—Siento deseos de entrar en un bar —dijo Pieretto cuando volvimos a las escaleras con la botella—, pasar ante un cine, pasar una noche en Turín. ¿Vosotros no?
—A veces —dijo Poli— me pregunto si las mujeres comprenden algo. Si comprenden lo que es un hombre… Las mujeres corren tras ellos o escapan para que las sigan. Ninguna mujer sabe estar sola.
—A la una de la noche encuentras las que quieras —dijo Pieretto.
—Hubo un tiempo en que yo las creía sensuales —dijo Poli mirando a la tierra—, creí que, al menos, sabían eso. Sí, sí, no van más allá de la piel. Ninguna de ellas vale un gramo de droga.
—Pero ¿no depende un poco del hombre? —pregunté.
—El hecho es —dijo él— que les falta la vida interior, libertad. Por eso van siempre detrás de alguien que no encuentran. Las más interesantes son las desesperadas, las que no saben gozar… No las satisface ningún hombre. Son verdaderas femmes damnées.
—Dans les couvents —añadió Pieretto.
—No —rebatió Poli—. En los trenes, en los hoteles, por el mundo. En las mejores familias. Las mujeres encerradas en un convento, en una pensión, es que han encontrado un amante, el dios al que ruegan o el hombre que han matado. No las deja un momento y ellas están en paz.
Oí un rumor sobre la grava, esperé que fueran Oreste y Gabriella y se terminara todo. Pero debía ser una alguna lagartija.
—Ese discurso no te afecta a ti —dijo Pieretto—. ¿O quieres matar a alguno?
Poli encendió el cigarrillo y volvió a su posición normal, con los ojos semicerrados. Me parecía preocupado. Dijo desde su oscuridad:
—No soy bastante altruista para hacerlo, ni es placer que me guste.
—Él deja que la gente se mate por sí misma —contesté a Pieretto.
Callamos durante un largo rato y miramos las estrellas. De la colina, en el fresco de los pinos, subía un olor dulce, casi de flores. Me acordé de las gelsominas del pabellón y de que en un tiempo, bajo la sombra del bosquecillo, debieron parecer otras tantas estrellas. ¿Había vivido alguien en aquel pabellón?
—Los animales —siguió Poli— comprenden al hombre. Saben estar solos mejor que nosotros.
Cuando Dios quiso volvió Gabriella corriendo.
—¡No me coges! —gritaba.
Llegó Oreste tranquilo.
—Tu flor —le dijo.
—Oreste ve en la oscuridad, como los gatos —rió ella—. Incluso me trata de tú. ¡Eso es! —gritó—. Tratadme todos de tú y no se hable más del asunto.
Cuando al fin entramos y encendimos las luces estábamos ya más desenvueltos. Nos dispersarnos por la sala y Gabriella, canturreando, buscó un disco. Llevaba una flor en los cabellos. Se abandonó en una butaca y escuchó una canción. Era un blues lento, sincopado, con voz de contralto, que resonaba. Oreste callaba de pie junto al gramófono.
—Es bonita —dijo Pieretto—. No la habíamos oído nunca.
Gabriella sonreía y escuchaba.
—¿Es de los discos de Maura? —preguntó Poli.
Así terminó la velada y nos fuimos a dormir. Dormí mal, con sueño pesado. Me despertó Pieretto, que entró en mi habitación cuando el sol estaba ya bastante alto.
—Me duele la cabeza —le dije.
—No eres el único —dijo—. Oye y verás.
La voz del disco, la de contralto, llenaba la casa.
—Están locos, ¿a esta hora?
—Es Oreste que saluda a su bella —dijo Pieretto—. Los demás duermen.
Hundí la cabeza en la palangana y bufé:
—¿No te parece que Oreste exagera?
—Bobadas —dijo él—. A quien no comprendo bien es a Poli. No esperaba que se quejara. Se diría que rechaza los cuernos.
Me estaba peinando y me detuve.
—Si he comprendido bien —dije—, Poli está harto de mujeres. Ha dicho que lo dejaban sin respiración. Prefiere a los animales o a nosotros.
—¡Ni lo sueñes! ¿No te das cuenta lo que sufre cuando habla de ellas? Ése es un loco enamorado.
Cuando bajarnos, la canción había terminado hacía un rato. Pinotta quitaba el polvo; nos dijo que Oreste, apenas puesto el disco, se había ido en el birlocho diciendo que volvería a mediodía.
—Ése no tiene paz —dijo Pieretto—. Ya estamos.
—Volverá en bicicleta.
Pieretto se echó a reír y hasta Pinotta me miró con impertinencia.
No pude aguantarme.
—Quién sabe —gruñí— el efecto que le producirá ahora la estación.
—Le hará bien a la salud, le hará bien a la salud. —Pieretto se frotó las manos. Luego dijo a Pinotta—: ¿Se ha acordado de aquellos cigarrillos?
A las once, no pudiendo más, llamé a la habitación de Poli. Quería pedirle una aspirina.
—¡Adelante! —me dijo.
Estaba en la cama del baldaquín, con un bonito pijama granate, y, sentada en el alféizar de la ventana, ya con pantaloncitos, se hallaba Gabriella.
—Perdonad.
—Éste es el día de las visitas —dijo mirándome divertida.
Había algo extraño en el aire. No me gustaron sus caras. Ella misma se levantó para ir a buscarme el calmante. Atravesó la estancia de baldosas rosa lucidísimas y revolvió en un cajón.
—Con tal que no me equivoque. —Me miró riendo en el espejo.
—Está en el baño —dijo Poli.
Gabriella salió.
—Lo siento —balbucí—, la noche anterior no dormimos nada.
Él me miraba sin sonreír, aburrido. Tuve la impresión de que no me veía. Movió la mano y sólo entonces me di cuenta de que estaba fumando.
Volvió Gabriella y me dio el tubito.
—Bajaremos en seguida —dijo.
Pasé la mañana en la gruta, con mi dolor de cabeza. Me preguntaba si desde el mirador de Gabriella se veían las cañas donde yo estaba. Pensaba en la vieja Justina, en la madre de Oreste y en lo que hubieran dicho de haber sabido lo que sucedía en el Greppo. Pero aquella mañana me sentía más tranquilo, me parecía que lo más difícil hubiera sido aceptado, que todavía se podía arreglar algo. «Ése estúpido —me decía—, teniendo ya una chica… Por lo visto, está hecho así».
Volví a subir, pero no encontré a nadie y me quedé bajo los pinos. ¡Quién sabe si habría vuelto Oreste! La llanura humeaba entre los árboles, en la luz. Cada vez que volvía de una de aquellas excursiones pensaba que podía ser la última, pero mientras Poli no nos arrojara de allí, quería decir que nos soportaba; de haber tenido razón Pieretto, Poli nos habría ya expedido. Poli era siempre el mismo: con tal de tener a Pieretto soportaba a Oreste e, incluso a mí, para hablar, por indolencia, por la villanía de siempre.
Oreste acababa de llegar. Me lo dijo Pieretto.
—Están tomando el sol en la terraza.
Lo decía con aire inocente. Poli, junto a él, no pareció hacer caso. Tampoco parecía haber dormido mucho. Fumaba y vi que le temblaba la mano.
—¿Toman el sol arriba? —balbucí.
Me miró como se mira a uno que molesta. Se pusieron a hablar de Dios. Comiendo, Poli dijo algo. Se quejó con aquel de nosotros que se había puesto a tocar un disco a las siete de la mañana; la tomó con Gabriella, que le había despertado. Dijo con hastío:
—Cada cosa a su tiempo.
Ella lo miró con ferocidad. Pero fue Oreste quien, compungido, bromeando, declaró que el culpable había sido él.
Todos nosotros guardamos silencio. Ella lo miró. Estaba de veras enfadada.
—Tengo que vivir entre locos y fantoches —dijo con maldad.
Entonces Oreste, rojo hasta la raíz de los cabellos, arrojó la servilleta y salió.