XXII

Para poder llevarnos a la feria, Oreste fue a casa a buscar el birlocho, pero como no cabían más que tres y a Poli le dolía la cabeza, y allí se iba a bailar, dije que yo también me quedaba en el Greppo, porque un día de permiso tiene su encanto.

—Sois unos patanes —dijo Gabriella sentada entre Oreste y Pieretto—; pero siento que no vengáis.

Se alejaron entre risas. Pasé la mañana en la gruta de la hierbabuena. En aquel punto el barranco daba en el cielo y un repecho escondía la llanura. Era un recuerdo de otros tiempos, quizás había habido allí una viña. En la boca de la gruta me puse desnudo y tomé el sol. Desde los días del pantano no lo había vuelto a hacer. Me asombré al encontrarme tan negro, casi tanto como los tallos de la hierbabuena. Pensé muchas cosas dejando vagar la mirada aquí y allá. De la mancha de árboles que cerraba y reparaba el claro podía llegar alguien, pero ¿quién? Ni las cocineras, ni Poli. Los espíritus del bosque, quizás, o un animal del Greppo —seres desnudos y salvajes como yo—. En el cielo claro, sobre las cañas, la hoz blanca de la luna daba un aire mágico, emblemático, al día. ¿Por qué existirá una relación entre los cuerpos desnudos, la luna y la tierra? Hasta el padre de Oreste había bromeado acerca de ello.

Al mediodía volví a la villa entre pinos, vieja y blanca como la luna. Vagabundeé por detrás de la casa alrededor del invernadero, vi por la ventanilla la cabeza colorada de Pinotta que planchaba sobre una tabla. Mientras miraba por la puerta abierta aquellos ricos jarrones de flores ya marchitas, salió el viejo Rocco y refunfuñó alguna cosa entre dientes. Hablamos; me dijo que tenía buen color en la cara.

Le dije que el aire del Greppo era bueno. Si Poli era un señor tan sano y vivaz, ¿no lo debía acaso a los años pasados en el Greppo? Pinotta se puso a escuchar con aquellos ojos suyos siempre enojados.

—Sí, sí —dijo Rocco—, por aire no nos quejamos.

«Estaría bien —pensé— que Poli hiciera el amor con ésta».

Sonreí porque Rocco me miraba un poco atravesado. Luego escupió la colilla en la mano, una gruesa mano ennegrecida, y gruñó algo. Se quejó de la estación. Dijo que el agua del estanque no bastaba y que había que llevarla a brazo. Antes había una bomba pero ahora estaba rota.

Pregunté de dónde procedía el agua que bebíamos.

—Del pozo —dijo Pinotta.

—¿Y quién la saca?

La cabeza roja se agitó salvajemente.

—¡Yo la saco!

Quería que Rocco me describiera la selva, la vida de otros tiempos, pero los redondos ojos de Pinotta no me dejaban en paz. Pregunté entonces si alguien se bañaba en la terraza y con qué agua. Ella contestó a su modo: en la terraza la señora tomaba baños de sol.

—Creí que usted llevaba el agua.

—No se ha matado nadie aún.

Hablaba ahora con más confianza y me preguntó por qué no había ido a la fiesta del pueblo con los otros. Este argumento interesó también a Rocco. Me miraron.

—No cabíamos en el birlocho —corté.

El viejo sacudió la cabeza. «Demasiada gente —refunfuñó—, demasiada gente».

Poli, que seguía con mal color, bajó un momento a la hora de comer, luego volvió a su habitación y apareció de nuevo al anochecer. En todo el día apenas cambiarnos diez frases, no sabíamos qué decirnos, él sonreía con aquella sonrisa cansada y paseaba. Durante toda la tarde no hice otra cosa que hojear los viejos libros de la habitación de juego, álbumes amarillentos, viejas enciclopedias y colecciones ilustradas. Cuando, al crepúsculo, entró él, levanté la cabeza y le dije: «¿Volverán para la cena?».

Levantó los ojos y aclaró: «Yo diría de beber algo, mientras», propuso.

Bebimos sentados bajo los pinos.

—El tiempo pasa —dije—. Incluso aquí, en donde todo parece detenerse. Usted, en el fondo, se encuentra bien solo.

Sonrió. Estaba en mangas de camisa, moreno, y se le veía la cadenita.

—¿Por qué —empezó— no nos tratamos de tú? Los dos somos amigos de Oreste.

Así lo hicimos. Se informó educadamente de mi vida en Turín, de lo que pensaba hacer a mi regreso. Hablamos de Pieretto; le conté que las mujeres de la casa de Oreste lo creían un teólogo y él se echó a reír con animación; dijo que Pieretto valía mucho más, pero que tenía un defecto, no creía en las fuerzas profundas, en la inocencia inconsciente que está en nosotros mismos.

Le pregunté si pasaría el invierno en el Greppo. Asintió taciturno.

—Pienso —le dije— que el verte en este lugar en donde has estado de chico debe producirte cierta impresión. Para ti, todo debe tener una voz, una vida suya, especialmente ahora.

Él callaba y escuchaba con sus ojos:

—… Cuando llegué aquí —continué— sentí una gran emoción. ¡Figúrate! Y eso que no había estado jamás. Pero esta mezcla de abandono y de raíces —no simple campiña sino algo más— me interesaba. ¿Cuándo tú eras chico ya estaba así?

Él seguía mirándome.

—La casa es la misma —dijo al fin—; había más gente, más criados, pero no ha cambiado nada.

—No hablo de la casa, sino de los bosques, de los viñedos mal cuidados, de este aire salvaje. Esta mañana tomando el sol en la gruta me parecía que la colina tenía sangre, voz, vida…

Le vi replegarse:

—… Tú, que has vivido tanto tiempo aquí, ¿has pensado así alguna vez del Greppo?

Mientras hablaba me decía dentro de mí: «Si tú eres un loco, ahí tienes otro. ¡Quién sabe si alguna vez iremos de acuerdo!».

Poli dijo, atormentando el vaso:

—Como todos los chicos estaba loco por los animales. Teníamos perros, caballos, gatitos. «Bub» era un irlandés de trote que luego se rompió el lomo. De los animales me gusta la indolencia, son más libres que nosotros.

—Quizás aquello que yo siento en las colinas lo encontrabas tú en los animales, ¿te gustaban las bestias salvajes, liebres, zorros…?

—No —dijo resuelto—. Yo con los animales hablaba como contigo. No se puede hablar con los animales selváticos. Me gustaba «Bub» porque se dejaba azotar. Me gustaban los gatitos porque los tenía en las rodillas. ¿Comprendes? Como con una mujer, como estar con mamá…

—Mamá es otra cosa —continuó—. ¡Pobrecilla! Me ha hecho sufrir. Fue el invierno que estuvo en Milán y pasé la Navidad sólo con los criados y la nieve. Miraba la nieve desde la oscuridad de la ventana y si las mujeres me buscaban no contestaba para hacerlas sufrir.

Así pasó aquella noche. A medianoche nos pusimos a cenar. Pinotta nos miraba a los dos, solos en aquella mesa, y parecía divertirse bastante. Iba y venía taconeando. Sentía cierta ansiedad, más que el propio Poli. Bebimos bastante y en cierto momento, no sé cómo fue, le hablé de Rosalba. Le pregunté dónde estaba, qué había sido de ella.

—¡Oh! —dijo melancólico—, ha muerto.