested y Miss Derek, y se fueron juntas en el coche.
—¿El guía volvió luego a reunirse con usted?
—Exactamente. ¿Tiene un cigarrillo?
—Confío en que no estuviera enferma —continuó el inglés.
La plegadura entre las rocas se continuaba en un nullah a través de la llanura, recogiendo el agua de aquella vertiente para llevarla hacia el Ganges.
—De estar enferma me hubiese buscado a mí para que la atendiera.
—Sí, eso parece razonable.
—Veo que está usted preocupado; vamos a hablar de otras cosas —dijo Aziz amablemente—. Miss Quested podía hacer en cualquier momento lo que le apeteciera; eso era lo que habíamos acordado. Veo que se preocupa usted por causa mía, pero no me importa nada, de verdad, nunca me fijo en menudencias.
—Sí que me preocupo por usted. ¡Creo que han sido muy descorteses! —dijo Fielding, tajando la voz—. Miss Quested no tenía derecho a marcharse así y Miss Derek no debiera haberla ayudado.
Aunque Aziz era muy susceptible de ordinario, en aquella ocasión se mostró irreductible. Las alas que le mantenían en alto no vacilaron, porque era un Emperador mongol que había cumplido con su deber. Subido en su elefanta, vio alejarse las Colinas de Marabar, y contempló de nuevo, como provincias de su reino, la descuidada y tétrica llanura, el frenético e ineficaz movimiento de los pozales, los blancos santuarios, las tumbas casi a ras de tierra, la agradable tonalidad del cielo, la serpiente que parecía un árbol. Había procurado que sus huéspedes lo pasaran lo mejor posible, y si llegaban tarde o se marchaban demasiado pronto no era asunto suyo. Mrs. Moore dormía recostada contra las varas del palanquín; Mohammed Latif la sostenía de manera eficaz y respetuosa a la vez, y a su lado se hallaba Fielding, a quien ya empezaba a llamar «Cyril» en su interior.
—Aziz, ¿ha calculado lo que va a costarle esta excursión?
—Chsss… No me hable de eso, mi querido amigo. Cientos y cientos de rupias. El total de gastos será una cosa terrible; los criados de mis amigos me han robado a diestro y siniestro, y en cuanto a la elefanta, se diría que come oro. Ya sé que usted no va a repetir lo que le digo. En cuanto a M. L. (haga el favor de no emplear más que las iniciales, porque está escuchando) es con mucho el peor de todos.
—Ya le dije que no le iría bien con él.
—A él le va muy bien consigo mismo, pero su falta de honradez me arruinará.
—¡Eso es monstruoso!
—En realidad estoy muy contento con él; ha hecho que mis huéspedes se sientan a gusto. Además, estoy obligado a emplearlo porque es mi primo. Si el dinero se va, viene más dinero. Si el dinero se queda, viene la muerte. ¿No ha oído nunca este útil refrán urdu? Probablemente no, porque acabo de inventarlo.
—Mis refranes son: Penique ahorrado es penique ganado; una puntada a tiempo evita un ciento; mira antes de saltar. El Imperio británico descansa sobre ellos. Nunca nos echarán ustedes de aquí, se lo aseguro, mientras sigan empleando a M. L. y a otros parecidos.
—¿Echarles? ¿Por qué tendría yo que molestarme en hacer un trabajo tan sucio? Se lo dejo a los políticos… No; cuando era estudiante me indignaban mucho sus malditos compatriotas, eso es cierto; pero ahora sólo quiero que me dejen salir adelante con mi profesión y no se muestren demasiado groseros conmigo oficialmente…, no pido nada más.
—Pero sí que lo hace; les lleva de excursión.
—Esta excursión no tiene nada que ver con ingleses o indios; es tan sólo una reunión de amigos.
Así se terminó el trayecto a lomos de elefante, de manera en parte agradable y en parte no; recogieron al cocinero brahmán, llegó el tren arrastrando su garganta en llamas sobre la llanura, y el siglo XX sustituyó al XVI. Mrs. Moore entró en su vagón, los tres hombres fueron al suyo, bajaron las cortinillas, pusieron en marcha el ventilador eléctrico y trataron de descabezar un sueño. En la penumbra del departamento todos parecían cadáveres, y el mismo tren parecía muerto aunque se moviera: un ataúd llegado del Norte científico que descomponía el paisaje cuatro veces al día. Al alejarse de las colinas, el desagradable microcosmos que habían habitado durante la mañana desapareció, dando paso al espectáculo de Marabar visto desde lejos, de límites muy precisos y un aire más bien romántico. El tren se detuvo una vez bajo una bomba de agua, para humedecer el carbón almacenado en el ténder. Luego divisó a lo lejos la línea principal, cobró ánimos, reanudó su traqueteo, dejó a un lado la zona residencial inglesa, cruzó el paso a nivel (los raíles estaban ahora abrasando), y se detuvo por fin con notable estrépito. ¡Chandrapore, Chandrapore! La expedición había terminado.
Y mientras se hallaban aún sentados en la oscuridad, preparándose para volver a la vida ordinaria, la pesada atmósfera de irrealidad que había dominado la mañana se concretó de repente. Mr. Haq, el inspector de Policía, abrió de golpe la puerta del vagón y dijo con voz estridente:
—Doctor Aziz, me veo en el muy penoso deber de arrestarle.
—Vaya, algún error —dijo Fielding, tomando inmediatamente la voz cantante en la situación.
—Esas son mis instrucciones, señor. No sé nada más.
—¿De qué se le acusa?
—Tengo instrucciones de no decirlo.
—No me conteste de esa manera. Enséñeme la orden de detención.
—Perdóneme, pero no se necesita una orden en este caso particular. Consulte con Mr. McBryde.
—Muy bien, eso es lo que haremos. Vamos, Aziz; no hay que preocuparse, se trata de alguna equivocación.
—Doctor Aziz, ¿hará el favor de acompañarme? Hay un vehículo cerrado que nos está esperando.
El joven médico gimió —su primer sonido— e inició un intento de escapar saltando a la vía por la puerta del otro lado.
—Eso me obligará a usar la fuerza —gimió Mr. Haq.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Fielding, contagiado del nerviosismo general. Sujetó a Aziz antes de que estallara un escándalo y lo zarandeó como si fuera un niño. Un segundo más tarde habrían sonado los silbatos, iniciándose la caza del hombre—. Vamos a ir juntos a ver a McBryde y a enterarnos de lo que pasa. Es una persona decente, tiene que ser una equivocación…, se disculpará. Nunca actúe usted como si fuera culpable.
—¡Mis hijos y mi nombre! —jadeó Aziz, las alas rotas.
—Nada de eso. Enderécese el sombrero y cójase de mi brazo. Iré con usted.
—¡Gracias a Dios! Viene por su propio pie —exclamó el inspector.
Aziz y Fielding salieron al calor del mediodía cogidos del brazo. El andén hervía de agitación. Pasajeros y mozos surgieron de todos los escondrijos, y también funcionarios del Gobierno y más policías. Ronny se hizo cargo de Mrs. Moore. Mohammed Latif empezó a gemir. Y antes de que pudiera abrirse camino a través del caos, Fielding se vio reclamado por la voz autoritaria de Mr. Turton y Aziz fue solo a la cárcel.