Capítulo decimotercero

Estas colinas parecen románticas con cierta luz y a la distancia adecuada, y, al ser contempladas una tarde desde la galería superior del Club, hicieron que Miss Quested —entre otros temas de conversación— le dijera a Miss Derek que le gustaría haberlas visitado; que el doctor Aziz había dicho en casa de Mr. Fielding que se ocuparía de la expedición, y que los indios parecían bastante olvidadizos. El criado que les estaba sirviendo el vermut oyó lo que decía. Este criado entendía inglés. No era exactamente un espía, pero mantenía aguzado el oído; tampoco puede decirse exactamente que Mahmoud Ali lo sobornara: tan sólo le animó a sentarse con sus propios criados, y dio la casualidad de que pasaba por allí cuando el criado del Club estaba de visita. A medida que la historia viajaba, iba creciendo de emoción, y Aziz se enteró con horror de que las señoras inglesas estaban terriblemente ofendidas, y habían esperado diariamente que les llegase su invitación. Aziz creía que un comentario tan superficial como el suyo habría sido completamente olvidado. Dotado de dos memorias, una temporal y otra permanente, había relegado hasta entonces las cuevas a la primera. Ahora hizo una transferencia definitiva y llevó el asunto a buen término. Las inglesas iban a disfrutar de una réplica maravillosa del té en casa de Fielding. Aziz empezó asegurándose de la asistencia del Director del Instituto y del viejo Godbole y luego encargó a Fielding que invitara a Mrs. Moore y a Miss Quested cuando estuvieran solas: con esta estratagema se podía evitar a Ronny, su protector oficial. A Fielding no le hacía mucha gracia aquella comisión; estaba muy ocupado, las cuevas le aburrían, preveía fricciones y gastos, pero no podía decir que no al primer favor que su amigo le había pedido, e hizo lo que se le indicaba. Las señoras aceptaron. La expedición presentaba algunos inconvenientes dada la multitud de sus compromisos, pero esperaban poder superarlos después de consultar a Mr. Heaslop. Ronny no hizo ninguna objeción, con tal de que Fielding aceptara plena responsabilidad en cuanto a la comodidad de las dos damas. Al Director del Instituto no le entusiasmaba la excursión, pero lo mismo les sucedía a las señoras; nadie estaba entusiasmado y, sin embargo, la excursión se llevó a cabo.

A Aziz, por su parte, le preocupaba mucho la organización. Se trataba de un viaje muy breve —un tren salía de Chandrapore justo antes de amanecer y regresarían en otro a tiempo para el tiffin—, pero él no era todavía más que un funcionario de poco importancia y temía cumplir su cometido deshonrosamente. Tuvo que pedirle medio día de permiso al Mayor Callendar, permiso que le fue denegado por haberse fingido enfermo poco antes; después de un ataque de desesperación, Aziz intentó una nueva aproximación al Cirujano-Jefe a través de Fielding, consiguiendo un enfurruñado y despreciativo permiso. Tuvo que pedirle prestados los cubiertos a Mahmoud Ali sin invitarle. Después estaba el problema del alcohol: Mr. Fielding, y quizá las señoras, eran bebedores, de manera que ¿debía proporcionarles whisky con sifón u oporto? También estaba el problema del transporte desde la estación de Marabar hasta las cuevas, el del profesor Godbole y su comida, y el del profesor Godbole y la comida de los demás invitados; dos problemas, no uno solo. El profesor no era un hindú muy estricto: tomaría té, fruta, bebidas gaseosas y dulces cocinados por cualquiera y verduras y arroz si los preparaba un brahmán; pero carne, no, ni pasteles, por temor a que tuvieran huevo; y no permitiría que nadie comiera carne de vaca: un filete en el plato de otro, aunque estuviera lejos, le arruinaría la excursión. Los demás podían comer cordero y también jamón. Pero en este último caso la religión del mismo Aziz alzaba la voz: no le apetecía ver a otras personas comiendo jamón. Una tras otra las dificultades le salían al encuentro, porque había desafiado al espíritu de la tierra india, que trata de mantener a los hombres en compartimientos estancos.

Finalmente llegó el día fijado.

Sus amigos consideraban muy imprudente que se relacionara con señoras inglesas y le insistieron en que tomara todas las precauciones posibles para no ser impuntual. En consecuencia, Aziz pasó la noche en la estación. Los criados estaban amontonados en el andén, ya que se les había ordenado que no se alejaran. Aziz mismo paseaba de arriba abajo con el anciano Mohammed Latif, que iba a actuar de mayordomo. El joven médico se sentía inseguro y como si formara parte de un sueño. Se oyó llegar un vehículo, y Aziz deseó que fuera Fielding quien se apeara, para prestarle a él solidez. Pero contenía a Mrs. Moore, a Miss Quested y a su criado de Goa. Aziz se apresuró a salirles al encuentro, repentinamente feliz.

—Han venido después de todo. ¡Cuánta amabilidad por su parte! —exclamó—. Éste es el momento más feliz de toda mi vida.

Las señoras se mostraron corteses. No era el momento más feliz de su vida, pero esperaban pasarlo bien tan pronto como superaran la molestia de salir a una hora tan intempestiva. No habían vuelto a ver a Aziz desde la tarde en casa de Fielding y le dieron las gracias adecuadamente.

—No necesitan billetes…, hagan el favor de decírselo a su criado. No hay billetes en el ramal de Marabar; ésa es su peculiaridad. Vengan al vagón y descansen hasta que Mr. Fielding se reúna con nosotros. ¿Sabían ustedes que iban a viajar con purdah? ¿Creen que les gustará?

Las señoras replicaron que estaban seguras de que sí. El tren había llegado y una multitud de sirvientes se lanzó a la conquista de los asientos como si fueran monos. Aziz había pedido criados a sus amigos, además de llevar los tres suyos, y el resultado eran peleas por motivos de preferencia. El criado de las señoras se mantenía aparte, con expresión despectiva. Mrs. Moore y Miss Quested le habían contratado en Bombay, cuando eran aún viajeras en constante movimiento. En un hotel o entre personas de buen tono era un criado excelente, pero tan pronto como se relacionaba con alguien que él consideraba de inferior categoría las abandonaba a su desgracia.

La noche estaba todavía oscura, pero había adquirido esa tonalidad transitoria que indica la proximidad del alba. Desde el techo de una teja vana, las gallinas del jefe de estación empezaban a soñar con cometas en lugar de hacerlo con búhos. Se apagaron algunas luces para evitar la molestia de tener que apagarlas después; desde rincones en sombra llegaron el olor a tabaco y el ruido que hacían los pasajeros de tercera clase al escupir; había cabezas desenturbantadas y quien se limpiaba los dientes con ramitas de árbol. Tan convencido estaba un ferroviario subalterno de que el sol saldría de nuevo que tocó la campana con entusiasmo. Esto asustó a los criados. Gritaron que el tren iba a ponerse en marcha, y corrieron hacia los dos extremos para suplicar que no lo hiciera. Aún faltaban muchas cosas por meter en el vagón purdah: un cajón con refuerzos de latón, un melón con fez, guayabas envueltas en un trapo húmedo, una escalera de mano y una escopeta. Las invitadas desempeñaron perfectamente su papel. Carecían de conciencia de raza —Mrs, Moore era demasiado vieja, Miss Quested demasiado inexperta— y se comportaron con Aziz como lo hubieran hecho con cualquier otro joven que hubiera tenido con ellas las mismas deferencias. Esto hizo que su anfitrión se conmoviera profundamente. Había imaginado que llegarían con Mr. Fielding, pero en lugar de ello habían tenido la suficiente confianza para quedarse unos momentos a solas con él.

—Digan a su criado que vuelva a Chandrapore —sugirió Aziz—. No nos hace falta. Así seremos todos musulmanes.

—Y además es un criado horrible. Antony, puede usted irse; no le necesitamos —dijo la muchacha con tono impaciente.

—El señor me dijo que viniera.

—La señora le dice que se vaya.

—El señor dijo que estuviera cerca de las señoras toda la mañana.

—Bien las señoras no quieren estar con usted —Miss Quested se volvió hacia el anfitrión—. ¡Haga que se vaya, doctor Aziz!

—¡Mohammed Latif! —exclamó el joven médico.

El pariente pobre intercambió su fez con el del melón y se asomó por la ventana del vagón cuya confusión se encargaba de supervisar.

—Éste es mi primo, Mr. Mohammed Latif. No, no le den la mano. Es un indio chapado a la antigua, prefiere hacer una inclinación de cabeza. Así, ya se lo había dicho. Mohammed Latif, ¡qué bien saludas! ¿Ven? No ha entendido; no sabe una palabra de inglés.

—Hablas una mentira —dijo el anciano amablemente.

—¡Hablo una mentira! Maravilloso. ¿No es un viejo divertido? Después tendremos ocasión de pasarlo muy bien con él. Hace las cosas más diversas. No es, ni muchísimo menos, tan estúpido como pudiera parecerles, pero sí tremendamente pobre. Es una suerte que nuestra familia sea tan numerosa. —Le pasó un brazo alrededor del mugriento cuello—. Pero entren, pónganse cómodas; sí, túmbense. —La celebrada confusión oriental parecía estar llegando a su fin—. Perdónenme, pero ahora debo recibir a los otros huéspedes.

Aziz se estaba volviendo a poner nervioso, porque sólo faltaban diez minutos para la hora de salida. Sin embargo, Fielding era un inglés y los ingleses nunca pierden trenes, y Godbole era hindú y no contaba; de manera que, tranquilizado por este razonamiento, su nerviosismo fue disminuyendo a medida que se acercaba el momento de partir. Mohammed Latif había sobornado a Antony para que no les acompañara. Los dos se pusieron a pasear de un extremo a otro del andén, hablando de cosas prácticas. Coincidieron en que habían traído demasiados criados, y tendrían que dejar a dos o tres en la estación de Marabar. Aziz explicó que quizá le gastara alguna broma en las cuevas; no con mala intención, únicamente para hacer reír a los invitados. El anciano asintió con suaves movimientos de cabeza; siempre estaba dispuesto a dejarse ridiculizar y pidió a Aziz que no se preocupara por él. Animado por su propia importancia se lanzó a contar una historieta indecente.

—Cuéntamela en otra ocasión, hermano, cuando esté menos atareado, porque ahora, como ya te he dicho, tenemos que agasajar a personas no musulmanas. Tres europeos y un hindú que no debe ser olvidado. Hay que tener todas las atenciones posibles con el profesor Godbole, no vaya a creer que le considero inferior a mis otros huéspedes.

—Hablaré con él de filosofía.

—Eso será muy amable por tu parte; pero los criados son aún más importantes. No tenemos que dar la impresión de estar desorganizados. Se puede conseguir y espero que lo hagas tú…

Del vagón purdah escapó un alarido. El tren se había puesto en marcha.

—¡Dios misericordioso! —exclamó Mohammed Latif, lanzándose hacia la vía y subiéndose de un salto al estribo de un vagón.

Aziz hizo lo mismo. No era una proeza muy difícil, porque los trenes de las líneas secundarias tardan en adquirir velocidad.

—Somos monos, no se preocupen —exclamó Aziz, agarrándose a una barra y riendo. Luego empezó a aullar—: ¡Mr. Fielding! ¡Mr. Fielding!

Allí estaban Fielding y el viejo Godbole, detenidos en el paso a nivel. ¡Terrible catástrofe! La barrera había descendido antes de lo habitual. Se apearon a toda prisa del tonga, gesticulando, pero ¿de qué servía? ¡Tan cerca y tan lejos al mismo tiempo! Mientras el tren pasaba por delante traqueteando, hubo tiempo de intercambiar algunas frases angustiadas.

—Mal, mal, me han destruido ustedes.

—La pujah de Godbole ha tenido la culpa —exclamó el inglés.

El brahmán bajó los ojos, avergonzado por causa de la religión. Era como Fielding decía: había calculado mal la longitud de una plegaria.

—Salte, le necesito —gritó Aziz, fuera de sí.

—De acuerdo, déme la mano.

—No debe hacerlo, se matará —protestó Mis. Moore.

Fielding saltó, falló, no logró coger la mano de su amigo y volvió caer junto a la vía. El tren siguió su ruidosa marcha. El Director del Instituto consiguió ponerse en pie y gritar a voz en cuello en dirección a los viajeros: «¡Estoy bien y ustedes también, no se preocupen!», antes de que la distancia y el ruido del tren lograran ahogar su voz.

—Mrs. Moore, Miss Quested, nuestra expedición se ha venido abajo.

Aziz se balanceaba sobre el estribo, llorando casi.

—Súbase al tren, súbase al tren; se matará usted igual que Mr. Fielding. No veo que se haya derrumbado nada.

—¿Cómo es posible? ¡Haga el favor de explicármelo! —dijo el otro lastimeramente, como un niño.

—Ahora seremos todos musulmanes, como usted nos ha prometido.

Su querida Mrs. Moore, tan perfecta como siempre. Todo el amor que había sentido por ella en la mezquita inundó de nuevo su pecho, y con mayor intensidad aún por haberlo olvidado completamente. No había nada que no estuviera dispuesto a hacer por ella. Moriría por hacerla feliz.

—Suba, doctor Aziz, nos da usted vértigo —exclamó la otra dama—. Si han cometido la imprudencia de perder el tren, son ellos quienes deben lamentarlo y no nosotros.

—Yo tengo la culpa. Soy el anfitrión.

—¡Qué disparate! Vuelva a su vagón. Vamos a pasarlo estupendamente sin los otros invitados.

No tan perfecta como Mrs. Moore, pero muy sincera y amable. Unas señoras maravillosas las dos y huéspedes suyas durante toda una mañana. Aziz se sintió importante y competente. Fielding suponía una gran pérdida personal, por tratarse de un amigo al que le unían lazos de afecto cada vez más íntimos, pero si Fielding hubiese venido, Aziz mismo habría tenido que funcionar con andadores. «A los indios no se les pueden confiar responsabilidades», decían los funcionarios británicos; y Hamidullah también lo decía a veces. Les demostraría a aquellos pesimistas que se equivocaban. Sonriendo satisfecho, lanzó una mirada al paisaje, todavía invisible excepto como oscuro movimiento dentro de la oscuridad; luego alzó la vista al cielo, donde las estrellas del Escorpión habían empezado a palidecer. Después se introdujo por una ventanilla de un vagón de segunda clase.

—Mohammed Latif, a propósito, ¿qué es lo que hay en esas cuevas, hermano? ¿Por qué vamos todos a verlas?

Semejante pregunta estaba más allá de las posibilidades del pariente pobre. Sólo fue capaz de responder que Dios y los habitantes de la zona lo sabían y que estos últimos harían gustosamente de guías.