Capítulo octavo

Aunque Miss Quested había tratado mucho a Ronny en Inglaterra, estaba convencida de que había sido una excelente idea hacerle una visita antes de decidir si se casaba con él. La India había desarrollado aspectos de su carácter que nunca despertaron la admiración de Adela. La autocomplacencia, la tendencia a la crítica, la falta de sutileza de Ronny se habían intensificado bajo el cielo del trópico; parecía más indiferente que en otros tiempos a lo que pasaba por la mente de los que le rodeaban y también más seguro de juzgar a los demás correctamente, o de que, si se equivocaba, su error carecía de importancia. Y cuando se le demostraba que, efectivamente, estaba equivocado, su actitud resultaba aún más desesperante; siempre daba a entender que no había necesidad de molestarse en probarlo. Las conclusiones de Adela nunca eran importantes, y sus razonamientos, aunque fuesen válidos, resultaban estériles. Siempre salía a relucir que Ronny tenía conocimientos especializados y ella no, y que sus vivencias no podían serle de utilidad porque no estaba capacitada para interpretarlas. Un colegio prestigioso, la Universidad de Londres, un año de preparar oposiciones, una determinada sucesión de puestos en cierta provincia, una caída de caballo y un episodio febril eran —a juicio de Ronny— la única preparación que permitía entender a los indios y a todos los que residían en el país; la única preparación al alcance de la comprensión de Adela, claro está, ya que por encima se extendían aún zonas más elevadas de conocimiento, habitadas por los Callendar y los Turton, que no llevaban en el país un año, sino veinte, y cuyo instinto era sobrehumano. Ronny no se atribuía cualidades fuera de lo común; Adela hubiese preferido que lo hiciera. Eran los modestos alardes del funcionario inexperto, el «no soy perfecto, pero…», lo que le atacaba los nervios.

¡Qué groseramente se había comportado en casa de Mr. Fielding, estropeando la charla y marchándose a mitad de aquella canción tan singular! Mientras se alejaban con él en el tum-tum, Adela se sintió dominada por la irritación, sin darse cuenta de que en gran parte estaba enfadada consigo misma. Deseaba encontrar una oportunidad para reñir con él, y como también él estaba de mal humor y se hallaban los dos en la India, la oportunidad no tardó en presentarse. Casi antes de que salieran de los terrenos del Instituto, Adela oyó que Ronny le decía a su madre, sentada junto a él en el asiento delantero: «¿Qué era eso de las cuevas?», e inmediatamente abrió las hostilidades.

—Mrs. Moore, su maravilloso doctor se ha decidido por una excursión, en lugar de una fiesta en su casa; hemos de reunimos allí con él: usted, yo, Mr. Fielding, el profesor Godbole…, exactamente las mismas personas que hoy.

—¿Dónde es allí? —preguntó Ronny.

—En las Cuevas de Marabar.

—¡Válgame Dios! —murmuró Ronny al cabo de un momento—. ¿Ha concretado los detalles?

—No, no lo ha hecho. Si hubieras hablado con él, podríamos haberlo arreglado.

Ronny movió la cabeza, riéndose.

—¿He dicho algo divertido?

—Me acordaba de cómo se le levantaba por detrás el cuello duro a vuestro excelente doctor.

—Creía que estábamos hablando de las cuevas.

—Es lo que estoy haciendo. Aziz iba exquisitamente vestido, desde el alfiler de la corbata a los botines, pero había olvidado ponerse el pasador del cuello y ahí tienes al indio perfectamente caracterizado: descuido de los detalles; la negligencia básica que pone la raza de manifiesto. Lo mismo sucede con «reunirse» en las cuevas como si se tratara del reloj de Charing Cross, cuando están a millas de una estación y muy distantes entre sí.

—¿Las has visitado?

—No, pero estoy enterado de todo lo que se refiere a ellas, naturalmente.

—¡Naturalmente!

—¿También tú te has comprometido a participar en esa expedición, madre?

—Madre no se ha comprometido a nada —dijo Mrs. Moore, bastante de improviso—, incluyendo tener que ir a ese partido de polo. ¿Harás el favor de pasar primero por el bungalow y dejarme allí? Prefiero descansar.

—Déjame a mí también —dijo Adela—. Tampoco yo tengo ninguna gana de ver jugar al polo.

—Será mejor olvidarse del polo —dijo Ronny. Cansado y decepcionado, perdió por completo el control de sí mismo y añadió, alzando la voz y en tono conminatorio—: ¡No estoy dispuesto a que volváis a meteros en líos con los indios! Si queréis ver las Cuevas de Marabar, tendrán que ser ingleses los que organicen la excursión.

—No he oído hablar nunca de esas cuevas, no sé lo que son ni dónde están —dijo Mrs. Moore—, pero lo que realmente no soporto —añadió, golpeando con la mano el cojín que tenía al lado— son tantas peleas y malos humores.

Los dos jóvenes se sintieron avergonzados. Dejaron a Mrs. Moore en el bungalow y fueron juntos al partido de polo, pensando que era lo menos que podían hacer. Había pasado la crispación pero no el abatimiento; las tormentas rara vez limpian la atmósfera por completo. Miss Quested pensaba en su propia conducta, y no le gustaba en absoluto. En lugar de reflexionar sobre Ronny y sobre sí misma para llegar a una razonada conclusión acerca de su matrimonio, había comentado de manera casual —en el curso de una conversación sobre mangos y delante de extraños— que no tenía intención de quedarse en la India. Y eso quería decir que no iba a casarse con Ronny; pero ¡qué manera de anunciarlo, qué comportamiento para una joven civilizada! Le debía una explicación a Ronny, pero desgraciadamente no había nada que explicar. Ya era demasiado tarde para una «conversación seria» tan de acuerdo con sus principios y su temperamento. No tenía sentido ponerse desagradable con él y formular quejas sobre su manera de ser en aquel momento, cuando ya caía la tarde… El partido de polo se jugaba en el Maidan, cerca de la entrada de la ciudad. El sol estaba muy cerca del horizonte y cada uno de los árboles encerraba una premonición de noche. Fueron a sentarse lejos del grupo de funcionarios y allí, convencida de que era una cuestión de justicia con Ronny y con ella misma, Adela se lanzó a decir unas cosas que aún no había asimilado:

—Me temo, Ronny, que debemos hablar seriamente.

—Estaba de muy mal humor y tengo que pedirte disculpas —fue su respuesta—. No era mi intención deciros ni a ti ni a mi madre lo que tenéis que hacer, pero, como es lógico, me ha molestado la manera que han tenido esos bengalíes de dejaros plantadas esta mañana y no quiero que sigan sucediendo cosas parecidas…

—Lo que quiero decirte no tiene nada que ver con eso…

—Quizá no, pero Aziz logrará que pase algo semejante con ese asunto de las cuevas. La invitación era una simple fórmula, lo noté en su tono de voz; es la manera que tienen los indios de ser amables.

—Quiero hablar contigo de algo muy diferente, que no tiene nada ver con las cuevas —Adela estaba mirando la hierba descolorida—. He llegado finalmente a la conclusión de que no vamos a casarnos, querido.

Ronny se sintió muy dolido. Había oído decir a Aziz que Adela no se quedaría en la India, pero no hizo caso de la observación; porque nunca se le hubiera ocurrido que un indio sirviese de canal de comunicación entre dos ingleses. Dominándose, dijo amablemente:

—Nunca afirmaste que fuésemos a casarnos, querida; nunca has llegado a ligarte a mí; no tienes que preocuparte por eso.

Adela se sintió avergonzada. ¡Qué buena persona era Ronny en el fondo! Aunque se empeñaba en imponerle sus opiniones por la fuerza, no quería obligarla a aceptar el «compromiso» porque, al igual que ella, creía en la suprema dignidad de las relaciones personales; no otro había sido el motivo de su mutua atracción cuando se conocieron, en el majestuoso escenario de la Región de los Lagos. El momento difícil había pasado, pero a Adela le parecía que habría tenido que ser más penoso y haber durado más. Ya no iba a casarse con Ronny, y todo daba la impresión de desvanecerse como un sueño.

—Me gustaría que analizáramos nuestra situación —dijo ella—; ¡es una cosa tan terriblemente importante! No debemos dar un paso en falso. Quisiera oír tu punto de vista acerca de mí: puede ayudarnos a los dos.

Pero Ronny se sentía desgraciado y poco comunicativo.

—No tengo mucha fe en ese tipo de análisis…, además, estoy muerto de cansancio con todo el trabajo extra que muharram trae consigo, te ruego que me disculpes.

—Sólo quiero que todo quede absolutamente claro entre nosotros, y contestar a cualquier pregunta que quieras hacerme sobre mi conducta.

—No tengo nada que preguntarte. Te has limitado a hacer uso de tu derecho; era lógico que vinieras a verme en el ejercicio de mi profesión; se trataba de un plan excelente y, en cualquier caso, no sirve de nada hablar más de ello…, sólo conseguiríamos enfadarnos.

Ronny se sentía enojado y maltrecho; tenía demasiado orgullo para pedirle a Adela que recapacitase, pero no consideraba que la muchacha se hubiese portado mal, porque en todo lo relacionado con sus compatriotas Ronny era un hombre de mentalidad generosa.

—En ese caso imagino que no hay nada más que decir; es imperdonable que os haya causado tantas molestias a ti y a tu madre —dijo Miss Quested con voz llena de abatimiento, mirando desaprobadoramente el árbol bajo el cual se hallaban sentados. Un diminuto pájaro verde la estaba observando, tan brillante y tan pulcro que podría haber salido directamente de una tienda. Después de captar su atención, el pájaro cerró los ojos, dio un saltito y se preparó para acostarse. Algún pájaro silvestre de la India—. No, nada más —repitió Adela, pensando que uno de los dos tendría que haber dicho cosas apasionadas y profundas—. Nos estamos comportando de una manera terriblemente británica, pero supongo que no hay nada malo en ello.

—Supongo que no, puesto que somos británicos.

—En cualquier caso, no nos hemos peleado, ¿verdad, Ronny?

—Eso hubiera sido totalmente absurdo. ¿Por qué tendríamos que pelearnos?

—Supongo que seguiremos siendo amigos.

—Estoy completamente seguro.

—Claro.

Tan pronto como llegaron a esta conclusión, los dos se sintieron aliviados, alivio que en seguida se convirtió en ternura para desaparecer inmediatamente. La conciencia de su propia honradez les había ablandado y empezaban a sentirse muy solos e imprudentes. Eran unas experiencias determinadas y no su personalidad lo que les dividía; comparándolos con otros seres humanos, apenas existían diferencias entre los dos; de hecho, en relación con las personas que desde un punto de vista espacial estaban más cerca de ellos en aquel momento, podía decirse que eran prácticamente idénticos. El bhil sujetaba el caballo de un oficial, el euroasiático que conducía el automóvil del Nabab Bahadur, el Nabab Bahadur en persona, su disoluto nieto: ninguno de ellos hubiera examinado una situación difícil con tanta sinceridad y con tanta calma. El simple hecho de examinarla hacía disminuir las dificultades. Estaba claro que eran amigos y que lo seguirían siendo siempre.

—¿Sabes cómo se llama ese pájaro verde que está encima de nosotros? —preguntó Adela, acercando mucho su hombro al de Ronny.

—Papamoscas.

—No, Ronny; tiene rayas rojas en las alas.

—Cotorra —aventuró el otro.

—¡Cielo santo! No.

El pájaro en cuestión echó a volar, desapareciendo en la copa del árbol. Era una cosa sin importancia, pero les hubiera gustado identificarlo; de alguna manera hubiese supuesto un alivio para sus corazones. Pero en la India nada es identificable; el simple hecho de hacer una pregunta provoca su desaparición o su fusión con alguna otra cosa.

—McBryde tiene un libro con ilustraciones sobre pájaros —dijo Ronny muy desanimado—. No sé nada de pájaros; en realidad no sé nada fuera de mi trabajo profesional. Es una lástima.

—Lo mismo me sucede a mí. No sirvo para nada.

—¿Qué es lo que oigo? —gritó el Nabab Bahadur, alzando la voz lo más posible y logrando sobresaltarlos a los dos—. ¿Qué afirmación tan improbable es esa que acabo de oír? ¿Una dama inglesa inútil? No, en absoluto. —Rió afablemente, seguro, dentro de ciertos límites, de que su iniciativa sería bien recibida.

—¿Qué tal, Nabab Bahadur? ¿Viendo jugar al polo una vez más? —dijo Ronny sin mucho entusiasmo.

—Así es, sahib, así es.

—¿Qué tal está usted? —dijo Adela, tratando también de recobrarse. Acto seguido le tendió la mano. El anciano caballero dedujo de aquel gesto tan extravagante que Miss Quested era una recién llegada, pero no le dio mayor importancia. Las mujeres que enseñaban el rostro se convertían ya para él por ese simple acto en unos seres tan misteriosos que, en lugar de la suya propia, siempre aceptaba la valoración que de ellas nacían los ingleses. Quizá no fuesen inmortales, pero, en cualquier caso, no eran asunto suyo. Al ver al Magistrado Municipal a solas con una joven al atardecer, se había acercado a ellos con intención hospitalaria. Tenía un automóvil nuevo y quería ponerlo a su disposición; Mr. Heaslop decidiría si la oferta era aceptable.

Para entonces Ronny se sentía más bien avergonzado de su frialdad con Aziz y Godbole, y ahora se le presentaba una oportunidad de demostrar que era capaz de tratar a los indios consideradamente cuando se lo merecían. De manera que, con el mismo tono amistosamente triste que había utilizado para hablar del pájaro, le dijo a Adela:

—¿Te distraería dar un paseo de media hora?

—¿No tendríamos que volver al bungalow?

—¿Por qué? —Ronny se la quedó mirando.

—Quizá debiera ver a tu madre y hacer planes para el futuro.

—Como quieras, pero me parece que no corre tanta prisa.

—Permítanme que les lleve al bungalow después de dar un paseo muy breve —exclamó el anciano, dirigiéndose inmediatamente hacia el automóvil.

—Puede mostrarte algunos aspectos del país que se hallan fuera de mi alcance, y es un hombre verdaderamente leal. Pensaba que quizá te gustaría cambiar un poco.

Decidida a no causarle más problemas a Ronny, Adela aceptó, pero su deseo de ver la India estaba disminuyendo de repente. Había habido algo de artificial en su interés.

¿Cómo iban a sentarse en el coche? Era preciso que el elegante nieto del Nabab Bahadur se quedara en tierra. Su abuelo se colocó delante, porque no tenía la menor intención de ir al lado de una muchacha inglesa.

—A pesar de mis muchos años, estoy aprendiendo a conducir —dijo el anciano—. El ser humano puede aprender cualquier cosa si se lo propone. —Y previendo una nueva dificultad, añadió—: No es que conduzca yo. Voy haciéndole preguntas a mi chófer, y así aprendo el porqué de todo lo que hace antes de intentarlo. Con este método se evitan accidentes serios y, permítaseme decirlo, también otros ridículos, como el acontecido a uno de mis compatriotas durante la deliciosa recepción en el club inglés. ¡Nuestro buen Panna Lal! Confío, sahib, en que sus flores no sufrieran grandes daños. Demos nuestro paseo por la carretera de Gangavati. ¡Media legua de camino!

Inmediatamente se quedó dormido. Ronny le dijo al chófer que tomara la carretera de Marabar, porque la de Gangavati estaba en reparación, y volvió a acomodarse en el asiento junto a la dama que acababa de perder. Con un zumbido, el coche se lanzó carretera adelante, siguiendo un terraplén que dominaba diversos campos de melancólico aspecto. Árboles de mala calidad bordeaban la calzada; de hecho, todo el paisaje resultaba mediocre, creando la impresión de que el campo era demasiado extenso para que existiera en él algo destacable. Cada uno de sus elementos exclamaba en vano «Ven, ven». No había suficiente Dios para todos. Los dos jóvenes hablaban en voz baja y se sentían insignificantes. Al irse haciendo de noche parecía como si la oscuridad saliera de la descarnada vegetación, cubriendo el campo por completo antes de desbordarse sobre la carretera. Al hacerse casi imposible distinguir las facciones de Ronny, Adela —como le sucedía siempre en estos casos— empezó a sentir un mayor respeto por los rasgos positivos de su carácter. Debido a una sacudida, su mano tocó la de él, y uno de esos estremecimientos tan frecuentes en el reino animal pasó de uno a otro, anunciando que todas sus dificultades no eran más que una pelea de enamorados. Los dos tenían demasiado orgullo para aumentar la presión, pero tampoco retiraron la mano y descendió sobre ellos una falsa unanimidad, tan localizada y transitoria como el resplandor de una luciérnaga. Desaparecería al cabo de un momento, quizá para reaparecer más tarde, porque sólo la oscuridad es duradera. Y la noche que les rodeaba, aunque daba la impresión de ser absoluta, no suponía tampoco más que una falsa unidad, modificada por las estrellas y la claridad diurna que aún se filtraba por los bordes de la tierra.

De pronto tuvieron que agarrarse con fuerza…, un golpe, un salto, un giro muy brusco, dos ruedas que perdían contacto con la carretera, frenazo violento, choque con un árbol en el borde del terraplén, inmovilidad total. Un accidente de poca importancia. Nadie estaba herido. El Nabab Bahadur se despertó. En seguida se puso a gritar en árabe y a mesarse violentamente la barba.

—¿Se ha averiado el automóvil? —preguntó Ronny después de la pausa momentánea que se permitía a sí mismo antes de hacerse cargo de una situación.

El chófer euroasiático, con tendencia al nerviosismo, se repuso al oír su voz, y, sintiéndose inglés de pies a cabeza, replicó:

—Denme cinco minutos y les llevaré a donde haga falta.

—¿Estás asustada, Adela? —dijo Ronny, retirando la mano.

—Ni pizca.

—Considero que no asustarse es el colmo de la insensatez —exclamó el Nabab Bahadur de manera bastante brusca.

—Bueno, ya ha pasado; las lágrimas no sirven para nada —dijo Ronny, apeándose—. Hemos tenido suerte, tropezando con ese árbol.

—Ha pasado todo…; sí, el peligro ha quedado atrás; fumemos, hagamos lo que nos apetezca. Sí…, divirtámonos… Dios misericordioso… —imperceptiblemente, las palabras del Nabab se transformaron en frases árabes.

—No ha sido el puente. El coche patinó.

—No hemos patinado —dijo Adela, que había visto la causa del accidente y creía que todos los demás estaban en el mismo caso—. Hemos tropezado con un animal.

El anciano dejó escapar un grito lastimero; su terror resultaba desproporcionado y ridículo.

—¿Un animal?

—Un animal bastante grande salió corriendo de la oscuridad por la derecha y se precipitó contra nosotros.

—¡Caramba, pues tiene razón! —exclamó Ronny—. Está saltada la pintura.

—¡Caramba, su señora tiene razón! —repitió el euroasiático, sirviendo de eco. Había una abolladura junto a los goznes de la puerta, y costaba trabajo abrirla.

—Claro que la tengo. He visto un lomo peludo con toda claridad.

—¿Qué crees que era?

—Sé tan poco de animales como de pájaros…, demasiado grande para tratarse de una cabra.

—Exacto —dijo el anciano—; demasiado grande para una cabra.

—Vamos a intentar averiguarlo; busquemos las huellas.

—Exacto; lo que necesitan es esta linterna.

Los dos ingleses retrocedieron unos cuantos pasos, sumergiéndose en la oscuridad, unidos y felices. Gracias a su juventud y educación, el accidente no les había afectado en absoluto. Siguiendo las huellas de los neumáticos llegaron al origen del problema, nada más cruzar el puente; probablemente el animal había subido desde el nullah. Las marcas de las cubiertas avanzaban uniforme y suavemente: cintas divididas en rombos que se distinguían con gran claridad; luego, todo era confusión. Había intervenido sin duda alguna fuerza exterior, pero quedaban demasiadas señales en la carretera para que una huella determinada resultara legible, y la linterna creaba tales contrastes de luz y sombra que no eran capaces de interpretar lo que revelaba. Adela, además, con la excitación, se arrodilló y arrastró la falda por el suelo, hasta que fue ella, más que ninguna otra cosa, quien dio la impresión de haber atacado el automóvil. El incidente resultó ser un gran alivio para los dos. Olvidaron sus fracasadas relaciones personales y se sintieron audaces mientras mezclaban, unas con otras, las huellas sobre el polvo.

—Creo que era un búfalo —gritó Adela a su anfitrión, que no les había acompañado.

—Exactamente.

—A no ser que se tratara de una hiena.

A Ronny le pareció acertada esta última conjetura. Las hienas merodean por los nullahs y los faros de los automóviles las deslumbran.

—Excelente, una hiena —dijo el indio, irónico e irritado al mismo tiempo, y haciendo un gesto en dirección a la noche—. ¡Mr. Harris!

—Un momento. Denme diez minutos más.

—El sahib dice que ha sido una hiena.

—Deje usted tranquilo a Mr. Harris. Nos ha evitado un choque mucho más desagradable. ¡Lo ha hecho usted muy bien, Harris!

—Un choque, sahib, que no se habría producido si, tal como le indiqué, Mr. Harris nos hubiese llevado del lado de Gangavati en lugar de hacia Marabar.

—La culpa ha sido mía. Le dije que viniera en esta dirección porque la carretera es mejor. Mr. Lesley ha arreglado todo el trayecto hasta las colinas.

—Ah, ahora empiezo a comprender. —Dando la impresión de recobrarse, el Nabab Bahadur se disculpó lenta y detalladamente por lo sucedido.

—No tiene importancia —murmuró Ronny, pero las disculpas eran de rigor y tendrían que habérsele ofrecido antes; que los ingleses conserven la calma en los momentos críticos no debe considerarse como prueba de su insignificancia. El Nabab Bahadur no había superado la prueba demasiado satisfactoriamente.

En aquel momento apareció un automóvil de grandes proporciones que se acercaba en dirección opuesta. Ronny avanzó unos pasos carretera adelante, y con autoridad en la voz y en el gesto lo izo detenerse. Sobre el capó llevaba la inscripción «Estado de Mudkul». En su interior, toda vivacidad y cordialidad, se hallaba Miss Derek.

—Mr. Heaslop, Miss Quested, ¿por qué detienen ustedes a una inocente criatura del sexo femenino?

—Hemos tenido una avería.

—¡Qué horror!

—¡Hemos atropellado a una hiena!

—¡Qué cosa más desagradable!

—¿Podría usted llevarnos?

—Claro que sí.

—Lléveme también a mí —dijo el Nabab Bahadur.

—¡Eh! ¿Y qué hago yo? —exclamó Mr. Harris.

—Pero, vamos a ver, ¿qué es todo esto? No soy un ómnibus —dijo Miss Derek con aire decidido—. Ya llevo conmigo un armonio y dos perros. Dejaré subir a tres personas si una se sienta delante y cuida de un perro dogo. Pero sólo a tres.

—Yo me sentaré delante —dijo el Nabab Bahadur.

—Pues súbase de una vez; no tengo ni idea de quién es usted.

—¡Eh! ¿Qué va a pasar con mi cena? No se me puede dejar aquí solo toda la noche —intervino el chófer agresivamente, esforzándose por parecer un europeo y sentirse como tal. Todavía llevaba puesto el casco a pesar de la oscuridad, y su rostro, al que la raza dominante había aportado muy poco, aparte de unos dientes cariados, se asomaba patéticamente por debajo de él, y parecía decir: «¿Qué está pasando? No me atormenten entre todos, blancos y gentes de color. Aquí me tienen, atrapado en esta maldita India igual que ustedes, y merezco que me encuentren mejor acomodo.»

—Nussu le traerá la cena en bicicleta —dijo el Nabab Bahadur, que había recobrado su dignidad habitual—. Haré que salga con la mayor rapidez posible. Mientras tanto, arregle usted mi automóvil.

Mientras se alejaban a toda velocidad, Mr. Harris, después de lanzarles una mirada llena de reproches, se sentó en el suelo cruzándose de piernas. Siempre se sentía cohibido cuando ingleses e indios estaban presentes al mismo tiempo, porque no sabía a cuál de los dos grupos pertenecía. Durante un rato se sintió molesto por las tendencias opuestas que circulaban por su sangre, pero luego se mezclaron de nuevo, y Mr. Harris volvió a pertenecerse únicamente a sí mismo.

Pero Miss Derek estaba de un humor excelente. Había logrado robar el automóvil de Mudkul. Su maharajá se enfadaría muchísimo, pero no le importaba; podía despedirla si quería.

—No tengo por qué permitir que estas personas se aprovechen de mí —dijo—. Si no tirara bien fuerte por mi lado no habría conseguido absolutamente nada. ¡Ese pobre estúpido no siente el menor interés por el coche! Sin duda dice mucho en favor de su Estado que se me vea con él en Chandrapore durante mis vacaciones. El maharajá debería verlo así. Y en cualquier caso no le va a quedar otro remedio. Mi maharaní es diferente…, realmente encantadora. Ese es su foxterrier, pobrecillo. Los he pescado a los dos, junto con el chófer. Imagínense, ¡llevar perros a una Conferencia de Jefes! Aunque quizá sea tan sensato como llevar a los mismos jefes. —Se rió a carcajadas—. El armonio…, reconozco que el armonio ha sido una pequeña equivocación por mi parte. Creo que he salido perdiendo con el asunto del armonio. Mi intención era que se quedara en el tren. ¡Señor, Señor!

Ronny rió moderadamente. No era partidario de que los ingleses trabajaran en los estados nativos, donde obtenían cierto grado de influencia personal, pero a costa del prestigio de todos los demás. Los divertidos éxitos de una persona que trabaja por su cuenta no sirven de nada a un administrador, y le dijo a Miss Derek que acabaría superando a los indios en su propio juego si seguía mucho tiempo haciendo aquello.

—Siempre me despiden antes de que suceda eso, y entonces consigo otro empleo. Toda la India está infestada de maharanís y de ranís y de begums, deseosas de contratar a gente como yo.

—¿Es eso cierto? No tenía la menor idea.

—¿Cómo iba usted a tenerla, Mr. Heaslop? ¿Qué podría saber él sobre maharanís, Miss Quested? Nada. Al menos eso esperaría yo.

—Tengo entendido que esas personas de tan alto rango no resultan demasiado interesantes —dijo Adela con la mayor calma posible, consciente de que no le gustaba el tono de su joven compatriota. En la oscuridad su mano tocó de nuevo la de Ronny, y al estremecimiento animal se añadió ahora la coincidencia de opiniones.

—Ah, en eso se equivoca usted. No tienen precio.

—Yo no me atrevería a decir que se equivoca —intervino el Nabab Bahadur, desde su situación de aislamiento en el asiento delantero al que se había visto relegado—. En un estado nativo, en un estado hindú, la esposa del soberano puede ser sin duda una dama extraordinaria, y nadie piense por un momento que yo estoy insinuando algo contra la reputación de Su Alteza la Maharaní de Mudkul. Pero me temo que le falte educación, me temo que sea supersticiosa. En realidad, ¿cómo podría ser de otra manera? ¿Qué oportunidades para educarse ha tenido una señora como ella? ¡La superstición es una cosa terrible, terrible! ¡Es el gran defecto de nuestro carácter indio! —Y, como para subrayar su crítica, en un altozano, hacia la derecha, aparecieron las luces de la zona residencial de los ingleses. El Nabab Bahadur se fue haciendo más parlanchín por momentos—. La obligación de todos y cada uno de los ciudadanos es desprenderse de la superstición y, aunque tengo muy poca experiencia de estados hindúes y ninguna de Mudkul en particular (imagino que a su soberano sólo le corresponde una salva de ordenanza de once cañonazos), no puedo creer que hayan obtenido tan buenos resultados como en la India británica, donde vemos extenderse la razón y el orden en todas direcciones, como un flujo saludable.

—¡Caray! —dijo Miss Derek.

Sin acobardarse ante aquella exclamación, el anciano siguió adelante. Se le había soltado la lengua y sentía la necesidad de hacer varias observaciones. Deseaba respaldar el comentario de Miss Quested acerca de lo poco interesantes que eran las personas de alto rango, porque él mismo era más importante que muchos gobernantes independientes; al mismo tiempo, no debía recordar ni informar a la señorita en cuestión de que él era una persona importante, para que no tuviera la impresión de haber cometido una descortesía. Tal era la base de su parlamento; entrelazada con ello estaba su gratitud hacia Miss Derek por haberle dejado subir al coche, su buena disposición para llevar en brazos un perro repulsivo, y su pesar, en términos generales, por los inconvenientes que había causado a la raza humana en el transcurso de la tarde. También quería que se le permitiera apearse cerca de la ciudad para localizar a su lavandero y ver qué nueva fechoría estaba a punto de cometer su nieto. Mientras tejía todas estas ansiedades con una sola cuerda, el Nabab Bahadur sospechaba que su público no le escuchaba con interés, y que el Magistrado Municipal estaba acariciando a las dos jóvenes aprovechándose de la protección que le ofrecía el armonio, pero la buena educación le impulsaba a continuar; para el Nabab no tenía importancia que se aburrieran, ya que él personalmente ignoraba en qué consiste el aburrimiento, ni tampoco le importaba que fueran licenciosos, porque Dios ha creado todas las razas para que sean distintas. El accidente pertenecía al pasado, y su vida, uniformemente útil, distinguida y feliz, seguía su curso habitual y se expresaba en raudales de palabras bien escogidas.

Cuando el viejo géiser les dejó, Ronny no hizo ninguna observación, dedicándose en cambio a hablar sobre el partido de polo; Turton le había enseñado que era mejor no hablar de un hombre inmediatamente, y reservó lo que tenía que decir sobre el Nabab para más tarde. Después de hacer un gesto de adiós, su mano tocó nuevamente la de Adela; ella se la acarició sin reservas, él respondió, y sin duda la firme presión por ambas partes quería decir algo. Se miraron al llegar al bungalow porque Mrs. Moore estaba dentro. Le correspondía hablar a Miss Quested, que dijo con cierto nerviosismo:

—Ronny, quisiera retirar lo que he dicho en el Maidan.

El otro asintió y, en consecuencia, quedaron comprometidos para casarse.

Ninguno de los dos había previsto aquel resultado. Adela tenía intención de volver a su anterior situación de incertidumbre —más importante y refinada—, pero había dejado pasar el momento oportuno y ahora estaba ya fuera de su alcance. A diferencia del pájaro verde o del animal peludo, Miss Quested había quedado clasificada. Adela se sintió humillada de nuevo, porque no le gustaban las etiquetas y pensaba además que en aquel momento debería haberse producido otra escena entre su pretendiente y ella: algo dramático y de considerable duración. Ronny estaba contentó en lugar de preocupado; sorprendido, eso sí, pero no tenía nada que decir en realidad. ¿Qué se podía decir? Casarse o no casarse, esa era la cuestión, y Adela y él la habían resuelto afirmativamente.

—Ven, vamos a contárselo todo a mi madre —dijo Ronny, abriendo la puerta de cinc con perforaciones que protegía el bungalow de los enjambres de criaturas aladas. El ruido despertó a Mrs. Moore. Había estado soñando con sus hijos ausentes a los que tan pocas veces mencionaba, Ralph y Stella, y al principio no captó de qué se trataba. También Mrs. Moore se había acostumbrado a retrasar las cosas sesudamente, y se sintió alarmada al ver que la espera llegaba a su término.

Terminada la notificación, Ronny hizo una observación sincera y llena de buena voluntad.

—Escuchadme las dos: si queréis ver la India podéis hacerlo como os apetezca… Sé que más bien he hecho el ridículo en casa de Fielding, pero… ahora ya es diferente. No estaba completamente seguro de mí mismo.

«Está claro que los deberes que me trajeron aquí han concluido; ya no quiero ver la India, lo que necesito es el pasaje de vuelta», pensó Mrs. Moore. Se recordó a sí misma todo lo que significa un matrimonio feliz, y pensó en sus dos felices matrimonios, uno de los cuales había producido a Ronny. También los padres de Adela habían sido dichosos en su matrimonio, y era una cosa excelente ver repetirse el acontecimiento en la joven generación. ¡Una y otra vez! El número de uniones de aquel tipo aumentaría sin duda a medida que se extendiera la educación y las personas tuvieran ideales más elevados y caracteres más firmes. Pero la visita al Instituto la había fatigado, le dolían los pies, Mr. Fielding había andado mucho y demasiado de prisa, los dos jóvenes habían conseguido irritarla en el tum-tum, haciéndole suponer que estaban a punto de romper sus relaciones, y aunque ahora todo estaba arreglado, Mrs. Moore no era capaz de hablar del vínculo matrimonial o de cualquier otra cosa con el debido entusiasmo. Ronny había logrado lo que quería, y ella tenía que volver a casa y ayudar a los otros, si es que lo deseaban. Mrs. Moore había pasado la edad de contraer matrimonio, feliz o desgraciado; su función era ayudar a otros, su recompensa que se la considerase favorablemente dispuesta. Las señoras de edad avanzada no deben tener aspiraciones más altas.

Cenaron solos. Hablaron mucho del futuro en un agradable clima de afecto y confianza. Después comentaron los pasados acontecimientos y Ronny analizó la jornada desde su personal punto de vista. Su día había sido diferente del de las mujeres, porque mientras ellas se divertían o pensaban él había estado trabajando. Se acercaba muharram y, como de costumbre, los mahometanos de Chandrapore estaban construyendo torres de papel demasiado altas para pasar bajo las ramas de cierta higuera de las pagodas. Ya se sabía lo que sucedería después; la torre se atascaría, un mahometano se subiría a la higuera y cortaría la rama, los hindúes protestarían, se produciría un alboroto de carácter religioso y sólo Dios sabe qué más, y quizás hasta fuera necesario pedir tropas. Se habían constituido delegaciones y formado Comités de Conciliación bajo los auspicios de Turton, y todo el trabajo ordinario de Chandrapore estaba detenido. ¿Se debía cambiar el recorrido de la procesión o hacer torres más bajas? Los mahometanos ofrecían la primera solución, mientras que los hindúes insistían en la segunda. El administrador se inclinaba por estos últimos, hasta que empezó a sospechar que habían encorvado el árbol artificialmente para acercarlo al suelo. Los hindúes aseguraban que se combaba espontáneamente. Medidas, planos, una visita oficial al lugar. Pero Ronny no estaba descontento con su día, porque probaba que los británicos hacían falta en la India; sin ellos se produciría sin duda derramamiento de sangre. Su voz adquirió de nuevo un tono de autocomplacencia; él no estaba allí para ser amable, sino para mantener la paz, y ahora que Adela le había prometido ser su esposa estaba seguro de que lo entendería.

—¿Qué piensa el anciano caballero que nos ha invitado a pasear en coche? —preguntó Adela, y su tono indiferente era exactamente el que Ronny deseaba.

—Nuestro anciano caballero se muestra servicial y carente de veleidades, como es siempre el caso cuando se trata de asuntos públicos. Has tenido ocasión de conocer a nuestro indio ejemplar.

—¿Lo dices en serio?

—Me temo que sí. Hasta los mejores son increíbles, ¿no es cierto? Les pasa a todos lo mismo: antes o después se les olvida ponerse el pasador del cuello. Hoy te has relacionado con tres tipos diferentes de indios: los Bhattacharya, Aziz y el Nabab, y no es una simple coincidencia que los tres te hayan defraudado.

—A mí me gusta Aziz, Aziz es de verdad amigo mío —intervino Mrs. Moore.

—Cuando un animal choca con nuestro coche, el Nabab pierde la cabeza, abandona a su infeliz chófer, se mete casi a la fuerza en el automóvil de Miss Derek…, no tiene gran importancia, pero son cosas que un hombre blanco no hubiera hecho.

—¿Qué animal?

—Hemos tenido un accidente sin importancia en la carretera de Marabar. Adela cree que se trataba de una hiena.

—¿Un accidente? —exclamó Mrs. Moore.

—Nada importante; ningún herido. Nuestro excelente anfitrión se despertó muy alarmado de sus sueños, dio la impresión de pensar que la culpa era nuestra y no hizo otra cosa que repetir «exactamente, exactamente», como una cantinela.

Mrs. Moore se estremeció, «¡Un fantasma!» Pero la idea del fantasma apenas pasó de sus labios. Los jóvenes no la recogieron, ocupados como estaban en revisar sus propios puntos de vista, y, carente de apoyo, pereció o fue reabsorbida por esa parte del cerebro que raras veces llega a expresarse.

—Sí, nada delictivo —resumió Ronny—, pero así son los indios, y esa es una de las razones de que no los admitamos en nuestros clubs y de que me sorprenda que una chica como Miss Derek trabaje para ellos… Pero tengo que seguir con mi trabajo. ¡Krishna!

Krishna era el peon que debería haberle traído las carpetas de documentos que estaban en su despacho. No había aparecido y se produjo un gran revuelo. Ronny se encolerizó, gritó, aulló, y sólo un observador experimentado habría sido capaz de notar que el Magistrado Municipal no estaba realmente enfadado ni necesitaba las carpetas, y que únicamente organizaba un revuelo porque era esa la costumbre. Los criados, dándose cuenta con toda claridad de lo que sucedía, se dedicaron a correr lentamente en círculos, con quinqués en las manos. Krishna, la tierra, y Krishna, las estrellas, contestaron a sus llamadas, hasta que el inglés se calmó con los ecos de sus voces, impuso una multa de ocho anas al peon ausente y se sentó en la habitación vecina a dedicarse al trabajo atrasado.

—Adela, ¿querrías hacer un solitario con tu futura suegra, o te parece una actividad demasiado insípida? —dijo Mrs. Moore.

—Me gustaría jugar… No estoy nada nerviosa… Sólo contenta de que por fin lo hayamos arreglado, aunque no noto que se haya producido ningún cambio importante. Todavía seguimos siendo las mismas tres personas.

—Esa es la sensación más conveniente que puedes tener. —Mrs. Moore sirvió la primera mano de cartas.

—Imagino que sí —dijo la muchacha pensativamente.

—En casa de Mr. Fielding me temí que hubieras tomado la decisión contraria…; dama de trébol sobre rey de diamante… —Charlaron sin prisas sobre el juego.

Al cabo de un rato Adela dijo:

—Me oyó usted decirles a Aziz y a Godbole que no me iba a quedar en el país. No era cierto, así que ¿por qué lo dije? Tengo la impresión de que no he sido… suficientemente sincera, o que no he puesto suficiente atención, o algo parecido. Es como si hubiera desquiciado todas las cosas. Usted ha sido muy buena conmigo, y yo quería portarme bien cuando nos embarcamos, pero por alguna razón no lo he hecho… Mrs. Moore, si una no es totalmente honesta, ¿qué sentido tiene la existencia?

Mrs. Moore siguió poniendo las cartas sobre la mesa. Las palabras de Adela resultaban oscuras, pero la anciana entendía el desasosiego que las producía. Ella misma lo había experimentado dos veces durante sus propios compromisos matrimoniales: aquel vago arrepentimiento y aquellas dudas. Después todo resultó bien, como sin duda sucedería también en este caso; el matrimonio logra enderezar todas las cosas.

—Yo no me preocuparía —dijo Mrs. Moore—. Se debe en parte a estar en un ambiente extraño; tú y yo nos ocupamos de naderías en lugar de atender a lo importante; somos lo que la gente de aquí llama «nuevas».

—¿Quiere decir que mis preocupaciones están mezcladas con la India?

—Las de la India… —Mrs. Moore se detuvo.

—¿Por qué dijo usted que había sido un fantasma?

—¿Un fantasma?

—El animal que chocó con nosotros. ¿No dijo usted «¡Un fantasma!» como de pasada?

—He debido de decirlo sin pensar.

—Estoy casi segura de que era una hiena.

—Es lo más probable.

Y así continuaron haciendo el solitario. Abajo, en Chandrapore, el Nabab Bahadur aguardaba la llegada de su coche. Estaba sentado detrás de su casa de la ciudad (un pequeño edificio sin muebles en el que entraba raras veces), en el centro de la pequeña corte que siempre se improvisa alrededor de los indios de alta posición. De cuando en cuando, como si los turbantes fueran el lógico producto de la oscuridad, había alguno que avanzaba hasta situarse delante del anciano, y después de inclinarse se retiraba. El Nabab Bahadur estaba preocupado y su dicción era la adecuada para desarrollar un tema religioso. Nueve años antes, la primera vez que había tenido un automóvil, atropello a un borracho, matándolo, y aquel hombre había estado esperándole desde entonces. El Nabab Bahadur era inocente ante Dios y ante la Justicia y había pagado el doble de la indemnización exigida; pero no servía de nada, el hombre seguía esperando, de una forma inexpresable, muy cerca del escenario de su muerte. Ni los ingleses ni el chófer estaban al corriente de esto; era un secreto racial que se comunicaba más por la sangre que por la palabra. El Nabab hablaba ahora horrorizado de las especiales circunstancias que ennegrecían el suceso: había expuesto a otros al peligro; había arriesgado las vidas de dos inocentes y respetados huéspedes.

—¿Qué importancia tendría que yo hubiese muerto? —repetía—. Antes o después tiene que suceder, pero los que habían puesto en mí su confianza…

Los presentes se estremecieron e invocaron la misericordia de Dios. Sólo Aziz no participaba de aquellos sentimientos, porque su experiencia personal le hacía disentir: ¿no había sido por despreciar a los fantasmas como había llegado a conocer a Mrs. Moore?

—Sabes muy bien, Nureddin —le susurró al nieto del Nabab (un joven afeminado al que veía muy raras veces y siempre le caía bien, pero al que olvidaba acto seguido)—, sabes muy bien, mi querido amigo, que los musulmanes tenemos que librarnos de esas supersticiones, o de lo contrario la India no progresará nunca. ¿Cuánto tiempo seguiré aún oyendo hablar del cerdo salvaje de la carretera de Marabar? —Nureddin bajó la vista. Aziz continuó—: Tu abuelo pertenece a otra generación y yo respeto y quiero a ese anciano caballero, como sabes muy bien. No digo nada en contra suya, tan sólo que en nuestro caso estaría mal, porque nosotros somos jóvenes. Quiero que me prometas, Nureddin, ¿me estás escuchando?, que no creerás en los malos espíritus y que si muero (porque mi salud empeora de día en día) educarás a mis tres hijos para que tampoco crean en ellos.

Nureddin sonrió y sus bonitos labios se prepararon a dar una respuesta adecuada, pero antes de que las palabras salieran de su boca llegó el automóvil, y su abuelo se lo llevó consigo.

En la zona residencial de los ingleses el solitario todavía se prolongó después de esto. Mrs. Moore siguió murmurando: «Diez de diamante sobre dama de trébol», Miss Quested continuó ayudándola e intercalando entre las complicaciones del juego detalles sobre la hiena, el compromiso matrimonial, la maharaní de Mudkul, los Bhattacharya y el día en general, cuya áspera superficie reseca adquiría, al irse alejando, una silueta definida, como podría hacerlo la misma India si fuera posible verla desde la luna. Al cabo de un rato las dos jugadoras se fueron a la cama, pero no sin que antes otras personas se hubieran despertado en otros sitios, personas cuyas emociones no podían compartir y cuya existencia ignoraban. Nunca totalmente en calma, nunca perfectamente oscura, la noche se iba desgastando, diferenciándose de otras noches por dos o tres ráfagas de viento que parecían caer perpendicularmente desde el cielo para rebotar inmediatamente, duras y compactas, sin dejar tras de sí ni un soplo de frescor: se acercaba la estación cálida.