Mr. Fielding había tomado contacto con la India pasada ya la primera juventud. Tenía más de cuarenta años cuando penetró por ese extraño pórtico que es la estación Victoria de Bombay, y, junto con su equipaje (después de sobornar a un revisor europeo), se instaló por primera vez en el interior de un tren tropical. Aquel viaje había llegado a hacerse muy significativo en el recuerdo. De sus dos acompañantes, uno era joven y tan ignorante como él del mundo oriental, mientras que el otro, de su misma edad, llevaba muchos años en la India. Un abismo le separaba de los dos: había visto demasiadas ciudades y demasiados hombres para ser como el primero o para llegar a convertirse en el segundo. Nuevas impresiones se acumularon en seguida, pero no eran las ortodoxas; el pasado las condicionaba, y lo mismo sucedió con sus errores. Por ejemplo: considerar a los indios como si fueran italianos no es un error común ni, posiblemente, funesto y Fielding trataba con frecuencia de establecer analogías entre la península indostánica y esa otra, más pequeña y más exquisitamente modelada, que bañan las aguas del Mediterráneo.
Su carrera, aunque dentro del mundo académico, era amplia, y había incluido períodos moralmente recusables, seguidos de arrepentimiento. En el momento presente Fielding era una persona tenaz, ecuánime, inteligente, casi de edad mediana y con fe en la educación. Le daba lo mismo enseñar a unos que a otros: había tenido a su cargo chicos de buenas familias, deficientes mentales y policías y no le importaba añadir los indios a aquella lista. Gracias a las recomendaciones de algunos amigos había sido nombrado director del pequeño Instituto de Chandrapore; se sentía a gusto y suponía que estaba teniendo éxito. Esto último era cierto en el caso de sus alumnos, pero la distancia entre él y sus compatriotas, que ya había notado en el tren, había crecido de manera alarmante. Al principio no era capaz de entender las causas. No es que le faltara patriotismo: siempre se había entendido bien con los ingleses en Inglaterra, y todos sus mejores amigos eran ingleses, así que, ¿cómo explicar que no sucediera lo mismo en Chandrapore? Exteriormente, Fielding era uno de esos hombres grandes y desmañados de largas extremidades y ojos azules, y todo en él parecía inspirar confianza hasta que empezaba a hablar. Entonces había algo en su forma de expresarse que confundía a la gente y no lograba aquietar la desconfianza que inspiraba su profesión. Inevitablemente, ese mal que es la inteligencia tiene que estar presente en la India, pero ¡ay de aquel que se consagra a fomentarla! Se fue extendiendo la idea de que Mr. Fielding era una fuerza destructora y no andaban descaminados, porque las ideas son funestas para la preservación de las castas y él usaba las ideas de la manera más efectiva: intercambiándolas. Sin ser misionero ni estudiante, Fielding se sentía feliz en el toma y daca de una conversación privada. El mundo, creía él, es un conjunto de hombres que tratan de ponerse en contacto unos con otros y como mejor pueden hacerlo es con la ayuda de la buena voluntad, de la cultura y de la inteligencia: un credo muy poco adecuado para Chandrapore, pero Fielding había llegado allí demasiado tarde para pensar en modificarlo. Carecía de prejuicios raciales: no porque fuera superior a sus compatriotas, sino porque había alcanzado la madurez en una atmósfera diferente, donde no florecía el instinto de rebaño. La observación que más le había perjudicado en el Club había sido un inocente comentario en el que vino a decir que las así llamadas razas blancas eran más bien de un color gris rosáceo. Fielding dijo esto únicamente para mostrarse jovial, sin darse cuenta de que «blanco» tiene tan poco que ver con cualquier color como «Dios salve al Rey» con cualquier dios, y que el colmo de la incorrección es reflexionar sobre lo que connota. El varón gris rosáceo con el que estaba hablando se escandalizó de manera casi perceptible, pero su sentimiento de inseguridad, una vez despertado, le llevó a comunicárselo al resto del rebaño.
De todas formas, los hombres le toleraban debido a su buen corazón y a su cuerpo musculoso; fueron sus mujeres las que decidieron que Fielding no era realmente un sahib. Le encontraban desagradable. Él no tenía atenciones con ellas, y esto, que no hubiera ocasionado comentarios en la Inglaterra feminista, le perjudicó mucho en una comunidad donde se cuenta con que el varón sea desenvuelto y servicial. Mr. Fielding no daba consejos sobre perros o caballos, no iba a cenar a las casas de sus compatriotas, no hacía visitas al mediodía, ni, durante la Navidad, adornaba árboles para los hijos de las damas inglesas y, cuando acudía al Club, era sólo para jugar al tenis o al billar y después marcharse. Había descubierto que era posible mantenerse en contacto con los indios y con los ingleses, pero que para ocuparse de las inglesas tendría que dar de lado a los indios. Era imposible combinarlos a los dos. No servía de nada culpar a ninguno de los dos grupos, ni tampoco acusarles de echarse las culpas mutuamente. Las cosas eran como eran, y no quedaba otro remedio que elegir. La mayoría de los ingleses preferían a sus compatriotas del sexo femenino que, incorporándose cada vez en mayor número a los núcleos de funcionarios, hacían más posible de año en año un estilo de vida semejante al de Inglaterra. Mr. Fielding había encontrado más conveniente y agradable frecuentar a los indios y tenía que pagar el precio. Por regla general ninguna inglesa entraba en el instituto excepto con motivo de actos oficiales, y si Fielding había invitado a Mrs. Moore y a Miss Quested a tomar el té era porque se trataba de recién llegadas que verían todo sin prejuicios, aunque fuera de una manera superficial, y que no cambiarían de tono de voz para hablar con los otros invitados.
El Instituto mismo había sido construido de manera sumamente expeditiva por el departamento de Obras Públicas, pero su recinto incluía un antiguo jardín y, dentro de él, un pabellón que Fielding utilizaba como vivienda durante la mayor parte del año. Se estaba vistiendo después de bañarse cuando un criado anunció la llegada del doctor Aziz.
—Considérese como en su casa —le dijo Fielding desde el dormitorio, alzando un poco la voz.
Se trataba de una observación completamente espontánea, como la mayoría de sus acciones; era lo que se sentía inclinado a decir por naturaleza.
Para Aziz la frase tenía un significado muy definido.
—¿Lo dice usted de verdad, Mr. Fielding? Es muy amable por su parte —respondió—. Me gusta mucho poder prescindir de las fórmulas protocolarias.
Aziz se sintió rebosante de buen humor mientras examinaba de un vistazo la sala de estar. Había algunos objetos lujosos, pero ningún orden: nada que sirviera para intimidar a un pobre indio. Era también una habitación muy hermosa que se asomaba al jardín por tres arcos de madera.
—Lo cierto es que hace mucho que quería conocerle —continuó—. ¡He oído hablar tanto al Nabab Bahadur de su generoso corazón! Pero ¿dónde puede uno llegar a conocerse en un sitio tan deseable como Chandrapore? —Se acercó un poco más a la puerta del dormitorio—. Voy a contarle lo que hacía cuando no era más que un recién llegado: solía desear que se pusiera usted enfermo para conocernos de esa manera. —Los dos rieron, y animado por el éxito Aziz comenzó a improvisar—. Me decía a mí mismo: «¿Qué aspecto tiene Mr. Fielding esta mañana? Quizás está un poco pálido. Y también el Cirujano-Jefe está pálido; no podrá atender a Mr. Fielding cuando empiecen los escalofríos.» Habrían tenido que avisarme a mí. Luego habríamos disfrutado mucho conversando, porque tiene usted un gran renombre como estudioso de la poesía persa.
—Entonces, me conoce usted de vista.
—Claro, naturalmente. ¿Y usted me conoce a mí?
—Le conozco muy bien por referencias.
—Llevo tan poco tiempo aquí, y siempre en un ambiente tan distinto del suyo, que no es extraño que nunca me haya visto; me sorprende incluso que sepa mi nombre. Se me ocurre una cosa, Mr. Fielding.
—¿Sí?
—Adivine el aspecto que tengo antes de salir. Será como un juego.
—Mide usted cinco pies y nueve pulgadas —dijo Fielding, haciendo el cálculo gracias a la sombra que se recortaba sobre el cristal esmerilado de la puerta del dormitorio.
—¡Excelente! ¿Qué más? ¿No tengo una venerable barba blanca?
—¡Maldita sea!
—¿Le sucede algo?
—Acabo de romper el último pasador del cuello que tenía.
—Coja el mío, haga el favor.
—¿Lleva uno de repuesto?
—Sí, sí, espere un momento.
—No lo aceptaré si es el que está usted utilizando.
—No, no; lo tengo en el bolsillo. —Apartándose para que su silueta dejara de recortarse contra el cristal de la puerta, Aziz se quitó el cuello y sacó el pasador de oro, parte de un juego que su cuñado le había traído de Europa—. Aquí está —exclamó.
—Tráigamelo usted mismo, si no tiene inconveniente.
—Un minuto.
Aziz se puso otra vez el cuello, rezando para que no se le alzara por detrás durante el té. El criado personal de Fielding, que le estaba ayudando a vestirse, le abrió la puerta del dormitorio.
—Muchas gracias.
Se estrecharon la mano, sonriendo. Aziz empezó a mirar alrededor, como hubiera hecho con un viejo amigo. A Fielding no le sorprendía la rapidez con que estaban intimando. Tratándose de un pueblo tan ligado a sus emociones, la intimidad se producía de inmediato o nunca, y como Aziz y él sólo habían oído cosas buenas el uno del otro, podían perfectamente prescindir de cualquier preliminar.
—Siempre he creído que los ingleses mantenían sus habitaciones perfectamente limpias. Parece que esa idea no es del todo cierta. No tengo por qué sentirme tan avergonzado. —Se sentó alegremente sobre la cama; luego, olvidado completamente de sí mismo, alzó las piernas y las dobló debajo de su cuerpo—. Todas las cosas fríamente ordenadas en estantes, es lo que yo pensaba… Dígame, Mr. Fielding, ¿va usted a poder colocarse el pasador?
—Tengo mis dudas —respondió el otro, imitando el acento que suele atribuirse a los escoceses en las obras de teatro.
—Por favor, ¿qué es eso que acaba de decir? ¿Querrá usted enseñarme algunas palabras nuevas para que mejore mi inglés?
Fielding dudaba que fuera posible mejorar «todas las cosas fríamente ordenadas en estantes». A menudo le sorprendía la desenvoltura con que la joven generación manejaba una lengua extranjera. Modificaban las expresiones coloquiales, pero eran capaces de decir lo que querían y de decirlo muy de prisa; no utilizaban ninguno de los términos rimbombantes que se les atribuían en el Club. Aunque era evidente que el Club avanzaba muy despacio; todavía afirmaba que muy pocos mahometanos y ningún hindú estaban dispuestos a compartir la mesa de un inglés, y que todas las damas indias seguían sometidas a un purdah impenetrable. Individualmente, cada uno de sus miembros sabía que no era cierto; pero el Club en cuanto Club prefería no cambiar de opinión.
—Déjeme que le ponga yo el pasador. Ya veo… El ojal trasero de la camisa es más bien pequeño y sería una pena rasgarlo.
—¿Por qué demonios hay que llevar cuello duro? —gruñó Fielding mientras inclinaba la cabeza.
—Nosotros lo llevamos para pasar la revista de la policía.
—¿Cómo es eso?
—Si voy en bicicleta vestido a la inglesa (cuello almidonado, sombrero flexible) no se fijan en mí. Pero si me pongo un fez gritan «¡Lleva la luz apagada!» Lord Curzon[7] no lo tuvo en cuenta cuando instó a los nativos a que siguieran usando sus llamativos trajes. ¡Bravo! Ya ha entrado el pasador. A veces cierro los ojos y sueño que llevo otra vez ropas espléndidas y cabalgo hacia el combate detrás de Alamgir. Mr. Fielding, ¿no tiene que haber sido la India muy hermosa entonces, con el Imperio mongol en su cenit y Alamgir reinando en Delhi, sobre el Trono del Pavo Real?[8]
—Vienen a tomar el té dos señoras que quieren hablar con usted… Creo que las conoce.
—¿Hablar conmigo? No conozco a ninguna señora.
—¿No conoce a Mrs. Moore y a Miss Quested?
—Ah, sí; ya recuerdo —nada más concluido, el encuentro en la mezquita había dejado de interesarle—. Una señora de avanzada edad; pero ¿le importaría repetir el nombre de su acompañante?
—Miss Quested.
—Como usted guste.
Pero Aziz se sentía decepcionado; hubiera preferido estar a solas con su nuevo amigo, en lugar de tener que compartirlo con otros invitados.
—Podrá usted hablar con Miss Quested del Trono del Pavo Real[9], si así lo desea… Se interesa por las artes, según dicen.
—¿Es posimpresionista?
—¡Nada menos que posimpresionismo! Venga a tomar el té. Este mundo de hoy me desborda por completo.
Aziz se ofendió. Aquella observación sugería que él, un indio sin importancia, no tenía derecho a estar al corriente del posimpresionismo, privilegio reservado única y exclusivamente a la raza dominante.
—No considero a Mrs. Moore amiga mía. Sólo hablé con ella por casualidad en mi mezquita —dijo Aziz con entonación fríamente ceremoniosa, y empezó a añadir «Una sola conversación es demasiado poco tiempo para crear una amistad», pero antes de que pudiera terminar la frase la frialdad se había esfumado, porque sintió nuevamente la fundamental buena voluntad de Fielding. La suya le salió al encuentro y las dos se unieron por debajo de las cambiantes mareas de la emoción, única capaz de llevar al viajero a puerto seguro, pero también de hacerle naufragar entre las rocas. Aziz estaba a salvo en realidad; tan a salvo como el habitante de tierra firme que sólo entiende de estabilidad y supone que todos los barcos naufragan, y además tenía sensaciones que quien vive en tierra firme no puede llegar a conocer. De hecho, era una persona sensible más que capaz de discriminación en sus sentimientos. Descubría un significado en cualquier observación, pero no siempre el verdadero y su vida, aunque intensa, era en gran parte un sueño. Fielding, por ejemplo, no había querido decir que los indios fueran insignificantes, sino que el posimpresionismo es oscuro; su observación se encontraba a años luz del «¡Vaya! Hablan inglés» de Mrs. Turton, pero a Aziz las dos le resultaban iguales. Fielding se dio cuenta de que algo no había funcionado bien y también de que se había solucionado en seguida, pero como era un optimista en todo lo relativo a las relaciones personales no se inquietó, y siguieron charlando por los codos igual que antes.
—Además de las dos señoras espero a uno de los profesores del instituto, Narayan Godbole.
—¡Ah! ¡El brahmán del Decán!
—También él quiere que vuelva el pasado, pero no precisamente Alamgir.
—Imagino que no. ¿Sabe usted lo que dicen los brahmanes del Decán? Que Inglaterra les arrebató la India a ellos; a ellos, dése cuenta, y no a los mongoles. ¿No es un buen ejemplo de desfachatez? Han llegado incluso a dar sobornos para que aparezca en libros de texto, porque son muy astutos e inmensamente ricos. El profesor Godbole debe de ser muy distinto de todos los demás brahmanes del Decán por lo que he oído contar de él. Una persona muy sincera.
—¿Por qué no organizan ustedes un club en Chandrapore, Aziz?
—Quizá, algún día… Pero me parece que veo llegar a Mrs. Moore y a Miss…, no recuerdo su nombre.
Era muy agradable que se tratara de una reunión de amigos, donde no había que atenerse al protocolo. Gracias a esto Aziz descubrió que no le costaba hablar con las señoras inglesas y las trató como si fueran hombres. La belleza también le hubiese preocupado, porque entraña reglas propias, pero Mrs. Moore era tan vieja y Miss Quested tan fea que se vio libre de esa ansiedad. El cuerpo anguloso y las pecas de Adela eran defectos terribles a los ojos de Aziz, que se maravillaba de que Dios hubiera sido tan cruel con unas formas femeninas. La consecuencia fue que adoptó hacia Miss Quested una actitud de absoluta sinceridad.
—Querría preguntarle algo, doctor Aziz —empezó Adela—. Mrs. Moore me ha contado lo útil e interesante que fue su conversación en la mezquita. Aprendió más sobre la India en esos pocos minutos de charla que en las tres semanas desde que desembarcamos.
—Por favor, no hable de una cosa tan insignificante como ésa. ¿Hay algo más que pueda contarle sobre mi país?
—Quisiera que nos explicara una decepción que hemos sufrido esta mañana; debe de ser un problema de normas de comportamiento.
—Le aseguro que no existen en la India, prácticamente —replicó Aziz—. Somos, por naturaleza, un pueblo muy poco protocolario.
—Temo que hayamos cometido alguna equivocación y que les hayamos ofendido —dijo Mrs. Moore.
—Eso es todavía más difícil. Pero ¿les importaría explicarme lo sucedido?
—Una señora y un caballero indios tenían que mandar su coche a recogernos hoy, a las nueve de la mañana. No ha llegado. Hemos esperado y esperado y esperado; y no entendemos qué es lo que ha sucedido.
—Algún malentendido —dijo Fielding, viendo al instante que era uno de esos incidentes que es mejor no intentar aclarar.
—No, no ha sido eso —insistió Miss Quested—. Renunciaron incluso a ir a Calcuta para estar con nosotros. Hemos debido de cometer alguna estúpida equivocación, las dos estamos seguras.
—Yo no me preocuparía por ello.
—Eso es exactamente lo que me dice Mr. Heaslop —replicó ella, sonrojándose un poco—. Pero si una no se preocupa, ¿cómo va a entender lo que le sucede?
El anfitrión hubiera preferido cambiar de tema, pero Aziz manifestó un vivo interés por el incidente, y al oír algún fragmento del apellido de los transgresores afirmó que se trataba de hindúes.
—Hindúes descuidados…, sin idea de cómo comportarse en sociedad; los conozco muy bien por un doctor que tenemos en el hospital. ¡Es una persona tan descuidada y poco puntual! Más vale que no hayan ido ustedes a visitarlos, porque se hubieran hecho una idea equivocada de la India. Falta de higiene. Mi opinión es que terminaron avergonzándose de su casa y ésa es la razón de que no fueran a buscarlas.
—Eso estoy dispuesto a aceptarlo —dijo Mr. Fielding.
—Me molestan muchísimo los misterios —anunció Adela.
—A todos los ingleses nos pasa lo mismo.
—No me molestan porque yo sea inglesa, sino desde un punto de vista personal —corrigió Miss Quested.
—A mí me gustan los misterios, pero más bien me molesta la confusión —dijo Mrs. Moore.
—Un misterio no es más que algo confuso.
—¿Lo dice usted en serio, Mr. Fielding?
—Misterio no es más que una palabra altisonante para confusión. En cualquier caso, no se consigue nada removiéndolo. Aziz y yo sabemos bien que el misterio de la India no es más que pura confusión.
—¿El misterio de la India? ¡Qué idea más inquietante!
—No habrá la menor confusión cuando vengan ustedes a verme —exclamó Aziz, sin saber muy bien lo que decía—. Mrs. Moore y los demás… Les invito a todos…, por favor.
La anciana señora aceptó: seguía pensando que el joven doctor era extraordinariamente simpático; y además un nuevo sentimiento, mitad lasitud, mitad excitación, la empujaba a seguir cualquier senda aún inexplorada. Miss Quested aceptó por lo que tenía de aventura. También a ella le gustaba Aziz, y creía que cuando lo conociera mejor podría descubrir la India con su ayuda. Le agradó mucho que la invitara y le pidió su dirección.
Aziz pensó con horror en su bungalow. Era una detestable casucha cerca de un bazar en la parte baja de la ciudad. Prácticamente no tenía más que una sola habitación infestada de moscas.
—Pero ahora vamos a hablar de otra cosa —exclamó—. Me gustaría vivir aquí. ¡Fíjense en esta hermosa habitación! Admirémosla juntos por unos instantes. Vean esas curvas en la parte inferior de los arcos. ¡Qué delicadeza! Es la arquitectura de la Pregunta y la Respuesta. Mrs. Moore, está usted en la India; no bromeo.
Aquella habitación le hacia sentirse inspirado. Era una sala de audiencias construida en el siglo XVIII para algún funcionario de alto rango y, aunque de madera, a Fielding le había hecho pensar en la Loggia de Lanzi de Florencia. Pequeñas habitaciones, ya europeizadas, le habían sido añadidas por dos lados, pero la sala central no tenía cristales ni papeles en las paredes, por lo que el aire del jardín entraba con toda libertad. Era como estar en público —en exhibición, por así decirlo—, a la vista de los jardineros que se dedicaban a chillar a los pájaros y del hombre que alquilaba el estanque para cultivar castañas de agua. Fielding alquilaba también los mangos —no había forma de saber quién podía entrar en el jardín— y sus criados permanecían de día y de noche en los escalones de la entrada para desanimar a los ladrones. La sala era realmente hermosa, y los ingleses no la habían echado a perder, mientras que Aziz, en uno de sus momentos «occidentales», podría haber colgado cuadros de Maude Goodman en las paredes. No había duda, sin embargo, de a quién pertenecía realmente la habitación…
—Estoy aquí impartiendo justicia —continuó Aziz—. Una pobre viuda a la que han robado se acerca a mí y le doy cincuenta rupias; a la otra le doy cien, y así sucesivamente. Me gustaría hacer eso.
Mrs. Moore sonrió, pensando en el método moderno, del que su hijo era un adecuado ejemplo.
—Me temo que las rupias no duren para siempre —dijo.
—Las mías, sí. Dios me daría más dinero al ver que yo lo repartía. Siempre hay que dar, como el Nabab Bahadur. Mi padre era igual, por eso murió pobre —y marcando sus puestos en diferentes puntos de la habitación, Aziz la pobló de escribientes y funcionarios, todos llenos de benevolencia porque habían vivido hacía muchos años—. Y así seguiríamos, dando todo el tiempo, sentados sobre la alfombra en lugar de utilizar sillas; ése es el cambio más importante entre ahora y entonces, pero creo que nunca castigaríamos a nadie.
Las señoras se mostraron de acuerdo.
—Pobre delincuente, hay que darle otra oportunidad. Ir a la cárcel sólo sirve para que un hombre se haga peor y se corrompa —el rostro de Aziz adquirió una expresión muy tierna: la ternura de alguien incapaz de administrar justicia, e incapaz de hacerse cargo de que si al pobre ladrón se le deja en libertad volverá a robar a la pobre viuda. Aziz se enternecía ante todo el mundo, con la excepción de unos pocos enemigos de su familia a quienes no consideraba humanos; de estos últimos sí deseaba vengarse. Aziz sentía ternura incluso hacia los ingleses; en el fondo de su corazón sabía que no podían dejar de ser fríos y extraños, ni de circular por su país como una corriente de agua helada—. No castigaremos a nadie —repitió— y por la noche daremos un gran banquete con baile de bayaderas, y hermosas muchachas adornarán los lados del estanque y prenderán fuegos artificiales y todos comerán opíparamente y serán felices hasta el día siguiente, cuando se hará justicia de nuevo (cincuenta, cien, mil rupias) hasta que venga la paz. ¡Ah!, ¿por qué no habremos vivido en esa época? Pero ¿están ustedes admirando la casa de Mr. Fielding? Vean los pilares pintados de azul y las galerías; los pabellones (¿cómo los llaman ustedes?) que están sobre nosotros también son azules por dentro. Fíjense en cómo están esculpidos. Piensen en las horas de trabajo que fueron necesarias. Sus delicados techos también se curvan para imitar el bambú…, y miren los bambúes que se balancean junto al estanque. ¡Mrs. Moore! ¡Mrs. Moore!
—¿Sí? —dijo ella, riendo.
—¿Se acuerda del agua en nuestra mezquita? Baja desde allí a llenar este estanque… un hábil plan de los emperadores. Se detenían aquí yendo hacia Bengala. Les gustaba mucho el agua. Dondequiera que iban creaban fuentes, jardines, hammams. Le estaba diciendo a Mr. Fielding que hubiera dado cualquier cosa por servirles.
Aziz se equivocaba en cuanto al agua, que ningún emperador, por hábil que sea, puede lograr que se traslade cuesta arriba; entre la mezquita y la casa de Fielding había una depresión bastante profunda y la ciudad de Chandrapore en toda su extensión. Ronny le hubiera rebatido su afirmación; Turton hubiese querido hacerlo, pero se habría contenido. Fielding no sintió siquiera deseos de rebatirle; había embotado sus ansias de verdad textual y se interesaba fundamentalmente por lo que era verdad desde un estado de ánimo concreto. En cuanto a Miss Quested, aceptaba literalmente como verdad todo lo que Aziz decía. En su ignorancia le consideraba como «la India» y no se le ocurría que su punto de vista fuera limitado y su método poco preciso, ni que fuera imposible identificar a nadie con la India.
Aziz estaba ya muy excitado, hablando por los codos, e incluso diciendo «maldición» cuando se hacía un lío con alguna frase. Les habló de su profesión, y de las operaciones que había presenciado y llevado a cabo él mismo, descendiendo a detalles que asustaron a Mrs. Moore, mientras que Miss Quested los confundió con pruebas de su amplitud de espíritu; ella había oído hablar así, con deliberada franqueza, en círculos académicos avanzados. Adela se imaginó que Aziz era un hombre emancipado y de toda confianza y lo situó en una cumbre que no estaba en condiciones de ocupar por mucho tiempo. De momento había subido bastante alto, sin duda, pero no se hallaba en ninguna cima. Había ascendido a fuerza de alas y el primer momento de debilidad volvería a depositarlo en el suelo.
La llegada del profesor Godbole le calmó en cierta manera, pero la tarde siguió siendo suya. El brahmán, cortés y enigmático, no puso obstáculos a su elocuencia, e incluso la aplaudió. Tomó el té a cierta distancia de los demás por razones de casta, utilizando una mesa situada ligeramente a su espalda; al estirarse hacia atrás era como si encontrara los alimentos por casualidad; todos fingieron no darse cuenta de que el profesor Godbole tomaba el té. Era un hombre de edad y lleno de arrugas, con bigote gris y ojos gris-azulados, y su tez era tan blanca como la de un europeo. Llevaba un turbante que parecía hecho de pálidos macarrones morados, chaqueta, chaleco, dhoti y calcetines a cuadros. Los cuadros hacían juego con el turbante y todo su aspecto daba una impresión de armonía; como si hubiera reconciliado los productos del Este y del Oeste, tanto mentales como físicos, y nada pudiera ya nunca descomponerle. Las señoras sintieron mucho interés por él y tenían la esperanza de que completara lo dicho por el doctor Aziz añadiendo algo sobre religión. Pero el profesor Godbole no hacía más que comer; comer y comer, sonriendo, y sin permitir nunca que sus ojos se detuvieran a ver lo que hacían sus manos.
Dejando de lado a los emperadores mongoles, Aziz se orientó hacia temas que no resultaran ofensivos para nadie. Describió cómo maduraban los mangos y cómo en la adolescencia, durante la estación de las lluvias, se iba corriendo a un huerto que pertenecía a un tío suyo y comía hasta saciarse.
—Luego había que volver a casa calado hasta los huesos y quizá con dolor de tripa. Pero no me importaba. También a mis amigos les dolía la tripa. En urdu tenemos un proverbio: «¿Qué importa la infelicidad cuando todos somos desgraciados juntos?», que viene muy bien a propósito de los mangos. Miss Quested, espere usted a que maduren los mangos. ¿Por qué no se instala definitivamente en la India?
—Me temo que no voy a poder —dijo Adela, haciendo aquella observación sin pensar en su significado. Para ella, como para los tres hombres, parecía estar en armonía con la conversación, y tuvieron que pasar algunos minutos —media hora, en realidad— antes de que Miss Quested se diera cuenta de que había dicho algo importante, y de que tendría que habérselo comunicado primero a Ronny.
—Los visitantes como ustedes no son nada frecuentes.
—Así es, ciertamente —dijo el profesor Godbole—. Tanta afabilidad no se encuentra casi nunca. Pero ¿qué podemos ofrecerles para que se queden?
—Mangos, mangos.
Todos rieron.
—Hasta en Inglaterra se consiguen mangos ahora —indicó Fielding—. Los transportan en bodegas a muy baja temperatura. Al parecer, puede hacerse la India en Inglaterra, de la misma forma que se hace Inglaterra en India.
—Terriblemente caro en ambos casos —dijo la muchacha.
—Supongo que sí.
—Y desagradable.
Pero el anfitrión no estaba dispuesto a que la conversación tomara aquel derrotero tan desalentador. Se volvió hacia la anciana señora, que parecía confundida e irritada —Fielding no podía imaginar por qué razón—, y le preguntó por sus planes. Mrs. Moore replicó que le gustaría visitar el Instituto. Todos se pusieron en pie inmediatamente, con la excepción del profesor Godbole, que estaba terminando de comerse un plátano.
—No hace falta que vengas, Adela; nunca te gustan los edificios públicos.
—Sí, eso es cierto —dijo Miss Quested, sentándose de nuevo.
Aziz tuvo un momento de vacilación. Su público se estaba dividiendo. La mitad que le era más familiar se marchaba, pero quedaba la mitad que le escuchaba con más interés. Al recordar que se trataba de una reunión sin protocolo, decidió quedarse.
Siguieron hablando como antes. ¿Era posible ofrecer a los visitantes un dulce hecho con mangos sin madurar?
—Hablando como médico tengo que decir que no —dictaminó Aziz.
—Pero yo les mandaré unos dulces muy agradables. Será un placer para mí —dijo el anciano.
—Los dulces del profesor Godbole son deliciosos, Miss Quested —dijo Aziz con un dejo de tristeza, porque también él quería enviarles dulces y no tenía una esposa que los preparara—. Eso sí que será algo representativo de la India. Yo, en mi pobre posición, no estoy en condiciones de ofrecerles nada.
—No entiendo por qué dice usted eso, cuando ha sido tan amable de invitarnos a su casa.
Aziz pensó de nuevo con horror en su bungalow. ¡Cielo santo, aquella chica tan estúpida se lo había tomado al pie de la letra! ¿Qué podía hacer él?
—Sí, ya está decidido —exclamó—. Les invito a todos a reunirse conmigo en las Cuevas de Marabar.
—Me encantará hacerlo.
—Eso merece la pena mucho más que mis dulces. Pero ¿Miss Quested no ha visitado todavía nuestras cuevas?
—No. Ni tan siquiera he oído hablar de ellas.
—¿No ha oído hablar de ellas? —exclamaron los dos—. ¿De las Cuevas de Marabar en las Colinas de Marabar?
—En el Club no se oye nada interesante. No se hace más que hablar de tenis y cotillear sobre las cosas más ridículas.
El anciano guardó silencio, quizá pensando que era impropio de una señorita criticar a las personas de su raza, o quizá temeroso de que, si se mostraba de acuerdo, ella lo denunciara por deslealtad. Pero el más joven intervino con un rápido «Sí, claro».
—Entonces, cuéntenme todo lo que quieran, o de lo contrario nunca entenderé la India. ¿Se trata de las colinas que veo a veces por las tardes? ¿Qué son esas cuevas?
Aziz trató de explicar cómo eran, pero en seguida se puso de manifiesto que nunca había visitado las cuevas: siempre había tenido «intención» de ir, pero el trabajo o algún asunto personal se lo habían impedido y además ¡estaban tan lejos! El profesor Godbole se burló de él amablemente:
—Mí querido señor, ¡la paja y la viga! ¿No ha oído usted nunca ese proverbio tan útil?
—¿Son grandes las cuevas? —preguntó Adela.
—No, no lo son.
—Haga el favor de describirlas, profesor Godbole.
—Será un gran honor —acercó la silla y en su rostro apareció una expresión tensa. Adela abrió su pitillera, se la ofreció al profesor y a Aziz y encendió un cigarrillo ella misma. Después de una pausa solemne, el anciano dijo—: Hay que penetrar por una entrada en la roca, y a través de ella se llega a la cueva.
—¿Algo parecido a las grutas de Elephanta?
—No, no; en absoluto; en Elephanta hay esculturas de Siva y Parvati. En Marabar no hay esculturas.
—Se trata, sin duda, de un lugar sagrado —dijo Aziz, tratando de colaborar en la narración.
—No, no.
—Pero están decoradas de alguna forma.
—No.
—Entonces, ¿por qué son tan famosas? Todos hablamos de las famosas Cuevas de Marabar. Quizá no sea más que una fanfarronada nuestra, sin valor alguno.
—No; no diría yo eso.
—Descríbaselas entonces a esta señorita.
—Será un gran placer —pero inmediatamente renunció al placer, y Aziz se dio cuenta de que ocultaba algo acerca de las cuevas.
Lo entendió porque a menudo también se tropezaba con un impedimento similar. A veces, para exasperación del Mayor Callendar, Aziz pasaba por alto el dato más importante en una exposición y describía con minuciosidad cien detalles insignificantes. El Mayor le acusaba de duplicidad, y tenía razón hasta cierto punto, pero sólo hasta cierto punto. Era más bien como si una fuerza que no podía controlar silenciara su mente de manera caprichosa. Lo mismo estaba pasando con la del profesor Godbole; involuntariamente, sin duda, ocultaba algo. Si se le manejaba con habilidad, tal vez recuperara el control y fuera capaz de anunciarles que las Cuevas de Marabar… estaban… llenas de estalactitas, quizá; Aziz le fue llevando en aquella dirección, pero tampoco era ése el caso.
El diálogo seguía siendo fluido y amistoso, y Adela no se daba cuenta en absoluto de sus corrientes subterráneas. Ignoraba que la mente comparativamente simple del mahometano se tropezaba con la Noche Ancestral. Aziz estaba empeñado en un juego muy emocionante. Manipulaba un juguete humano que se negaba a funcionar: eso lo tenía perfectamente claro. Si lograba ponerlo en marcha, ni él ni el profesor Godbole saldrían beneficiados, pero intentarlo le fascinaba y era algo muy parecido al pensamiento abstracto. De manera que Aziz seguía charlando, viéndose derrotado a cada movimiento por un contrario que ni siquiera admitía la existencia de ese movimiento y hallándose cada vez más lejos de descubrir qué era lo que las Cuevas de Marabar tenían de extraordinario, si es que realmente tenían algo de extraordinario.
Estaban en esto cuando apareció Ronny.
Sin hacer el menor esfuerzo por ocultar lo incómodo que se sentía, gritó desde el jardín:
—¿Qué se ha hecho de Fielding? ¿Dónde está mi madre?
—¡Buenas tardes! —replicó Adela fríamente.
—Quiero que madre y tú vengáis inmediatamente. Va a haber un partido de polo.
—Creía que no iba a haber polo.
—Se ha modificado el programa. Han llegado algunos militares. Ven conmigo y te lo explicaré todo.
—Su madre volverá en seguida —dijo el profesor Godbole, que se había puesto en pie respetuosamente—. Nuestro pobre Instituto tiene muy pocas cosas que ver.
Ronny, sin darse por aludido, siguió dirigiéndose a Adela; había venido a toda prisa de su trabajo para llevarla a ver jugar al polo porque pensaba que le gustaría. No quería mostrarse descortés con los dos hombres, pero Ronny no conocía otro vínculo de comunicación con un indio que el oficial y ni Aziz ni Godbole tenían con él relación de subordinados. En cuanto personas particulares, era como si no existiesen.
Desgraciadamente, debido a su estado de ánimo, Aziz no se sentía inclinado a pasar inadvertido. No estaba dispuesto a renunciar a la atmósfera de tranquila intimidad que había presidido los últimos sesenta minutos. No se había levantado al hacerlo Godbole y luego, con tono ofensivamente amistoso, se dirigió a Ronny desde su asiento:
—Venga a reunirse con nosotros, Mr. Heaslop; siéntese hasta que vuelva su madre.
Ronny replicó ordenando a uno de los criados de Fielding que fuera en busca de su amo inmediatamente.
—Quizá no le entienda. Permítame…
Aziz repitió la orden de manera más precisa.
Ronny estuvo a punto de replicar; conocía aquel tipo de individuo; conocía todos los tipos, y aquél era el occidentalizado echado a perder. Pero Ronny era un funcionario del Gobierno y su misión era evitar «incidentes», de manera que no dijo nada e ignoró las sucesivas provocaciones que Aziz le fue ofreciendo. Aziz se mostraba provocador. Todo lo que decía tenía un aire impertinente o resultaba desagradable. Le estaban fallando las alas, pero se negaba a caer sin hacer un esfuerzo. No se proponía ser impertinente con Mr. Heaslop, que nunca le había hecho el menor daño, pero aquel anglo-indio tenía que convertirse en un ser humano para que todos los demás volvieran a sentirse a gusto. No se proponía mostrarse suntuosamente confidencial con Miss Quested: tan sólo asegurarse su apoyo; como tampoco era intención suya adoptar una actitud demasiado ruidosa y jovial con el profesor Godbole. Un extraño cuarteto: Aziz revoloteando cada vez más cerca del suelo, Miss Quested desconcertada ante el carácter repentinamente desagradable que tomaban las cosas, Ronny colérico y el brahmán observando a los tres, pero con los ojos bajos y las manos cruzadas sobre el pecho, como si no sucediera nada digno de atención. Una escena de una obra de teatro, pensó Fielding, que pudo verlos en seguida desde lejos, al otro lado del jardín, agrupados entre las columnas azules de su hermosa sala.
—No te molestes en venir, madre —dijo Ronny alzando la voz—; nos estamos marchando. —Luego fue muy de prisa a reunirse con Fielding y, haciendo un aparte, le dijo con falsa espontaneidad—: Perdóneme por lo que voy a decir, pero creo que quizá no debiera haber dejado sola a Miss Quested.
—Lo siento, ¿qué ha pasado? —replicó Fielding, tratando también de mostrarse afable.
—Bueno…, soy uno de esos típicos burócratas, no cabe duda; pero no me gusta que una chica inglesa se quede sola fumando con dos indios.
—Si se ha quedado y se ha puesto a fumar ha sido por propia voluntad, desde luego.
—Sí, eso está muy bien en Inglaterra.
—Sinceramente, no veo qué pueda tener de malo.
—Si no lo ve, no lo ve… ¿No se da cuenta de que ese individuo es un tipo vulgar?
Aziz, ostentosamente, trataba a Mrs. Moore con aire protector.
—No es un tipo vulgar —protestó Fielding—. Tiene los nervios de punta, eso es todo.
—¿Y qué es lo que ha desquiciado esos nervios suyos tan delicados?
—No lo sé. Estaba perfectamente cuando lo dejé.
—Bueno, no ha sido nada que yo haya dicho —explicó Ronny con tono apaciguador—. No le he dirigido la palabra.
—En ese caso no tiene más que llevarse a las señoras; hemos evitado la catástrofe.
—Fielding…, no piense que me lo tomo a mal, ni nada parecido. ¿Imagino que no querrá venir a ver el partido de polo con nosotros? Nos encantaría que lo hiciera.
—Me temo que no puedo, pero gracias de todas formas. Siento muchísimo que tenga la impresión de que me he descuidado. No era ésa mi intención.
Acto seguido se iniciaron las despedidas. Todos estaban enfadados o se sentían desgraciados. Era como si la tierra misma rezumara irritación. ¿Podría alguien haberse mostrado tan mezquino en un brezal escocés o en una montaña de Italia?, se preguntaba Fielding después. Parecía como si en la India no existiera una reserva de tranquilidad de la que pudiera echarse mano en el momento oportuno. O faltaba completamente o bien la tranquilidad devoraba todo lo demás, como parecía suceder con el profesor Godbole. Allí estaba Aziz, fanfarrón y perfectamente detestable, Mrs. Moore y Miss Quested, las dos desconcertadas, y Heaslop y él mismo, corteses en apariencia, pero odiándose cordialmente.
—Hasta pronto, Mr. Fielding, y muchísimas gracias… ¡Qué hermosos los edificios del Instituto!
—Hasta pronto, Mrs. Moore.
—Hasta pronto, Mr. Fielding. Ha sido una reunión muy interesante…
—Hasta pronto, Miss Quested.
—Hasta pronto, doctor Aziz.
—Hasta pronto, Mrs. Moore.
—Hasta pronto, doctor Aziz.
—Hasta pronto, Miss Quested. —Le estrechó la mano con un amplio movimiento hacia arriba y hacia abajo, para mostrar que se sentía perfectamente a gusto—. ¿No se olvidará usted de las cuevas, verdad? Lo tendré todo arreglado en un santiamén.
—Gracias…
—¡Es una lástima que se vaya usted tan pronto de la India! ¡Piénselo mejor, y quédese! —añadió Aziz, a quien el demonio le inspiró la idea de hacer un último esfuerzo.
—Hasta pronto, profesor Godbole —continuó Adela, repentinamente intranquila—. Es una pena que no le hayamos oído cantar.
—Puedo hacerlo ahora —replicó él, empezando acto seguido.
Su tenue voz se alzó, produciendo un sonido tras otro. A veces parecía existir un ritmo; otras, el espejismo de una melodía occidental. Pero el oído, repetidamente desconcertado, perdía en seguida cualquier pista, limitándose a vagar entre un laberinto de sonidos, que no resultaban ásperos ni desagradables, pero tampoco inteligibles. Era la canción de un pájaro desconocido. Sólo los criados lo entendían. Empezaron a susurrar entre ellos. El hombre que recogía las castañas de agua salió desnudo del estanque, con la boca abierta en una expresión de deleite, mostrando la lengua carmesí. Los sonidos continuaron y cesaron al cabo de unos momentos tan inesperadamente como habían comenzado: dando la impresión de detenerse a mitad de un compás y apoyándose en la subdominante.
—Muchísimas gracias; ¿qué es lo que ha cantado? —preguntó Fielding.
—Se lo explicaré en detalle. Era un canto religioso. Yo me coloco en la posición de una pastora y le digo a Shri Krishna: «¡Ven! ¡Ven únicamente a mí!» El Dios se niega a venir. Creciendo en humildad le digo: «No vengas a mí únicamente. Multiplícate en un centenar de Krishnas, que vayan a cada una de mis cien compañeras, pero ven también a mí, ¡oh Señor del Universo!» Pero sigue negándose a venir. La canción está compuesta en una raga adecuada al momento en que se canta, la última hora de la tarde en este caso.
—Pero el Dios acude en alguna otra canción, ¿no es cierto? —dijo Mrs. Moore amablemente.
—No, no. Se niega a venir —repitió Godbole, sin entender quizá su pregunta—. Yo le digo, «Ven, ven, ven.» Pero no se molesta en hacerlo.
Los pasos de Ronny se perdieron a lo lejos y hubo un momento de silencio absoluto. Ni una onda que agitara el agua, ni una hoja que se moviera.