XXVI

Siguió una tarde de penoso silencio. La ausencia de Oreste desbarató la caza. Gabriella se retiró a escribir cartas. Pieretto dijo:

—¡Qué idiota! —Y se fue a dormir.

El más ecuánime de todos me pareció Poli, que se quedó en el salón hojeando revistas, con la botella de coñac al lado. Al verme pasar ante la ventana como ánima en pena me preguntó por qué no me quedaba a beber con él y por qué no llamaba a Pieretto. Volví sobre mis pasos, grité el nombre de Pieretto y me fui.

Anduve durante un buen rato. Hasta ese momento no había ido nunca hasta allí. Me encontré en el caminillo rojo de la altiplanicie, lleno de polvo y de estiércol de bueyes. Un enjambre de mariposas amarillas revoloteaba por encima de mi. El olor a trébol y a establo me gustó y me dije que el mundo no terminaba en el Greppo. Me armé de valor y decidí anunciar aquella misma noche que me volvía a Turín.

Subiendo por el camino miré por última vez la colina. Desde abajo no se veían más que los pinos y las lomas abruptas. Verdaderamente el Greppo era una isla, un lugar inútil y salvaje. Me hubiera gustado en aquel momento estar lejos de allí, y volver a pensar en todo eso desde mi vida habitual. En tal forma aquel monte se había metido en mi sangre.

Me encontré con Rocco, que bajaba despacio por el caminillo. Me dijo que arriba me buscaban.

—¿Quién? —pregunté.

—Por lo que dijo, los cuatro. Estaban tomando el te bajo los pinos.

—¿También el doctor?

—Sí, también el doctor.

«Están locos», pensé, y llegué cauteloso a la cima. Gabriella, con falda rosa, gritó apenas me vio, me dijo que no debía traicionarla, ni tampoco desertar como ayer. Me encogí de hombros y sorbí el té. Oreste, como si nada hubiera pasado (tenía ya el fusil sobre las rodillas), explicó ciertas astucias de tiro. Como Dios quiso salimos a cazar.

Esta vez bajamos en grupo. Toqué en el codo a Pieretto y le interrogué con los ojos. Él se encogió de hombros y miró al cielo.

—Pero ¿no estaban enfadados? —murmuré.

—Ha ido ella a su habitación —repuso.

Me pegué a las costillas de Oreste y le pregunté dónde estaba la liebre que había que matar. En aquel momento Poli dijo algo y él se volvió. Gabriella me miró con una mueca que parecía una sonrisa. Como habíamos dejado el camino, un matorral era suficiente para escondernos de los demás. Latiéndome locamente el corazón (la tuteaba), balbucí:

—¿Puedo hablarte?

Pardon? —dijo ella riendo siempre.

—Esto no funciona, Gabriella —le dije—. Quería hablarte de Oreste.

Nos habíamos detenido. Le vi los ojos muy cerca. Estaba seria y, sin embargo, reía.

—Oreste me desespera —murmuró—. Oreste es malo.

Yo le lancé una ojeada, pero ella se encogió de hombros y se separó de mí. Entonces habló con dureza:

—Díselo tú también. A ti te escucha. Creo que sois buenos amigos, dile que no sea caprichoso. De tipos como vosotros no tengo miedo.

Estábamos ahora entre los árboles y los matorrales. A pocos pasos detrás de nosotros se oía el parloteo de los demás. Gabriella me cogió la muñeca y susurró:

—Tú no sabes bien cuánto lo quiero. No lo sabe nadie. Tan serio, tan gracioso, tan joven… ¡Ay de ti si se lo dices! Pero ha de obedecerme y no tener caprichos.

Salimos al sol y los demás siguieron detrás de nosotros. Silbó algo sobre mi cabeza y resonó un disparo de fusil. Oía gritar a Pieretto. Ella también gritó. Gritamos todos. Oreste había tirado a un ánade —real nos dijo— pero había fallado.

—Pero qué manera… —dijo Gabriella—. ¡Tirarnos en la nuca! ¡Podías habernos dado!

Pero Oreste era feliz.

—Solamente son perdigones —dijo—. Para matar a un hombre se necesitaría hacer el disparo a quemarropa.

—Dame el fusil —exigió ella—. Quiero disparar yo también.

Poli se había quedado al borde de la cuneta como si no tomara parte en el juego. Esperamos que pasara otra ave. Gabriella tenía el arma en el brazo. Oreste miraba de ella al cielo y estaba inquieto y feliz. Como al cabo de un rato no sucediera nada, Poli propuso dirigirnos al pabellón.

Aquella noche en la mesa se habló y se bromeó a costa del ánade real.

—Se hubiera necesitado un perro —se excusó Oreste.

—Lo primero es un buen cazador —añadió Pieretto.

Hablaban con calor, con la boca llena.

—Veo que no has perdido el apetito —dije a Oreste.

—¿Y por qué no había de tener hambre? —dijo Poli—. Es un cazador.

—Además tiene que crecer —añadió presto Pieretto.

—¿Qué tenéis contra Oreste? —saltó Gabriella—. Dejadlo estar. Es mi hombre.

Oreste nos miraba entre confuso y alegre.

—¡Atención! —dijo Poli—. Gabriella es una mujer. ¿Te has dado cuenta de que es una mujer? —preguntó entre ligero y burlón.

—No es difícil —dijo ella—. Soy la única aquí.

—La única —dijo Poli. Guiñó el ojo y sonrió.

Pieretto tenía aire de comprenderlo todo y de estarse divirtiendo. Vi que Oreste inclinaba la cabeza y continuaba comiendo, parecía como si quisiera esconderse. Gabriella lo miró sin dejar aquella sonrisa punzante.

¿Cuánto hacía que le sonreía de aquella manera? Sonreía así a todos, a mí; incluso a Poli. Parecían haber vuelto los primeros días del Greppo. Ella y Oreste desaparecían, se eclipsaban en la terraza y en el bosque. Parecía que jugaban, no había necesidad alguna de esconderse. Yo creo que hubieran podido encontrarse y hablar ante nuestros ojos, ante los de Poli. Gabriella era así. Yo hubiera dicho que ella se reía de nosotros y que con Oreste se desahogaba por todos. Cuando por la noche nos veíamos alrededor de la mesa, el rostro de Oreste parecía el de un muñeco sorprendido. Ni yo ni Pieretto podíamos hacerlo saltar ni siquiera llevando la conversación al terreno de Poli. Por otra parte, ¿qué le importaba? Para Gabriella era sólo un pasatiempo. Se lo dije una noche en que lo vi pensativo, pero él me contestó:

—¿Tú qué sabes?

De vez en cuando reñían en silencio lanzándonos ojeadas. Por las mañanas, cuando Poli tardaba en bajar y Gabriella se encontraba con Oreste entre los pies, ella le decía que nos hiciera compañía, le rogaba que fuera a buscar flores, que acompañara a Pinotta a Due Ponti.

—Muñeco —le decía vete, vete…

Y se lo decía fastidiada, con una rápida sonrisa, saliendo y entrando de las habitaciones. Oreste entonces, desesperado, se iba bajo los pinos. Pero luego bajaba Poli y también Pieretto y entonces Gabriella lo llamaba con dureza, quería que él estuviera allí y le pasaba la mano bajo el brazo. Oreste obedecía bajo la sarcástica mirada de Poli.