XXI

Me burlé de Oreste porque desde hacía tres días no iba por el pueblo y dormía en una habitación de la planta baja, junto a la de la cocinera.

—De él me fío —había dicho Gabriella.

Oreste subía por la mañana a despertarme y fumábamos en la ventana.

—Durante toda la noche he estado dando vueltas por los bosques —me dijo.

—¿Por qué no me has dado un silbido? —dije—. Te hubiera acompañado.

—Quería estar solo.

Puse la misma cara que hubiera puesto Pieretto en semejantes circunstancias, pero me arrepentí. Oreste bajó los ojos como un perro.

—¿Hay alguien más en esta historia?

Él no respondió, miraba el cigarrillo.

—Vamos a la terraza —dije.

Se llegaba allí por una escalerita de madera que terminaba en una trampa. Nunca habíamos subido. Al mediodía Gabriella tomaba el sol en aquel sitio.

Atravesamos el pasillo de puntillas. La escalerita rechinó inmediatamente bajo nuestros pies. Oreste salió el primero.

Era una especie de galería descubierta bajo el cielo, y el sol fresco la inundaba completamente. Un muro de ladrillos la cerraba, y columnitas a todo alrededor sostenían traviesas de madera puestas en forma de pérgola. Sobre el muro, macetas con geranios de color escarlata y las puntas oscuras de los pinos que afloraban a su alrededor.

—No está mal. Esta mujer sabe vivir.

Oreste miraba perplejo. Taburetes y albornoces, así como una hamaca se hallaban plegados contra la pared. Pensé que desde la hamaca abierta no se debía ver otra cosa que el cielo y los geranios.

—Querido mío —dije a Oreste—. No hay ninguna necesidad de llevarla al pantano. Está más negra que nosotros.

—¿Tú crees que toma el sol aquí? —balbuceó.

—¿Te ha invitado a venir? —sonreí y de nuevo me arrepentí. Oreste no apartaba los ojos del albornoz.

—Felices las hormigas y los abejorros —dije—. Bajemos.

¿De quién era la culpa aquella mañana? ¿De quién me burlaba? Pensando en ello hoy, doy la culpa al Greppo, a la luna, a los discursos de Poli. Hubiera tenido que decir a Oreste: «Vámonos a casa». O hablar con Pieretto. Quizás éste aún hubiera podido salvarlo. Pero Pieretto, que comprende todo, durante aquellos días no se dio cuenta de nada.

Por otra parte también me gustaba aquel juego. Se acercaba el mediodía y Gabriella, que durante toda la mañana había paseado por casa en pantaloncitos cortos, charlado y cerrado de golpe las puertas, que había hecho correr a Pinotta, Gabriella desaparecía de pronto, dejándonos bajo los pinos soleados o en la tranquila veranda leyendo o escuchándonos el uno al otro. Oreste y yo nos lanzábamos una ojeada; era un secreto nuestro, y aquella hora de sol transcurría en suspenso, lenta. Una mañana en que Poli se fue arriba y ya no lo vimos durante un rato, vi que Oreste palidecía. Yo no estaba celoso de él, no pensaba seriamente en Gabriella, pero ni siquiera me preguntaba si él lo pensaba. Disfrutaba con aquel juego, eso era todo. Era algo así como el secreto del pantano, tan innocuo como aquel, y procuraba que Pieretto no lo comprendiera. Porque era un tipo capaz de hablar de ello en la mesa.

Cuando quise decir a Oreste: «¿Pero no te espera Giacinta?» comprendía que ya era tarde. Fue la mañana en que él no respondió a mi acostumbrada llamada: no estaba. Gabriella le había hablado. Salieron con el primer rayo de sol, juntos, después del temporal de la noche. Desde mi ventana los vi volver riendo sobre la hierba. Precisamente aquella mañana Poli no salió de su habitación. Me encontré a Pieretto y a Pinotta abajo, charlando. La criada me lanzó una mirada aviesa. Pieretto dijo: «Ya estamos de nuevo. Ese cretino ha vomitado». Pinotta contó que la habían llamado para limpiar la vomitona de la colcha.

—¿Ha ocurrido otras veces? —preguntó Pieretto.

—Siempre que beben demasiado —contestó ella.

Pero la noche anterior no habíamos bebido más que naranjada, es más, el aire pesado y los primeros relámpagos nos produjeron una inquietud, un mal humor que en mí se había convertido en malestar, verdadero sentido de culpa y, volcando la conversación sobre nuestra estancia en el Greppo, dije que ya era tiempo de marcharnos. Me saltaron encima —ella también— y se empeñaron en explicarme que se estaba muy bien y que aún había que hacer tantas cosas.

—La única que podría quejarse —dijo Poli— es Pinotta, pero Pinotta no puede quejarse.

Entonces (el resplandor de los relámpagos aclaraba los pinos) añadí que no comprendía por qué ellos venían a estar solos al Greppo, si luego necesitaban nuestra compañía.

—Presuntuoso —dijo Gabriella. Un trueno nos hizo entrar en la casa y no se habló más del asunto.

Pieretto entró en mi habitación y discutimos la recaída de Poli.

—Lo esperaba. Ese cretino se lo toma en serio —dijo—. Ya puede tenerlo el padre en el campo… Dentro de una hora se levantará. Peligro no hay… Esto sucede por ser hijos de Dios.

—Menos mal que está Oreste.

Pieretto torció la boca. Pensaba en Poli.

—Es un vicioso —dijo—. La culpa es de este mundo en donde los padres tienen demasiados millones. Así, en vez de partir de la orilla como todos los animales, los hijos se encuentran ya en aguas profundas cuando aún no saben nadar. ¿Tú sabes qué clase de vida le han dado a este chico?

Me contó una fea historia de criados, gobernantes que padre y madre le habían procurado en el Greppo hasta los trece o catorce años. Le habían enseñado toda clase de tonterías de las cuales la principal era que rico se nace y que era justo que las mujeres hicieran la reverencia a mamá. Ante Dios, se comprende, todos eran hijos suyos. En efecto, una criada se lo había llevado a la cama apenas cumplidos los doce años y le había chupado la médula durante meses. Luego, no contenta con eso, se lo llevaba al interior del bosque y jugaban a encorrerse, así que Poli era ya un libertino antes de ser hombre.

—Para él la vida son esas cosas —decía Pieretto—. Robaba los somníferos a su madre para drogarse. Masticaba tabaco, abofeteaba a las criadas para tener así el pretexto absurdo de abrazarlas y que lo abrazaran.

—El cerdo es él —dije con impaciencia—. ¿Qué tiene que ver el dinero? No todos los que son como él son iguales.

—Se parecen, sí —dijo Pieretto—. Pero él tiene esto, diga lo que diga su mujer, que es más ingenuo que los demás. Él lo hace todo con seriedad. Ya verás como, si no se muere, se hace budista.

Fue entonces cuando vi, a través de la ventana, a Gabriella y a Oreste que volvían riendo. Resbalaban sobre la hierba y se reían. Dije a Pieretto:

—¿Y Gabriella? ¿No toma ella cocaína?

—Ésa se burla de todos nosotros —dijo—; le divierte.

—Pero ¿por qué están juntos?

—Están acostumbrados a reñir.

—¿No crees tú que se amen?

Pieretto rió a su manera y silbó:

—Esta gente —dijo— no tiene tiempo que perder. Sus problemas son más simples. Casi siempre de la parte del dinero.

Bajamos a la veranda y vi a Oreste y la vi a ella. Gabriella venía de ver a Poli que tenía la habitación separada de la suya, y había dicho: «El enfermo ha resucitado». Nadie habló de la droga. Tanto a ella como a Oreste le reían los ojos de tal manera que nos olvidamos de Poli. Continuamos discutiendo el proyecto de ir al día siguiente a una fiesta de los alrededores a bailar; era un pueblo famoso por la feria de agosto. Cuando Gabriella se eclipsó a mediodía lancé una rápida ojeada a Oreste y vi que no quería responderme. Estaba sentado con abandono y rumiaba algo dentro de sí, pero aún le brillaban los ojos. Entonces pensé en serio en Giacinta.