Al atardecer, Oreste, molesto, se marchó en el birlocho y se hizo de noche en el Greppo. Conseguí estar solo bajo los pinos hasta la hora de la cena. Pieretto y Poli charlaban junto al estanque. Poli, que todo el día había estado con el rostro hinchado y cansado, hablaba con voz sumisa —me parecía oírle aquella noche en la colina, la noche de los gritos de Oreste—. Notaba, más allá del seto, las exclamaciones de Pieretto, sus salidas perentorias. Poli se quejaba, hablaba de sí mismo, de su cuerpo.
—Al fin he comprendido que debía curarme, reponerme como si fuera un niño… Ciertas cosas nunca se llegan a saber del todo. Morir no me dio miedo. Lo difícil es vivir. Estoy agradecido a aquella desgraciada que me lo enseñó.
Hablaba despacio, con fervor, con aquella voz baja y clara.
—En lo más profundo de nosotros hay una gran paz, una alegría… Todo lo nuestro nace de ahí. He comprendido que el mal, la muerte, no viene de nosotros, no somos nosotros quienes los hacernos. Yo perdono a Rosalba; ella quiso ayudarme. Ahora es todo más fácil… Hasta Gabriella.
—¡Historias! —le interrumpió Pieretto con un gruñido. Las dos voces se confundieron un instante, pero ganó la de Pieretto—. Eres un cara dura, pero a mí no me la das. Ni Rosalba quiso ayudarte ni tú tienes derecho a compadecerla. Érais dos cerdos. Deja en paz la inocencia.
—Estaba todo decidido —decía Poli en voz baja—. Nosotros no somos quienes nos damos la muerte.
Las voces se alejaron bajo la luna. Olfateé los pinos en el aire todavía tibio. Sabía casi a marina, pinchaba. Durante todo aquel día vagabundeamos por el bosque. Gabriella nos había conducido a una pequeña gruta bajo la roca rodeada de helechos en donde brillaba un poco de agua estancada. En una hondonada encontramos un árbol con melocotones dulces como la miel. Oreste estaba sombríamente alegre. Lanzaba aquellos gritos suyos salvajes para asustar a Gabriella. Por la noche me di cuenta de que en el Greppo no se oían voces de campo, cloqueos, cantos de gallos, ladridos. Desde allí arriba se dominaba la llanura como desde una nube.
Fuimos a cenar cuando ya era noche oscura, con la mesa deslumbrante preparada en el salón. Pinotta temía las ojeadas de Gabriella y acudía a todo.
—La mesa es sagrada —había dicho Gabriella—; mientras se puede se debe hacer de cada comida una verdadera fiesta.
Exigía flores aquí y allá, puestas con gracia sobre el mantel. Bajó con las sandalias, pero se había cambiado de vestido. Nos dijo con amabilidad: «Sentaos». Yo procuré no mirar los puños de la camisa de Pieretto.
Hablamos de Oreste, de su humor sombrío, de cuando él y Poli recorrían los bosques. Hablamos de la vida de la ciudad y de la del campo, de Poli muchacho y de la necesidad de soledad que pronto o tarde nos alcanza a todos. Gabriella habló de viajes, del aburrimiento mundano, de extraños encuentros en los hoteles de la montaña. Había nacido en Venecia. Nosotros confesamos que sólo éramos dos estudiantes.
Pinotta, con aquel paso suyo que parecía ir descalza, nos sirvió durante todo el tiempo. Comprendí que en algún lugar de la cocina debía haber otra mujer, la cocinera, la verdadera dueña de la casa. Miraba las flores, el mantel blanco, tragaba sin ruido, no apartaba la vista de Gabriella. No estaba muy convencido de encontrarme allí, ni de que semejante casa surgiera como una isla en aquella tierra de campesinos. Pensaba en los festones de papel coloreado de casa de Oreste, en las panochas amarillas, en la era, en las viñas, en los rostros, mirando en los umbrales de las puertas. Gabriella comía con desgana. Poli, inclinado sobre el plato, escuchaba a Pieretto, que charlaba y charlaba del placer que sentía paseando en la noche.
Miraba a Gabriella y me preguntaba si Oreste no había sido más listo que nosotros. Con muy buenas maneras se había vuelto a su casa a dormir, a estar solo, a pensar en nosotros, pero lejos. Él conocía mejor a Poli, sabía muchas cosas, pero estaba claro que en el Greppo no se hallaba a gusto. No había escapado de allí sólo para correr a ver a Giacinta. Días atrás, discutiendo acerca de si Gabriella era digna de venir con nosotros al pantano, habíamos comentado: «¿Qué harán esos dos en el campo?». Nos preguntábamos si habían ido para estar solos y en paz. «¿Qué hacemos nosotros? ¿Qué sabe Gabriella de Rosalba?». Ella parecía inteligente. «¿Y si por la noche tomaban juntos la cocaína?».
—Creedme —dijo Pieretto—, esos dos se detestan.
—Entonces, ¿por qué están juntos?
—¡Si yo lo supiera!
Menos mal que en la mesa Poli no cesaba de llenar nuestros vasos. Hasta Gabriella bebía a sorbos gustosos, echando hacia atrás la cabeza como un pajarillo. Yo pensaba: «A lo mejor si beben abundante serán más sinceros, más ellos mismos. Gabriella dirá entonces que quiere de veras a su Poli y Poli dirá que Rosalba era fea, que era para él un vicio, una locura y que gracias a nuestro encuentro aquella noche se ha curado, a nuestro encuentro y al berrido que lanzó Oreste. Bastará eso —me decía— y nos haremos amigos en seguida, dejaremos en libertad a Pinotta y nos iremos contentos a pasear o a dormir». La vida en el Greppo habría cambiado.
—Os aburriréis —dijo de pronto Gabriella—; aquí por la noche no tenemos más que grillos. Ha hecho bien vuestro amigo en ponerse a salvo.
—Los grillos, la luna —dijo Pieretto— y nosotros.
—Con tal que estén contentos —dijo ella jugueteando con la rosa que tenía delante. Luego levantó los ojos interrogante—. Sé que en Turín, con Poli, frecuentaban ciertos locales nocturnos.
Nos miró un instante y se echó a reír.
—Vamos, vamos, ¿quién se ha muerto? —exclamó—. Todos somos pecadores. Los infortunios rejuvenecen y nadie es culpable. Habíamos perdido un hijo pero nos ha sido dado de nuevo. Matemos el ternero.
Poli la miró de arriba abajo, bufando.
—¡Señora! —gritó Pieretto—. ¡Brindo por el ternero!
—Nada de señora —corrigió ella—; podemos llamarnos por nuestros nombres. Al fin y al cabo tenemos amigos comunes.
—Aquí va a terminar como anoche —dijo Poli sombrío.
Gabriella sonrió con maldad.
—Falta la música —dijo— y nadie está borracho hoy. Mejor, así podemos hablar con sinceridad.
—Se puede beber después —dijo Pieretto.
—Si quieres música —dijo Poli levantándose— puedo poner un disco.
Vi la mano sutil estrujar la rosa que había dejado caer y no me atreví a mirarla a la cara.
Poli se había sentado, sin poner el disco.
—La música quiere alegría —dijo—. Bebamos otro poco. —Alargó el brazo hacia el vaso de ella con una seña.
Gabriella aceptó el vino y lo bebió. Bebimos todos. Yo pensaba en Oreste y en su viña.
Mientras en el silencio encendía un cigarrillo, Gabriella aspiró el humo, nos miró y se echó a reír.
—No nos hemos entendido. Sinceridad no es delito. Odio los delitos pasionales. Quería solamente que alguno de ustedes me dijera si Poli, aquella noche en la colina, estaba muy gracioso cuando descubrió la vida sincera…