El tercer acto de La prima Kate estaba ya más que mediado cuando Mrs. Moore regresó al club. Las ventanas se hallaban completamente cerradas para evitar que los criados pudieran ver actuar a sus memsahibs, y el calor, lógicamente, era inmenso. Un ventilador eléctrico se agitaba como un pájaro herido, otro no funcionaba. Como no quería seguir viendo la obra, Mrs. Moore se dirigió a la sala de billares, donde fue recibida con un «Quiero ver la auténtica India», reincorporándose así de inmediato a su ambiente habitual. Se trataba de Adela Quested, la extraña y precavida muchacha que Ronny le había encargado traer de Inglaterra; Ronny era su hijo, también prudente, con quien Miss Quested probablemente se casaría, aunque no era del todo seguro; y ella era una señora de edad.
—También yo quiero verla, me gustaría que fuera posible. Al parecer, los Turton van a organizar algo para el martes que viene.
—Terminará siendo un paseo en elefante, como pasa siempre. Fíjese en la velada de hoy. ¡La prima Kate! ¡Imagínese! Pero dígame dónde ha estado. ¿Ha conseguido ver la luna en el Ganges?
La noche anterior las dos señoras habían contemplado el reflejo de la luna en un lejano canal del río. El agua dilataba su imagen, de manera que parecía más grande y más brillante que la luna de verdad, cosa que les había complacido.
—Estuve en la mezquita, pero no vi la luna en el río.
—Se habrá modificado el ángulo… Hoy sale más tarde.
—Cada vez más tarde —bostezó Mrs. Moore, que se sentía cansada después del paseo—. Déjame que piense…, aquí no vemos el otro lado de la luna, claro.
—Vamos, la India no está tan mal como todo eso —dijo una voz agradable—. El otro lado del mundo, si usted quiere, pero la luna sigue siendo la misma.
Ninguna de las dos conocía a la persona que había hablado, ni volvieron a verla nunca. Se limitó a decir su frase amistosa mientras cruzaba entre pilares de ladrillos rojos antes de adentrarse en la oscuridad.
—Ni siquiera estamos viendo el otro lado del mundo; de eso nos quejamos —dijo Adela.
Mrs. Moore estuvo de acuerdo; también ella se sentía desilusionada por la monotonía de su nueva vida. Habían hecho un viaje muy romántico a través del Mediterráneo y de las arenas de Egipto hasta el puerto de Bombay para, al final, encontrar tan sólo una serie de bungalows dispuestos en forma de parrilla. Pero no se lo tomaba tan a pecho como Miss Quested: tenía cuarenta años más y había aprendido que la vida nunca nos da lo que queremos en el momento que consideramos adecuado. Las aventuras llegan, pero no puntualmente. Insistió en su esperanza de que se organizara algo interesante para el martes.
—Beban algo —dijo otra voz agradable—. Mrs. Moore… Miss Quested… Tomen una copa, dos copas.
Esta vez sabían de quién se trataba: Mr. Turton, el Administrador General, primera autoridad de la zona, con el que habían estado cenando. Al igual que ellas, había encontrado la atmósfera de La prima Kate demasiado cálida. Ronny, les dijo, estaba de director de escena en sustitución del Mayor Callendar —a quien un subalterno o alguien así había dejado colgado—, y lo hacía muy bien; después pasó revista a otros méritos de Ronny, y con voz tranquila y firme dijo muchas cosas halagadoras. No es que el Magistrado Municipal sobresaliera especialmente en los deportes ni por su dominio de las lenguas locales o que supiera demasiado Derecho, pero —y, al parecer, este «pero» tenía mucha importancia— Ronny creaba una impresión de dignidad.
Mrs. Moore se sorprendió al enterarse de esto, por tratarse de una cualidad que las madres no suelen atribuir a sus hijos. A Miss Quested le produjo cierta ansiedad, porque aún no había decidido si le gustaban los hombres de aire majestuoso. De hecho, intentó discutir aquella apreciación con Mr. Turton, pero él, con un gesto de la mano lleno de buen humor, la hizo callar y siguió hablando hasta terminar lo que había venido a decir:
—Lo importante es que Heaslop es un sahib; es el tipo de persona que necesitamos, es uno de los nuestros.
Otro miembro del club, que estaba inclinado sobre la mesa de billar, dijo: «¡Escuchen, escuchen!» El asunto quedó, por tanto, sentenciado, sin apelación posible y el Administrador General salió de la sala, porque le reclamaban otros deberes.
Mientras tanto, terminó la representación, y la orquesta de aficionados interpretó el himno nacional. Las conversaciones y las partidas de billar se interrumpieron y los rostros adquirieron una rígida expresión. Era el himno del Ejército de Ocupación. Les recordaba a todos los miembros del club —ellos y ellas— que eran británicos y que vivían en exilio. Creaba cierto estado emocional y reforzaba útilmente la convicción del poder de la voluntad. La mezquina melodía, las lacónicas series de peticiones a Yahveh, se fundían en una plegaria desconocida en Inglaterra, y aunque ni la realeza ni la deidad llegaban a ser para ellos realidades concretas, sí percibían un algo específico, y se sentían fortalecidos para resistir otro día más. Luego salieron todos del teatro improvisado, ofreciéndose mutuamente algo de beber.
—Adela, tómate una copa; y tú también, madre.
Las dos dijeron que no —estaban cansadas de bebidas— y Miss Quested, que decía siempre lo que pensaba, anunció de nuevo que estaba deseosa de ver la India verdadera.
Ronny se hallaba de muy buen humor. La petición se le antojó cómica, y se dirigió a otro de los que pasaban:
—¡Fielding! ¿Cómo se hace para ver la verdadera India?
—Trate de ver a los indios —contestó el interpelado, desapareciendo acto seguido.
—¿Quién era?
—El Director del Instituto.
—Como si fuera posible no verlos —suspiró Mrs. Lesley.
—Yo lo he conseguido —dijo Miss Quested—. Con la excepción de mi propio criado, apenas he hablado con un indio desde que desembarqué.
—Ha tenido usted mucha suerte.
—Pero yo quiero conocerlos.
Miss Quested se convirtió en el centro de un grupo de señoras que la contemplaban, divertidas.
—¡Querer conocer a los indios! ¡Qué nuevo suena eso! —dijo una de ellas.
—¡Los nativos! ¡Imagínense! —comentó otra.
—Déjeme que le explique —añadió una tercera, con más seriedad—. Los nativos no nos respetan más después de conocerlos, ¿comprende?
—Eso pasa también con otras muchas personas.
Pero la otra, perfectamente estúpida y deseosa de mostrarse amable, continuó:
—Quiero decir que yo era enfermera antes de casarme y tuve que tratar mucho con ellos, así que estoy bien enterada. Sé realmente la verdad sobre los indios. Tenía un empleo muy poco adecuado para una inglesa… Era enfermera en un estado nativo. La única manera de comportarse consistía en mantener rígidamente las distancias.
—¿También con los pacientes?
—Lo mejor que se puede hacer con un nativo es dejarlo morir —dijo Mrs. Callendar.
—¿Y si fuera al cielo? —preguntó Mrs. Moore, con una sonrisa amable, pero irónica.
—Puede ir a donde quiera con tal de que no se me acerque. Me dan escalofríos.
—En realidad, he pensando más de una vez en eso que estaba usted diciendo sobre el cielo, y esa es la razón de que esté en contra de los misioneros —dijo la señora que había sido enfermera—. Estoy a favor de los capellanes, pero completamente en contra de los misioneros. Permítame que se lo explique.
Pero el Administrador General intervino antes de que pudiera hacerlo.
—¿De verdad quiere usted conocer al Hermano Ario, Miss Quested? Eso es fácil de arreglar. No se me había ocurrido que pudiera divertirle. —Se quedó pensando un momento—. En realidad tiene usted la posibilidad de conocer todos los tipos que quiera. Elija. Yo estoy en contacto con los funcionarios del gobierno y los terratenientes, Heaslop responde por los que practican la abogacía, y si lo que prefiere es especializarse en educación, podemos recurrir a Fielding.
—Estoy cansada de ver pasar delante de mí figuras pintorescas como si se tratara de un friso —explicó la muchacha—. Era maravilloso cuando desembarcamos, pero ese encanto superficial desaparece muy pronto.
Al Administrador no le interesaban sus impresiones; su preocupación era conseguir que Miss Quested lo pasara bien. ¿Le gustaría un Bridge Party?[4] Le explicó de qué se trataba: no de jugar a las cartas, sino de organizar una fiesta que sirviera de puente entre el Este y el Oeste; el término era de su invención, y todos los que lo oyeron lo encontraron divertido.
—Sólo me interesan los indios con los que se relacionan ustedes socialmente; las personas con las que tienen amistad.
—Verá: no nos relacionamos con ellos socialmente —dijo el Administrador, riendo—. Los indios están repletos de virtudes, pero nosotros no, y lo cierto es que son las once y media y demasiado tarde para analizar las razones.
—Miss Quested, ¡qué nombre! —hizo notar Mrs. Turton a su esposo mientras se alejaban en coche.
La señorita recién llegada no le resultaba simpática; le parecía descortés y caprichosa. Confiaba en que no hubiera venido para casarse con Heaslop, un muchacho tan considerado, aunque era esa la impresión que daba. Su marido estaba interiormente de acuerdo con ella, pero nunca hablaba mal de una inglesa si podía evitarlo, y se limitó a decir que Miss Quested cometía errores, como era natural. Luego añadió:
—La India consigue mejoras maravillosas en lo que a discernimiento se refiere, sobre todo cuando hace calor; ha dado muy buenos resultados, incluso en el caso de Fielding.
Mrs. Turton cerró los ojos al oír aquel nombre, y comentó que Mr. Fielding no era pukka, y que lo mejor sería que se casara con Miss Quested, que tampoco era pukka. Luego llegaron a su bungalow, bajo y enorme, el más antiguo y el menos cómodo de toda la zona residencial, con una extensión de césped tan hundida que parecía un plato sopero; volvieron a beber —esta vez agua de cebada— y se acostaron. Su salida del club había marcado el final de la velada que, como todas las reuniones de ingleses en Chandrapore, tenía cierto carácter oficial. Una comunidad que dobla la rodilla ante un virrey y cree que el carácter divino que rodea a un rey puede trasplantarse ha de sentir cierta reverencia por cualquiera que represente al virrey. En Chandrapore los Turton eran pequeños dioses; pronto se retirarían a alguna villa en las afueras de un centro urbano, y morirían lejos de la gloria que ahora disfrutaban.
—Nuestro gran hombre se está portando francamente bien —comentó Ronny, muy halagado por las atenciones que habían recibido sus huéspedes—. ¿Os dais cuenta de que no ha dado nunca un Bridge Party? ¡Y eso después de invitarnos a cenar! Me gustaría haber organizado algo yo mismo, pero cuando conozcáis mejor a los nativos comprenderéis que al Burra Sahib le resulta más fácil que a mí. Le conocen, saben que no pueden engañarle; a mí en cambio me falta experiencia, comparativamente. Nadie puede empezar a pensar que conoce este país sin haber pasado veinte años en él. ¡Eh, madre! Aquí tienes la capa. Bien: voy a daros un ejemplo de las equivocaciones que uno comete. Poco después de llegar estuve fumando con uno de los abogados; nada más que un cigarrillo, no creáis. Luego me enteré de que mandó «soplos» por todo el bazar, anunciando lo ocurrido; a todos los pleiteantes se les dijo que «les sería más conveniente acudir al Vakil Mahmoud Ali: está en muy buenas relaciones con el Magistrado Municipal». Desde entonces le ataco todo lo que puedo en los tribunales. Yo he aprendido la lección y espero que él también.
—¿Y no sería mejor que fumaras alguna vez con todos los abogados?
—Quizá, pero falta tiempo y la carne es flaca. Mucho me temo que prefiero fumar en el club, entre personas como yo.
—¿Y por qué no invitar a los abogados al club? —insistió Miss Quested.
—No está permitido.
Ronny se mostraba amable y paciente, y sin duda se daba cuenta de por qué Adela no comprendía. Él había sido como ella —venía a decir—, pero no por mucho tiempo. Saliendo al porche, llamó con voz firme en dirección a la luna. Su sais le respondió y, sin bajar la cabeza, ordenó que le trajeran el coche. Mrs. Moore, a quien el club había atontado, se reanimó en el exterior. Contempló la luna, cuyo resplandor manchaba de amarillo rojizo el morado del cielo colindante. En Inglaterra la luna le daba la impresión de estar muerta y de ser una cosa ajena; aquí, quedaba envuelta en el manto de la noche junto con la tierra y todas las estrellas. Un repentino sentimiento de unidad, de parentesco con los cuerpos celestes, se apoderó de la anciana, abandonándola inmediatamente, como un flujo de agua que atraviesa un depósito y deja una extraña sensación de frescor. No es que le disgustara La prima Kate o el himno nacional, pero su contenido había desaparecido ante otro nuevo, de la misma manera que cócteles y cigarros se habían trasmutado en flores invisibles. Cuando la mezquita, alargada y sin cúpula, brilló en una curva de la carretera, Mrs. Moore exclamó:
—Sí; he ido ahí; ahí es donde he estado.
—¿Has estado cuándo? —preguntó su hijo.
—En el entreacto.
—Pero, madre, no puedes hacer esas cosas.
—¿No puedo? —replicó ella.
—No; por lo menos en este país. Aquí no se hace. Está el peligro de las serpientes, sin ir más lejos. Salen de noche con mucha frecuencia.
—¡Ah, sí! Eso es lo que dijo el joven que estaba allí.
—Eso suena muy romántico —dijo Miss Quested, que sentía un gran afecto por Mrs. Moore y le agradaba pensar que la anciana hubiese disfrutado con su pequeña escapatoria—. ¡Se encuentra con un joven en una mezquita y ni siquiera se acuerda de contármelo!
—Te lo iba a decir, Adela, pero por alguna razón cambiamos de tema de conversación y se me olvidó. Mi memoria va de mal en peor.
—¿Era simpático?
Mrs. Moore hizo una pausa y dijo luego, con gran convicción:
—Muy simpático.
—¿Quién era? —quiso saber Ronny.
—Un médico. No me dijo su nombre.
—¿Un médico? No sé de ningún médico joven en Chandrapore. ¡Qué extraño! ¿Qué aspecto tenía?
—Más bien pequeño, con un bigotito y ojos penetrantes. Me llamó cuando estaba en la parte oscura de la mezquita… acerca de mis zapatos. Esa fue la razón de que empezáramos a hablar. Él temía que los llevara puestos, pero afortunadamente me había acordado de quitármelos. Me habló de sus hijos y luego volvimos andando al club. Te conoce mucho.
—Tendrías que habérmelo señalado. No consigo adivinar de quién se trata.
—No entró en el club. Dijo que no le estaba permitido.
Fue entonces cuando se hizo la luz y Ronny exclamó:
—¡Santo cielo! ¿No estarás hablando de un mahometano? ¿Por no has dicho que habías hablado con un nativo? Estaba haciéndome un lío.
—¡Un mahometano! ¡Qué cosa tan magnífica! —exclamó Miss Quested—. Ronny, ¿no es típico de tu madre? Mientras hablamos de ver la verdadera India, ella va, la ve y luego se olvida de que la ha visto.
Pero Ronny se sentía molesto. Por la descripción de su madre había imaginado que el médico pudiera ser el joven Muggins, del otro lado del Ganges, y esa posibilidad había despertado todas las emociones del compañerismo. ¡Qué confusión tan absurda! ¿Por qué su madre no había indicado con el tono de voz que estaba hablando de un indio? Irritado y dictatorial, empezó a interrogarla. «¿Te llamó en la mezquita, no es eso? ¿Cómo? ¿Insolentemente? ¿Qué hacía él allí a esas horas de la noche? No, no es su hora de oración.» Esto último en respuesta a una sugerencia de Miss Quested, que manifestaba un vivísimo interés. «De manera que te interpeló por los zapatos. Entonces fue una insolencia. Es un viejo truco. Me gustaría que los hubieras llevado puestos.»
—Me parece que hubo descaro, pero no estoy de acuerdo en cuanto al truco —dijo Mrs. Moore—. Tenía los nervios de punta…, se lo noté en la voz. En cuanto contesté, cambió de actitud.
—No tendrías que haber contestado.
—Vamos a ver —dijo la muchacha con mentalidad lógica—, ¿no esperarías que un mahometano te contestara si le pidieras que se quitara el sombrero en la iglesia?
—Es diferente, completamente diferente; no lo entiendes.
—Ya sé que no, pero me gustaría entenderlo. ¿Quieres hacer el favor de decirme cuál es la diferencia?
Ronny preferiría que no se inmiscuyera. El caso de su madre no tenía importancia: era una mujer que viajaba por todo el mundo, una acompañante momentánea, que podía regresar a Inglaterra con cualquier impresión que le pareciera oportuna. Pero Adela, que planeaba pasar la vida en aquel país, suponía ya un problema mucho más serio; sería muy molesto que empezara con ideas equivocadas sobre el tema de los nativos. Detuvo a la yegua que tiraba del coche y dijo:
—Ahí está vuestro Ganges.
Su atención se distrajo. Debajo de ellos había aparecido repentinamente un resplandor. No procedía ni del agua ni del brillo de la luna, pero se mantenía como un haz luminoso sobre la oscuridad. Ronny les dijo que era donde se estaba formando el nuevo banco de arena, y que la parte oscura más deshilachada que había encima era la arena, y que los cadáveres venían flotando en aquella dirección desde Benarés, o al menos vendrían si se lo permitieran los cocodrilos.
—No son muchos los cadáveres que llegan a Chandrapore.
—¡Cocodrilos también, qué cosa tan terrible! —murmuró su madre.
Los jóvenes se miraron y sonrieron; se divertían cuando la anciana señora sufría uno de aquellos suaves estremecimientos, y en esta ocasión sirvió para que se restableciera la armonía entre los dos.
—¡Qué río tan terrible! ¡Qué río tan maravilloso! —continuó Mrs. Moore, dejando escapar un suspiro.
El resplandor se estaba modificando, ya fuera por el desplazamiento de la luna o de la arena; pronto habría desaparecido el brillante haz, y un anillo, también destinado a modificarse, adquiriría consistencia sobre el vacío en continuo movimiento. Las mujeres deliberaron sobre si esperarían o no a que se produjera el cambio, mientras el silencio se quebraba en retazos de desasosiego y la yegua se estremecía. En consideración hacia ella no esperaron, sino que siguieron adelante hasta llegar al bungalow del Magistrado Municipal, donde Miss Quested se acostó y Mrs. Moore mantuvo un breve diálogo con su hijo.
Ronny quería saber más cosas sobre el médico mahometano de la mezquita. Era deber suyo dar parte de cualquier persona sospechosa y probablemente se trataba de algún hakim desacreditado que había subido merodeando desde el bazar. Cuando su madre le explicó que era alguien relacionado con el Hospital Minto, se sintió aliviado, y dijo que debía de tratarse de Aziz, y que era una excelente persona; no había nada en contra de él, en absoluto.
—¡Aziz! ¡Qué nombre tan encantador!
—De manera que estuvisteis hablando. ¿Te dio la impresión de que estaba bien dispuesto?
—Sí, completamente, pasado el primer momento —respondió Mrs. Moore, ignorante de las implicaciones de tal pregunta.
—Quiero decir, de manera general. ¿Parecía tolerarnos… a nosotros, los brutales conquistadores, los burócratas sin corazón, todo ese tipo de cosas?
—Sí, creo que sí, excepto los Callendar; no le son nada simpáticos.
—De manera que fue eso lo que te dijo, ¿eh? Al Mayor le interesará saberlo. Me pregunto qué pretendería con esa observación.
—¡Ronny! ¿No estarás pensando en ir a contárselo al Mayor Callendar?
—Sí, naturalmente. ¡Tengo que hacerlo, de hecho!
—Pero, hijo mío…
—Si el Mayor oyera que no soy del agrado de alguno de mis subalternos nativos, yo esperaría que me lo hiciera saber.
—Pero, querido…, ¡una conversación privada!
—En la India no hay nada privado. Aziz lo sabía cuando dio su opinión, así que no debes preocuparte. Tenía algún motivo para decir lo que dijo. Personalmente creo que esa observación no era sincera.
—¿Qué quieres decir?
—Atacó al Mayor para impresionarte.
—No entiendo qué quieres decir, hijo mío.
—Es la nueva táctica de los nativos con una educación superior. Antes practicaban la adulación servil, pero la generación más joven cree en la necesidad de poner de manifiesto una varonil independencia. Suponen que dará mejores resultados con los miembros del Parlamento que van por ahí viajando. Pero tanto si los nativos fanfarronean como si adulan, siempre hay algo detrás de cada observación que hacen y, cuando menos, están tratando de aumentar su izzat; dicho más claramente, de apuntarse un tanto. Por supuesto, existen excepciones.
—Nunca juzgabas así a la gente en Inglaterra.
—La India no es Inglaterra —replicó él con bastante brusquedad.
Lo cierto es que para silenciar a su madre había estado usando frases y razonamientos tomados de otros funcionarios más antiguos, y Ronny no se sentía completamente seguro de sí mismo. Al decir «por supuesto, existen excepciones» estaba citando a Mr. Turton, mientras «aumentar su izzat» era del mismo Mayor Callendar. Las frases funcionaban y eran de uso corriente en el club, pero Mrs. Moore tenía una gran capacidad para distinguir entre expresiones de primera y de segunda mano, y podía insistir para que le diera ejemplos concretos.
—No puedo negar que lo que dices suena muy razonable, pero en ningún caso debes comentar con el Mayor Callendar lo que yo te he dicho sobre el doctor Aziz —se limitó a contestarle ella.
Ronny se sintió desleal hacia su casta, pero prometió lo que se le pedía, añadiendo:
—A cambio, haz el favor de no hablar a Adela de Aziz.
—¿Que no le hable de él? ¿Por qué?
—Ya estamos empezando otra vez, madre. No soy capaz de explicarlo todo. No quiero que Adela se preocupe, puedes estar segura; empezará a cavilar sobre si tratamos a los nativos debidamente y todas esas tonterías.
—Pero Adela ha venido para preocuparse; ésa es exactamente la razón de que se halle aquí. Lo estuvo analizando todo en el barco. Tuvimos una conversación muy larga cuando desembarcamos en Aden. Te conoce en los ratos de ocio, como ella dice, pero no en el trabajo, y comprendió que tenía que venir y echar una ojeada alrededor, antes de decidirse…, y antes de que tú te decidieras. Es una persona muy imparcial.
—Lo sé —dijo él con tono abatido.
Al advertir la nota de ansiedad de su voz, Mrs. Moore comprendió que Ronny era todavía un niño pequeño y tenía que conseguir lo que le gustaba; prometió acatar sus deseos y se dieron un beso de buenas noches. Pero como no le había prohibido pensar en Aziz, lo estuvo haciendo al retirarse a su habitación. Reconsideró el encuentro en la mezquita a la luz de los comentarios de su hijo, para decidir cuál era la impresión correcta. Sí; era posible convertir todo en una escena muy desagradable. El médico había empezado por tratar de intimidarla, y después de decir que Mrs. Callendar era encantadora —al descubrir que pisaba terreno firme— había modificado su juicio; se había quejado de sus agravios, adoptado al mismo tiempo un aire protector con ella; había tomado doce direcciones distintas en una sola frase, mostrándose poco serio, demasiado inquisitivo y bastante vanidoso. Sí, todo ello era cierto, pero qué falso como resumen del hombre; los aspectos más esenciales de su vida quedaban destruidos.
Al ir a dejar la capa, la anciana descubrió que el extremo del colgador estaba ocupado por una pequeña avispa. Mrs. Moore se había percatado de la existencia de esta avispa, o de otras congéneres suyas, durante el día; eran distintas de las avispas inglesas, con largas patas amarillas, que llevaban colgando por debajo mientras volaban. Quizás aquélla había confundido el colgador con una rama: ningún animal indio tiene el menor sentido de los interiores. Murciélagos, ratas, pájaros e insectos tan pronto hacen sus nidos fuera como dentro de una casa; para ellos cualquier edificio no es más que otra normal expansión de la jungla eterna que, alternativamente, produce árboles, casas, árboles. Allí estaba, aferrada al colgador, mientras en el llano los chacales aullaban sus deseos, que se mezclaban con el resonar de los tambores.
—Bonita —le dijo Mrs. Moore a la avispa, que no se despertó. Pero la voz de la anciana salió flotando de la casa a engrosar la inquietud de la noche.