Capítulo noveno

Como había predicho, Aziz se puso enfermo, aunque sólo levemente enfermo. Tres días después yacía en cama en su bungalow, fingiendo estar muy enfermo. No tenía más que un poco de fiebre y la habría ignorado si hubiera tenido algo importante que hacer en el hospital. De vez en cuando gemía y pensaba que iba a morirse, pero no lo pensaba durante mucho tiempo y la menor cosa le distraía. Era domingo, un día siempre muy ambiguo en Oriente y una excusa para holgazanear. Estuvo oyendo repicar campanas mientras dormitaba: las de la capilla en la zona residencial de los funcionarios ingleses y las de la misión más allá del matadero, Campanas diferentes y que repicaban con propósitos distintos, porque las primeras llamaban con firmeza a la India inglesa y las segundas a toda la humanidad, pero débilmente. Aziz no tenía nada en contra de las primeras; las otras las ignoraba, consciente de su ineficacia. El anciano Mr. Graysford y el joven Mr. Sorley lograban conversos durante las épocas de carestía porque distribuían alimentos; pero cuando llegaban tiempos mejores se quedaban otra vez solos como era lógico y, aunque se sorprendían e irritaban siempre que les sucedía esto, nunca llegaban a aprender la lección. «Ningún inglés nos entiende, con la excepción de Mr. Fielding —pensó Aziz—; pero ¿cómo es posible que vuelva a verle? Si entrara en esta habitación me moriría de vergüenza.» Llamó a Hassan para que limpiara, pero Hassan, que estaba comprobando si las moneas de su soldada eran falsas o no mediante el procedimiento de dejarlas caer sobre el escalón del porche, descubrió que podía no oírle; le oyó y no le oyó, de la misma manera que Aziz había llamado y no había llamado. «Eso es la India…, así somos nosotros…, no hace falta ir más lejos…» Aziz volvió a quedarse medio dormido y sus pensamientos vagaron sobre la multiforme superficie de la vida.

Gradualmente se fueron centrando en un determinado punto: la Sima Sin Fondo, según los misioneros; Aziz, sin embargo, no le daba más importancia que a un simple hoyo. Sí, le apetecía pasar una velada con unas cuantas chicas, con canciones y todo lo demás, una exaltación no muy bien definida y que culminaría en voluptuosidad. Sí, eso era lo que necesitaba. ¿Cómo se podría arreglar? Si el Mayor Callendar fuese indio, se acordaría de lo que son los jóvenes y le concedería un permiso para irse dos o tres días a Calcuta sin hacer preguntas. Pero el Mayor Callendar debía suponer que sus subordinados eran de piedra o que recurrirían a los bazares de Chandrapore: dos posibilidades igualmente odiosas. Tan sólo Mr. Fielding…

—¡Hassan!

El criado acudió corriendo.

—Mira esas moscas, hermano —y Aziz señaló la horrible masa que colgaba del techo. El núcleo era un cable que había sido instalado en homenaje a la electricidad. La electricidad no había hecho ningún caso, y una colonia de moscas había acudido en su lugar, ennegreciendo la superficie del cable con sus cuerpos.

—Son moscas, huzoor.

—Bien, de acuerdo, eso es lo que son, excelente, pero ¿por qué te he llamado?

—Para hacer que se vayan a otro sitio —dijo Hassan, tras penosa meditación.

—Se van a otro sitio, pero siempre vuelven.

—Sí, huzoor.

—Tienes que encontrar un remedio contra las moscas; para eso eres mi criado —dijo Aziz amablemente.

Hassan llamaría al niño de los recados para que pidiera prestada la escalera de mano en casa de Mahmoud Ali; le ordenaría al cocinero que encendiera el hornillo de petróleo y que calentara agua; luego el mismo Hassan subiría los travesaños de la escalera con una olla en las manos y sumergiría en su interior el extremo del cable.

—Bien, muy bien. Entonces, ¿qué es lo que tienes que hacer?

—Matar las moscas.

—Excelente. Hazlo.

Hassan se retiró, con el plan casi asimilado, y empezó a buscar al chico de los recados. Al no encontrarlo, sus pasos se hicieron más lentos y regresó disimuladamente a su sitio en el porche, pero no siguió examinando sus rupias, no fuera que su amo oyera el tintineo. Las campanas dominicales repicaban aún; el Oriente había vuelto al Oriente pasando por las afueras de Londres y se había convertido en algo ridículo durante el rodeo.

Aziz siguió pensando en mujeres hermosas.

En este punto el joven médico se mostraba directo y obstinado, aunque no brutal. Había aprendido todo lo necesario sobre su propia constitución muchos años atrás, gracias al sistema social dentro del que había nacido, y cuando fue a estudiar Medicina le habían repelido la pedantería y las alharacas con que Europa clasifica los hechos relativos al sexo. La ciencia parecía analizarlo todo desde un punto de vista equivocado, y no le sirvió para interpretar sus experiencias cuando las encontró en un libro de texto alemán, porque al estar allí dejaban de ser sus experiencias. Lo que su padre o su madre le habían dicho o lo que había aprendido de los criados era el tipo de información que le resultaba útil y que, cuando la ocasión se presentaba, transmitía a otras personas.

Pero no podía deshonrar a sus hijos con alguna estúpida aventura. ¿Qué sucedería si se corriese la voz de que Aziz no era una persona respetable? También tenía que considerar su posición profesional, prescindiendo de lo que pensara el Mayor Callendar. Aziz defendía el decoro, pero sin atribuirle una aureola moral y en esto, básicamente, se diferenciaba de un inglés. Sus reglas de comportamiento sólo tenían valor social. No hay nada de malo en engañar a la sociedad mientras ella no nos descubra, porque sólo se la perjudica cuando nos descubre; la sociedad no es como un amigo o como Dios, a quienes se ofende con la simple existencia de la infidelidad. Sin la menor duda sobre este punto, Aziz meditaba sobre el tipo de mentira que debería contar para marcharse a Calcuta, y había pensado ya en un conocido que podía mandarle un telegrama y una carta para enseñar al Mayor Callendar, cuando se oyó el ruido de un vehículo que se detenía delante de su casa. Alguien venía a interesarse por su salud. La idea de la compasión ajena hizo que le aumentara la fiebre y con un gemido sincero se arrebujó en el edredón.

—Mi querido Aziz, estamos muy preocupados —dijo la voz de Hamidullah. Uno, dos, tres, cuatro golpes, a medida que los visitantes se sentaban sobre la cama.

—El que un médico se ponga enfermo, es un asunto muy serio —dijo la voz de Mr. Syed Mohammed, el ingeniero ayudante.

—Igualmente importante es que enferme un ingeniero —dijo la voz de Mr. Haq, inspector de Policía.

—Sí, claro, somos personas muy importantes, como demuestran nuestros salarios.

—El doctor Aziz estuvo tomando el té con nuestro director el jueves por la tarde —dijo con voz aflautada Rafi, el sobrino del ingeniero—. El profesor Godbole, que también asistió, ha enfermado igualmente, lo que parece una cosa bastante extraña, ¿no es cierto?

Llamas de sospecha se alzaron al instante en el pecho de todos los presentes.

—¡Mentira! —exclamó Hamidullah, con voz autoritaria, apagándolas.

—Una mentira, sin duda alguna —repitieron los otros, haciéndole eco, muy avergonzados de sí mismos.

El malvado estudiante, al fracasar en su intento de iniciar un escándalo, perdió confianza en sí mismo y se puso en píe, apoyando la espalda contra la pared.

—¿Está enfermo el profesor Godbole? —quiso saber Aziz al tomar conciencia de la noticia—. Lo siento de verdad —su rostro, inteligente y con expresión compasiva, apareció por encima de los pliegues del edredón, de un intenso color carmesí—. ¿Cómo están ustedes, Mr. Syed y Mr. Haq? ¡Qué amabilidad la suya al interesarse por mi salud! ¿Qué tal estás, Hamidullah? Pero ya veo que me traes malas noticias. ¿Qué le sucede a esa excelente persona?

—¿Por qué no contestas, Rafi? Tú eres la gran autoridad en este asunto —le dijo su tío.

—Sí, Rafi es nuestro gran hombre —dijo Hamidullah, restregando la herida—. Rafi es el Sherlock Holmes de Chandrapore. Habla, Rafi.

Sintiéndose tan insignificante como una mota de polvo, el estudiante murmuró la palabra «Diarrea» y nada más pronunciarla sintió renacer su confianza, porque con ella mejoraba su posición. Llamas de sospecha se alzaron de nuevo en el pecho de sus mayores, aunque en distinta dirección. ¿Cabía la posibilidad de que se diese el nombre de diarrea a un temprano caso de cólera?

—Si eso es cierto, la situación es muy seria; apenas está terminando marzo. ¿Por qué no se me ha informado? —exclamó Aziz.

—El doctor Panna Lal le atiende —dijo Rafi.

—Sí, claro, hindúes los dos; ahí lo tenemos; se unen como moscas, manteniéndolo todo a oscuras. Rafi, ven aquí. Cuéntame todos los detalles. ¿Hay vómitos también?

—Sí, señor, efectivamente, y fuertes dolores.

—Entonces no hay más que hablar. Dentro de veinticuatro horas habrá muerto.

Todos se sintieron conmovidos y lo manifestaron, pero el atractivo del profesor Godbole había disminuido al sabérsele en manos de un correligionario. Les inspiraba menos simpatía que cuando lo consideraban aislado en su sufrimiento. No tardaron mucho en empezar a condenarlo como posible fuente de infección.

—Toda enfermedad procede de los hindúes —dijo Mr. Haq.

Mr. Syed Mohammed había asistido a festivales religiosos, en Allahabad y en Ujjain y los describió con amargo desprecio. En Allahabad había agua corriente que se llevaba las impurezas, pero en Ujjain habían cerrado el pequeño río Sipra y, al bañarse, miles de personas depositaban sus gérmenes en la rebalsa. Habló con repugnancia del mucho calor, del estiércol y de las caléndulas, así como del campamento de saddhus, algunos de los cuales paseaban completamente desnudos por las calles. Cuando le preguntaron el nombre del ídolo más importante de Ujjain, replicó que no lo sabía; que no se había molestado en averiguarlo porque no podía perder el tiempo en semejantes trivialidades. Su explosión de elocuencia se prolongó durante algún tiempo y con el acaloramiento terminó hablando en panjabi (procedía de esa zona de la India) y se hizo ininteligible.

A Aziz le gustaba oír alabar su religión. La parte más superficial de su mente se calmaba con ello, permitiendo que por debajo se formaran bellas imágenes. Al terminar la ruidosa perorata del ingeniero, Aziz dijo: «Ese es exactamente mi punto de vista.» Extendió la mano con la palma hacia arriba y empezaron a brillarle los ojos y a llenársele de ternura el corazón. Apartando más la colcha, recitó un poema de Galib.[10] No tenía conexión con lo sucedido anteriormente, pero le salió del corazón y conmovió a sus oyentes, que se sintieron dominados por su patetismo; lo patético —todos estaban de acuerdo— es la cualidad más elevada del arte; un poema ha de afectar a quien lo escucha haciéndole tomar conciencia de su debilidad, y debe al mismo tiempo formular alguna comparación entre la humanidad y las flores. En el sórdido dormitorio cesaron los ruidos; mientras palabras que todos aceptaban como inmortales llenaban el aire indiferente, quedaron en suspenso las estúpidas intrigas, las habladurías, los descontentos superficiales. Sintiéndola como verdad tranquilamente poseída y no como grito de batalla, les embargó la convicción de que la India era una; de que era musulmana; de que siempre lo había sido; y esa seguridad les duró hasta que volvieron de nuevo la vista hacia la calle. Fueran los que fuesen los sentimientos de Galib, también él había vivido en la India, unificándola de esa manera para ellos; Galib se había marchado con sus tulipanes y sus rosas, pero los tulipanes y las rosas permanecen. Y los reinos hermanos del Norte —Arabia, Persia, Ferganá, Turkestán— extendían sus manos mientras Galib cantaba, tristemente, porque toda belleza es triste y saludaban a la ridícula Chandrapore, donde cada calle y cada casa estaba dividida contra sí misma, y le decían que era un continente y que estaba unida.

De los presentes, sólo Hamidullah era capaz de apreciar la poesía. Las mentes de los otros eran toscas y de inferior calidad. Sin embargo, escuchaban con agrado, porque entre ellos no había llegado a producirse el divorcio de literatura y civilización. El inspector de Policía, por ejemplo, no pensaba que Aziz hubiese hecho el ridículo recitando, ni había dejado escapar una de esas carcajadas joviales con que los ingleses evitan el contagio de la belleza. Se limitó a estar allí con la mente vacía, y cuando sus pensamientos, innobles en su mayor parte, volvieron a ocuparla, había en ellos una agradable frescura. El poema no había hecho «bien» a nadie, pero era una advertencia pasajera, un soplo de los divinos labios de la belleza, un ruiseñor entre dos mundos polvorientos. Menos explícito que invocar a Krishna, daba, sin embargo, expresión a nuestra soledad, a nuestro aislamiento, a la falta que nos hace el Amigo que nunca viene, pero al que nunca se renuncia enteramente. Terminado el poema, Aziz siguió pensando en mujeres, pero de manera distinta: menos definida, más intensa. Algunas veces la poesía tenía ese efecto en él; otras, sólo servía para dar mayor precisión a sus deseos y nunca sabía de antemano qué efecto se seguiría; Aziz no era capaz de descubrir reglas ni para éste ni para ningún otro de sus problemas cotidianos.

Hamidullah había pasado a visitarle de camino para un fastidioso Comité de Notables, de tendencia nacionalista, en el que hindúes, musulmanes, dos sikhs, dos parsis, un jainí y un cristiano nativo trataban de confraternizar más allá del impulso de sus tendencias naturales. Mientras alguien insultaba a los ingleses, todo iba bien, pero no se había conseguido nada constructivo, y si los ingleses llegaran a marcharse de la India también desaparecería el comité. A Hamidullah le alegraba que Aziz, a quien quería mucho y cuya familia estaba emparentada con la suya, no se interesara por la política, que arruina reputación y carrera, sin las cuales nada puede lograrse. Hamidullah pensó en Cambridge: con tristeza, como si se tratara de otro poema que ya había terminado. ¡Qué feliz había sido allí, veinte años antes! En la rectoría de Mr. y de Mrs. Bannister la política carecía de importancia. Allí, juegos, trabajo y una agradable vida social se habían entretejido creando la impresión de configurar la adecuada subestructura para una vida nacional. Aquí todo eran maquinaciones y miedo. Ni siquiera podía fiarse de Syed Mohammed ni de Haq, aunque hubieran venido con él en su coche; y en cuanto al estudiante, era un escorpión. Inclinándose, Hamidullah dijo:

—Aziz, Aziz, mi querido amigo, tenemos que marcharnos, ya se nos ha hecho tarde. Ponte bien en seguida, porque no sé qué sería de nuestro pequeño círculo sin ti.

—No olvidaré esas afectuosas palabras —replicó Aziz.

—Considérelas también mías —dijo el ingeniero.

—Gracias, Mr. Syed Mohammed, así lo haré. «Y mías». «Acéptelas también como mías», exclamaron los otros, deseosos todos, dentro de sus posibilidades, de poner de manifiesto su buena voluntad. ¡Débiles llamitas, tan inextinguibles como poco eficaces! Los visitantes siguieron sentados en la cama, masticando la caña de azúcar que Hassan había ido corriendo a comprar al bazar, mientras Aziz bebía una taza de leche con especias. En seguida se oyó el ruido de otro vehículo. Había llegado el doctor Panna Lal acompañado del horrendo Mr. Ram Chand. El cuarto recobró al instante la atmósfera que se considera adecuada para una habitación de enfermo y Aziz se ocultó de nuevo bajo la colcha.

—Caballeros, excúsenme, he venido a preguntar por orden del Mayor Callendar —dijo el hindú, nervioso al verse en aquella guarida de fanáticos a donde su curiosidad le había llevado.

—Ahí lo tiene usted —dijo Hamidullah, señalando la forma yacente de su amigo.

—Doctor Aziz, doctor Aziz, he venido a interesarme por su salud.

Aziz alzó un rostro sin expresión al termómetro que se le ofrecía.

—La mano también, haga el favor. —Después de contemplar las moscas del techo mientras le tomaba el pulso, el doctor Lal anunció—: Tiene algo de fiebre.

—Creo que no mucha —dijo Ram Chand, deseoso de crear problemas.

—Tiene algo de fiebre; debe seguir en la cama —repitió el doctor Panna Lal, y acto seguido agitó el termómetro, con lo que la altura de la columna de mercurio quedó para siempre en el misterio. El doctor Lal odiaba a su joven colega desde el desastre con Dapple, y le hubiera gustado jugarle una mala pasada y contarle al Mayor Callendar que estaba fingiendo. Pero quizá también él necesitara muy pronto pasarse un día en la cama… y, además, aunque el Mayor Callendar siempre creía lo peor de los nativos, nunca se fiaba de ellos cuando iban unos con cuentos sobre otros. Una actitud de comprensión con el enfermo parecía lo más seguro—. ¿Qué tal el estómago? —preguntó—. ¿Qué tal la cabeza? —Y al ver la taza vacía recomendó una dieta de leche.

—Es un gran alivio para nosotros y una gran amabilidad por su parte hacer esta visita, doctor sahib —dijo Hamidullah, adulándole un poco.

—No hago más que cumplir con mi deber.

—Sabemos lo ocupado que está usted.

—Sí, eso es cierto.

—Y los muchos enfermos que hay en la ciudad.

El doctor Lal sospechó que se le tendía una trampa con aquella observación; tanto si admitía que había muchos enfermos como si decía que había pocos ambas afirmaciones podían usarse en contra suya.

—Siempre hay enfermos —replicó—, y yo estoy siempre ocupado; es algo que va ligado a la profesión médica.

—Anda escaso de tiempo, desde luego; ahora mismo tendría que estar ya en el Instituto —dijo Ram Chand.

—¿Atiende usted quizás al profesor Godbole?

El doctor Lal adoptó un aire profesional y no dijo nada.

—Confiamos en que esté cesando la diarrea.

—Mejora su estado, pero no es diarrea lo que le aqueja.

—Estamos algo preocupados… El doctor Aziz y él son grandes amigos. Si quisiera usted decirnos qué dolencia padece le quedaríamos muy agradecidos.

Después de una pausa llena de cautela, el doctor Lal dijo:

—Hemorroides.

—De manera que en eso se ha quedado tu cólera, mi querido Rafi —gritó Aziz, incapaz de contenerse.

—¡Cólera! ¿Qué será lo próximo que digan? ¿Qué no estarán diciendo ya? —exclamó el doctor, extraordinariamente agitado—. ¿Quién extiende tan falsas informaciones sobre mis pacientes?

Hamidullah señaló al culpable.

—Oigo hablar de cólera, oigo hablar de peste bubónica, oigo toda clase de mentiras. ¿Dónde acabará?, me pregunto a veces. La ciudad está llena de noticias erróneas y quienes las extienden deberían ser descubiertos y castigados severamente.

—¿Has oído eso, Rafi? ¿Quieres explicarnos ahora por qué nos cuentas todas esas patrañas?

El estudiante murmuró que se lo había dicho otro chico, y también que la deficiente gramática inglesa que el Gobierno les obligaba a usar tergiversaba con frecuencia el significado de las palabras, confundiendo a los alumnos.

—Esa no es razón para acusar a un médico —dijo Ram Chand.

—Exactamente, exactamente —dijo Hamidullah, deseoso de evitar una escena desagradable. Las peleas se extienden muy de prisa y llegan muy lejos, y Syed Mohammed y Haq parecían enfadados y dispuestos a estallar—. Debes disculparte como es debido, Rafi; estoy seguro de que tu tío así lo desea —añadió—. Todavía no has dicho que lamentas las molestias que has causado a estos caballeros con tu imprudencia.

—No es más que un muchacho —dijo el doctor Panna Lal, aplacado.

—También los muchachos deben aprender —dijo Ram Chand.

—Creo que su hijo no ha logrado pasar el nivel más bajo —dijo Syed Mohammed súbitamente.

—¿De veras? Quizá sea así. No tiene la ventaja de contar con un familiar en la Imprenta de la Prosperidad.

—Ni usted la ventaja de seguir ocupándose de sus asuntos en los tribunales de justicia.

Las voces subieron de volumen. Mahometano e hindú siguieron haciendo oscuras alusiones, peleándose tontamente. Hamidullah y el doctor Lal trataron de que volviera a reinar la paz entre ellos. En medio del tumulto, una voz exclamó:

—Lo que yo quiero saber es si está enfermo o no lo está.

Mr. Fíeldíng había entrado sin que nadie se diera cuenta. Se pusieron todos en píe y Hassan, en un gesto de deferencia hacia el inglés, golpeó con un trozo de caña de azúcar el cable cubierto de moscas.

—Siéntese —dijo Aziz fríamente. ¡Qué cuarto! ¡Qué reunión! ¡Mugre y palabras violentas, el suelo cubierto de trozos de caña y cáscaras de cacahuetes, manchas de tinta, cuadros torcidos sobre paredes sucias y ni un solo punkah! Aziz nunca había tenido intención de vivir de aquella manera ni entre personas de un poca categoría. Y en su turbación sólo pensó en el insignificante Rafi de quien se había reído, permitiendo que los demás se burlaran de él. Tenía que conseguir que el chico se fuese contento o de lo contrario su hospitalidad habría fracasado en toda la línea.

—Es una gran bondad que Mr. Fielding se digne visitar a nuestro amigo —dijo el inspector de Policía—. Estamos muy conmovidos por su gran amabilidad.

—No le hable así, no le gusta, y tampoco necesita tres sillas; es sólo un inglés, no tres —estalló Aziz—. Rafi, ven aquí. Siéntate otra vez. Me alegro mucho de que hayas venido con Mr. Hamidullah; el haberte visto contribuirá a que me ponga bien en seguida.

—Perdone mis errores —dijo Rafi para afianzar su posición.

—Pero, vamos a ver, Aziz, ¿está usted enfermo o no lo está? —repitió Fielding.

—Sin duda el Mayor Callendar le ha dicho que estoy fingiendo.

—Bien, pero ¿es cierto?

Los presentes rieron complacidos, llenos de sentimientos amistosos. «He aquí un inglés con un humor inmejorable —pensaron—; nadie podría mostrarse más afable.»

—Pregúntele al doctor Panna Lal.

—¿Está seguro de que mi visita no le resultará fatigosa?

—¡En absoluto! Hay ya seis personas en esta habitación tan pequeña. Por favor, sigan sentados, si nos disculpa usted la falta de protocolo, Mr. Fielding.

Aziz se volvió y siguió hablando con Rafi que, aterrado por la llegada de la persona a quien había tratado de calumniar, anhelaba marcharse cuanto antes.

—Está enfermo y no está enfermo —dijo Hamidullah, ofreciendo un cigarrillo al Director del Instituto—. Y supongo que la mayoría estamos en el mismo caso.

Fielding se mostró de acuerdo; él y aquel abogado tan afable y de gran sensibilidad se llevaban bien. Habían intimado bastante y empezaban a confiar el uno en el otro.

—El mundo entero parece estarse muriendo, pero no llega a hacerlo, de manera que debemos dar por sentada la existencia de una Providencia benevolente.

—¡Eso es verdad, nada más cierto! —dijo el policía, pensando que se ensalzaba la religión.

—¿También Mr. Fielding cree que sea eso verdad?

—¿Que sea verdad el qué? El mundo no se muere. ¡De eso estoy seguro!

—No, no…, de si existe la Providencia.

—Bueno, yo no creo en la Providencia.

—Pero entonces, ¿cómo puede usted creer en Dios? —preguntó Syed Mohammed.

—Yo no creo en Dios.

Un movimiento casi imperceptible, como de «¡ya se lo decía yo!» se fue transmitiendo entre los presentes y Aziz levantó la vista por un instante, escandalizado.

—¿Es cierto que ahora la mayoría de los ingleses son ateos? —preguntó Hamidullah.

—¿Las personas educadas que se preocupan de pensar? Yo diría que sí, aunque no creo que les guste esa palabra. La verdad es que en estos días el Occidente no se interesa demasiado ni por la fe ni por la incredulidad. Hace cincuenta años, o cuando usted y yo éramos jóvenes, las cosas se veían de otra manera.

—¿Y no decae también la moralidad?

—Depende de lo que usted llame…, sí, sí, imagino que decae la moralidad.

—Disculpe la pregunta pero, si es ése el caso, ¿qué justificación tiene Inglaterra para seguir en la India?

¡Ya habían llegado una vez más! De nuevo la política.

—Es una pregunta a la que no estoy en condiciones de contestar —replicó Fielding—. Personalmente, yo estoy aquí porque necesitaba un empleo. No puedo decirle por qué Inglaterra está aquí ni si debe estar o no. Es un problema que me desborda.

—Indios con la adecuada formación también necesitan empleos en el campo de la enseñanza.

—Supongo que sí; yo llegué antes —dijo Fielding, sonriendo.

—Entonces, discúlpeme de nuevo… ¿es justo que un inglés ocupe uno de esos puestos cuando hay indios disponibles? Por favor, no interprete mis observaciones como una alusión personal. Estamos encantados de su presencia aquí, y esta conversación tan sincera nos beneficia extraordinariamente.

Sólo hay una respuesta a preguntas de este tipo: «Inglaterra sigue aquí por el bien de la India.» Pero Fielding no se sentía inclinado a darla. El celo por la integridad había hecho presa en él.

—Yo también estoy encantado de hallarme aquí —dijo—; ésa es mi respuesta y mi única excusa. No sé decirle si es justo o no. Puede que no fuera justo siquiera que yo naciera. Uso el aire de alguna otra persona cada vez que respiro, ¿no es cierto? De todas formas, me alegro de que haya sucedido, me alegro de estar aquí. Por muy malo que uno sea, si de ello se sigue su felicidad, queda justificado hasta cierto punto.

Los indios estaban desconcertados. Aquella manera de pensar no les era ajena, pero las palabras resultaban demasiado precisas y desoladoras. Si una frase no hacía de pasada unos cuantos elogios a la Justicia y a la Moral, su fría gramaticalidad hería los oídos y paralizaba las mentes. Lo que decían y lo que sentían era (excepto si se trataba de afectos) muy pocas veces lo mismo. Sus cerebros funcionaban con numerosas reglas convencionales y si alguien las despreciaba les resultaba muy difícil seguir adelante. Hamidullah fue quien menos se desconcertó.

—Y los ingleses que no están contentos de hallarse en la India, ¿tienen alguna excusa? —preguntó.

—Ninguna. Échenlos.

—Puede resultar difícil separarlos de los demás —rió Hamidullah.

—Más que difícil, moralmente censurable —dijo Mr. Ram Chand—. Ningún caballero indio aprueba la expulsión como método adecuado. En eso nos distinguimos de otras naciones. Somos muy espirituales.

—¡Eso es muy cierto, absolutamente cierto! —dijo el inspector de Policía.

—¿Está usted seguro, Mr. Haq? Yo no considero que seamos espirituales. No sabemos coordinar; lo único que sucede es que no sabemos coordinar. No cumplimos nuestros compromisos y perdemos los trenes. ¿Consiste en algo más la supuesta espiritualidad de la India? Usted y yo deberíamos estar en el Comité de Notables, pero no es así; nuestro amigo el doctor Lal debería estar con sus pacientes, pero no se ha marchado. Así vamos y así seguiremos yendo, me parece, hasta el fin de los tiempos.

—Todavía no ha llegado el fin de los tiempos, no son más que las diez y media, ¡ja, ja! —exclamó el doctor Panna Lal, que había recuperado la confianza en sí mismo—. Caballeros, si se me permite, diré que ha sido una charla muy interesante; también deseo expresar mi reconocimiento y gratitud a Mr. Fielding: en primer lugar, enseña a nuestros hijos y proporciona a todos los grandes beneficios de su experiencia y buen juicio…

—¡Doctor Lal!

—¿Doctor Aziz?

—Está usted sentado en mi pierna.

—Le ruego me disculpe, pero alguien podría decir que su pierna da patadas.

—Vamos, en cualquier caso estamos cansando al enfermo —dijo Fielding, y todos abandonaron la habitación: cuatro mahometanos dos hindúes y el inglés. Se quedaron en el porche mientras acudían sus vehículos desde diferentes zonas de sombra.

—Aziz tiene una gran opinión de usted; si no ha hablado ha sido en razón de su enfermedad.

—Lo comprendo perfectamente —dijo Fielding, que estaba bastante desilusionado con su visita. El comentario del Club «rebajándose como de costumbre», le pasó por la mente. Ni siquiera lograba que le trajeran el caballo. Su primer encuentro con Aziz había sido tan positivo que Fielding confiaba en un inmediato afianzamiento de su amistad.