Capítulo sexto

Aziz no había asistido al Bridge Party. Inmediatamente después de su encuentro con Mrs. Moore su atención se había visto requerida por otros asuntos. Varios casos quirúrgicos le habían mantenido ocupado. Había dejado de ser el paria y el poeta para convertirse en el estudioso de la medicina que, rebosante de satisfacción, derramaba a manos llenas sobre los horrorizados oídos de sus amistades mil detalles de las operaciones que había realizado. Su profesión le fascinaba siempre que resultara estimulante y en Aziz lo científico no era la mente, sino la mano. Le entusiasmaba usar el bisturí con precisión y también le gustaba administrar los sueros más recientes. Pero la monotonía de los horarios y de la higiene le aburría profundamente, y después de vacunar a un hombre contra el tifus era capaz de beber agua sin molestarse en filtrarla. «¿Qué puede esperarse de un tipo así?», decía el malhumorado Mayor Callendar. «Ni tesón, ni agallas.» Pero en el fondo de su corazón sabía que si el año anterior Aziz y no él hubiese operado de apéndice a Mrs. Graysford, la anciana señora seguiría viviendo probablemente. Y esto no contribuía a hacerle sentirse mejor dispuesto hacia su subordinado.

Tuvieron un enfrentamiento la mañana siguiente después del encuentro en la mezquita: se peleaban constantemente. El Mayor, que se había pasado en vela la mitad de la noche, quiso saber por qué demonios Aziz no se había presentado en seguida al recibir su nota.

—Tendrá que excusarme, Mayor, pero sí que acudí. Iba en la bicicleta y se me pinchó una rueda delante del Hospital de las Vacas. Así que tuve que buscar un tonga.

—¿Un pinchazo delante del Hospital de las Vacas? ¿Y cómo se las arregló para estar allí?

—¿Cómo dice?

—¡Señor, señor! Si yo vivo aquí —dio una patada en el suelo de grava— y usted ahí, a menos de diez minutos de mi casa, y el Hospital de las Vacas está en la otra dirección, allí, ¿cómo es posible que pasara por el Hospital de las Vacas viniendo en mi busca? Y ahora haga el favor de trabajar un poco para variar.

El Mayor Callendar se alejó furioso, sin esperar a que Aziz le diera una excusa, excusa que, dentro de sus limitaciones, era perfectamente válida: el Hospital de las Vacas estaba en la línea recta que unía la casa de Hamidullah y la del Mayor y era lógico que Aziz hubiera pasado por delante. Callendar nunca había llegado a percatarse de que los indios cultos se visitaban unos a otros constantemente y estaban tejiendo, aunque con muchas dificultades, un nuevo entramado social. El Mayor imaginaba que la casta «o algo por el estilo» se lo impediría. Lo único que sabía era que nadie le decía nunca la verdad, a pesar de que llevaba veinte años en la India.

Aziz le vio alejarse con una sonrisa. Cuando estaba de buen humor tenía la impresión de que los ingleses eran una divertida institución, y disfrutaba si entendían mal sus palabras. Pero era una diversión de poca entidad, que un accidente o el paso del tiempo podía destruir; algo muy distinto de la alegría más honda que le proporcionaba estar con las personas en las que confiaba. Se le ocurrió un símil ofensivo que hacía referencia a Mrs. Callendar. «Tengo que decírselo a Mahmoud Ali; le hará reír», pensó. Después se puso a trabajar. Aziz era competente e indispensable y lo sabía. El símil se borró de su mente mientras hacía uso de su habilidad profesional.

Durante aquellos agradables días llenos de actividad, Aziz se enteró vagamente de que el Administrador daba una fiesta, y de que el Nabab Bahadur había dicho que todo el mundo debería ir. Su colega —también médico asistente— el doctor Panna Lal, estaba entusiasmado ante la perspectiva de la fiesta e insistió en que los dos fueran juntos en su nuevo tum-tum. Era un arreglo muy conveniente para ambos. Aziz se evitaba el oprobio de presentarse en bicicleta o el gasto de alquilar un vehículo, mientras que el doctor Panna Lal, que era apocado y entrado en años, contaba así con alguien capaz de manejar su caballo. También podría haberlo hecho él, pero con ciertas dificultades, y además le asustaban los automóviles y los giros para entrar en el recinto del Club, que le eran desconocidos. «Puede que ocurra algún desastre —había dicho cortésmente—, pero en todo caso llegaremos hasta allí sanos y salvos, aunque no regresemos nunca.» Después añadió, con algo más de lógica: «Creo que la llegada de dos médicos al mismo tiempo causará un buen efecto.»

Pero en el último momento Aziz sintió una repentina aversión ante la idea de asistir a la fiesta y decidió no ir. Por una parte, su breve temporada de trabajo, que acababa de terminar, le hacía sentirse independiente y lleno de salud. Por otra, el día elegido para la fiesta coincidió con el aniversario de la muerte de su esposa. La mujer de Aziz había fallecido muy poco después de que el joven médico se enamorara de ella; al principio no la había querido. Contagiado por la manera occidental de sentir, Aziz rechazaba la unión con una mujer que no había visto nunca; y, por añadidura, cuando por fin tuvo ocasión de verla le desilusionó y Aziz engendró su primer hijo sin otro estímulo que el simple deseo animal. El cambio se inició después del parto. Aziz fue dejándose ganar por el amor que ella le manifestaba, por una lealtad que iba más allá del simple sometimiento, y por los esfuerzos de su mujer para educarse con vistas a la abolición del purdah que, si no llegaba en su generación, se produciría en la siguiente. La mujer de Aziz era inteligente, sin que por ello le faltara un encanto muy a la antigua usanza. Gradualmente Aziz fue perdiendo el convencimiento de que sus familiares habían hecho una elección equivocada. El placer sensual…, bueno, en el caso de haberlo logrado, se habría apagado al cabo de un año; a cambio había ganado algo que parecía crecer a medida que llevaban más tiempo viviendo juntos. Finalmente su mujer le dio un hijo varón… y había muerto al darle el segundo. Aziz tomó entonces conciencia de lo que había perdido, y de que nadie podría ocupar ya el lugar de su esposa; un amigo estaría más cerca de sustituirla que cualquier otra mujer. Ella se había ido, no había otra igual, y ¿qué era lo que la hacía única, sino el amor? Aziz lograba divertirse y olvidarla en ocasiones; pero en otros momentos comprendía que su mujer se había llevado al Paraíso toda la belleza y la alegría de este mundo, y meditaba sobre la posibilidad del suicidio. ¿La encontraría más allá de la tumba? ¿Existe un sitio donde se producen tales reuniones? Aunque Aziz era ortodoxo, no estaba seguro. La unidad de Dios no podía ponerse en duda y había sido anunciada, de manera incuestionable, pero en todos los demás puntos Aziz fluctuaba como le sucede al cristiano medio; su fe en la vida eterna palidecía hasta convertirse en simple posibilidad, se desvanecía y volvía a reaparecer en una sola frase o en el espacio de una docena de latidos, de manera que más que él eran los corpúsculos de su sangre quienes parecían decidir la opinión que le correspondía mantener y por cuánto tiempo. Lo mismo le sucedía con todos sus puntos de vista. Nada permanecía, ni nada pasaba que no volviera después; la circulación era incesante y le mantenía joven, y el dolor por la muerte de su mujer era tanto más sincero por cuanto la lloraba muy de tarde en tarde.

Hubiera sido mucho más sencillo decirle al doctor Lal que había cambiado de opinión sobre la fiesta, pero Aziz no se dio cuenta del cambio hasta el último momento; de hecho no fue que cambiara de opinión, sino que una irresistible repugnancia se adueñó de su espíritu. Mrs. Callendar, Mrs. Lesley; no, no sería capaz de soportarlas en su aflicción: se darían cuenta de lo que le sucedía; porque Aziz atribuía a las matronas inglesas un extraño poder de intuición y sin duda aquellas damas disfrutarían torturándolo y burlándose de él ante sus maridos. Cuando tendría que haber estado listo para ir a la fiesta, se hallaba en la oficina de correos, escribiendo un telegrama para sus hijos, y al regresar a su casa descubrió que el doctor Lal había pasado a recogerlo y se había marchado al descubrir su ausencia. Bien, que se fuera, como correspondía a la vulgaridad de su naturaleza. Él, por su parte, trataría de comunicarse con la muerta.

Y, abriendo un cajón, sacó la fotografía de su esposa. Al contemplarla se le llenaron los ojos de lágrimas. «¡Qué desgraciado soy!», pensó. Pero como era realmente desgraciado otro impulso vino en seguida a mezclarse con la autocompasión: deseaba recordar a su mujer y no era capaz. ¿Por qué podía recordar a personas que no amaba? A esas otras las recordaba con gran nitidez, mientras que cuanto más contemplaba la fotografía, menos veía. La imagen de su mujer empezó a escapársele desde el momento mismo en que la llevaron a enterrar. Aziz había sabido que no estaría ya al alcance de sus manos y de sus oídos, pero creyó que viviría en su mente, sin darse cuenta de que el hecho mismo de que hayamos amado a los muertos aumenta su irrealidad, y que cuanto más apasionadamente los invocamos más se alejan de nosotros. Todo lo que le quedaba de su mujer era un trozo de cartón y tres hijos. Era insoportable. «¡Qué desgraciado soy!», pensó de nuevo, y se sintió más feliz. Había respirado por un instante la atmósfera de caducidad que rodea a los orientales y a todos los hombres, y se apartó de ella jadeante, porque todavía era joven. «Nunca jamás lograré superarlo —se dijo a sí mismo—. Mi carrera es un fracaso con toda seguridad, y mis hijos recibirán una pésima educación.» Como era una cosa segura, se esforzó por apartarla de sus pensamientos y se puso a repasar unas notas que había tomado sobre un caso del hospital. Quizás algún día una persona con mucho dinero necesitara precisamente aquella operación y Aziz lograra ganar con ella una suma considerable. Las anotaciones consiguieron interesarle por sí mismas y procedió a guardar la fotografía. El momento había pasado y Aziz no volvió a pensar en su esposa.

Después de tomar el té estaba de mejor humor y fue a ver a Hamidullah. Hamidullah había ido a la fiesta, pero no así su caballo, de manera que Aziz lo cogió prestado, y también los pantalones de montar de su amigo y el mazo para jugar al polo. Luego se dirigió al Maidan, que estaba desierto, excepto en un extremo, donde unos jóvenes del bazar se entrenaban. ¿Para qué? Les hubiera costado trabajo explicarlo, pero «entrenarse» era una palabra que estaba en el ambiente. Corrían en círculo, flacos y patizambos —la constitución física que predominaba en la zona era lamentable—, y, en sus rostros, más que decisión, se reflejaba el deseo de mostrarse decididos. «Maharajá, salaam», les dijo Aziz, bromeando. Los muchachos se detuvieron para reír. Aziz les aconsejó que no se esforzaran más de la cuenta. Los otros se lo prometieron y continuaron corriendo.

Cabalgando hasta el centro, Aziz empezó a dar golpes a la pelota. No sabía jugar, pero el caballo sí, y se dispuso a aprender, libre de tensiones humanas. Mientras daba carreras sobre la oscura plataforma del Maidan, con el viento de la tarde acariciándole la frente y los ojos protegidos por la sombra de los árboles circundantes se olvidó por completo del desagradable problema que era vivir. La pelota se le escapó en dirección hacia un solitario oficial inglés que también estaba practicando; el militar se la devolvió y dijo:

—Mándemela otra vez.

—De acuerdo.

El recién llegado tenía cierta noción de lo que había que hacer, pero su caballo ninguna y, por tanto, las fuerzas estaban igualadas. Concentrándose en la pelota, llegaron de alguna forma a simpatizar, y se sonrieron al tirar de las riendas para dar un descanso a los caballos. A Aziz le gustaban los soldados —con ellos era fácil saber a qué atenerse: o lo aceptaban a uno o le insultaban, cosa siempre preferible a la altivez de los funcionarios civiles— y al oficial le caía bien cualquiera que supiese montar a caballo.

—¿Juega a menudo? —preguntó.

—Nunca.

—Juguemos otro chukker.

Al darle a la pelota, su caballo se encabritó y lo tiró al suelo. «¡Cielos!», exclamó, montándose de nuevo.

—¿Usted no se cae nunca?

—Muchas veces.

—Seguro que no.

De nuevo frenaron los caballos, los ojos iluminados por el fuego de la camaradería. Pero se fue enfriando al mismo tiempo que sus cuerpos, porque los ejercicios atléticos sólo provocan un calor momentáneo. La nacionalidad estaba volviendo a hacer acto de presencia, pero se despidieron, saludándose, antes de que su veneno empezara a hacer efecto. «Si todos fueran como él», pensaron ambos.

Se estaba poniendo el sol. Unos cuantos correligionarios de Aziz se habían presentado en el Maidan y rezaban con el rostro vuelto hacia La Meca. Un toro consagrado a Siva caminaba en su dirección y Aziz, aun sin ganas de rezar él mismo, no vio ningún motivo para que los mahometanos se vieran molestados por aquel torpe animal ligado a prácticas idolátricas, y le dio un golpe con el mazo de polo para desviarlo. Mientras estaba así ocupado, una voz le llamó desde la carretera: se trataba del doctor Panna Lal, que regresaba muy afligido de la fiesta del Administrador.

—Doctor Aziz, doctor Aziz, ¿dónde estaba usted? Le estuve esperando diez minutos en su casa y luego me marché.

—Lo siento muchísimo… No tuve más remedio que ir a la oficina de correos.

Cualquier miembro de su propio círculo de amigos habría aceptado aquellas palabras como indicativas de un cambio de opinión, hecho demasiado frecuente para merecer censura. Pero el doctor Lal, por ser de extracción humilde, no estaba seguro de si había existido intención de insultarle y el golpe de Aziz al toro de Siva había servido para aumentar su irritación.

—¿A la oficina de correos? ¿No manda usted a sus criados? —dijo.

—Tengo tan pocos que mis posibilidades son muy limitadas.

—Su criado habló conmigo. Tuve ocasión de verlo.

—Pero tenga usted en cuenta, doctor Lal, que no podía mandar a mi criado sabiendo que usted venía. Llega usted, nos vamos los dos y quizá para cuando mi criado estuviese de vuelta habrían desaparecido todas las cosas de mi propiedad que cualquier maleante pudiera llevarse consigo. ¿Querría usted que me sucediera eso? El cocinero es sordo (no se puede contar con él para nada) y el criado que hace los recados no es más que un niño. Hassan y yo nunca salimos de casa al mismo tiempo. Es una regla que no admite excepciones.

Aziz dijo todo esto y mucho más por pura cortesía, para salvar las apariencias. No estaba ofreciendo sus excusas como hechos verificables y era injusto criticarlas por inexactas. Pero el otro se dedicó a echarlas abajo: una tarea tan fácil como innoble.

—Aunque fuera así, ¿qué le impedía dejar una nota explicando dónde había ido? —replicó el doctor Lal, añadiendo después otros comentarios parecidos.

A Aziz le desagradaba mucho la mala educación e hizo dar un salto a su caballo.

—¡Váyase más lejos, o hará que se contagie el mío! —gimió el doctor Lal, poniendo de manifiesto la verdadera causa de su irritación—. Se ha portado como un salvaje toda la tarde. Ha echado a perder algunas de las flores más valiosas del jardín del Club y han sido necesarios cuatro hombres para sacarlo del arriate. Con caballeros y damas inglesas viéndolo todo y el mismo Sahib Administrador tomando nota mentalmente. Pero no quisiera hacerle perder su valioso tiempo, doctor Aziz. No creo que esto pueda interesarle a una persona que tiene tantos compromisos y que manda tantos telegramas. Yo no soy más que un pobre médico viejo que creyó oportuno presentar sus respetos cuando y donde se le había indicado. Su ausencia, permítame que se lo diga, provocó comentarios.

—¡Maldito lo que me importan esos comentarios!

—Es estupendo ser joven. ¡Maldito lo que me importan! Estupendo, sin duda. ¿Maldito, quién?

—Yo voy o dejo de ir según me apetece.

—Sin embargo, usted me hizo una promesa y luego ha inventado esa historia del telegrama. En marcha, Dapple.

Se alejaron, y Aziz tuvo un incontrolable deseo de ganarse un enemigo para toda la vida. Podía lograrlo muy fácilmente galopando cerca del doctor. Así lo hizo, y Dapple se desbocó. Aziz regresó al Maidan con gran estruendo de cascos de caballo. La exaltación por haber jugado al polo con el oficial inglés se prolongó todavía unos minutos y Aziz galopó y se abalanzó sobre la pelota hasta quedar cubierto de sudor; y aún se sentía completamente seguro de sí mismo mientras se dirigía a la cuadra de Hamidullah para devolver el caballo. Pero nada más echar pie a tierra empezó a acobardarse. ¿Habría caído en desgracia con las autoridades? ¿Habría ofendido al Administrador faltando a la fiesta? El doctor Panna Lal era una persona sin importancia, pero ¿no era una imprudencia pelearse con él? Empezó a ver las cosas desde el lado político en lugar del humano. Dejó de pensar «¿Puedo entenderme con la gente?» para preocuparse de «¿Son más fuertes que yo?», contagiándose así de las nocivas emanaciones que más abundaban en aquel momento.

En su casa le esperaba una nota con el sello del Gobierno. Descansaba sobre su mesa como una sustancia explosiva que al menor roce haría saltar por los aires su frágil bungalow. Iban a despedirlo por no haber asistido a la fiesta. Cuando abrió el mensaje resultó ser algo completamente distinto: una invitación de Mr. Fielding, el Director del Instituto, pidiéndole que fuera el jueves a tomar el té. Aziz recobró de golpe su buen humor. Lo hubiese recobrado de todas formas, porque poseía un alma capaz de sufrir, pero no de asfixiarse y llevaba una vida muy estable por debajo de su aparente inconstancia. Pero la invitación le produjo una alegría muy especial, porque Fielding le había invitado a tomar el té un mes antes y Aziz se había olvidado por completo: ni contestó ni fue, simplemente se olvidó. Y ahora le llegaba una segunda invitación, sin un reproche ni la más mínima alusión a su falta. Era una manifestación de auténtica cortesía —el gesto que revela un corazón magnánimo—, y Aziz tomó la pluma y escribió una respuesta muy afectuosa; después salió a toda prisa hacia la casa de Hamidullah en busca de noticias, porque no había hablado nunca con el Director del Instituto y creía que el proyectado encuentro rellenaría la única laguna importante de su vida. Aziz anhelaba saberlo todo sobre aquel hombre espléndido: el dinero que ganaba, sus preferencias, sus antecedentes, la mejor manera de agradarle. Pero Hamidullah no había vuelto aún, y Mahmoud Ali, que sí estaba en la casa, sólo se hallaba dispuesto a hacer chistes groseros y sin ninguna gracia sobre la fiesta.