Abandonando su bicicleta, que cayó al suelo antes de que un criado pudiera sujetarla, el joven subió al porche de un salto, rebosando animación.
—Hamidullah, Hamidullah; ¿llego tarde? —exclamó.
—No te disculpes —dijo su anfitrión—. Tú siempre llegas tarde.
—Haz el favor de contestarme. ¿Llego tarde? ¿Es que Mahmoud Ali se lo ha comido todo? Si es así me iré a otro sitio. Mr. Mahmoud Ali, ¿cómo está usted?
—Gracias por su interés, doctor Aziz; me estoy muriendo.
—¿Muriéndose antes de cenar? ¡Pobre Mahmoud Ali!
—Nuestro amigo Hamidullah ya se ha muerto. Falleció en el momento en que entraba usted con su bicicleta.
—Efectivamente —dijo el otro—. Imagina que te estamos hablando desde un mundo distinto y mucho más feliz.
—¿Acaso existe una cosa llamada narguile en ese mundo vuestro mucho más feliz?
—Aziz, no digas frivolidades. Estamos hablando de cosas muy tristes.
El tabaco del narguile estaba demasiado apretado, como sucedía con frecuencia en casa de su amigo, y el agua burbujeaba malhumorada. Aziz estuvo persuadiéndolo pacientemente hasta que por fin cedió y el aroma del tabaco se extendió a chorros por su nariz y sus pulmones, expulsando el humo de las hogueras de estiércol que los había invadido mientras el joven médico cruzaba el bazar. Era delicioso. Aziz se hundió en un trance —sensual pero sano— desde el que la conversación de los otros dos no resultaba particularmente triste: discutían si era posible o no tener amistad con un inglés. Mahmoud Ali mantenía que no, Hamidullah disentía, pero haciendo tantas salvedades que no existía desacuerdo entre ellos. Era realmente delicioso estar tumbado en el amplio porche, viendo salir la luna y oyendo detrás preparar la cena a los criados, sin tener que enfrentarse con ningún problema.
—Basta recordar lo que me ha sucedido esta misma mañana.
—Sólo afirmo que es posible en Inglaterra —replicó Hamidullah, que había estado en ese país hacía mucho tiempo, antes de la gran diáspora, y había sido cordialmente recibido en Cambridge.
—Aquí es imposible. ¡Fíjese, Aziz! El chico de la nariz encarnada ha vuelto a insultarme en el juzgado. No le culpo a él. Le habían dicho que tenía que insultarme. Hasta hace poco era un buen chico, pero los otros se han encargado de cambiarlo.
—Es verdad; aquí no tienen la menor posibilidad; eso es lo que yo digo. Llegan queriendo comportarse como caballeros, pero les dicen que no puede ser. Acuérdense de Lesley o de Blakiston; ahora es el chico de la nariz encarnada y después le llegará el turno a Fielding. Todavía recuerdo la primera aparición de Turton. Fue en otra zona de la provincia. No me creerán ustedes, pero yo he ido con Turton en su coche. ¡Nada menos que Turton! Hubo un tiempo en que éramos muy amigos. Llegó a enseñarme su colección de sellos.
—Ahora tendría miedo de que se la robaras. ¡Turton! Pero ¡ya verás como el chico de la nariz encarnada será mucho peor que Turton!
—Creo que no. Todos llegan a ser exactamente iguales, ni peores, ni mejores. Le doy dos años a cualquier inglés; me da lo mismo que se llame Turton o Burton: la diferencia es únicamente una letra. Ya las inglesas les doy seis meses. Todos son exactamente iguales. ¿No está de acuerdo conmigo?
—Yo no —replicó Mahmoud Ali, participando en aquella amarga diversión, y sintiendo al mismo tiempo dolor y regocijo con cada palabra que se pronunciaba—. Por mi parte, encuentro profundas diferencias entre quienes nos gobiernan. Nariz-encarnada masculla, Turton habla con gran claridad, Mrs. Turton acepta sobornos, Mrs. Nariz-encarnada ni los acepta ni podría hacerlo aunque quisiera, porque, de momento, no existe.
—¿Sobornos?
—¿No sabía que cuando los Turton fueron cedidos a India Central, con motivo del Proyecto del Canal, un rajá o algo parecido le regaló a Mrs. Turton una máquina de coser de oro macizo para que el agua pasara por su provincia?
—¿Y ahora pasa por allí?
—No, cosa que demuestra la gran habilidad de Mrs. Turton. Cuando nosotros, pobres gentes de color, nos dejamos sobornar, hacemos lo que se quiere que hagamos, de manera que la justicia nos descubre. Los ingleses aceptan el soborno y no hacen nada. Son admirables.
—Todos los admiramos. Aziz, haz el favor de pasarme el narguile.
—Todavía no: me resulta muy agradable en este momento.
—Eres un chico muy egoísta. —Hamidullah alzó la voz de repente, pidiendo la cena. Los criados respondieron gritando que ya estaba lista. Querían decir que les gustaría que ya estuviera lista y así lo entendieron todos porque nadie se movió. Después Hamidullah continuó, pero con una actitud distinta, evidentemente emocionado.
—Fíjense en el caso del joven Hugh Bannister. Se trata del hijo de mis queridos amigos, ya muertos, el reverendo Bannister y su señora cuya bondad conmigo en Inglaterra nunca podré olvidar ni describir. Fueron como un padre y una madre para mí, y hablaba con ellos como lo estoy haciendo ahora con ustedes. Durante las vacaciones la Rectoría era mi hogar. Me confiaban a sus hijos; al pequeño Hugh lo llevaba a cuestas con frecuencia: fui con él al funeral de la reina Victoria y lo tuve en brazos, levantándolo por encima de la multitud.
—La reina Victoria era diferente —murmuró Mahmoud Ali.
—He sabido hace poco que este muchacho se dedica a los negocios y comercia con cueros en Cawnpore. Imaginen lo mucho que deseo verlo y pagarle el viaje para que esta casa pueda ser su hogar. Pero sé que es inútil. Los otros anglo-indios le habrán convencido hace ya mucho tiempo. Probablemente pensará que quiero algo y yo no soportaría una cosa así del hijo de mis antiguos amigos. ¿Qué es lo que ha hecho que todo vaya mal en este país, Vakil Sahib? A usted se lo pregunto.
Aziz intervino.
—¿Por qué hay que hablar de los ingleses? Brr… ¿Por qué hay que ser amigos o enemigos de esas gentes? Vamos a prescindir de ellos y a disfrutar nosotros. La reina Victoria y Mrs. Bannister eran las únicas excepciones y ya se han muerto.
—No, no, no estoy de acuerdo; he conocido otras.
—Yo también —dijo Mahmoud Ali, cediendo inesperadamente—. No todas las señoras son iguales.
Su actitud estaba cambiando, y recordaron pequeñas amabilidades y detalles de cortesía.
—Dijo «Muchísimas gracias» de la forma más natural.
—Me ofreció una pastilla para la tos cuando el polvo me irritaba la garganta.
Hamidullah recordaba ejemplos más importantes de socorros angélicos, pero Mahmoud Ali, que sólo conocía ingleses de la India, tuvo que escudriñar minuciosamente su memoria para encontrar algo y no es sorprendente que terminara volviendo a decir:
—Pero, por supuesto, todo eso es excepcional. La excepción no confirma la regla. La inglesa media es como Mrs. Turton y ya sabe usted cómo es esa señora, Aziz.
Aziz no lo sabía, pero dijo que sí. También él generalizaba a partir de sus desilusiones; a los miembros de una raza sometida les resultaba difícil hacerlo de otra manera. Reconocidas las excepciones, estuvo de acuerdo en que todas las mujeres inglesas eran altivas y banales. La conversación perdió su brillo, aunque su fría superficie se desplegara y extendiera interminablemente.
Un criado anunció la cena. Todos le ignoraron. Los dos hombres de más edad habían llegado a su tema eterno, la política, y Aziz acabó en el jardín. Los árboles despedían un dulce aroma —campacanes de verdes floraciones— y le vinieron a la mente fragmentos de poesía persa. Cena, cena, cena…, pero cuando volvió a la casa buscándola, también Mahmoud Ali se había alejado para hablar con su sais.
—Ven un momento a ver a mi mujer —dijo Hamidullah, y se pasaron veinte minutos detrás del purdah.
Hamidullah Begum era tía lejana de Aziz, y su único pariente femenino en Chandrapore; en esta ocasión tenía mucho que contarle sobre una circuncisión familiar que no se había celebrado con todo el esplendor debido. Resultó difícil marcharse, porque ella sólo empezaría a cenar después de que terminaran los hombres, y, por consiguiente, prolongó sus observaciones para evitar toda posible sospecha de impaciencia. Después de censurar la circuncisión, se ocupó de temas afines, y le preguntó a Aziz cuándo iba a casarse.
—Una vez es suficiente —le contestó el otro, respetuosamente, pero algo irritado.
—Ya ha cumplido con su deber —dijo Hamidullah—. No le molestes más. Saca adelante a su familia, dos chicos y una niña.
—Tía, viven muy cómodamente con la madre de mi mujer, donde ella vivía cuando murió. Los veo siempre que quiero. Todavía son unos niños muy pequeños.
—Les manda todo su sueldo, vive como un modesto oficinista y no le explica a nadie la razón. ¿Qué más quieres que haga?
Pero Hamidullah Begum no se refería a eso, y después de cambiar cortésmente de conversación durante unos instantes, volvió al tema y explicó su idea.
—¿Qué va a ser de todas nuestras hijas si los hombres se niegan a casarse? —dijo—. Tendrán que casarse mal, o…
Y empezó a contar la historia, tantas veces repetida, de una dama emparentada con la familia imperial que no encontraba marido dentro del estrecho círculo con el que su orgullo le permitía relacionarse; el resultado era que vivía soltera —cumplidos los treinta—, y que moriría soltera, porque nadie querría ya casarse con ella. Durante el tiempo que se prolongó el relato logró convencer a los dos hombres: aquella tragedia parecía un desdoro para toda la comunidad; casi era mejor la poligamia que dejar morir a una mujer sin las alegrías que Dios le ha destinado. Matrimonio, maternidad, poder en la casa…, ¿para qué otra cosa ha nacido, y el hombre que se las niegue cómo podrá enfrentarse con el Creador en el día del juicio? Aziz se despidió diciendo: «Quizá…, pero más adelante», su invariable respuesta ante aquella petición.
—No debes retrasar lo que crees justo —dijo Hamidullah—. Esa es la razón de que la India esté en una situación tan crítica: que siempre lo dejamos todo para más adelante.
Pero al notar que su joven pariente daba la sensación de estar preocupado, añadió unas palabras tranquilizadoras, borrando así todo posible efecto de la entrevista con su mujer.
Durante su ausencia, Mahmoud Ali se había marchado en su coche dejándoles un mensaje en el que decía que sólo estaría ausente cinco minutos, pero que no esperaran por causa suya. Se sentaron a cenar con un primo lejano de la familia, Mohammed Latif, que vivía de la hospitalidad de Hamidullah y ocupaba una situación ambigua, ni de criado ni de miembro de la familia con plenos derechos. Sólo hablaba si se le dirigía la palabra, y como nadie habló mantuvo un silencio que nada tenía de altivo. De cuando en cuando eructaba, como elogio a la esplendidez de la comida. Un anciano cortés, alegre y deshonesto, que no había trabajado en toda su vida. Mientras alguno de sus parientes tuviera una casa estaba seguro de disponer de un hogar, y era muy poco probable que se arruinaran todos los miembros de una familia tan numerosa. Su mujer llevaba una existencia similar a unos centenares de millas de distancia; Mohammed Latif no iba a visitarla debido al gasto que suponía el billete del tren. Aziz empezó en seguida a bromear a su costa y también a costa de los criados; luego hizo citas poéticas: en persa, en urdu y un poco en árabe. Su memoria era buena y había leído mucho para su edad; los temas que prefería eran la decadencia del Islam y la brevedad del amor. Le escucharon encantados, porque sus interlocutores veían en la poesía una actividad social, en lugar de considerarla un asunto privado como sucede en Inglaterra. Nunca se cansaban de oír palabras y más palabras; se limitaban a respirarlas junto con el frescor de la noche, sin detenerse nunca a analizarlas; el nombre del poeta, Hafiz, Hadi, Iqdal[1], era garantía suficiente. La India —un centenar de Indias— susurraban fuera bajo la luna indiferente, pero en aquel instante la India les parecía una y exclusivamente suya, y recobraron su perdida grandeza al oír lamentar su desaparición, y volvieron a sentirse jóvenes al recordárseles que la juventud se esfuma. Un criado de ropa carmesí le interrumpió; era el chuprasi del Cirujano-Jefe y traía una nota para Aziz.
—Callendar quiere verme en su bungalow —dijo, sin levantarse—. Podía tener la cortesía de decir para qué.
—Algún enfermo, imagino.
—Imagino que no, imagino que para nada. Se ha enterado de la hora a que cenamos, eso es todo, y nos interrumpe todas las veces para poner de manifiesto su poder.
—Es cierto que siempre hace eso, pero puede que esta vez sea un caso importante —dijo Hamidullah, procurando, cortésmente, facilitar el camino de la obediencia—. ¿No tendrías que lavarte los dientes después de tomar pan?
—Si tengo que lavarme los dientes no iré. Soy indio, y el tomar pan es una costumbre india. El Cirujano-Jefe tendrá que aguantarse. Mohammed Latif, mi bicicleta, por favor.
El pariente pobre se puso en pie. Escasamente inmerso en el reino de las cosas materiales, colocó una mano sobre el sillín de la bicicleta, mientras un criado se ocupaba activamente de transportarla. Entre los dos lograron que pasara sobre una tachuela. Aziz extendió las manos bajo el aguamanil, luego se las secó, se encasquetó su sombrero verde de fieltro y, con inesperada energía, salió a gran velocidad de la residencia de Hamidullah.
—Aziz, Aziz, no seas imprudente…
Pero ya iba bazar abajo, pedaleando furiosamente. Su bicicleta carecía de faro y de timbre, y tampoco tenía frenos, pero ¿de qué sirven esos accesorios en un país donde la única esperanza del ciclista es deslizarse de un rostro a otro, confiando en que desaparezcan un momento antes de estrellarse contra ellos? Y además la ciudad estaba casi vacía a aquella hora. Cuando se le pinchó una rueda, tuvo que apearse y llamar a gritos un tonga.
Al principio no apareció ninguno; luego fue preciso que se desprendiera de la bicicleta dejándola en casa de un amigo, y aún se entretuvo algo más lavándose los dientes. Pero por fin se halló traqueteando, camino de la zona residencial de los ingleses, con una intensa sensación de velocidad. Al entrar en su árida pulcritud, se sintió repentinamente deprimido. Las calles —con nombres de generales victoriosos—, que se cruzaban en ángulo recto, simbolizaban la red que Gran Bretaña había arrojado sobre la India. Se sintió cogido entre sus mallas. Antes de llegar a la residencia del Mayor Callendar tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apearse del tonga y acercarse andando al bungalow, y no porque su alma fuera servil, sino porque su sensibilidad —la parte más indefensa de su yo— temía una terrible humillación. Se había dado un «caso» el año anterior: un caballero indio había llegado en un vehículo a casa de un funcionario inglés y los criados le habían hecho irse, diciéndole que se presentara de nuevo de manera más adecuada; se trataba sólo de un caso entre miles de visitas a cientos de funcionarios ingleses, pero no había tardado en saberse por todo el país. El joven Aziz temía que pudiera repetirse. Finalmente, hizo una concesión y ordenó al cochero que se detuviera en la zona de sombra, muy cerca ya del porche brillantemente iluminado.
El Cirujano-Jefe no estaba en casa.
—Pero ¿el sahib no ha dejado un recado para mí?
El criado le dio un escueto «No» por toda respuesta. Aziz se sintió lleno de desesperación. Era un sirviente al que había olvidado dar una propina, y ahora no podía hacer nada debido a las personas que se hallaban en el vestíbulo. Aziz estaba convencido de que existía un recado, y de que aquel hombre no se lo daba para vengarse. Mientras discutían, salieron las personas que estaban en la casa. Eran dos señoras. Aziz se quitó el sombrero. La primera, que llevaba un vestido de noche, le lanzó una ojeada y apartó instintivamente la vista.
—Mrs. Lesley, es un tonga —exclamó.
—¿El nuestro? —quiso saber la segunda, viendo a Aziz y repitiendo el gesto de la primera.
—En cualquier caso, aceptemos los regalos que nos envían los dioses —gritó la otra, y ambas se subieron al vehículo—. Tonga-wallah, al club, al club. ¿Por qué no arranca este estúpido?
—Haz lo que dicen; mañana te pagaré —le dijo Aziz al cochero y, al ponerse en marcha el tonga, añadió cortésmente—: Siempre a su servicio, señoras.
Ellas no le contestaron, demasiado ocupadas con sus propios asuntos. De manera que había vuelto a suceder lo mismo de siempre, como Mahmoud Ali aseguraba. El inevitable desprecio: se habían llevado su coche e ignorado su saludo. Podría haber sido peor, porque algo le confortaba que las señoras Callendar y Lesley fueran gordas y que el cochecillo se hundiera por detrás bajo su peso. Que se hubiera tratado de mujeres hermosas le habría deprimido mucho más. Aziz se volvió hacia el criado, le dio un par de rupias y le preguntó de nuevo si su amo había dejado algún recado. El otro, esta vez con mucha cortesía, respondió de la misma manera. El Mayor Callendar se había marchado en coche media hora antes.
—¿Sin decir nada?
En realidad había dicho «Maldito Aziz», palabras que el criado entendió, pero que su cortesía le impedía repetir. Tan posible es excederse en la propina como quedarse corto; de hecho, aún está por acuñar la moneda que compre la verdad exacta.
—En ese caso le dejaré una nota.
Se le ofreció el uso de la casa, pero su deseo de comportarse con gran dignidad le impidió entrar. El criado trajo papel y tinta al porche. Aziz empezó: «Estimado señor: obedeciendo su expreso mandato me he apresurado a venir como un subordinado debe…», pero en seguida se detuvo.
—Dile que he venido, eso es suficiente —explicó, rompiendo la protesta a medio formular—. Aquí está mi tarjeta. Llámame un tonga.
—Están todos en el club, huzoor.
—Entonces, telefonea a la estación para que venga uno. —Y como el hombre se disponía a obedecerle, añadió—: No hace falta, no hace falta; prefiero andar.
Luego pidió fuego y encendió un cigarrillo. Aquellas atenciones, aunque compradas, hicieron que se sintiera complacido. Durarían mientras tuviera rupias, lo que ya es algo. Pero ¡si pudiera sacudirse de los pies el polvo de la India inglesa! ¡Escapar de la red y volver a los gestos y costumbres que conocía! Empezó a caminar, a hacer un esfuerzo desacostumbrado.
Aziz era pequeño de estatura, de complexión atlética, delicadamente proporcionado, pero muy fuerte en realidad. Andar, sin embargo, le fatigaba, como fatiga a todas las personas que viven en la India, con la excepción de los recién llegados. Hay un algo hostil en su suelo. O bien cede, y el pie se hunde en una depresión, o bien resulta inesperadamente rígido y cortante, acumulando piedras y cristales bajo cada paso, y esa sucesión de pequeñas sorpresas acaba agotando; Aziz llevaba unas zapatillas muy finas, mal calzado para cualquier país. En el límite de la zona residencial entró en una mezquita para descansar.
Siempre le había gustado aquella mezquita. Era elegante y le agradaba su distribución. El patio —al que se llegaba por una portalada en ruinas— contenía una pila para las abluciones, cuya agua transparente siempre estaba en movimiento, ya que, de hecho, formaba parte de la conducción que abastecía la ciudad. El suelo del patio era de fragmentos de losas. La parte cubierta tenía más profundidad que en otras mezquitas; daba la impresión de ser una iglesia parroquial inglesa a la que faltara uno de los lados. Desde donde estaba sentado, Aziz veía tres series de arcos, rescatados en parte a la oscuridad por una pequeña lámpara colgante y por la luna. La fachada interior —iluminada de lleno por la luz de la luna— daba la impresión de ser de mármol, y los noventa y nueve nombres de Dios esculpidos en el friso resaltaban en negro, de la misma manera que el friso destacaba en blanco contra el cielo. La oposición creada por este dualismo y el esfuerzo de las sombras por imponerse dentro de la mezquita satisfacía a Aziz, que trató de simbolizar todo el conjunto mediante alguna verdad de la religión o del amor. Cualquier mezquita que, estéticamente, le resultaba satisfactoria dejaba en libertad su imaginación. El templo de otro credo, hindú, cristiano o griego, le hubiera aburrido, sin lograr despertar su sentido de la belleza. Allí estaba el Islam, su propio país, más que una fe, más que un grito de batalla, más, mucho más… Islam, una actitud hacia la vida exquisita y duradera al mismo tiempo, donde su cuerpo y sus pensamientos encontraban un hogar.
Aziz se había sentado sobre una pared baja que limitaba el patio por el lado izquierdo. Debajo de él, el terreno iba descendiendo hacia la ciudad, visible tan sólo como una mancha de árboles, y en la quietud de la noche se oían muchos ruidos diferentes. Hacia la derecha, en el club, la comunidad inglesa contribuirá con una orquesta de aficionados. En otro sitio, algunos hindúes tocaban el tambor —sabía que eran hindúes porque el ritmo le resultaba desagradable— y otros lloraban a un muerto: sabía igualmente quiénes eran por haber firmado el certificado de defunción aquella tarde. También había búhos, el correo de Panjab… y las flores del jardín del jefe de estación, que olían deliciosamente. Pero la mezquita…, sólo ella tenía importancia en realidad y volvió a dedicarle su atención —olvidado del completo atractivo de la noche— adornándola con significados nunca imaginados por el constructor. Algún día también él edificaría una mezquita, más pequeña que aquélla, pero de un gusto exquisito, de manera que todos los que la vieran experimentaran la felicidad que sentía él en aquel momento. Y al lado, bajo una modesta cúpula, estaría su tumba, con una inscripción en persa:
Durante miles de años, ¡ay! sin que yo esté,
florecerá la rosa y volverá la primavera,
pero los que, secretamente, hayan entendido mi corazón,
se acercarán a visitar la tumba donde descanso.[2]
Aziz había visto la cuarteta sobre la tumba de uno de los reyes del Decán y la consideraba llena de profunda filosofía: siempre le parecía que lo patético era profundo. ¡Entender secretamente el corazón! Repitió la frase con lágrimas en los ojos y mientras lo hacía uno de los pilares de la mezquita pareció estremecerse. Luego osciló en la oscuridad, separándose. Aziz llevaba en la sangre la creencia en los fantasmas, pero no se movió de su sitio. Vio agitarse otro pilar, luego un tercero y, finalmente, una inglesa quedó iluminada por la luz de la luna. Bruscamente, Aziz se sintió lleno de indignación, y empezó a gritar:
—¡Señora! ¡Señora!
La mujer dejó escapar una breve exclamación de sorpresa.
—Señora; esto es una mezquita, no tiene usted derecho a estar aquí; tendría que haberse quitado los zapatos; está usted en un sitio sagrado para los musulmanes.
—Me los he quitado.
—¿De verdad?
—Los dejé a la entrada.
—En ese caso le ruego que me perdone.
Todavía sobresaltada, la mujer se acercó hacia el centro del patio, manteniendo aún entre los dos la pila de las abluciones.
—Siento mucho haber hablado —dijo Aziz.
—¿Estaba en lo cierto, no es eso? ¿Puedo entrar si me quito los zapatos, verdad?
—Por supuesto, pero muy pocas señoras se molestan en hacerlo, sobre todo si creen que nadie las ve.
—Eso da lo mismo. Dios está aquí.
—¡Señora!
—Por favor, déjeme marchar.
—¿Puedo hacer algo por usted, ahora o en cualquier otro momento?
—No, gracias, nada en absoluto…; buenas noches.
—¿Podría saber su nombre?
Ella estaba ya bajo la sombra del portal, de manera que Aziz no podía ver su rostro, pero, en cambio, la dama inglesa sí podía ver el suyo.
—Mrs. Moore —dijo, cambiando el tono de voz.
—Mrs… —Al avanzar, Aziz descubrió que su interlocutora era una mujer de edad.
Una edificación más grande que la mezquita cayó hecha pedazos, y no supo si se alegraba o lo sentía. La señora, de piel rojiza y pelo blanco, era mayor que Hamidullah Begum. Su voz le había engañado.
—Mrs. Moore, temo haberla sobresaltado. Les hablaré de usted a los miembros de nuestra comunidad, a mis amigos. Que Dios está aquí… Excelente, de una gran delicadeza, no hay duda. Imagino que acaba usted de llegar a la India.
—Sí, ¿cómo lo sabe?
—Por la manera que ha tenido de hablarme. ¿Me permite al menos que le busque un coche?
—No se moleste; sólo tengo que volver al club. Están representando una obra que ya he visto en Londres y hacía mucho calor allí dentro.
—¿Cómo se llama la obra?
—La prima Kate.[3]
—Creo que no debiera usted pasear sola de noche, Mrs. Moore. Andan por ahí tipos poco recomendables, y desde las Colinas de Marabar pueden llegar hasta aquí los leopardos. Serpientes también.
Mrs. Moore dejó escapar una exclamación; se había olvidado de las serpientes.
—Un escarabajo con seis puntos, por ejemplo —continuó Aziz—. Usted lo coge, él la pica y le produce la muerte.
—Pero usted también se pasea.
—Yo ya estoy acostumbrado.
—¿Acostumbrado a las serpientes?
Rieron los dos.
—Soy médico —explicó Aziz—. Las serpientes no se atreven a morderme. —Se sentaron en la entrada, los dos juntos, para ponerse el calzado—. Por favor, ¿le puedo hacer una pregunta? ¿Por qué viene usted a la India en esta época del año, cuando termina la estación fría?
—Quería haberme puesto antes en camino, pero tuve que retrasar el viaje por causas de fuerza mayor.
—¡El clima le resultará en seguida muy poco saludable! ¿Y qué motivo puede haberla traído a Chandrapore?
—Visitar a mi hijo. Es el Magistrado Municipal.
—Perdóneme, pero es completamente imposible. Nuestro Magistrado Municipal se llama Heaslop. Le conozco muy bien.
—Es mi hijo de todas formas —dijo ella, sonriendo.
—Pero, Mrs. Moore, ¿cómo puede ser eso?
—Me casé dos veces.
—Sí, ya veo; y su primer esposo murió.
—Murió él y también el segundo.
—Entonces estamos en el mismo caso —dijo Aziz, un tanto misteriosamente—. ¿Y ahora no tiene usted más familia que el Magistrado Municipal?
—No; tengo otros dos hijos más pequeños, Ralph y Stella, que viven en Inglaterra.
—¿Y el caballero que vive aquí es el hermanastro de Ralph y de Stella?
—Exacto.
—Mrs. Moore, todo esto es muy extraño, porque, igual que usted, también yo tengo dos hijos y una hija. ¿No es el mismo caso, pero en circunstancias más difíciles?
—¿Cómo se llaman? ¿No se tratará de otros Ronny, Ralph y Stella?
La posibilidad le encantó.
—No, ciertamente. ¡Qué divertido suena! Sus nombres son muy distintos y le sorprenderán. Escuche, haga el favor. Voy a decirle los nombres de mis hijos. El primero se llama Ahmed; el segundo, Karim, y la tercera, la mayor, Jamila. Tres hijos son suficientes. ¿No está de acuerdo conmigo?
—Sí que lo estoy.
Se quedaron en silencio unos instantes, pensando en sus respectivas familias. Mrs. Moore suspiró y se levantó para irse.
—¿Le gustaría visitar el Hospital Minto una mañana? —quiso saber Aziz—. No tengo otra cosa que ofrecerle en Chandrapore.
—Gracias, ya lo he visto; de lo contrario, me hubiese gustado mucho recorrerlo con usted.
—Imagino que lo vio usted con el Cirujano-Jefe.
—Sí, con él y Mrs. Callendar.
La voz de Aziz se alteró.
—¡Ah! Una señora encantadora.
—Es posible que sea así cuando se la conoce mejor.
—¿Cómo? ¿No le resultó simpática?
—No hay duda de que se esforzó por mostrarse amable, pero no me pareció exactamente encantadora.
—Acaba de llevarse mi tonga sin pedir permiso —estalló Aziz—, ¿llama usted ser encantadora a eso? Y el Mayor Callendar interrumpe noche tras noche mis cenas con otros amigos; y cuando acudo a toda prisa, renunciando a un rato muy agradable, no le encuentro en su casa y ni siquiera me deja un recado. Dígame, se lo ruego, ¿es eso encantador? Pero ¿a quién le importa? No puedo hacer nada, y él lo sabe. No soy más que un subordinado, mí tiempo no tiene valor, el porche es un sitio suficientemente bueno para un indio; sí, sí, que se quede allí de pie, y Mrs. Callendar me quita el coche y no responde a mi saludo…
Mrs. Moore le escuchaba.
A Aziz le excitaban en parte los agravios sufridos, pero, sobre todo, ver que alguien comprendía su situación. Era esto lo que le llevó a repetirse, a exagerar, a contradecirse. Mrs. Moore había manifestado su simpatía criticando a una compatriota delante de él, pero ya antes se había dado cuenta de que no era como otras inglesas. La llama que ni siquiera la belleza misma puede alimentar estaba alzándose, y aunque sus palabras fueran quejumbrosas, su corazón empezó a abrasarse secretamente y muy pronto se le desbordó por la boca.
—Usted me entiende, usted sabe lo que siento. ¡Si los demás se parecieran a usted!
—No creo que entienda muy bien a las personas —replicó ella, bastante sorprendida—. Sólo sé si me gustan o me desagradan.
—Entonces es usted una oriental.
Mrs. Moore aceptó que la acompañara de vuelta al club, y al llegar a la entrada lamentó no ser miembro, y poder así invitarle entrar.
—A los indios no se les permite entrar en el Club de Chandrapore ni siquiera en calidad de invitados —dijo Aziz con sencillez.
Como en aquel momento se sentía feliz no se extendió en la relación de sus agravios. Mientras descendía hacia la ciudad, bajo el agradable resplandor de la luna, vio otra vez la elegante mezquita, y le pareció que él era tan poseedor de aquella tierra como el que más. ¿Qué importaba si unos cuantos hindúes más bien fofos le habían precedido allí y otros tantos ingleses de alma fría habían de sucederle?