XX

Por la noche nos quedábamos en la veranda bebiendo, escuchando discos, jugando.

—¿Hay alguien más inútil que yo? —decía Gabriella—. Ni siquiera sirvo para divertiros.

Bailaba un poco con cada uno de nosotros. Luego volvía a sentarse. Las primeras noches callábamos y escuchábamos, siguiendo con los ojos los pasos, la falda azul celeste.

—¿Quién puede ser más inútil que yo? —repitió cierta noche estirándose—. Estoy cansada de vivir.

—Parece que lo dice en serio —susurró Pieretto.

—Cansada de todo —prosiguió—, de despertarme por la mañana, de vestirme para bajar, de vuestras conversaciones tan inteligentes. Me gustaría ir a la taberna y emborracharme con los peones.

—Eso es masoquismo —dijo Poli.

—¿Y qué? —dijo ella—. Me gustaría un hombre que me destrozara. No merezco otra cosa.

—¡Oh! Ya estamos en crisis.

—Sí —cortó ella fríamente—. En crisis. Eso está muy de moda por aquí. Usted, Oreste, ponga mucha atención o terminará como nosotros.

—¿Él solamente? —preguntó Pieretto.

Gabriella torció la boca:

—Frente a Oreste no somos más que carroñas —dijo. Y abarcó con una ojeada a todos, incluyéndome a mí—. Es el único sincero y sano.

Oreste la miró con tal brusquedad que nos hizo reír a todos. Ella también sonrió:

—¿No es cierto que usted no tiene crisis de sinceridad? —le dijo—. ¿Ha mentido alguna vez en su vida, Oreste?

—Hay crisis y crisis… —comenzó Poli.

—¡Ya lo creo! —contestó Oreste contento—. ¿Y quién no cuenta paparruchas?

Entonces Poli empezó a quejarse y a acusarnos, a Gabriella, a la gente, de detenernos en la superficie de las cosas, de reducir la vida a un drama inútil, a una serie de gestos y etiquetas sin sentido. La gente se agitaba y se jugaba la conciencia en las cosas más materiales y estúpidas. Quién pensaba en el empleo, quién en los vicios mezquinos, quién en el mañana. Todos se debatían y rellenaban el día con palabras y vanidad.

—Pero si queremos ser sinceros —dijo—, ¿qué es lo que nos importa de estas bobadas? Somos carroña, eso es lo que somos. Y entonces digo yo, ¿a qué se llama crisis? No precisamente a emborracharse con los mozos de cuerda y los patanes que no valen un dedo más que nosotros. No hay más que concentrarnos en nosotros mismos para descubrir quiénes somos.

—Ya lo has dicho tú —dijo Pieretto.

—¿Para que sirve todo lo demás? —continuó el otro, testarudo—. El resto se compra, los otros pueden hacerlo por ti.

—No todos disponen de medios suficientes —dijo Oreste.

—¿Y bien? He dicho pueden, no que lo hagan. Son siempre cosas que no dependen de nosotros. Nadie puede decirte quién eres.

—¡Pero si somos carroña! —saltó Gabriella—. ¡Oh, Poli! ¿No estabas de acuerdo en que lo somos?

—Poli sostiene otra cosa —dijo Pieretto—. Sostiene que todos tenemos tendencia a contentarnos con la etiqueta, con el juicio corriente. No basta saber que somos carroña, eso es demasiado poco, hay que preguntarse por qué y comprender que podríamos no serlo, que también nosotros estamos hechos a semejanza de Dios. Así resulta más divertido.

Gabriella fue a poner un disco. A las primeras notas abrió los brazos e imploró:

—¿Quién me quiere?

Se levantó Oreste y nosotros continuamos hablando. Ahora Poli decía, mirando al soslayo, que si Dios estaba dentro de nosotros, no veía el motivo por el cual había que buscarlo en el mundo, en la acción.

—Si nos ha sido dada la semejanza con Él —murmuró— ¿a quién toca sino al hombre interior?

Yo seguía con los ojos la falda celeste y pensaba en Rosalba. Estuve a punto de decir: «Esta escena ha sucedido otra vez», pero me pareció que una extraña sorpresa iluminaba el rostro de Pieretto.

—¿Estás seguro que eso no es una vieja herejía? —murmuró.

—No me interesa —dijo Poli bruscamente—; me basta con que sea verdad.

—¿Tanto te importa —dijo Pieretto— parecerte al Padre Eterno?

—¿Y qué hay más que eso? —contestó el otro convencido—. ¿Te dan miedo mis palabras? Dales el nombre que quieras. Yo llamo a Dios la absoluta libertad y certidumbre. No me pregunto si Dios existe, me basta ser libre, cierto y feliz, como Él. Y para llegar, para ser Él mismo, basta que un hombre toque el fondo, se conozca profundamente.

—¿Queréis dejarlo ya? —gritó Oreste por encima del hombro de Gabriella.

No le hicimos caso. Pieretto dijo alegre:

—Y tú, ¿tocas ese fondo? ¿Bajas a él a menudo?

Poli asintió sin sonreír.

—Creía —continuó Pieretto— que el mejor modo para conocerse uno era aceptar la propia responsabilidad. ¿Has pensado en lo que harías si viniese el diluvio?

—Nada —dijo Poli.

—No me has entendido —dijo Pieretto—. No lo que quisieras, sino lo que harías, lo que las piernas te harían hacer. ¿Escapar? ¿Caer de rodillas? ¿Bailar alegremente? ¿Quién puede decir conocerse a sí mismo si no ha visto de cerca la necesidad? La conciencia es sólo una cloaca. La salud está en el aire libre, entre la gente.

—He estado entre la gente —dijo Poli cabizbajo— desde muy niño. Primero, en el colegio. Después, en Milán; siempre he vivido con ella. Me he divertido, no lo puedo negar. Supongo que esto pasa a todos. Me conozco y conozco a la gente… Ese no es el camino.

—A mí —dijo Gabriella al pasar— me sabe mal morir porque no veré más a nadie.

—¡Usted baile! —gritó Pieretto.

—Pero tiene razón —dije a Poli—. Tú, en cambio, ¿ves a Dios en el espejo?

—¿Qué quieres decir?

—Pura lógica. Si el mundo no te interesa y llevas a Dios dentro de los ojos, mientras estés vivo lo seguirás viendo en el espejo.

—¿Y por qué no? —dijo Poli—. La propia cara no la conoce ninguno.

Hablaba con aire tranquilo que me hizo pensar.

La música había cesado. En el silencio, a través de los cristales se oían los grillos.

—Vuelve la angustia —dijo Gabriella a bracete de Oreste—. Estamos hartos de vosotros.

Salimos todos bajo la luna que parecía ahora enorme y descendimos por la carretera.

—Haría falta un local allá abajo —dijo Pieretto—; así tendríamos una meta.

Gabriella, que nos precedía con Oreste, dijo:

—¡Ay de vosotros si volvéis a hablar del diluvio!

Yo caminaba entre los dos grupitos, olfateando la tierra, la luna, la hierbabuena. Pasamos bajo el talud de los higos de India. Las matas y los árboles sobre las lomas descubiertas hacían mil juegos de luna. Había en todo un hálito ligero que parecía el respiro de la noche.

Oreste nos nombró los animales que poblaban el Greppo. Había urracas, ardillas y algún lirón, liebres y faisanes. Para mí los grillos y las cigarras me cantaban día y noche en la sangre, daban voces al verano, vivían. A veces su estruendo era tan grande que me hacía estremecer: tenía que llegar hasta las serpientes, hasta las raíces de la tierra. Me preguntaba si los dueños del Greppo, no tanto Poli y Gabriella que no eran nada, sino el antepasado cazador y los guardianes de su tiempo, habían amado esta tierra, este monte salvaje, como a mí me parecía amarlo ya. Cierto, mejor que nosotros, ellos lo habían poseído.

Una cosa que la presencia de Gabriella me ayudó a comprender. Le hablé dentro de mí, como a veces discutía en voz baja con Pieretto. Aquel abandono, aquella soledad del Greppo, era un símbolo de la vida deshecha de ella y de Poli. No hacían nada por su colina y la colina no hacía nada por ellos. El desprecio salvaje de tanta tierra y tanta vida no podía dar otros frutos que no fuesen inquietud y futilidad. Pensaba de nuevo en las viñas de Mombello, en el rostro brusco del padre de Oreste. Para amar a una tierra hay que trabajarla y sudarla.

Volvimos al día siguiente a aquel pabellón y aquí la idea de Pieretto de que el campo sabe a coito y a muerte, me hizo sonreír. Hasta el zumbido de los insectos ensordecía, y el fresco ardiente de la hiedra, y el lamento de una perdiz. Los dejé, a ella y a Oreste, en la sala derruida, mientras pateaban y gritaban para alzar el vuelo de las perdices y salí afuera al sol.