—Quiero que me cuente por qué vive aquí arriba —dijo a Poli la mujer delgada.
—¿No lo sabe? —dijo él—. Papá me tiene prisionero.
La mujer hizo una mueca. No era ya tan joven. Alargó la mano con el vaso y dijo:
—Dadme.
Tenía una voz seca y dura y los dedos cubiertos de anillos.
—¿Papá o Gabriella? —preguntó riendo estúpidamente.
—Lo mismo da —dijo un joven de cabellos revueltos medio tumbado en el brazo de un sillón—. Son siempre conveniencias familiares.
Entonces Pieretto abrió la boca para decir:
—En una sola noche no le arrancarán el secreto.
Nadie le hizo caso. El joven añadió:
—Nosotros queremos divertirte. Nos dijimos: quizá estando solo no bebe bastante. Hemos venido a darte un empujón. Dodó apostaba que ni siquiera sabes lo que se baila en Milán este año.
—Esto —dijo Poli con seriedad, y levantando el dedo dio el tiempo.
—No. —Rieron y gritaron todos. La delgada tosió sobre el vaso tintineante. Volvió aquel Dodó del rostro sarcástico y dientes de oro.
—Vas un año retrasado —añadió el joven cuando pudo hacerse oír.
—No más de tres meses —dijo impasible Dodó como si él llevara la voz cantante—. Poli tiene un atraso en su desarrollo que le dura desde hace tres meses.
El tal Dodó era un hombre de tez bronceada, ojos fríos y que hablaba muy seguro de sí. Yo pensaba en el mal humor de Poli cuando los oímos llegar, pensaba en las miradas de antes. Ahora todo había cambiado y los amigos habían irrumpido alegremente por la escalera. Gabriella fue la última mientras el gramófono empezaba a rascar.
Estaba en pie, casi apoyado en el alféizar y tenía un deseo inmenso de desaparecer, de escapar hacia el bosque. Pieretto, impertérrito, se había ya incorporado y hablaba con el grupo. Nadie bailaba aún. Cilli se divertía mordisqueando bocadillos con grandes movimientos de la nuez. Oreste había desaparecido de nuevo. Miré a Gabriella por él. Estaba hablando con Poli, y el joven de cabellos revueltos la tiraba de la muñeca. Ella reía y hablaba y se dejaba arrastrar. Estaba hermosa con aquel vestido. Me pregunté entonces cuántos de aquellos hombres la habían tocado, cuántos sabían de ella tanto como el propio Oreste.
Las otras mujeres no me gustaron. Eran tantas otras Rosalbas. Abandonadas, morenas, rubias, sobre las butacas, reían tontamente, intercambiaban brindis. La delgada, enjoyada y maquillada más que ninguna otra, no se había movido. Escuchaba a los hombres con su pequeño rostro inocente y corrompido. Estaba sentada enroscada en el sofá con las piernas encogidas.
Al cabo de un rato bailaban todos. La voz de contralto cantaba el blues. Oreste no estaba. Gabriella se abrazaba a Dodó, quien ni bailando perdía la calma. Me pareció evidente que aquél era el hombre adecuado para ella. De amplia frente y sarcástico, le susurraba algo y Gabriella reía en su mejilla.
Atravesé el salón para servirme bebida y tropecé con Pieretto que lamía un pedazo de hielo.
—¿Estás bien? —le dije.
Me miró tolerante.
El extraño Cilli se acercó por entre medio de las parejas. Me esperaba una broma —remilgos y su voz de gallo—. En cambio, me alargó la mano.
—Encantado —dijo con voz tonta—. Simpático ambiente —y guiñó el ojo.
—¿Es la primera vez que viene? —preguntó Pieretto.
—No sé muy bien dónde estamos —dijo con aquella voz suya—. Estábamos jugando al póquer en el círculo cuando pasaron los amigos a buscarnos. Yo creí que íbamos al Casino, luego vi a Mara que me dijo: «Vamos a casa de Poli». ¿Quién se acordaba de él? Me han dicho que está loco. —Cerró los ojos como si él lo estuviera—. ¿Cómo está la criada? —bisbiseó—. Esa colorada… ¿potable?
—Como el agua —dijo Pieretto.
—¿Qué se dice de Poli en Milán? —le pregunté.
—¿Quién sabía que aún estaba en este mundo? Él sirve sólo como excusa para una excursión.
Se había vuelto hacia la puerta, con aquellos gestos de pájaro. Se ciñó la chaqueta en las caderas y se fue.
—Elegante y sincero —farfullé mirando a Pieretto.
Él sacudió la cabeza y miró a la mesa y a las parejas.
—Todos ellos son sinceros —dijo convencido—. Comen, beben y se echan encima unos de otros. ¿Qué pretendes? ¿Que te enseñen cómo se hace?
—¿Dónde está Oreste?
—Si fueras de ellos harías lo mismo.
Bebí otra copa de licor y me fui.
Fue hermoso salir en la noche y detenerme al borde del barranco. La música y el barullo de los otros me llegaban amortiguados a mis espaldas, me aislaron ante el vacío del campo. Parecía flotar entre las estrellas.
Cuando volví dije en un aparte a Gabriella:
—Afuera espera Oreste.
—Ese está loco…
—No sé quien está más loco de los dos —dije—. A mí no me espera nadie.
Se echó a reír y corrió hacia afuera.
De cuando en cuando se formaba un grupo y Pieretto peroraba, reía, excitaba a las mujeres. Ninguno había propuesto salir en masa hacia los pinos. El gramófono, incansable, cantaba. En el fondo era fácil mezclarse con aquella gente. Ni las mujeres ni Dodó deseaban otra cosa que pasarlo bien. Bastaba, pues, gozar con ellos. La mañana estaba lejos aún.
Los más asiduos bailando eran Poli y aquella delgada de los anillos. De pronto (Gabriella había salido y aún no había regresado) calló el gramófono. Poli y la delgada se detuvieron abrazados, apretándose. Los otros rodeaban a Cilli, quien, arrodillado en la alfombra, se posternaba maullando ante un retrato de Poli incrustado en el suelo. Pieretto asistía a la escena, todavía no satisfecho.
Cilli comenzó las letanías. Mara, la amiga rubia de Dodó, se enjugó los ojos llorosos y les dijo que acabaran con aquello. Los otros aclamaron a Cilli. Poli se acercó vacilante y riendo como los otros.
Pero Pieretto dijo entonces algo; dijo que un dios que se respete lleva la llaga en el costado:
—Que el imputado se desnude —dijo— y que nos muestre la llaga.
Se oyó aún alguna risita, luego todos se callaron y no rió nadie. La delgada, aparte del grupo, jadeaba:
—¿Qué hacen ahora? ¿Qué pasa?
Yo no me atrevía a mirar a Poli. Me bastó el otro rostro encendido.
Alguien puso un disco y las parejas se formaron de nuevo. Me encontré bebiendo con Dodó, que miraba a su alrededor buscando algo.
—No está —le dije—, pero volverá en seguida.
Levantó el vaso guiñándome el ojo discretamente. Yo le hice un gesto, con mucha seriedad. Nos habíamos entendido.
Estaba borracho. El barullo y el zumbido empezaban a nublarme la vista. Vi a Poli sentado al fondo. Alguien hablaba con él, estaba también Pieretto y parecía tranquilo, un poco desvanecido. Estaba pálido, pero todo ahora parecía pálido.
Entraron Gabriella y Oreste.