Hacía mucho más calor que una hora antes, y la calle estaba tan vacía como si una catástrofe hubiera acabado con la humanidad durante aquella charla en la que no se había llegado a ninguna conclusión. Frente al bungalow de Aziz se alzaba una casa grande, aún sin terminar, que pertenecía a dos hermanos astrólogos; una ardilla colgaba en ella cabeza abajo, pegado el vientre al abrasador andamiaje y moviendo espasmódicamente una cola sarnosa. Parecía ser el único ocupante de la casa y sus chillidos estaban, sin duda, en armonía con el infinito, pero sólo resultaban atractivos para las demás ardillas. Otros ruidos procedían de un árbol polvoriento, donde pájaros pardos chirriaban y se movían torpemente buscando insectos; también un invisible pájaro calderero había iniciado su «ponk, ponk». A la mayoría de los seres vivos le preocupaba muy poco lo que la minoría que se llama a sí misma humana desea o decide. A la mayoría de los habitantes de la India no le preocupa cómo se gobierna la India. Tampoco los animales inferiores de Inglaterra se interesan por el país donde viven, pero en los trópicos la diferencia es más acusada, y el mundo incapaz de expresarse conceptualmente está más cerca y más dispuesto a recuperar el control tan pronto como los hombres se cansan. Cuando los siete caballeros que habían mantenido opiniones tan diversas dentro del bungalow salieron al exterior, tomaron conciencia de un peso común, de una vaga amenaza a la que designaban como «la llegada del mal tiempo». Sintieron que no podrían hacer su trabajo, o que no les pagarían lo suficiente por hacerlo. El espacio entre ellos y sus vehículos, en lugar de estar vacío, parecía ocupado por una sustancia que se aplastaba contra su carne; los almohadones de los coches les abrasaban los pantalones; les escocían los ojos; cúpulas de agua caliente se acumulaban bajo sus cubrecabezas para escurrir después mejillas abajo. Luego de realizar un débil esfuerzo de despedida, se repartieron por el interior de otros bungalows para recobrar su dignidad y las cualidades que los diferenciaban entre sí.
En toda la ciudad y gran parte de la India se estaba iniciando, por parte de los demás seres humanos, la misma retirada hacia los sótanos, hacia lo alto de las colinas, hacia la sombra que proporcionaban los árboles. Abril, heraldo de horrores, estaba ya a la vuelta de la esquina. El sol regresaba a su reino con poder pero sin belleza: esa era su característica más siniestra. ¡Si hubiese existido belleza! Su crueldad habría sido tolerable en ese caso. Por su mismo exceso de luz, también él fracasaba; bajo su marea blanco-amarillenta no sólo desaparecían las cosas materiales: también se ahogaba la misma luminosidad. El astro rey no era el Amigo inalcanzable —de los hombres o de los pájaros o de otros soles—, no era la eterna promesa, ni la sugerencia nunca desechada que obsesiona nuestra conciencia; era simplemente una criatura como las demás y, por tanto, desprovista de gloria.