Cuando, a media mañana, llegaron los tres en el birlocho, yo estaba ronco y aturdido: durante toda la noche habíamos hablado de la muerte de Rosalba. Poli no sabía gran cosa. Se había matado en aquella pensión de monjas —veneno, un narcótico—, cuando él se marchó al mar. Habíamos paseado bajo los pinos, rodeado el estanque y hablado en voz baja hasta que se hizo de día. Él decía que la muerte no es nada porque no somos nosotros quienes la hacemos; dentro de nosotros hay gloria, paz y nada más.
Le pregunté si la cocaína formaba parte de la paz del alma. Me respondió que todos empleaban drogas, del vino a los somníferos, del nudismo a la crueldad de la caza.
—¿Qué tiene que ver el nudismo?
—Mucho; hay quien va desnudo entre la gente por el gusto de embrutecerse y violar una norma humana.
No bastó la noche entera para hacerle admitir que entre suicidio y muerte por enfermedad o por desgracia hay un buen salto. Luego hablaba de Rosalba con la voz balbuceante de un chiquillo emocionado. Hablaba con cierta ternura de cuando estuvo a punto de morir, de que ninguno tenía la culpa de nada; Rosalba estaba muerta; los dos estaban ahora bien.
Durante toda la noche, casi dándole la razón, bebimos, discutimos y fumamos. El primer rayo de sol nos encontró en la butaca y a Pinotta despeinada haciendo café. Entre las agujas de los pinos se transparentaba la luna. Ahora hablábamos de caza, de los pobres animales; Poli decía que de todas las drogas no comprendía la sangre derramada; era eso lo que Rosalba le había enseñado; la sangre tiene algo de diabólico: «Oreste quiere ir a cazar, sin comprender que eso a un hombre puede llegar a repugnarle. Que vaya si quiere, pero que deje a los otros en paz».
La luz del día me calmó un poco, pero la tensión, el cansancio, la ira sorda no me dejaron dormir. Cuando oí las voces alegres, me irrité contra Pieretto porque estaba seguro de que lo sabía y no me había dicho nada. No bajé en seguida; miraba vagamente el techo y pensaba que Rosalba, la cocaína, la sangre derramada y la colina, todo era un sueño, una burla que todos habían acordado jugarme. Bastaba descender, unirme a ellos, disimular, no dejarme arrastrar por sus burlas. Y, eso sí, reírme en su propia cara…
Un fragor, un estallido me hizo saltar de la cama. Corrí a la ventana y los vi riendo mientras bajaban del birlocho. Oreste blandía un fusil aún humeante. Gabriella se había enganchado el borde del vestido y gritaba: «¡Ayudadme a bajar!».
Salieron corriendo la cocinera y Pinotta; salió también Poli. Comenzaron las discusiones y los saludos. El vino, la feria, los baches de la carretera… «¡Cuánto nos hemos reído —decían—; hemos pasado por el pueblo de Oreste!». El caballo piafaba con la cabeza baja.
Bajé yo también, y llegó el mediodía antes de que el barullo se calmase. Tumbados en las butacas suspiraban y vociferaban comentando una cosa y la otra. Reinaba entre ellos un entendimiento, el reflejo de la juerga común.
—Gente que sabe divertirse —decían—. La de los pueblos es gente que se sabe divertir.
Pieretto se había caído en una cuneta y pegado con un tabernero, luego había tocado las campanas y hecho salir al sacristán, robaron uva de una viña…
—Y así —dijo Pieretto, sentado en el brazo de la butaca de Gabriella—, ¿has preparado tus fusiles, Poli? Si queréis, nosotros haremos de perros.
Algo más tarde, por fin, se calmaron los ánimos. Gabriella subió para arreglarse. Miré a Oreste, tranquilo y feliz. La creciente intimidad con Gabriella iba reflejada en sus ojos. No había necesidad de preguntarle nada.
Pero no comprendía a Pieretto, que se había puesto a bromear con Poli. Hablaban de un labrador que había conocido al abuelo de Poli y contaba cuántas mujeres había dejado encinta en los pueblos de alrededor.
—Es un viejo gusto de familia —dijo Poli—. Al campo no le iba mal.
—¡Qué lástima! —dijo Pieretto—. Qué lástima que Gabriella te quiera tanto como te quiere. Podría pagar deudas de familia. Tienes que mandarla a menudo a estas fiestas.
Fuera lo que fuera lo que Pieretto tuviera en la mente, fue Oreste quien dio un grito inarticulado. Poli levantó un ojo con perplejidad. Oreste se hallaba ya ante Pieretto sin pronunciar palabra. Se miraron fijamente un instante, encarnados los dos, pero ya Pieretto había vuelto en sí.
—¿Qué te ocurre? —preguntó bruscamente—. ¿Te ha hecho daño el tiro al plato?
Oreste lo miró, miró luego a Poli, y salió sin pronunciar palabra.
Apenas estuvimos solos en la escalera le pregunté a Pieretto si sabía lo de Rosalba. Me contestó con calma que hacía tiempo y que desde los días de Turín se lo esperaba. «¿Qué querías que hiciera una mujer en aquella situación? Una mujer no tiene escapatoria posible. Son incapaces de un pensamiento abstracto…».
—Poli es un bastardo y un inconsciente.
—¿No lo sabías? —dijo—. ¿Dónde vives?
Le hubiera pegado. Me mordí la lengua. En aquel momento pasó Gabriella por el pasillo, nos lanzó un saludo y corrió escaleras abajo.
—¿Qué clase de nuevo lío es éste? —pregunté—. ¿Quién de vosotros dos la ha seducido?
—Quién cree haberla seducido querrás decir. No ha nacido aún quien lo llegue a conseguir.
—Alguien se lo está tomando en serio.
—Puede ser —se burló Pieretto—. ¿Le diste tú ese consejo?
Comprendí entonces que él era aún más inocente que yo. Le tomé del brazo —algo que nunca había hecho— y nos acercamos a la ventana.
—Ya hace tres días que dura —le dije— y puede haber un conflicto. Por algo decía yo que era mejor marcharnos. Por mí se pueden matar si quieren. No me importa Poli, pero me importa Oreste.
—¿Qué te da miedo? ¿La escopeta? —dijo Pieretto echándose a reír.
—Veo que tú también has pensado en ello. Lo que me da miedo es que no se le puede decir nada a Oreste.
—¿Sólo eso?
—No me gusta la cara de Poli, ni sus elocuentes discursos. No me gusta esa historia de Rosalba.
—Pero te gusta Gabriella.
—No cuando se emborracha. Esta gente no es como nosotros.
—Pero tienen su encanto —dijo Pieretto—. Sí, hombre, tienen su encanto.
—Tú dijiste que nos detestan.
—¡Tonto! —dijo él—. Al menos la gente que nos detesta es sincera. ¿O acaso no te gusta la gente sincera?
—Pero Oreste se ha de casar con Giacinta…
Continuamos así hasta que nos llamaron para comer. Encontramos a Poli perplejo y aburrido, Oreste huidizo y Gabriella, con los cabellos lavados, que parloteaba de los madroños rojos que llevan los bueyes y del hedor abominable del acetileno.
—A mí me gusta el olor de acetileno —dijo Pieretto—. Me recuerda los puestos de invierno y las cornetas de juguete.