Ahora muchos de ellos habían salido hacia los pinos. Se hablaba de darse caza unos a otros arriba en la colina. Buscaban a alguien, creo a Poli y a la de los anillos. El gramófono callaba. Bebí otra ginebra.
Oreste pasó junto a mí y me dio una palmada en la espalda. Se le veía feliz, quién sabe cómo.
—¿Van bien las cosas?
Tenía los cabellos revueltos.
—Si esos imbéciles se marcharan —dijo.
—¿Qué dice Gabriella?
—Que no ve la hora de que se vayan.
Gabriella salió en aquel momento con Dodó.
—Bien —le dijo—. Bebe.
Entraba el fresco por la ventana, hacía casi frío (desde ahora, por la noche y por la mañana la llanura se llenaba de nieblas). Pinotta pasó ante las magnolias con una bandeja y, en la sombra, alguien la agarró: era Cilli. Ella huyó dando un brusco tirón y dejando caer los vasos. Al ruido de los cristales sonaron risas de entre los pinos.
—Ya ves —le dije a Oreste—, esta noche se divierten a su gusto. ¿Dónde está Pieretto?
—Ojalá se fueran —dijo él.
Estábamos solos en la veranda.
—Esta noche puedes decírmelo —murmuré detrás de mi vaso—. ¿Has estado en la terraza con ella? ¿Lo has conseguido?
Oreste me miró con franqueza y movió ligeramente los labios. Me incliné hacia él, que movió la cabeza, sonriente, y se fue.
Oí que alguien tosía en la escalera; luego, palabras a media voz. Por allí se iba a los dormitorios; a lo mejor se dirigían al mío. No me pude contener y me asomé a la puerta. No vi a nadie. Entonces me aventuré por la escalera dispuesto a sonreír casualmente. Las luces, encendidas profusamente, infundían, más que otra cosa, soledad. Nadie arriba tampoco. Entré en mi habitación, cerré a mis espaldas, encendí y apagué. No había nadie tampoco. Me senté a fumar ante la ventana y a oscuras. Oía gritos, voces confusas, pasos allá abajo, en los pinos. Pensaba en que el Greppo había perdido su virginidad.
Un traspiés en el pasillo me sacó de mis pensamientos. Salí y vi la falda azul que revoloteaba. La alcancé a mitad de la escalera.
Bajamos juntos y Gabriella me hizo un guiño. Le pregunté: «¿Cansada?». Se encogió de hombros. No le pregunté por Dodó.
Yo también me dirigí a los pinos. Oí chillidos femeninos y la risa rasgada de Pieretto. «Se divierten», dije.
Dejándose caer sobre los escalones, Gabriella me cogió la mano y me atrajo con fuerza hacia ella.
—Quédate aquí un momento —me dijo confidencialmente.
—¿Y si llega Oreste? —murmuré.
—¿Te sabe mal? —sonrió—. ¿Quieres beber algo?
—Oye —le dije—, ¿qué has hecho con Oreste?
No me respondió pero tampoco soltó mi mano. Muy cerca sentía su respiración y su perfume. Arrimé mi mejilla a la suya y la besé.
Se apartó; no dijo nada pero se apartó. No le había tocado la boca. No me había tampoco contestado. El corazón me latía tan fuerte que hasta ella podía oírlo.
—Estúpido —dijo al fin fríamente—. ¿Has visto? Eso es lo que he hecho con Oreste.
Estaba avergonzado y desesperado. La escuché con la cabeza baja.
—No sois más que unos muchachos —me dijo—. Tú, Oreste y el otro. ¿Qué pretendéis? Somos amigos, ¿y después? Todo termina aquí. Este invierno volveréis a Turín. También Oreste debe volver. Díselo. Él tiene novia, que se case con ella. Yo no entro en esto.
Calló. Al cabo de un rato le pregunté:
—¿Estás celosa?
—¡Oh, por favor, sólo me faltaba oírte esto!
—Entonces el celoso es Poli.
—No digas tonterías. Lo único que debes hacer es decir a Oreste que no puedo disponer de mí misma, ¿se lo dirás?
—¿Qué tienes? ¿Lloras?
La voz era tensa.
—Sí, dile que lloro. Dile que entienda de una vez que Poli está enfermo y que lo único que deseo es que se cure.
—Oreste dice que no sabes qué hacer con Poli. Estáis separados. Cuando Poli se hallaba en la clínica, ¿dónde estabas tú?
Me arrepentí de haberlo dicho. Ella callaba. El corazón me golpeaba el pecho otra vez.
—Oye —dijo—, ¿tú me crees?
Esperé.
—¿Me crees o no?
Levanté la cabeza.
—Yo, a Poli —susurró—, le quiero. ¿Te parece absurdo? —insistió.
—¿Y él? ¿Te quiere?
Se levantó y me dijo:
—Piénsalo. Díselo a Oreste. Cuando os vayáis recálcaselo. Sé bueno.
Se alejó hacia los pinos. La cabeza me daba vueltas. Cuando me levanté hubiera querido correr colina abajo, alejarme del Greppo, caminar, caminar hasta el amanecer, hasta Milán o quién sabe hasta dónde. En cambio, entré de nuevo en la sala para beber de nuevo.
Entonces Poli bajaba por la escalera. Llevaba dos chaquetas sobre los hombros, aunque ninguna de ellas puesta. Tenía los ojos encendidos, como las brasas en la ceniza. Me rogó que me quedara con él, que fumara con él. Lo dijo despacio y con insistencia.
Le pregunté si hacía tiempo que conocía a aquellos amigos y me di cuenta de que no estaba borracho, al menos no de alcohol. Tenía los mismos ojos de la primera noche, aquella que nos lo encontramos en la colina.
—Poli —le dije— ¿no te encuentras bien?
Me miró de arriba abajo asido fuertemente a los brazos de la butaca.
—Empieza a hacer frío. Si al menos nevase. Así Oreste podría matar alguna cosa…
—¿La tienes tomada contra Oreste?
Movió la cabeza sin sonreír.
—Quisiera que estuvieseis siempre aquí. ¿No te diviertes esta noche? ¿Quieres marcharte?
—Tus amigos de Milán se irán por la mañana.
—Me aburren —dijo—. Es gente vieja que no sabe hablar. —Tuvo un amago de vómito y apretó los labios. Bajó los ojos y se repuso—. Lo increíble —continuó— es cómo el alma más vieja que tienes dentro es precisamente aquella que tenías cuando eras chico. A mí me parece que siempre soy un muchacho. Esa es la costumbre más antigua que tenemos.
Algún idiota, afuera, hizo sonar el claxon de uno de los coches y el grito ronco, cortado, sobresaltó a Poli.
—Las trompetas del juicio —dijo sombríamente.
En aquel momento entró Dodó. Nos vio y se detuvo.
—Aquella bestia de Cilli —dijo— debe de haber quitado las bragas a alguna chica, te las da a oler y dice: «Si adivinas de quién son, la mujer es tuya». Yo me pregunto…
Poli lo miraba apagadamente.
—¿Estás borracho? —dijo Dodó—. ¿Está borracho? —Volvió a su mueca sarcástica, se frotó las manos y se dirigió a la mesa—. Hace fresquito —anunció—. No sé que les pasa a las chicas. —Vació el vaso y chasqueó la lengua—. ¿No hay nadie arriba? —Poli lo miraba siempre de aquel modo—. ¿Habéis visto a Gabriella?
Cuando se hubo marchado, Poli continuó:
—Es hermoso gritar de aquel modo en la noche. Parece una voz subterránea que viene de la tierra o de la sangre. Me gusta Oreste.