Capítulo undécimo

Aunque los indios ya se habían marchado, y Fielding estaba viendo su caballo en un pequeño cobertizo en la esquina del patio, nadie se molestaba en traérselo. Iba ya a buscarlo él mismo cuando se detuvo al oír que le llamaban desde dentro de la casa. Aziz estaba sentado en la cama, con aspecto desaliñado y expresión triste.

—Aquí tiene usted su casa —dijo burlonamente—. La celebrada hospitalidad del Oriente. Contemple las moscas. Vea el chunam cayéndose de las paredes. ¿No es divertido? Supongo que ahora querrá marcharse, después de haber visto un interior oriental.

—En todo caso, usted necesita descansar.

—Tengo todo el día para descansar, gracias al respetable doctor Lal. Un espía del Mayor Callendar, como me imagino que ya sabe, pero esta vez no ha dado resultado. Me está permitido tener un poco de fiebre.

—Callendar no se fía de nadie, inglés o indio; es su forma de ser, y me gustaría que no tuviera usted que trabajar a sus órdenes; pero tiene que hacerlo y no hay más que decir.

—Antes de irse, porque evidentemente tiene usted mucha prisa, ¿quiere hacer el favor de abrir ese cajón? ¿Ve usted un pequeño envoltorio de papel marrón?

—Sí.

—Ábralo.

—¿Quién es?

—Era mi mujer. Usted es el primer inglés que la ve. Ahora guarde otra vez la fotografía.

Fielding sintió tanto asombro como un viajero que, de repente, ve flores entre las piedras del desierto. Las flores han estado allí todo el tiempo, pero él las ve de repente. Trató de examinar la fotografía, pero en sí misma no era más que una mujer con un sari, enfrentándose al mundo.

—A decir verdad, no sé por qué tiene usted esta consideración tan grande conmigo, Aziz —balbuceó—, pero la aprecio en todo lo que vale.

—No tiene importancia, no era una mujer muy educada, ni tampoco hermosa; puede guardarla ya. La hubiera usted visto si viviera, de manera que, ¿no es lógico que le enseñe su fotografía?

—¿Me hubiera usted permitido verla?

—¿Por qué no? Acepto el purdah, pero a ella le hubiese dicho que era usted mi hermano y se habrían conocido. Hamidullah la vio y algunos otros también.

—¿Creía ella que eran hermanos suyos?

—Claro que no, pero la palabra existe y es útil. Todos los hombres son mis hermanos y si se comportan como tales, pueden ver a mi esposa.

—¿Y cuando el mundo entero se comporte de esa manera, ya no habrá más purdah?

—Precisamente porque es usted capaz de hacer una observación como ésa, y de hacerla sinceramente, le he enseñado la fotografía —dijo Aziz con gran seriedad—. Es algo que está fuera del alcance de la mayoría de los hombres. Se la muestro porque usted se comporta bien cuando yo me comporto mal. No creía que fuese usted a volver ahora, cuando le he llamado. «Sin duda ha terminado conmigo; le he insultado», pensaba. Mr. Fielding, nadie se da cuenta del mucho afecto que los indios necesitamos, ni siquiera nosotros mismos nos damos cuenta. Pero lo apreciamos cuando se nos da. No olvidamos, aunque pueda parecer que lo hacemos. Afecto, más afecto, e incluso después de eso, más afecto todavía. Le aseguro que es la única esperanza. —Su voz parecía salir de un sueño. Modificándola, pero todavía muy lejos por debajo de su tono normal, añadió—: Sólo podemos construir la India sobre lo que sentimos. ¿De qué sirven todas las reformas, los Comités de Conciliación para muharram, preguntarse si rebajaremos la tazia o la llevaremos por otro camino, las Asambleas de Notables y las fiestas oficiales donde los ingleses desprecian el color de nuestra piel?

—Es empezar la casa por el tejado, ¿no es cierto? Yo sí lo sé, pero las instituciones y el Gobierno no quieren enterarse.

Fielding contempló de nuevo la fotografía. Aquella mujer se enfrentaba con el mundo por deseo de su marido y también por decisión propia, pero ¡qué desconcertante lo encontraba, aquel mundo lleno de ecos contradictorios!

—Guárdela otra vez, no tiene importancia, ya ha muerto —dijo Aziz amablemente—. Se la he enseñado porque no tengo otra cosa que enseñar. Ahora puede usted recorrer todo el bungalow y abrirlo todo. No tengo ningún otro secreto; mis tres hijos viven con su abuela lejos de aquí y eso es todo.

Fielding se sentó junto a la cama, halagado por la confianza puesta en él, pero más bien triste. Se sentía viejo. También le gustaría dejarse llevar por oleadas de emoción. La próxima vez que se vieran quizás Aziz se mostrase precavido y distante. Se daba cuenta de ello, y saber que se daba cuenta de ello le ponía triste. Afecto, afecto y más afecto…, sí, quizás eso sí pudiera darlo, pero ¿era de verdad todo lo que necesitaba aquella nación tan extraña? ¿No exigía también de cuando en cuando una especie de exaltación generalizada? ¿Qué había hecho él para merecer aquella explosión de confianza y que podía entregar a cambio? Fielding repasó su propia vida. ¡Qué pobre cosecha de secretos había producido! Existían cosas que no había mostrado a nadie, pero eran muy poco interesantes; no merecía la pena levantar un purdah para darlas a conocer. Fielding había estado enamorado y a punto de casarse, pero su novia rompió el compromiso, y los recuerdos le habían mantenido apartado de otras mujeres durante un tiempo; luego, algunas concesiones, seguidas de arrepentimiento y equilibrio. Muy poca cosa realmente, excepto el equilibrio, y Aziz no quería que se le hiciera semejante confidencia: lo llamaría «todas las cosas fríamente ordenadas en estantes».

«Nunca intimaré con él de verdad —pensó Fielding; y luego—: Ni con él ni con nadie.» Tal era el corolario. Y tenía que confesar que no le importaba en el fondo; se contentaba con ayudar a la gente y encariñarse con ellos mientras no pusieran objeciones, y si lo hacían, seguir adelante sin perder la calma. La experiencia puede hacer mucho, y todo lo que había aprendido en Inglaterra y en Europa le servía de apoyo y le ayudaba a ver las cosas con más claridad, pero la claridad le impedía tener otras experiencias.

—¿Qué le parecieron las dos señoras con las que tomamos el té el jueves? —preguntó Fielding.

Aziz movió la cabeza con desagrado. La pregunta le recordaba su imprudente ofrecimiento sobre las Cuevas de Marabar.

—¿Qué le parecen las inglesas en general?

—A Hamidullah le gustaban en Inglaterra. Aquí nunca las miramos. No, no; somos muy cuidadosos. Hablemos de otra cosa.

—Hamidullah tiene razón: son mucho más agradables en Inglaterra. Aquí hay algo que no les sienta bien.

Después de otro silencio, Aziz dijo:

—¿Por qué no está usted casado?

A Fielding le agradó que se lo preguntara.

—Porque más o menos he ido saliendo adelante sin hacerlo —replicó—. Estaba pensando en contarle algún día un poco sobre sí mismo si consigo hacerlo interesante. La mujer que me gustaba no quiso casarse conmigo…, eso es lo más importante, pero desde entonces han pasado quince años y ahora ya no significa nada.

—Pero no tiene usted hijos.

—No.

—Perdóneme que le haga esta pregunta: ¿tiene usted algún hijo ilegítimo?

—No. Se lo diría sin ningún reparo si los tuviera.

—Entonces, su nombre desaparecerá por completo.

—Sin duda.

—Esa indiferencia —dijo Aziz moviendo la cabeza— es algo que los orientales nunca entenderán.

—No me gustan los niños.

—No se trata de que a uno le gusten o no —dijo Aziz impacientándose.

—No los echo de menos; no los quiero llorando alrededor de mi lecho de muerte, ni hablando cortésmente de mí después, que es lo que, en términos generales, se espera que hagan. Me gustaría bastante más dejar una idea que un hijo. De los hijos se pueden ocupar otras personas. Yo no me siento obligado, con Inglaterra cada oía más atestada de gente y teniendo que venir a la India en busca de empleos.

—¿Por qué no se casa usted con Miss Quested?

—¡Cielo santo! Esa chica es una criatura imposible.

—¿Imposible? Haga el favor de explicarme lo que quiere decir.

—No la conozco lo suficiente, pero me parece uno de los productos más patéticos de la educación occidental. Me deprime extraordinariamente.

—Pero ¿por qué imposible, Mr. Fielding? ¿Qué quiere decir con eso?

—Siempre se comporta como si estuviera en una conferencia…, tratando con toda su alma de entender la India y la vida misma y tomando notas de cuando en cuando.

—A mí me pareció una persona muy simpática y sincera.

—Probablemente lo es —dijo Fielding, avergonzado por la dureza de sus palabras: sugerir a un soltero que debe casarse produce siempre por su parte afirmaciones exageradas y cierto revuelo mental—. Pero no podría casarme con ella aunque quisiera, porque acaba de prometerse con el Magistrado Municipal.

—¿Es eso cierto? ¡Cuánto me alegro! —exclamó Aziz muy aliviado, porque aquello le eximía de la expedición a las Cuevas de Marabar: difícilmente se le permitiría servir de anfitrión a personas ya definitivamente incorporadas a la comunidad anglo-india.

—Ha sido obra de la madre de Heaslop. Tenía miedo de que su querido muchacho escogiera por sí mismo, de manera que trajo a la chica con esa idea y los ha tenido juntos hasta que ha sucedido lo que ella quería.

—Mrs. Moore no me dijo que figurara ése entre sus planes.

—Puede que no me haya enterado bien… Siempre estoy al margen de lo que se cotillea en el Club. Pero, en cualquier caso, ya han anunciado su compromiso matrimonial.

—Sí; no hay duda de que ha quedado usted al margen, pobre amigo mío —sonrió Aziz—. No Miss Quested para Mr. Fielding. Por otra parte, no es una mujer hermosa. Prácticamente no tiene pechos, si se piensa en ello.

Fielding sonrió también, pero no le pareció de muy buen gusto hacer comentarios sobre los pechos de una dama.

—Quizás el Magistrado Municipal los considere adecuados, y ella a él. En cuanto a usted, ya le encontraré yo una mujer con pechos como mangos…

—No, no lo hará.

—No lo haré, desde luego, y además, por su posición en el Instituto resultaría un peligro para usted —la mente de Aziz había pasado del matrimonio a Calcuta. Su expresión se hizo seria. Se imaginó las consecuencias, si hubiese convencido al Director del Instituto para que le acompañara allí y luego Fielding se hubiera encontrado en una situación difícil. Y repentinamente tomó una actitud distinta hacia su amigo, la actitud del protector que conoce los peligros de la India y está dispuesto a dar buenos consejos—. No puede usted pasarse de precavido, Mr. Fielding; piense que siempre habrá algún individuo envidioso que estará al acecho de todo lo que usted diga o haga en este maldito país. Quizá le sorprenda saber que había al menos tres espías en esta habitación cuando llegó usted a interesarse por mi salud. Me ha sorprendido mucho que hablara como lo hizo acerca de Dios. Sin duda alguna informarán de ello.

—¿A quién?

—De acuerdo, de acuerdo, pero también habló usted en contra de la moralidad y dijo que había venido a quitarle el empleo a otras personas. Se ha mostrado usted muy poco prudente. La India es un sitio terrible para los escándalos. Piense que incluso uno de sus propios alumnos estaba escuchando.

—Gracias por decírmelo; sí, tengo que procurar ser más cuidadoso. Cuando algo me interesa, tiendo a olvidarme de todo lo demás. En cualquier caso, el daño no es grave.

—Pero decir lo que uno piensa puede crear dificultades.

—Ya me ha sucedido otras muchas veces.

—¿Lo ve? ¿Qué le decía yo? El final de todo puede ser que pierda su empleo.

—Si lo pierdo, lo habré perdido. Sobreviviré. Siempre viajo ligero de equipaje.

—¡Viajar ligero de equipaje! Son ustedes una raza extraordinaria —dijo Aziz, dándole la espalda como para dormirse, y luego volviendo a la primera posición inmediatamente—. ¿Acaso lo da el clima?

—Hay muchos indios que viajan ligeros de equipaje: los saddhus y otros parecidos. Es una de las cosas que admiro de su país. Cualquier nombre puede trasladarse sin problemas mientras no tenga mujer o hijos. Ese es uno de mis argumentos contra el matrimonio. Soy como un santón pero sin la santidad. Pase esta información a sus tres espías y que les sirva de provecho.

Aziz estaba maravillado y lleno de interés, y empezó a dar vueltas en la cabeza a aquella nueva idea. ¡De manera que era ésa la razón de que Mr. Fielding y unos cuantos más fueran tan valientes! No tenían nada que perder. Él, en cambio, estaba firmemente enraizado en su sociedad y en el Islam. Pertenecía a una tradición que le ligaba, y había traído hijos al mundo, contribuyendo a la sociedad del futuro. Aunque viviese de manera tan incierta en aquel frágil bungalow, Aziz estaba situado, perfectamente situado.

—No me pueden echar de mi trabajo, porque mi trabajo es la educación. Creo en enseñar a la gente a ser individuos singulares y a entender a otras personas, también distintas. Es lo único en lo que creo. En el Instituto lo mezclo con trigonometría y todo lo demás. Cuando sea un saddhu lo mezclaré con otras cosas.

El inglés había terminado su exposición de principios y los dos guardaron silencio. Las moscas molestaban más que nunca, bailando muy cerca de sus pupilas o introduciéndoseles en los oídos. Fielding empezó a manotear violentamente. El ejercicio le acaloró y se puso en pie para marcharse.

—Tendrá que decirle a su criado que me traiga el caballo. No parece apreciar mi urdu.

—Estoy al tanto de ello. Fui yo quien se lo dijo. Son ésos los trucos que empleamos contra los ingleses. ¡Pobre Mr. Fielding! Pero ahora le dejaré que se vaya. Si se exceptúa a usted y a Hamidullah, no tengo a nadie con quien hablar en esta ciudad. Le cae bien Hamidullah, ¿no es cierto?

—Francamente bien.

—¿Me promete que acudirá a nosotros en cuanto tenga dificultades?

—Nunca puedo tener dificultades.

«Es un tipo bien curioso, confío en que no acabe mal», pensó Aziz al quedarse solo. El período de admiración incondicional hacia Fielding había terminado ya y ahora Aziz tendía a adoptar una actitud protectora. Le era muy difícil seguir sintiendo un respeto reverente por alguien que ponía todas sus cartas boca arriba. Al tratarle más íntimamente, descubría que Fielding era una persona verdaderamente bondadosa y a quien nada importaban los formalismos, pero también falto de prudencia. Expresarse con tanta franqueza delante de Ram Chand, Rafi y los demás era peligroso y poco elegante. No servía para nada útil.

Pero Fielding y él eran amigos, hermanos. Eso ya estaba decidido; su pacto, sellado por la fotografía; confiaban el uno en el otro; por una vez el afecto había triunfado en cierta manera. Se quedó dormido entre agradables recuerdos de las dos últimas horas: poema de Galib, gracia femenina, el bueno de Hamidullah, Fielding, su esposa, tan digna de reverencia, y sus queridos hijos. Aziz se trasladó a una región donde las alegrías, en lugar de encontrar enemigos, florecían armoniosamente en un jardín eterno, o se deslizaban por canalillos de mármol, o se alzaban en cúpulas bajo las cuales estaban inscritos —negro sobre blanco— los noventa y nueve atributos de Dios.