Capítulo quinto

El Bridge Party no fue un éxito; al menos no fue lo que Mrs. Moore y Miss Quested estaban acostumbradas a considerar como una fiesta con éxito. Llegaron pronto, puesto que se daba en su honor, pero la mayoría de los invitados indios se habían presentado antes, y estaban amontonados en el lado más distante de las pistas de tenis, sin hacer nada.

—No son más que las cinco —dijo Mrs. Turton—. Mi marido llegará del despacho dentro de un momento y empezará el acto. No sé lo que tenemos que hacer. Es la primera vez que damos una fiesta como ésta en el Club. Mr. Heaslop, cuando yo esté muerta y enterrada, ¿seguirán ustedes celebrando fiestas así? No creo que se necesite otra cosa para que cualquier Burra Sahib chapado a la antigua se remueva inquieto en su tumba.

Ronny rió respetuosamente.

—Querías algo pintoresco y te lo hemos proporcionado —le dijo a Miss Quested—. ¿Qué te parece el Hermano Ario con casco y polainas?

Ni ella ni la madre de Ronny respondieron. Miraban con bastante tristeza al otro lado de la pista de tenis. No, no tenía nada de pintoresco; el Este, abandonando su secular magnificencia, estaba descendiendo a un valle del que ningún hombre alcanzaba a ver el otro lado.

—Lo más importante es recordar que los que están aquí no cuentan; las personas realmente importantes no vienen. ¿No es así, Mrs. Turton?

—Totalmente cierto —dijo la gran dama, recostándose en su asiento.

Estaba «reservándose», como ella lo llamaba; no para algo que pudiera suceder aquella tarde o incluso durante la semana, sino para alguna indeterminada ocasión futura, cuando apareciera un funcionario de alto rango que pusiera a prueba sus dotes de anfitriona. La mayoría de sus apariciones públicas se caracterizaban por esta actitud de reserva.

Seguro ya de su aprobación, Ronny continuó:

—Los indios instruidos no nos servirán de nada si hay un conflicto; simplemente no merece la pena ganárselos, por eso es por lo que no cuentan. La mayoría de las personas que veis son sediciosas en el fondo de su corazón y el resto echarían a correr chillando. El labrador ya es otra historia, y el pathan: a ése sí que se le puede considerar un hombre. Pero esas gentes… no os imaginéis que son la India.

Señaló a la línea oscura más allá de la pista, y aquí y allá brillaron unos quevedos o alguien arrastró los zapatos como si se dieran cuenta de que los estaba despreciando. La ropa europea había caído sobre ellos como una lepra, pocos se habían rendido incondicionalmente, pero ninguno quedaba incólume. Cuando Ronny hubo terminado de hablar se produjo un silencio a ambos lados de la pista; otras señoras se incorporaron por fin al grupo inglés, pero sus palabras parecían morir nada más pronunciadas. Sobre sus cabezas flotaban, imparciales, algunas cometas; sobre las cometas pasó el bulto de un buitre y por encima, con una imparcialidad que excedía todo lo demás, el cielo —translúcido más que de un color determinado— derramaba luz por toda su circunferencia. Y más allá del cielo, ¿no debe de haber algo que abarque todos los cielos, aún mes imparcial que ellos? Más allá de lo cual, lógicamente…

Hablaron de La prima Kate.

Habían tratado de reproducir en el escenario su propia actitud ante la vida, y vestirse como lo que eran en realidad: ingleses de clase media. Al año siguiente representarían Quality Street o Los alabarderos del rey[5]. Con la excepción de esta incursión anual, nunca se ocupaban de la literatura. Los hombres no tenían tiempo, y las mujeres no hacían nada que no pudieran compartir con los hombres. Su ignorancia de las artes era llamativa, y no perdían oportunidad de proclamarlo entre sí; era la actitud de los colegios privados, pero floreciendo con mucho más vigor del que cabe esperar en Inglaterra. Si los indios no eran más que un tema profesional, las artes eran mala educación, y Ronny había hecho callar a su madre cuando Mrs. Moore le preguntó por su viola; una viola era casi un desmerecimiento y, desde luego, el tipo de instrumento del que no se hablaba en público. La anciana señora advirtió lo convencional y tolerante de los actuales juicios de su hijo; cuando, anteriormente, los dos habían visto juntos La prima Kate en Londres, Ronny la había menospreciado; ahora fingía que se trataba de una obra de calidad, con el fin de no herir los sentimientos de nadie. El periódico local había publicado un «desagradable comentario», «algo que no podía haber escrito ningún hombre blanco», según hizo notar Mrs. Lesley. Se elogiaba la obra, por supuesto, y también la dirección de escena y la interpretación en su conjunto, pero el artículo contenía la siguiente frase: «Miss Derek, aunque daba perfectamente el físico de su personaje, carecía de la necesaria experiencia y, a veces, no recordaba sus parlamentos.» Este modesto intento de crítica sincera no había afectado a Miss Derek, que era una mujer muy dura, pero sí ofendido mortalmente a sus amistades. Miss Derek no vivía en Chandrapore. Estaba pasando dos semanas con los McBryde, responsables de la policía, y había tenido la amabilidad de cubrir un hueco del reparto en el último momento. ¡Buena impresión iba a llevarse consigo de la hospitalidad local!

—A trabajar, Mary, a trabajar —exclamó el Administrador, tocando a su mujer en el hombro con una fusta.

Mrs. Turton se puso en pie desmañadamente.

—¿Qué quieres que haga? ¡Esas mujeres purdah! Nunca imaginé que fueran a venir. ¡Cielo santo!

Un pequeño grupo de damas indias se había estado reuniendo en una tercera zona de los jardines, cerca de una rústica glorieta donde las más tímidas ya habían buscado refugio. El resto seguía de pie, de espaldas a los demás invitados y las caras muy apretadas contra una hilera de arbustos. A poca distancia se encontraban sus familiares del sexo masculino, contemplando la arriesgada empresa. El espectáculo era significativo: una isla puesta al descubierto por el cambio de la marea, y destinada a crecer.

—Mi opinión es que deberían venir a donde estoy yo.

—Vamos, Mary, cuanto antes mejor.

—Me niego a estrechar la mano de ningún hombre, como no sea el Nabab Bahadur.

—¿Quién ha venido hasta ahora? —Mr. Turton recorrió la línea de una ojeada—. ¡Hummm!, más o menos los que cabía esperar. Sabemos por qué está ése aquí, me parece; se trata de un contrato; y aquel otro quiere ganarse mi buena voluntad para el muharram; el de más allá es el astrólogo que desea saltarse el reglamento municipal sobre edificaciones; el siguiente es el parsi, y el otro… ¡Vaya! Ahí va, derecho a nuestras malvarrosas. Tiró de la rienda izquierda pensando que era la derecha. Todo igual que siempre.

—Nunca se les debiera haber permitido entrar aquí en coche; es un pésimo precedente —dijo Mrs. Turton que, por fin, se había puesto en camino hacia la glorieta, acompañada de Mrs. Moore, Miss Quested y un terrier—. No logro entender por qué vienen. Les gusta tan poco como a nosotras. Hablen con Mrs. McBryde. Su esposo le hizo dar fiestas purdah hasta que ella se negó en redondo.

—Esto no es una fiesta purdah —corrigió Miss Quested.

—¿De veras? —fue la desdeñosa respuesta.

—Tenga la amabilidad de decirnos quiénes son estas señoras —pidió Mrs. Moore.

—De todas formas, son ustedes superiores a ellas, no lo olviden. Son ustedes superiores a todas las mujeres de la India si se exceptúa a una o dos de las ranís con las que están en un plano de igualdad.

Adelantándose, estrechó la mano de las damas que formaban el grupo y pronunció unas palabras de bienvenida en urdu. Mrs. Turton había aprendido la lengua, pero sólo para hablar con sus criados, de manera que no conocía ninguna de las fórmulas de cortesía y de los verbos sólo el modo imperativo. Nada más terminar su salutación, la primera dama local se volvió hacia sus acompañantes.

—¿Era esto lo que ustedes querían?

—Por favor, diga a estas señoras que nos gustaría hablar su lengua, pero que acabamos de llegar a su país.

—Quizá nosotras hablamos un poco su idioma —dijo una de las señoras.

—¡Vaya, imagínense, nos entiende! —dijo Mrs. Turton.

—Eastbourne, Piccadilly, Hyde Park Corner —dijo otra de las señoras.

—Sí, claro; hablan inglés.

—En ese caso podemos hablar; ¡qué maravilla! —dijo Adela, iluminándosele el rostro.

—También conoce París —hizo saber uno de los espectadores.

—Cruzan París de camino, no hay duda —dijo Mrs. Turton, como si estuviera describiendo los movimientos de las aves migratorias. Su actitud se había hecho más distante al descubrir que algunas mujeres del grupo estaban occidentalizadas y podían aplicarle a ella sus propios criterios.

—La señora más baja es mi mujer, Mrs. Bhattacharya —explicó el espectador—. La señora más alta es mi hermana, Mrs. Das.

Las dos damas aludidas se ajustaron el sari y sonrieron. Había una curiosa inseguridad en sus gestos, como si estuvieran buscando una nueva fórmula que ni Oriente ni Occidente podían proporcionarles. Cuando su marido hablaba, Mrs. Bhattacharya le volvía la espalda, pero no parecía tener inconveniente en ver a los otros hombres. De hecho, todas las señoras se mostraban llenas de indecisión, encogiéndose y recobrando ánimos, riendo nerviosamente, haciendo gestos casi imperceptibles de disculpa y de desesperación ante cada frase que se decía, y acariciando y rehuyendo al terrier alternativamente. Miss Quested tenía ahora su deseada oportunidad; allí delante se hallaban unas indias amistosamente dispuestas y trató de hacerles hablar, pero no lo consiguió; no hizo más que luchar en vano contra unas murallas de cortesía que se limitaban a servirle de eco. Cualquier cosa que decía originaba un murmullo de disculpa, que se transformó en preocupación cuando se le cayó el pañuelo. Miss Quested trató de no hacer nada, para ver qué sucedía, pero las señoras indias tampoco hicieron nada. Mrs. Moore no consiguió mejores resultados. Mrs. Turton se limitaba a esperarlas con expresión indiferente; había sabido desde el principio lo absurdo que era todo aquello.

Cuando se estaban despidiendo, Mrs. Moore tuvo un impulso y, dirigiéndose a Mrs. Bhattacharya, cuyo rostro le resultaba agradable, le dijo:

—Me pregunto si tendría usted inconveniente en que fuéramos a visitarla algún día.

—¿Cuándo? —respondió ella, inclinándose graciosamente.

—Cuando sea conveniente.

—Todos los días son convenientes.

—El jueves…

—Claro que sí.

—Disfrutaremos muchísimo, será un verdadero placer. ¿Cuál es el mejor momento durante el día?

—Cualquier hora.

—Díganos la que usted prefiera. Ignoramos todo lo relativo a su país; no sabemos cuándo reciben ustedes visitas —dijo Miss Quested.

Mrs. Bhattacharya tampoco parecía saberlo. Su gesto daba a entender que desde que existían los jueves había sabido que unas señoras inglesas acudirían a visitarla en uno de ellos y que, por tanto, siempre estaba en casa ese día de la semana. Todo le agradaba, nada le sorprendía. Después añadió:

—Salimos para Calcuta.

—¿Es eso cierto? —dijo Adela, sin percatarse en un primer momento de las implicaciones. Después exclamó—: Pero entonces no estará usted cuando vayamos a verla.

Mrs. Bhattacharya no intentó contradecirla. Pero su marido exclamó desde lejos:

—Sí, sí; vengan ustedes el jueves.

—Pero estarán ustedes en Calcuta.

—No, no; no estaremos —Mr. Bhattacharya dijo algo muy de prisa a su esposa en bengalí—. Les esperamos el jueves.

—Jueves… —repitió su mujer como un eco.

—¿No habrán hecho una cosa tan terrible como retrasar su marcha por nosotras? —exclamó Mrs. Moore.

—No, claro que no; no somos gente así. —Mr. Bhattacharya reía al hablar.

—Creo que sí lo han hecho. Por favor…, eso me angustia más de lo que soy capaz de expresar con palabras.

Todo el mundo se reía ya, pero sin dar la impresión de que nadie se hubiera equivocado. Siguió una discusión que no aclaró nada y durante la cual Mrs. Turton se retiró, sonriendo para sus adentros. El resultado de todo ello fue que las señoras inglesas irían el jueves, pero por la mañana temprano, para estropear lo menos posible los planes de sus anfitriones; Mr. Bhattacharya enviaría su coche a buscarlas, con criados para señalar el camino. ¿Sabía dónde vivían? Sí, claro que sí, Mr. Bhattacharya lo sabía todo; acto seguido rió de nuevo. Mrs. Moore y Miss Quested se alejaron entre un considerable revuelo de cumplidos y sonrisas; y otras tres señoras, que hasta entonces no habían tomado parte en la recepción, salieron a toda prisa de la glorieta, como golondrinas de delicados colores, y les hicieron un profundo salaam.

El Administrador General, mientras tanto, había llevado a cabo su recorrido. Hizo observaciones amistosas y unos cuantos chistes que fueron vigorosamente celebrados, pero como sabía cosas que iban en descrédito de la casi totalidad de sus huéspedes, no hizo en realidad más que cubrir las apariencias. Los que no habían defraudado tenían un problema de bhang, o de mujeres, o algo peor; e incluso los más recomendables querían conseguir algo de él. Mr. Turton estaba convencido de que un Bridge Party hacía más bien que mal, ya que de lo contrario no lo hubiese organizado, pero no se hacía ilusiones y en el momento oportuno se retiró al lado inglés del jardín. Las impresiones que dejó tras sí fueron diversas. Muchos de los huéspedes, especialmente los más humildes y menos familiarizados con las costumbres inglesas, se sintieron sinceramente agradecidos. Que un funcionario de tan alto rango les hubiera dirigido la palabra era ya una partida muy positiva en su activo. No les importó el tiempo que estuvieron en pie, o lo poco que sucedió, ni que al dar las siete en punto se les hiciera abandonar el Club. Otros también se sintieron agradecidos, pero con más discernimiento. El Nabab Bahadur, que no esperaba ningún beneficio personal ni le afectaba la especial deferencia con que se le saludaba, se sintió conmovido por la simple amabilidad que tenía que haber inspirado aquella invitación. Sabía las dificultades que encerraba. También Hamidullah pensó que el Administrador había hecho un esfuerzo digno de elogio. Pero otros, como Mahmoud Ali, se mostraron cínicos; estaban firmemente convencidos de que a Turton le habían obligado a dar la fiesta sus superiores jerárquicos y de que se sentía todo el tiempo consumido por una rabia impotente, y lograron convencer a algunos invitados que habían tenido previamente una opinión más favorable. Sin embargo, incluso Mahmoud Ali se alegraba de haber asistido a la fiesta. Los santuarios son siempre fascinantes, sobre todo si están muy pocas veces abiertos, y le divertía observar el ritual del Club inglés para caricaturizarlo más tarde delante de sus amigos.

Después de Mr. Turton, el funcionario que cumplió mejor con su deber fue Mr. Fielding, el Director del Instituto. Sabía muy poco del distrito y menos aún de sus habitantes, de manera que su actitud era menos cínica. Atlético y jovial por temperamento, anduvo de un lado para otro, cometiendo numerosas equivocaciones que los padres de sus alumnos trataron de disimular porque era muy popular entre ellos. Cuando llegó el momento de los refrescos, no volvió junto a los demás ingleses, sino que se quemó la boca con gram. Habló con todo el mundo y comió todo lo que le ofrecieron. Entre otras muchas cosas que le eran completamente ajenas, se enteró de que las dos nuevas señoras inglesas habían tenido un gran éxito, y que la cortesía de que habían dado muestra al querer ser huéspedes de Mrs. Bhattacharya no sólo había complacido a la dama en cuestión, sino a todos los indios que se enteraron de ello. Mr. Fielding también se sintió complacido. Apenas conocía a las dos nuevas señoras, pero decidió contarles la alegría que habían causado con su amistosa actitud.

Encontró sola a la más joven. A través de un corte en el seto de cactos estaba mirando las distantes colinas de Marabar, que se habían ido acercando cautelosamente, como es costumbre suya a la puesta de sol; si el ocaso hubiera durado lo suficiente, habrían alcanzado la ciudad, pero, por tratarse del trópico, la puesta del sol era siempre muy rápida. Mr. Fielding le dio su información y la muchacha se mostró tan complacida y le dio las gracias tan calurosamente que las invitó a ella y a la anciana señora a tomar el té.

—Iré con mucho gusto, y también Mrs. Moore, estoy segura.

—Le advierto que soy más bien un ermitaño.

—Eso es sin duda lo mejor que se puede ser en un sitio como éste.

—Debido a mi trabajo y demás, no voy mucho al Club.

—Ya sé, ya sé; y nosotros nunca salimos de él. Le envidio el tiempo que pasa con los indios.

—¿Le gustaría conocer a uno o dos?

—Muchísimo; es lo que más deseo. Esta fiesta de hoy ha conseguido irritarme y hacer que me sienta desgraciada. Creo que mis compatriotas que viven aquí deben de estar locos. ¡A quién se le ocurre invitar a unas personas para no tratarlas bien después! Usted y Mr. Turton, y quizá Mr. McBryde, son los únicos que se han comportado con un mínimo de cortesía. El resto hace que me sienta absolutamente avergonzada; y además todo está yendo de mal en peor.

Era cierto. Los ingleses tenían el propósito de esforzarse de manera muy especial, pero habían tropezado con el obstáculo de sus mujeres, a las que era preciso dar escolta, traer el té, tranquilizar acerca de los perros, y otras mil menudencias más. Cuando se empezó a jugar al tenis, la barrera se hizo infranqueable. Existía la esperanza de organizar algunos sets entre Este y Oeste, pero la idea se olvidó en seguida, y las pistas quedaron monopolizadas por las habituales parejas del Club. A Fielding también le molestaba aquello, pero no se lo dijo a la muchacha porque notó un algo puramente teórico en su estallido de indignación. ¿Le interesaba la música india?, quiso saber; en el instituto había un viejo profesor que cantaba.

—Eso es precisamente lo que deseábamos oír. Y ¿conoce usted al doctor Aziz?

—Lo sé todo acerca de él, pero no le conozco. ¿Le gustaría que lo invitáramos también?

—Mrs. Moore dice que es encantador.

—Muy bien, Miss Quested. ¿Le parece bien el jueves?

—Sí, desde luego; y esa misma mañana iremos a casa de la señora india. Todas las cosas agradables van a suceder el jueves.

—No voy a pedir al Magistrado Municipal que las traiga. Sé que estará ocupado a esa hora.

—Sí, Ronny tiene siempre mucho trabajo —replicó Miss Quested, contemplando las colinas.

¡Qué hermosas parecían repentinamente! Pero no podía tocarlas. Delante, como una barrera, se le presentó una visión de su vida de mujer casada. Ronny y ella pasarían por el Club todas las tardes, para ir después a casa a vestirse; frecuentarían la compañía de los Lesley, los Callendar, los Turton y los Burton; les invitarían y serían a su vez invitados, mientras la verdadera India pasaba a su lado sin que nadie se fijara en ella. El color seguiría existiendo —el desfile espectacular de pájaros en las primeras horas de la mañana, los cuerpos morenos, los turbantes blancos, los ídolos de carne escarlata o azul—, y también el movimiento mientras hubiese multitudes en el bazar y gente bañándose en los estanques. Podría contemplarlos desde su asiento en un carruaje. Pero la fuerza que se escondía tras el color y el movimiento se le escaparía aún más que ahora. Siempre vería la India como un friso, nunca como un espíritu, y Adela suponía que era un espíritu lo que Mrs. Moore había vislumbrado.

Y, efectivamente, al cabo de unos minutos Ronny, su madre y ella abandonaron el Club camino de casa, se vistieron y tuvieron como invitados a cenar a Miss Derek y a los McBryde. El menú consistió en sopa juliana con guisantes de lata duros como piedras, una mala imitación de pan europeo, un pescado lleno de espinas que se hacía pasar por lenguado, más guisantes de lata con las chuletas, bizcocho borracho con nata y frutas en conserva; como aperitivo, sardinas sobre rebanadas de pan tostado; el menú de la India inglesa. Se le podía quitar o añadir un plato según el lugar del anfitrión en el escalafón oficial; los guisantes podían estar más o menos duros, y podía variar el nombre de la compañía que importaba las sardinas y el vermut, pero la tradición seguía siendo la misma: comida para exiliados, preparada por criados que no la entendían. Adela pensó en los jóvenes —hombres y mujeres— que habían llegado a la India antes que ella, llenando uno tras otro los barcos que hacían la travesía, para enfrentarse con la misma comida y las mismas ideas, y ser reprendidos con excelente buen humor hasta que se limitaban a hablar de los temas autorizados y pasaban, a su vez, a reprender a otros recién llegados. «Nunca llegaré a ser así», pensó, como era lógico, dada su juventud; pero sabía, sin embargo, que se enfrentaba con algo duro y al mismo tiempo insidioso, y que necesitaba contar con aliados. Tenía que reunir a su alrededor unas cuantas personas que pensaran como ella, y se sintió contenta de haber conocido a Mr. Fielding y a la señora india con apellido impronunciable. Aquello constituía ya un núcleo; se enteraría mucho mejor del suelo que pisaba en el curso de los dos días siguientes.

Miss Derek trabajaba como acompañante de una maharaní en un remoto Estado nativo. Era una mujer ingeniosa y alegre y les hizo reír a todos hablando del permiso que se había tomado porque estaba convencida de que se lo merecía, y no porque la maharaní le hubiese dicho que podía irse. Ahora tenía además intención de apoderarse del automóvil del maharajá; el vehículo había ido a una Conferencia de Jefes en Delhi y Miss Derek contaba con un plan estupendo para secuestrarlo en el empalme ferroviario cuando regresara por tren. También dijo cosas muy divertidas sobre el Bridge Party; de hecho, Miss Derek consideraba la península indostánica en su totalidad como una ópera cómica.

—Si no fuera capaz de ver el lado risible de estas gentes más valdría que me diera por vencida —explicó Miss Derek.

Mrs. McBryde —era ella la que había sido enfermera— no cesaba de exclamar:

—¡Ay, Nancy, qué maravilla! ¡Qué divertido es eso que cuentas! Me gustaría poder ver las cosas de esa manera.

Mr. McBryde no habló mucho; parecía una persona agradable.

Después de que se marcharan los invitados y de que Adela se fuera a la cama, madre e hijo celebraron otra entrevista. Ronny quería contar con el apoyo y los consejos de Mrs. Moore, sin dejar por ello de irritarse ante cualquier intromisión que considerase injustificada.

—¿Adela habla mucho contigo? —empezó—. Tengo tanto trabajo que no la veo todo lo que quisiera, pero espero que se encuentre a gusto.

—Adela y yo hablamos sobre todo acerca de la India. Y ya que lo mencionas, querido, creo que estás en lo cierto; tendrías que pasar más tiempo a solas con ella.

—Quizá sí; pero en seguida empezarían las habladurías de la gente.

—¡Antes o después tendrá que haber habladurías! Déjales que se distraigan.

—Aquí la gente es muy especial, y las cosas no son como en Inglaterra…, se está siempre delante de las candilejas, como ha dicho el Burra Sahib. Te voy a dar un ejemplo que no tiene ninguna importancia: cuando Adela se fue sola hasta un extremo del Club y Fielding la siguió, vi que Mrs. Callendar se estaba fijando. Se fijan en todo hasta que se cercioran de que eres como ellos.

—No creo que Adela llegue nunca a ser como ellos; es demasiado independiente.

—Lo sé; tiene una personalidad muy acusada —comentó Ronny con aire pensativo. A Mrs. Moore le pareció que su hijo se comportaba de una manera bastante absurda. Acostumbrada a la independencia de Londres, no se daba cuenta de que la India, aparentemente tan llena de misterios, carece por completo de ella y que, en consecuencia, las conveniencias sociales tienen mucha más fuerza—. Supongo que no estará preocupada por algo —continuó.

—Pregúntale; pregúntaselo tú mismo, querido.

—Probablemente habrá oído historias sobre el calor pero, como es lógico, la mandaré a las montañas cada año en cuanto llegue abril… No se me ocurriría tener a mi mujer asándose en la llanura.

—No será el clima lo que le preocupe.

—El clima es la única cosa importante en la India, madre; es el alfa y el omega de todo el asunto.

—Sí, eso es lo que Mr. McBryde estaba diciendo, pero es mucho más probable que sean los ingleses de la India los que saquen de quicio a Adela. Piensa que no se portan amablemente con los indios, ¿comprendes?

—¿No te lo había dicho? —exclamó Ronny, perdiendo su tono comedido—. Me di cuenta la semana pasada. ¡Qué típico de una mujer preocuparse por un problema secundario!

La sorpresa de Mrs. Moore fue tan grande que se olvidó de Adela.

—¿Un problema secundario? —repitió—. ¿Cómo es posible?

—¡No estamos aquí para comportarnos amablemente!

—¿Qué quieres decir?

—Lo que estoy diciendo. Estamos aquí para hacer justicia y mantener la paz. Eso es lo que yo opino. La India no es una sala de visitas.

—Parece más bien la opinión de un dios —dijo ella calmosamente; en realidad, más que las opiniones de su hijo le irritaba su actitud.

Esforzándose por recobrar la calma, Ronny respondió:

—A la India le gustan los dioses.

—Y a los ingleses les gusta hacerse pasar por dioses.

—Todo esto no tiene sentido. Estamos aquí y aquí vamos a quedarnos; el país tiene que hacerse a la idea, tanto si somos dioses como si no. Vamos a ver —estalló de manera bastante patética—, ¿qué queréis Adela y tú que haga yo? ¿Ir en contra de mi propia clase, en contra de todas las personas que respeto y admiro? ¿Perder las posibilidades que tengo de hacer el bien en este país porque no me comporto amablemente? Ninguna de las dos entendéis lo que es el trabajo o de lo contrario no diríais esas tonterías. No me gusta hablar así, pero a veces resulta necesario. Es una cosa morbosa lo que Adela y tú estáis haciendo. Me he fijado en vosotras hoy en el Club…, después de todo el trabajo que el Administrador se había tomado para que pasarais un buen rato. Estoy aquí para trabajar, entérate, para retener por la fuerza este desdichado país. No soy un misionero, ni un diputado laborista ni un literato compasivo y vagamente sentimental. No soy más que un funcionario del Gobierno; ejerzo la profesión que tú misma quisiste que escogiera, y eso es lo que cuenta. No somos amables en la India, y no tratamos de serlo. Tenemos algo más importante que hacer.

Ronny era sincero. Todos los días trabajaba mucho en el juzgado tratando de decidir cuál era la menos falsa entre dos versiones falsas de un hecho; tratando de impartir justicia con intrepidez, de proteger al débil contra el menos débil, al incoherente frente al verosímil, rodeado siempre de mentiras y adulaciones. Aquella misma mañana había condenado a un empleado del ferrocarril por cobrar más a algunos peregrinos, y a un pathan por intento de violación. No esperaba gratitud ni reconocimiento, y sabía que tanto el empleado como el pathan podían apelar, y tras sobornar más eficazmente a sus testigos, conseguir la anulación de la sentencia. Era su deber. Pero sí esperaba comprensión de sus compatriotas, y —con la excepción de algunos recién llegados— la obtenía. Estaba convencido de que no tenía por qué preocuparse de los Bridge Parties una vez terminada la jornada de trabajo, cuando le apetecía jugar al tenis con otras personas como él o descansar en una chaise-longue con las piernas extendidas.

Ronny era sincero al hablar como lo hacía, pero Mrs. Moore hubiese preferido que no se sintiera tan satisfecho. ¡Cómo se complacía en los inconvenientes de su situación! ¡Cómo insistía en que no se hallaba en la India para comportarse amablemente y cuánta autocomplacencia derivaba de aquel hecho! Mrs. Moore recordó sus días de estudiante. Había desaparecido toda traza de humanitarismo juvenil y Ronny hablaba ahora como un muchacho inteligente pero amargado. Sin escuchar su voz, sus palabras podían haberla impresionado, pero al oír el deje de autosatisfacción, al ver la boca que se movía tan contenta de sí misma y de manera tan competente debajo de la nariz encarnada, sintió, de manera perfectamente ilógica, que no era aquélla la última palabra sobre la India. Un mínimo de auténtica compunción —no algún estéril sustituto, sino el verdadero pesar que surge del corazón— habría hecho de Ronny un hombre distinto y convertido el Imperio británico en una institución diferente.

—Pues yo voy a defenderlo e incluso a imponerlo —dijo Mrs. Moore, haciendo tintinear sus sortijas—: los ingleses están aquí para ser amables.

—¿Cómo llegas a esa conclusión, madre? —preguntó Ronny, hablando otra vez suavemente, avergonzado de su irritabilidad.

—Porque la India es parte de la tierra. Y Dios nos ha puesto en la tierra para que seamos amables unos con otros. Dios… es amor —Mrs. Moore vaciló un momento, viendo lo mucho que aquel razonamiento molestaba a Ronny, pero algo le obligó a seguir adelante—. Dios nos ha puesto en la tierra para amar a nuestros prójimos y demostrarlo, y está presente en todas partes, incluso en la India, para ver si lo conseguimos.

La expresión de Ronny se hizo sombría, con un componente de ansiedad. Estaba al tanto de aquella vena de religiosidad de su madre, y sabía que era un síntoma de mala salud; se había acentuado mucho al morir su segundo marido. «No hay duda de que se está haciendo vieja; no debería molestarme nada de lo que diga», pensó Ronny.

—El deseo de comportarse amablemente satisface a Dios… El deseo sincero, aunque impotente, de conseguirlo, basta para obtener sus bendiciones. Creo que todo el mundo fracasa, pero hay muchas maneras distintas de fracasar. Es un problema de buena voluntad y de más buena voluntad. Si hablo en lenguas…[6]

Ronny esperó a que terminara y luego dijo amablemente:

—Claro que lo entiendo. Ahora me temo que tendré que ir a ver unos datos en el archivo y tú tendrás que acostarte.

—Supongo que sí, supongo que sí.

Tardaron unos minutos más en separarse, pero la conversación había dejado de tener sentido al entrar en ella el cristianismo. A Ronny le parecía bien la religión siempre que sirviera de apoyo al himno nacional, pero se oponía a que tratara de tener influencia en su vida. Cuando surgía esta última posibilidad, Ronny —con tono respetuoso pero firme— decía: «No me parece bien hablar de estas cosas, cada uno tiene que construirse su propia religión», y cualquier compatriota que le escuchaba, murmuraba: «¡De acuerdo!», con tono aprobatorio.

Mrs. Moore tuvo la impresión de haber cometido un error mencionando a Dios, pero cada vez le resultaba más difícil dejarlo de lado a medida que pasaban los años. Dios, sobre todo, había estado constantemente en sus pensamientos desde que llegara a la India aunque —cosa curiosa— cada vez se sentía menos satisfecha de Él. Se veía forzada a pronunciar su nombre con frecuencia, porque era el más poderoso que conocía, y, sin embargo, nunca le había parecido menos eficaz. Fuera del arco siempre parecía haber otro nuevo; más allá del eco más remoto, otro silencio. Y Mrs. Moore lamentó después no haber seguido hablando del tema verdaderamente serio que le había llevado a visitar la India: las relaciones de Ronny con Adela. ¿Llegarían, o no llegarían, a prometerse en matrimonio?