Capítulo decimocuarto

La vida, en su mayor parte, es tan insípida que no hay nada que decir acerca de ella, y los libros y las conversaciones que quieran describirla como interesante se ven obligados a exagerar, con la esperanza de justificar su propia existencia. Dentro de su envoltura de trabajo u obligaciones sociales, el espíritu humano se dedica sobre todo a dormitar, advirtiendo la diferencia entre placer y dolor, pero mucho menos vigilante de lo que quisiéramos creer. Hasta en el día más emocionante hay períodos durante los que no sucede nada, y aunque seguimos exclamando «cómo me divierto» o «estoy horrorizado» no somos sinceros. «En la medida en que siento algo, eso que siento es placer, horror…» En realidad no se trata más que de eso, y un organismo perfectamente equilibrado guardaría silencio.

Sucedía que Mrs. Moore y Miss Quested no habían tenido sensaciones intensas por espacio de dos semanas. Desde que el profesor Godbole cantara su extraña cancioncilla, habían vivido más o menos como larvas dentro de sus capullos, y la diferencia entre las dos era que la señora de más edad aceptaba su apatía, mientras que la más joven lo llevaba mal. Adela estaba convencida de que el flujo total de los acontecimientos es importante e interesante, y si se aburría se culpaba a sí misma con gran energía y obligaba a sus labios a proferir frases de entusiasmo. Ésa era la única insinceridad de un carácter sincero en todo lo demás, resultado sin duda de la protesta intelectual de su juventud, y ahora se sentía particularmente molesta porque se hallaba en la India y prometida en matrimonio al mismo tiempo, y este doble acontecimiento debería llenar de sublimidad cada instante de su existencia.

La India resultaba ciertamente mortecina aquella mañana, aunque estuvieran viéndola bajo los auspicios de los mismos indios. Su deseo se había visto realizado, pero demasiado tarde. No lograba entusiasmarse con Aziz y sus preparativos. No es que se sintiera en absoluto desgraciada o deprimida, y los diferentes y pintorescos objetos que la rodeaban —el cómico vagón purdah, los montones de alfombras y cojines, los melones que rodaban de un lado para otro, el aroma de los aceites comestibles, la escalera, el baúl con cantoneras de latón, la repentina irrupción del mayordomo de Mahmoud Ali, que salió del lavabo con té y huevos escalfados en una bandeja— eran todos nuevos y divertidos y provocaban en ella comentarios adecuados, pero no conseguían hacer mella en su mente. De manera que Adela trató de consolarse pensando que de ahora en adelante su principal interés sería Ronny.

—¡Qué criado tan simpático! ¡Qué alivio después de Antony!

—A mí más bien me sobresaltan. Extraño sitio para hacer el té —dijo Mrs. Moore, que tenía esperanzas de dar una cabezada.

—Quiero despedir a Antony. Su manera de comportarse en el andén ha sido la gota que colma el vaso.

Mrs. Moore creía que las mejores cualidades de Antony saldrían a relucir en Simla. Miss Quested iba a casarse en Simla; unos primos que tenían una casa con vistas al Himalaya la habían invitado.

—De todas formas, necesitamos un segundo criado, porque en Simla usted estará en el hotel y no creo que Baldeo, el criado de Ronny… —a Adela le encantaba hacer planes.

—Muy bien, consíguete otro criado y yo me quedaré con Antony. Estoy acostumbrada a su falta de entusiasmo. Me ayudaría a salir adelante en la estación cálida.

—No creo en la estación cálida. Las personas que siempre están hablando de ella, como el Mayor Callendar, lo hacen con la esperanza de que nos sintamos inexpertas e insignificantes, igual que con su eterno «llevo veinte años en este país».

—Yo sí creo en la estación cálida, pero nunca supuse que me acorralaría como sin duda va a hacerlo. —Porque debido al prudente compás de espera decidido por Ronny y Adela no se casarían hasta mayo, y, por tanto, Mrs. Moore no podría regresar a Inglaterra inmediatamente después de la boda, como había sido su intención. Para mayo se habría precipitado sobre la India y sobre el mar vecino una barrera de fuego, y Mrs. Moore tendría que quedarse encaramada en el Himalaya y esperar a que el mundo se enfriara un poco.

—No estoy dispuesta a dejarme acorralar —anunció Adela—. No comprendo a esas mujeres que dejan a sus maridos achicharrándose en el llano. Mrs. McBryde no se ha quedado ni una vez desde que se casaron; a su marido, que es una persona muy inteligente, lo deja solo durante medio año y luego se sorprende de que falte comunicación entre ellos.

—No te olvides de que tienen hijos.

—Sí, eso es cierto —dijo Miss Quested, desconcertada.

—Los hijos son lo primero que hay que tener en cuenta. Hasta que crecen y se casan. Cuando eso sucede, una tiene derecho de nuevo a vivir para sí misma, en el llano o en la montaña, según le apetezca.

—Sí, claro, tiene usted toda la razón. No había pensado en ello.

—Si una no se ha vuelto demasiado vieja y estúpida.

Mrs. Moore le pasó al criado su taza vacía.

—Espero que mis primos me encuentren en Simla un criado que me dure por lo menos hasta después de la boda; luego Ronny tiene intención de reorganizar todo su personal. Ahora le va muy bien tratándose de un soltero; pero cuando se haya casado habrá que hacer cambios…, sus antiguos criados no querrán que yo les dé órdenes y no se lo echo en cara.

Mrs. Moore levantó la persiana que cubría la ventanilla y miró hacia el exterior. La anciana señora había reunido a Ronny y Adela porque así lo deseaban ambos, pero no estaba en condiciones de darles consejos para el futuro. Sentía cada vez con más fuerza (¿visión o pesadilla?) que, si bien las personas son importantes, no sucede lo mismo con sus relaciones, y que, de manera más concreta, se hacían demasiadas alharacas en relación con el matrimonio; a pesar de siglos de abrazos carnales, el hombre no estaba más cerca que antes de entender a sus semejantes. Y aquel día lo sentía con tanta fuerza que aquella idea parecía en sí misma una relación, una persona incluso, que trataba de cogerla de la mano.

—¿Se ve algo en las colinas?

—Sólo diferentes grados de oscuridad.

—No debemos de hallarnos muy lejos del sitio donde tropezamos con mi hiena. —Adela se esforzó por penetrar con la vista aquella penumbra intemporal. El tren cruzó un nullah. «Pomper, pomper, pomper» era el ruido que hacían las ruedas al pasar por el puente, moviéndose muy despacio. Cien yardas más allá apareció un segundo nullah, y luego un tercero, sugiriendo la proximidad de una zona más alta—. Quizá sea éste; en cualquier caso, la carretera corre paralela al ferrocarril.

El accidente era un recuerdo agradable; sentía, a su manera poco imaginativa y básicamente honesta, que había sido una buena sacudida para ella, enseñándole la verdadera valía de Ronny. Después volvió a pensar en sus planes, porque hacer planes era una pasión suya desde la adolescencia. De vez en cuando manifestaba interés por el presente, comentaba lo cariñoso e inteligente que era Aziz, comía una guayaba, renunciaba a una fruta de sartén, practicaba su urdu con el criado; pero sus pensamientos se escapaban siempre hacia el futuro controlable y la vida anglo-india en la que tendría que integrarse. Y mientras la valoraba, junto con el añadido de los Turton y de los Burton, el tren acompañaba sus frases con un «pomper, pomper», todo él medio dormido, sin ir a ningún sitio en particular y sin pasajeros de importancia en ninguno de sus vagones, circulando por su ramal secundario, perdido en un terraplén de poca altura entre campos monótonos. Su mensaje —porque lo tenía— quedaba fuera del alcance de la excelente capacidad mental de Miss Quested. Muy lejos, a su espalda, con un pitido que simbolizaba una actividad más seria, avanzando el tren correo, conectando ciudades importantes como Calcuta y Lahore, donde se producen acontecimientos interesantes y se desarrollan personalidades. Eso Adela lo entendía. Desgraciadamente, La India tiene pocas ciudades importantes. La India es un conjunto de campos y más campos; colinas, jungla, colinas y otra vez más campos. El ramal secundario del ferrocarril llega a su término y por la carretera los coches sólo pueden pasar hasta cierto sitio; los carros de bueyes avanzan pesadamente por los caminos laterales, de los que se desgajan sendas que penetran por los cultivos y desaparecen cerca de una mancha de pintura roja. ¿Cómo es posible que la mente abarque un país de tales características? Generaciones de invasores lo han intentado, pero continúan en el exilio. Las ciudades importantes que construyen no son más que retiros; sus luchas encarnan la desazón de hombres que no encuentran el camino de casa. La India sabe cuál es su problema. Sabe cuál es el problema del mundo entero, en su realidad más profunda. La India dice «ven» a través de cien bocas, utilizando objetos ridículos y augustos. Pero ven ¿a qué? Nunca lo ha definido. La India no es una promesa, tan sólo una llamada.

—Iré a buscarla a usted a Simla cuando haya refrescado lo suficiente. La sacaré de su reclusión —continuó Adela, segura de sí misma—. Luego veremos algunas cosas de los mongoles, ¡sería terrible que se perdiera el Taj![13], e iré a despedirla a Bombay. Su última ojeada a este país resultará interesante. —Pero Mrs. Moore se había quedado dormida, agotada por aquella salida tan a deshora. No estaba demasiado bien de salud y tendría que haber renunciado a la expedición, pero había hecho un esfuerzo para no estropearles la diversión a los demás. Sus sueños seguían muy ligados a la realidad circundante, pero en ellos entraban también sus otros hijos, Stella y Ralph, que querían algo, y Mrs. Moore les explicaba que no podía estar en dos familias al mismo tiempo. Cuando se despertó, Adela había dejado de hacer planes y estaba asomada a una ventanilla diciendo—: Son realmente maravillosas.

Asombrosas incluso desde el altozano de la zona residencial inglesa, las Colinas de Marabar vistas desde el tren eran como dioses, a cuyo lado la tierra sólo tiene una realidad espectral. Kawa Dol era la más cercana. Estaba formada por un único bloque, en cuya cima se mantenía en equilibrio una roca (si es que a una masa de tan grandes dimensiones se le puede llamar roca). Detrás del Kawa Dol, recostadas, se hallaban las colinas que contenían las otras cuevas, aisladas cada una de sus vecinas por anchos canales en la llanura. Todo el conjunto, diez colinas en total, se torció un poco al pasar lentamente el tren junto a ellas, como si observara su llegada.

—No me hubiese perdido esto por nada del mundo —dijo la muchacha, exagerando su entusiasmo—. Mire, está saliendo el sol…, esto va a ser magnífico…; venga de prisa…, mire. No me lo hubiera perdido por nada del mundo. No lo hubiéramos visto nunca de seguir pegadas a los Turton y a sus sempiternos elefantes.

Mientras hablaba, el cielo, hacia la izquierda, se volvió de un violento color naranja que fue extendiéndose, tembloroso, por detrás de unas siluetas de árboles, creciendo en intensidad, haciéndose más brillante, increíblemente más brillante, tensándose desde fuera contra el globo de la atmósfera. Las dos mujeres esperaron a que se produjera el milagro. Pero en el momento supremo, cuando tendría que haber muerto la noche y haber nacido el día, no sucedió nada. Fue como si hubiese faltado la energía en la fuente celestial. Los colores del Este se desintegraron, las colinas perdieron relieve, aunque, de hecho, quedaban mejor iluminadas, y la brisa matutina llegó acompañada de un profundo sentimiento de desilusión. ¿Por qué, cuando la cámara estaba dispuesta, no entró el novio con trompetas y chirimías, como espera la humanidad? El sol se alzó sin esplendor. En seguida se le vio arrastrarse amarillento detrás de los árboles o contra el insípido cielo y tocar el cuerpo de los campesinos que estaban ya trabajando sus tierras.

—Ah; eso debe de ser la falsa aurora…, ¿no se debe al polvo acumulado en las capas altas de la atmósfera que no llega a caer durante la noche? Creo que nos lo explicó Mr. McBryde. Bueno, tengo que admitir que Inglaterra se lleva la palma en lo que a amaneceres se refiere. ¿Se acuerda de Grasmere?

—¡Ah, maravilloso Grasmere!

Todos ellos estaban enamorados de sus lagos diminutos y de sus montañas. Romántica, pero mucho más dócil, aquella región pertenecía a un planeta más amable. Ahora, en cambio, se encontraban en una descuidada llanura que se extendía hasta las rodillas de Marabar.

—Buenos días, buenos días, pónganse los cascos —gritó Aziz desde la parte posterior del tren—. Pónganse los cascos inmediatamente, el sol de las primeras horas de la mañana es muy peligroso. Hablo en calidad de médico.

—Muy buenos días, póngaselo usted también.

—Tengo la cabeza demasiado dura —rió Aziz, golpeándosela y tirándose del pelo con las dos manos.

—Es una persona encantadora —murmuró Adela.

—Escuchen: Mohammed Latif les va a desear los buenos días a continuación.

Diferentes bromas incomprensibles.

—Doctor Aziz, ¿qué se ha hecho de sus colinas? El tren se ha olvidado de parar.

—Quizá sea un tren circular y vuelva a Chandrapore sin detenerse. ¡Quién sabe!

Después de internarse en la llanura por espacio de una milla, el tren disminuyó la marcha al acercarse a un elefante. Había también un andén, pero al lado del majestuoso animal resultaba insignificante. ¡Un elefante, balanceando su pintada frente en el aire matutino!

—¡Qué sorpresa! —exclamaron las señoras cortésmente.

Aziz no dijo nada, pero estuvo a punto de estallar de orgullo y también por el alivio que sentía. La elefanta era el elemento más suntuoso de la excursión y sólo Dios sabía todo lo que había tenido que luchar para conseguirla. Era de propiedad semioficial y la mejor manera de llegar a ella era a través del Nabab Bahadur, a quien, a su vez, había que llegar a través de Nureddin, que tenía el inconveniente de no contestar nunca las cartas; pero su madre gozaba de gran influencia sobre él y era amiga de Hamidullah Begum, que se había mostrado extraordinariamente amable, prometiendo ir a visitarla si la persiana rota del coche purdah regresaba a tiempo de Calcuta. Que un elefante dependiera de una cadena de circunstancias, tan larga y tan frágil, llenaba a Aziz de satisfacción y le hacía reconocer —con una pizca de ironía— las virtudes del Oriente, donde los amigos de los amigos son un hecho, y donde tarde o temprano todo el mundo consigue su porción de felicidad. Y Mohammed Latif también estaba satisfecho, porque dos de los huéspedes habían perdido el tren, y, por tanto, él podría ir en el palanquín en lugar de seguir al paquidermo en un carro; y los criados estaban contentos, porque un elefante aumentaba el sentimiento de su propia importancia, y procedieron a dejar caer el equipaje sobre el polvo, entre gritos y golpes, dándose órdenes unos a otros, estremecidos de buena voluntad.

—Necesitamos una hora para ir, otra para volver y dos para visitar las cuevas, aunque será mejor calcular tres —dijo Aziz, sonriendo de la manera más seductora. De repente había algo regio en su manera de comportarse—. El tren de vuelta sale a las once y media y estarán ustedes listas para el tiffin en Chandrapore con Mr. Heaslop exactamente a la hora habitual, es decir, a la una y quince. Estoy al tanto de todo lo que les concierne. Cuatro horas (una expedición muy breve) y una hora extra para esos posibles percances que se dan con cierta frecuencia entre mi pueblo. Mi idea es planearlo todo sin consultarlas; pero tanto usted, Mrs. Moore, como usted, Miss Quested, pueden hacer en cualquier momento los cambios que gusten, aunque ello signifique renunciar a las cuevas. ¿Están de acuerdo? En ese caso, súbanse a este salvaje animal.

La elefanta se había arrodillado, gris y solitaria, como otra colina más. Las señoras subieron por la escalera de mano, y Aziz a la manera shikar, pisando primero el borde del talón y luego la cola, doblada a manera de lazo. Cuando Mohammed Latif le siguió, el criado que sujetaba el final del rabo lo soltó de acuerdo con las instrucciones que había recibido previamente, de manera que el pariente pobre se escurrió y tuvo que agarrarse a la red que cubría la grupa de la elefanta. No era más que una pequeña payasada cortesana que sólo alarmó a las invitadas, para cuya diversión había sido organizada. A ninguna de las dos le gustaban las bromas pesadas. Luego el animal se alzó en dos movimientos semejantes a terremotos, situándolas a diez pies por encima de la llanura. Prácticamente debajo, estaba esa especie de escoria de vida que un elefante reúne siempre alrededor de sus patas: aldeanos y niños desnudos. Los criados arrojaron la vajilla en diferentes tongas. Hassan requisó el semental destinado a Aziz y desafió al sirviente de Mahmoud Ali una vez encaramado ya en la silla. El brahmán contratado para preparar la comida del profesor Godbole fue abandonado debajo de una acacia para que les esperara allí hasta su regreso. El tren, también con la esperanza del regreso, se alejó bamboleándose entre los campos, volviendo la cabeza de derecha a izquierda como un ciempiés. Sólo se advertía otro movimiento más: uno como de antenas, originado en realidad por los contrapesos de los pozos que subían y bajaban sobre sus pivotes de barro por toda la llanura y suministraban un insignificante caudal de agua. La escena resultaba más bien agradable en el suave aire matutino, pero tenía muy poco color y ninguna vitalidad.

Mientras la elefanta se dirigía hacia las colinas (para entonces el descolorido del sol iluminaba ya su base y dibujaba sombras entre sus pliegues), hizo su aparición una nueva cualidad, una especie de silencio espiritual que afectaba a otros sentidos, además del oído. La vida seguía adelante como de costumbre, pero carecía de consecuencias, es decir, los sonidos no encontraban eco ni las ideas desarrollo. Todo parecía quedar cortado de raíz y, por consiguiente, contagiado de apariencias engañosas. Había, por ejemplo, algunos montículos junto al borde del camino, de poca altura, con estrías, y encalados en parte. ¿Qué eran aquellos montones? ¿Tumbas, pechos de la diosa Parvati? Los aldeanos que estaban abajo dieron las dos respuestas. También surgió la confusión —que nunca llegó a aclararse— con motivo de una serpiente. Miss Quested vio un objeto oscuro y delgado, alzado sobre sí mismo, en el lado más distante de una corriente de agua, y dijo:

—¡Una serpiente!

Los aldeanos se mostraron de acuerdo y Aziz explicó que, efectivamente, se trataba de una cobra negra, muy venenosa, que se había levantado para ver el paso de la elefanta. Pero cuando Adela miró con los prismáticos de Ronny descubrió que no había tal serpiente, sino tan sólo el reseco y arrugado tocón de una palmera. De manera que dijo:

—No es una serpiente.

Los aldeanos se negaron a admitirlo. Adela les había puesto la palabra en la mente y no estaban dispuestos a abandonarla. Aziz admitió que a través de los prismáticos parecía un árbol, pero insistió en que era realmente una cobra negra, e improvisó unos cuantos disparates sobre camuflaje protector. Nada llegaba a explicarse y, sin embargo, nada resultaba románticamente atractivo. Cortinas de calor, despedidas por los precipicios del Kawa Dol, aumentaban la confusión. Llegaban a intervalos irregulares y se movían caprichosamente. Un pedazo de tierra saltaba como si lo estuvieran friendo y luego se quedaba quieto. La radiación desapareció antes de que alcanzaran la colina.

La elefanta se dirigió directamente al Kawa Dol como si fuera a llamar con la frente para que la dejaran entrar, pero luego desvió su marcha para seguir una senda alrededor de la base. Las rocas se hundían directamente en la tierra, como acantilados en el mar, y mientras Miss Quested lo comentaba y decía que era impresionante, la llanura desapareció calladamente, se esfumó, por así decirlo, y no se veía a ambos lados otra cosa que granito, completamente muerto e inmóvil. El cielo lo dominaba todo como de costumbre, pero además daba la impresión de haberse acercado peligrosamente, adhiriéndose como un techo a las cumbres de los precipicios. Era como si el contenido del corredor no hubiera cambiado nunca. Emborrachado con su propia esplendidez, Aziz no se daba cuenta de nada. Sus huéspedes sí advirtieron algo. No les pareció que se tratara de un lugar atractivo o que mereciera la pena visitar, y hubieran deseado convertirlo en un objeto islámico, una mezquita, por ejemplo, que su anfitrión pudiera haber apreciado y explicado. Su ignorancia se hizo patente en seguida, y esto era realmente un inconveniente. A pesar de sus palabras alegres y confiadas, Aziz no tenía la menor idea de cómo tratar aquel particular aspecto de la India; sin el profesor Godbole estaba allí tan perdido como las mismas inglesas.

El corredor se estrechó para ensancharse después, convertido en una especie de claro. Aquello, más o menos, era su objetivo. Un aljibe en ruinas contenía algo de agua que serviría para los animales, y cerca, por encima del barro, se abría un agujero negro: la primera de las cuevas. Tres colinas rodeaban el claro. Dos de ellas despedían calor con gran diligencia, pero la tercera quedaba a la sombra, y allí acamparon.

«Un lugar realmente horrible y sofocante», murmuró Mrs. Moore para sus adentros.

—¡Qué rápidos son sus criados! —exclamó Miss Quested. Porque ya habían extendido un mantel, con un jarrón de flores artificiales en el centro, y el mayordomo de Mahmoud Ali les estaba ofreciendo té y huevos escalfados por segunda vez.

—He pensado que comiéramos algo antes de nuestras cuevas y que desayunásemos después.

—¿No es esto el desayuno?

—¿Esto el desayuno? ¿Creían ustedes que iba a obsequiarlas de una forma tan extraña?

Le habían advertido que los ingleses nunca cesan de comer y que tenía que darles algo cada dos horas hasta que estuviese lista una comida más sólida.

—¡Qué bien preparado está todo!

—Eso díganmelo cuando regresemos a Chandrapore. A pesar de los desastres que logre acumular sobre mi cabeza son ustedes mis huéspedes.

Ahora Aziz les hablaba con gran seriedad. Dependían de él por unas cuantas horas, y les estaba agradecido por haberse colocado en aquella situación. Todo marchaba bien hasta el momento: la elefanta se estaba llevando a la boca una rama recién cortada, las lanzas de los tongas apuntaban al cielo, el pinche pelaba patatas, Hassan gritaba y Mohammed Latif se mantenía en la postura adecuada, con una varita en la mano. La expedición era un éxito y era india; a un oscuro joven se le había permitido mostrarse cortés con visitantes de otro país, que es lo que todos los indios anhelan hacer —incluso los cínicos como Mahmoud Ali— sin que nunca se les presente la oportunidad. La hospitalidad se había conseguido, las damas inglesas eran «sus» huéspedes; en la tarea de hacerlas felices su honor estaba en juego, y cualquier molestia que sufrieran le desgarraría el alma.

Como la mayoría de los orientales, Aziz sobrevaloraba la hospitalidad, confundiéndola con la intimidad, sin advertir que resulta viciada por el sentimiento de posesión. Sólo cuando Mrs. Moore o Fielding estaban cerca de él, Aziz era capaz de ver más allá y de darse cuenta de que recibir es mejor que dar. Los dos tenían sobre él un extraño y hermoso efecto: eran sus amigos, suyos para siempre y también Aziz de ellos para siempre; les quería tanto que dar y recibir se convertían en una sola cosa. Les quería incluso más que a los Hamidullah, porque había tenido que superar obstáculos para conocerlos, y esto sirve de estímulo a una mente generosa. Sus imágenes estaban ya grabadas en algún lugar de su alma hasta el día de la muerte, incorporadas a su ser de manera permanente. Aziz contempló a Mrs. Moore, sentada en una silla plegable, bebiendo el té que él le había ofrecido, y tuvo por un momento la alegría que encerraba en sí misma las semillas de su propia destrucción, porque le llevaría a pensar, «¿Qué más puedo hacer por ella?», con lo que volvía a empezar la monótona rutina de la hospitalidad. Sus ojos, de un negro intenso, se llenaron de una luz suave y muy significativa, y Aziz dijo:

—¿Se acuerda usted alguna vez de nuestra mezquita, Mrs. Moore?

—Claro que sí —dijo ella, repentinamente juvenil y llena de vitalidad.

—¿Y de lo brusco y descortés que fui yo y de lo amablemente que usted me trató?

—Y de lo felices que fuimos los dos.

—Creo que las amistades que empiezan así son las que más duran. ¿Podré agasajar alguna vez a sus otros hijos?

—¿Está usted enterado de que existen los otros? A mí nunca me habla de ellos —dijo Miss Quested, rompiendo sin querer el hechizo.

—Ralph y Stella, sí; lo sé todo acerca de ellos. Pero no debemos olvidarnos de visitar nuestras cuevas. Uno de los sueños de mi vida se ha cumplido teniéndolas aquí como huéspedes mías. No pueden imaginarse hasta qué punto me han hecho un honor. Me siento como si fuera el Emperador Babur.

—¿Por qué él precisamente? —preguntó Adela, levantándose.

—Porque mis antepasados vinieron con él desde Afganistán. Se unieron a él en Herat. En muchas ocasiones dispuso tan sólo de un elefante, y a veces de ninguno, pero no por ello se mostró menos hospitalario. Cuando luchaba o cazaba o huía, siempre se detenía algún tiempo entre colinas, igual que nosotros; nunca renunciaba ni a la hospitalidad ni al placer; si había poca comida insistía en que se sirviera de la manera más agradable, y aunque sólo contara con un instrumento musical le hacía tocar una hermosa melodía. Le considero mi ideal. Es el caballero pobre, y llegó a ser un gran rey.

—Creía que su favorito era otro Emperador (no recuerdo el nombre) que mencionó usted en casa de Mr. Fielding; mi libro le llama Aurangzeb.

—¿Alamgir? Sí, claro, fue el más piadoso. Pero Babur nunca traicionó a un amigo en toda su vida, así que hoy sólo puedo pensar en él. ¿Y sabe usted cómo murió? Sacrificó su vida por su hijo. Una muerte mucho más difícil que perecer luchando. Les sorprendió el calor. Tenían que haber vuelto a Kabul para evitar el mal tiempo, pero no pudieron por razones de Estado y en Agra Humayun su hijo se puso enfermo. Babur dio tres veces la vuelta alrededor del lecho, y dijo: «Me la he llevado», y así fue, efectivamente; la fiebre dejó a su hijo para apoderarse de él y Babur murió. Por eso prefiero Babur a Alamgir. No debiera hacerlo, pero es así. No quiero retrasarlas más, sin embargo. Veo que ya están listas para empezar.

—En absoluto —dijo Adela, sentándose otra vez junto a Mrs, Moore—. Nos gusta mucho este tipo de conversación —porque Aziz estaba hablando, finalmente, de lo que conocía y sentía, tal como lo había hecho en casa de Mr. Fielding; era de nuevo el guía oriental que tanto apreciaban.

—Siempre me gusta conversar acerca de los mongoles. No conozco otro placer mayor. Sucede que esos seis primeros emperadores eran todos hombres maravillosos, y en cuanto se menciona a uno, no importa a cual, me olvido de todo lo demás, excepto de los otros cinco. Sería imposible encontrar otros seis reyes parecidos en todos los países de la tierra; quiero decir, uno detrás de otro…, padre, hijo.

—Cuéntenos algo sobre Akbar.

—Veo que han oído ustedes el nombre de Akbar. Bien. Hamidullah, a quien ya conocerán, les diría que Akbar es el más grande de todos. Y yo digo: «Sí, Akbar es maravilloso, pero hindú a medias; no era un verdadero musulmán», lo que hace exclamar a Hamidullah: «Tampoco lo era Babur, que bebía vino.» Pero Babur siempre se arrepentía después, y esa es la diferencia fundamental, porque Akbar nunca se arrepintió de la nueva religión que inventó para sustituir al sagrado Corán.

—Pero ¿la nueva religión de Akbar no estaba muy bien? Quería abarcar a toda la India en su conjunto.

—Muy bien, pero muy insensata, Miss Quested. Usted conserva su religión, yo la mía. Eso es lo mejor. No hay nada que abarque toda la India, nada en absoluto, y ese fue el error de Akbar.

—¿Es así como piensa usted, doctor Aziz? —dijo Adela con aire pensativo—. Espero que no esté en lo cierto. Tiene que haber algo universal en este país…, no digo que sea la religión, porque yo no soy una persona religiosa, pero algo, porque si no, ¿cómo van a romperse las barreras?

Adela hablaba tan sólo de la hermandad universal con la que Aziz soñaba a veces, pero bastaba que se hablara de ella en prosa para que le resultara falsa.

—Considere mi propio caso —continuó Miss Quested; de hecho, ese era el motivo que le había impulsado a hablar—. No sé si lo habrá oído, pero me voy a casar con Mr. Heaslop.

—Por lo cual le ofrezco mi más cordial felicitación.

—Mrs. Moore, ¿puedo exponerle nuestra dificultad al doctor Aziz? Me refiero a la anglo-india.

—Es sólo tu dificultad, no la mía, querida.

—Eso es verdad. Bien, casándome con Mr. Heaslop me convertiré en eso que se conoce con el nombre de persona anglo-india.

Aziz extendió las manos en un gesto de protesta.

—Imposible. Tiene usted que retirar esa horrible afirmación.

—Pero será así; es inevitable. No puedo librarme de la etiqueta. Lo que en cambio, sí espero evitar es la mentalidad. Mujeres como… —Adela se detuvo, poco deseosa de mencionar nombres; dos semanas antes hubiera dicho: «Mrs. Turton y Mrs. Callendar» sin reparo—. Algunas mujeres son muy…, bueno, muy poco generosas y muy esnobs en lo referente a los indios, y me moriría de vergüenza si me volviera como ellas, pero (y esa es mi dificultad) yo no tengo nada de particular, ninguna bondad o fortaleza especiales que puedan ayudarme a resistir el medio ambiente y me permitan no ser como ellas. Tengo defectos terribles. Por eso quiero la «religión universal» de Akbar o algo equivalente para seguir siendo una persona honesta y razonable. ¿Comprende lo que quiero decir?

Las observaciones de la muchacha agradaron a Aziz, pero su mente se cerró por completo debido a la alusión a su matrimonio. No estaba dispuesto a inmiscuirse en aquel plano de cosas.

—Su felicidad está asegurada con cualquier familiar de Mrs. Moore —dijo él, con una ceremoniosa inclinación de cabeza.

—Pero mi felicidad es otro problema completamente distinto. Lo que yo quiero es su opinión sobre este problema anglo-indio. ¿No puede darme algún consejo?

—Es usted completamente distinta de las demás, se lo aseguro. No será nunca descortés con mi pueblo.

—Me han afirmado que lo seré al cabo de un año.

—En ese caso le han contado una mentira —dijo él precipitadamente, porque Miss Quested había dicho la verdad y le había herido en lo vivo; sus palabras eran en sí mismas un insulto en aquellas particulares circunstancias. Aziz se recobró inmediatamente y se echó a reír, pero el error de Adela quebró su conversación (casi había sido su civilización), qué se dispersó como los pétalos de una flor del desierto y les dejó abandonados en medio de las colinas—. Vengan —dijo, ofreciendo una mano a cada una. Las señoras se levantaron un poco a regañadientes para ir a ver las célebres colinas.

La primera cueva quedaba relativamente a mano. Evitaron el charco y, con el sol cayéndoles a plomo sobre la espalda, treparon por unas piedras muy poco atractivas. Inclinando la cabeza, desaparecieron uno a uno en el interior de la roca. El pequeño agujero negro siguió boqueando allí donde las variadas formas y colores de los seres humanos habían funcionado momentáneamente para ser luego absorbidos como el agua por un sumidero. Desnudas e imperturbables se alzaban las paredes de los precipicios; imperturbable y pegajoso el cielo que unía los precipicios; sólida y blanca, una cometa brahmánica se agitaba entre las rocas con una torpeza que parecía deliberada. Antes de que el hombre, con su preocupación por lo adecuado, hubiese nacido, el planeta tierra debía de haber tenido aquel aspecto, La cometa se alejó aleteando… Antes que los pájaros, quizá… Y luego el agujero eructó, y la humanidad volvió al exterior.

Para Mrs. Moore aquella primera cueva de Marabar había sido una horrible experiencia, porque estuvo a punto de desmayarse, y le costó trabajo no decirlo tan pronto como se halló de nuevo al aire libre. Era bastante natural: Mrs. Moore siempre había tenido tendencia a desmayarse, y como todo el séquito entró con ellos, la cueva se llenó más de la cuenta. Abarrotada de aldeanos y sirvientes, la cámara circular empezó a oler mal. A causa de la oscuridad, Mrs. Moore perdió a Aziz y a Adela, no supo quién la tocaba, no podía respirar; una cosa repugnante, parecida a un trapo húmedo, le golpeó el rostro y le tapó la boca. Trató de alcanzar el túnel de entrada, pero un nuevo flujo de aldeanos la arrastró hacia el interior. Se dio un golpe en la cabeza y por un instante perdió la calma, manoteando y jadeando como una loca. No sólo le asustaban el mal olor y las apreturas, también había un eco aterrador.

El profesor Godbole no había mencionado un eco; quizá no le había llamado nunca la atención. En la India existen algunos ecos exquisitos, está el susurro alrededor de la cúpula de Bijapur[14], también las largas frases perfectamente articuladas que recorren el aire en Mandu y vuelven intactas a quien las ha creado. El eco de una cueva de Marabar no es como éstos, y no tiene ninguna característica que lo haga notable. Se diga lo que se diga, la respuesta es el mismo ruido monótono que vibra contra las paredes hasta ser absorbido por el techo. «Boum» es el sonido hasta donde el alfabeto humano es capaz de expresarlo; o «bou-oum», o «ou-boum»: algo totalmente insulso. La esperanza, la cortesía, el sonarse la nariz, el crujido de una bota producen un «boum». Incluso frotar una cerilla pone en marcha un gusanito que se enrosca, demasiado pequeño para completar el círculo, pero eternamente vigilante. Y si varias personas hablan al mismo tiempo se inicia un ruido como de aullidos superpuestos, los ecos generan otros ecos, y la cueva se llena de una serpiente compuesta de pequeñas culebras que se retuercen independientemente.

Detrás de Mrs. Moore —que dio la señal para el reflujo— salieron todos los demás. Aziz y Adela aparecieron sonriendo, y la anciana señora no quiso dar una impresión negativa, y también sonrió. A medida que surgían otras personas, Mrs. Moore intentaba descubrir entre ellas algún culpable, pero no existía ninguno, y en seguida se dio cuenta de que había estado rodeada de gente apacible, cuyo único deseo era agasajarla, y que el trapo húmedo no era más que un pobre niñito que su madre llevaba a horcajadas sobre la cadera. Nada maligno estaba presente en la cueva, pero ella no lo había pasado bien y decidió no visitar ninguna más.

—¿Vio usted el reflejo de la cerilla? ¿No era bonito? —preguntó Adela.

—No recuerdo.

—Pero el doctor Aziz asegura que no es una buena cueva; las mejores están en Kawa Dol.

—Creo que no iré hasta allí. No me gusta trepar.

—Muy bien; entonces sentémonos otra vez a la sombra y esperemos a que esté listo el desayuno.

—Pero eso sería una desilusión para el doctor Aziz; se ha tomado muchas molestias. Tú debes continuar; a ti no te importa.

—Quizá sea lo mejor —dijo la muchacha, a quien le daba lo mismo una cosa u otra, pero deseaba mostrarse amable.

Los criados y demás acompañantes regresaban en desorden al campamento, perseguidos por las críticas de Mohammed Latif. Aziz se acercó para ayudar a sus huéspedes a subir por las rocas. Se sentía en posesión de todas sus facultades, vigoroso y humilde, demasiado seguro de sí mismo para que le molestasen las críticas, y se alegró sinceramente de que las señoras estuviesen cambiando de planes.

—Ciertamente, Miss Quested, usted y yo iremos juntos y dejaremos aquí a Mrs. Moore; no tardaremos mucho, pero tampoco nos apresuraremos demasiado, porque sabemos que es eso lo que desea nuestra amiga.

—Muy bien. Siento no ir yo también, pero no soy una buena andarina.

—Querida Mrs. Moore, ¿qué importancia tiene cualquier cosa mientras sea usted mi invitada? Me alegro mucho de que no venga, cosa que suena extraña, pero se debe a que me trata usted con auténtica franqueza, como corresponde a un amigo.

—Sí, soy su amiga —dijo ella, poniéndole la mano en un brazo y pensando, a pesar de la fatiga, en lo encantador, en lo bueno que era Aziz y en lo mucho que deseaba su felicidad—. ¿Se me permite hacer otra sugerencia? No deje que esta vez vaya tanta gente con ustedes. Creo que les resultará más cómodo.

—Exactamente, exactamente —exclamó Aziz, y pasándose al otro extremo, hizo que a Miss Quested y a él solamente les acompañara un guía para ir al Kawa Dol—. ¿Está bien así? —quiso saber.

—Muy bien; ahora diviértanse y luego cuéntenmelo todo cuando vuelvan —Mrs. Moore se dejó caer en la silla plegable.

Si llegaban hasta el grupo más importante de cuevas tardarían cerca de una hora en regresar. La anciana señora sacó el bloc para escribir cartas, y empezó; «Querida Stella, querido Ralph», luego se detuvo, contemplando el extraño valle y la insignificante invasión que habían protagonizado. Hasta la elefanta quedaba ya desprovista de relieve. Desde ella, Mrs. Moore alzó la vista hasta el túnel por donde se entraba en la cueva. No, no deseaba repetir aquella experiencia. Cuanto más pensaba en ella, más desagradable y aterradora le resultaba. Ahora le afectaba mucho más que en el momento de producirse. Podía olvidar las apreturas y los olores; pero, de alguna forma imposible de describir, el eco empezó a destruir insidiosamente sus energías vitales. Produciéndose en un momento en que se sentía muy fatigada, el eco había conseguido murmurarle al oído: «Patetismo, piedad, valor… existen, pero son idénticos, y lo mismo sucede con la inmundicia. Todo existe, nada tiene valor.» Si en aquel sitio se hubiesen dicho vilezas o recitado versos de gran aliento poético, el comentario siempre habría sido el mismo: «Ouboum.» Si se hubiese hablado con las lenguas de los ángeles[15] e intercedido por toda la infelicidad y falta de comprensión del mundo, pasada, presente y futura, por todo el sufrimiento que los hombres tienen que soportar, sea cual fuere su opinión y posición, aunque se esfuercen por evitarlo o simulen que no les afecta, el resultado seguiría siendo el mismo: la serpiente descendería para regresar luego al techo. Los demonios vienen del Norte y se puede escribir poemas acerca de ellos, pero nadie es capaz de convertir en románticas las Colinas de Marabar, porque roban a la infinitud y a la eternidad su grandeza, la única cualidad que las reconcilia con el género humano.

Mrs. Moore trató de continuar la carta, recordándose a sí misma que no era más que una señora de avanzada edad que se había levantado demasiado pronto y había hecho un viaje demasiado largo; que la desesperación que empezaba a notar era solamente suya, producida por su debilidad personal, y que incluso aunque sufriera una insolación y se volviera loca, el resto del mundo seguiría funcionando. Pero de repente, en un rincón de su mente, apareció la religión, el pobre cristianismo siempre tan hablador, y se dio cuenta de que todas sus frases divinas, desde «Hágase la luz» a «Todo está consumado», no pasaban a ser buom. Luego su terror se extendió a una zona más amplia que de costumbre; el universo, nunca comprensible para su entendimiento, tampoco ofrecía reposo para su alma; el estado de ánimo de los dos últimos meses adoptó por fin una forma definida, y Mrs. Moore advirtió que no quería escribir a sus hijos, que no deseaba comunicarse con nadie, ni siquiera con Dios. Se quedó inmóvil, llena de horror y, cuando el viejo Mohamed Latif se le acercó, pensó que notaría la diferencia. Durante algún tiempo se dijo a sí misma para consolarse: «Voy a ponerme enferma», pero terminó rindiéndose ante su visión. Perdió todo interés, incluso por Aziz, y las afectuosas y sinceras palabras que le había dirigido no le parecieron ya suyas, sino dichas por el aire indiferente que la rodeaba.