—No me gusta mucho este pinar —dijo Pieretto acercándose cierta noche con Poli a los árboles—, no es muy salvaje. Se encuentran pocas culebras y bichos.
—¿Qué te ocurre? —le dije.
—Apuesto —dijo él— que tú sí te contentas con esto. —Sonrió.
—Era mejor el pantano. Aquí ni siquiera podemos ponernos en cueros. Demasiado civilizado.
—A mí no me lo parece —dijo Poli—; vivimos como campesinos.
Apareció Gabriella entre los árboles y nos miró con sospecha.
—¿Es un complot? —preguntó.
—Ojalá —dijo Pieretto—. Poli está convencido de vivir como un campesino. A mí me parece que comemos y bebemos como cerdos, es decir, como señores.
—¿Señores? —preguntó Gabriella enfadada.
—¡Qué extrañas cosas tiene la gente! —dijo Pieretto echándose a reír—. ¿Os parece, acaso, que os ganáis la vida?
—Si quieres quedarte en cueros puedes hacerlo —dijo entonces Poli.
—Imposible —dijo Pieretto—. Aquí nos sentimos demasiado civilizados.
—¿Queréis poneros desnudos? —dijo Gabriella—. ¿Y por qué no? Pero esas cosas no las hacen los campesinos.
—¿Oyes? —Pieretto me miró—. La señora tiene tus ideas.
—No me llames señora.
—El hecho es —continuó Pieretto inexorable— que ponernos desnudos, como los animales, no es tan fácil. Y yo me pregunto por qué.
Ella sonrió ligeramente.
—Se entiende —recalcó Pieretto—; me refiero a vivir desnudos, no a desnudarse por juego.
Por entre los árboles se acercó Oreste con aquel aire ofendido.
—Por mí —dijo Poli—, estamos todos desnudos sin saberlo. La vida es debilidad y pecado. La desnudez es debilidad, es como tener una herida abierta… Las mujeres lo saben cuando pierden sangre.
—Tu Dios debe estar desnudo —dijo Pieretto—; si se te parece debe estar desnudo.
Nos sentamos a la mesa algo embarazados. Ni siquiera Pieretto bromeó aquella noche. El más inocente me pareció Oreste, que miraba tristísimo a Gabriella. Algo de la conversación bajo los pinos había quedado en el aire, algo que nos avergonzaba.
De pronto me di cuenta de que entre Poli y Gabriella se cambiaron miradas: eran duras, casi ansiosas, auténticas. Me atacó la vieja impaciencia, la voluntad de estar solo.
Esta vez habló Pieretto:
—Los placeres del Greppo están en las últimas —dijo bruscamente—. Tú, Oreste, ¿qué me dices?
Oreste, cogido por sorpresa cuando lanzaba a Gabriella una mirada enternecida, levantó la cabeza. Pero no sonrió nadie. Ni Poli ni Gabriella objetaron nada. Era evidente que algo sucedía. Volví a pensar en Rosalba.
—Cazadores, la temporada ha terminado —dijo entonces Pieretto.
Oreste sonrió tímidamente.
—Queda aún la de paso —dijo de pronto Gabriella con inesperada vivacidad—. Las chochas, las estarnas. —Se enfadó—. Y antes tenéis que vendimiar.
Hablamos de ello. Era la espina de Oreste, pues existía el acuerdo con su padre de que debíamos estar presentes para la vendimia en San Grato. Lo habíamos discutido a su tiempo y, como siempre, Oreste se enfadó.
—Es un pecado que las viñas del Greppo las vendimien solamente los tordos —dijo Poli—. Consuélate, Oreste, tú vas allá abajo y nosotros te esperamos.
Parecerá extraño, pero precisamente aquella atmósfera de malestar que reinó durante la cena restaba malicia a las miradas. En el silencio que siguió se oyó el resonar agudo de un claxon. Una luz repentina inundó los cristales y Gabriella saltó en pie, animada y exclamando:
—¡Son ellos! ¡Han vuelto!
Se oyó gritar y vociferar. El grito del claxon pareció aquel de Oreste. Poli se levantó de mala gana. Pinotta atravesó la sala camino de la cocina. En un momento me encontré solo, de pie, con Oreste. Recuerdo que me serví de beber no sé por qué, mientras afuera aumentaban las risas y el barullo. Puse la mano sobre la espalda de Oreste y le dije:
—¡Valor!
Comenzó así aquella noche que debía ser la última. Afuera, en el aire sutil y estrellado, reinaba olor de pinos y campo maduro. La luz brutal de los faros de los dos coches daba un color mágico a la grava del camino, a los troncos negros, al vacío de la llanura. De todas partes aparecían los amigos milaneses. Gabriella me presentó aquí y allá, estreché manos, las estrechó Pieretto y, cuando volvimos a entrar para sentarnos, no conocía a ninguno.
Nuestra cena cambió de arriba abajo. Pinotta, que habitualmente nos servía con delantalito, apareció con cofia. Abrieron de par en par el mueble de los licores. Chicas y hombres se arrojaron sobre las butacas protestando y riendo; alguno había comido, algunos bebido; de los coches llegaron cestas, un diluvio de cosas; botellas, dulces; saltaron los tapones. Conté tres mujeres y cinco hombres.
Las mujeres iban con vestidos de viaje, pañuelos en la cabeza, un arabesco de colores y de piernas desnudas. Ninguna de ellas valía lo que Gabriella. Vociferaban, pedían fuego, nos miraban descaradamente a la cara. Se cruzaban los nombres y oí el de Mara. Entre los hombres había un joven delgado con una extraña chaqueta que terminaba en la cintura. Lo llamaban Cilli y, al entrar, lanzó una mirada a Pinotta que les hizo reír a todos. Otro cogió a Gabriella por el brazo y los dos se dejaron caer sobre un sofá. Alguien asistía aparte al tumulto, saludaba a gritos.
Mientras se desahogaban en aquel primer encuentro, fue imposible hablar de nada. Las referencias a Milán, las preguntas, las respuestas, la común excitación arrastraron incluso a Poli, que reía con las mujeres, guiñaba los ojos y respondía con volubilidad. Gabriella, con el rostro encendido, hacía frente a los más cercanos. El argumento de todos era una protesta contra la vida escondida de los dos, el inmoral egoísmo del amor en el campo, el aburrimiento deliberadamente buscado. Un hombre de traje claro, rostro fuerte y sarcástico —cierto Dodó, cuarenta años, según supe más tarde— en un momento de silencio declaró cínicamente que las aventuras se corren con las mujeres de los otros, nunca con la propia.
Pieretto, como un perro de caza, olfateaba el ambiente. Me di cuenta de que Oreste había desaparecido y también Gabriella. Volvieron al instante, transportando una mesita. Vino Pinotta con los ojos bajos llevando hielo. Gabriella, riendo, batió palmas —me fijé que había cambiado de vestido, ahora llevaba uno azul—; invitó a quien quisiera a subir a lavarse. Nos quedamos en la veranda cuatro o cinco y una mujer delgada sentada junto a Poli.