XVI

Dos días nos costó convencer a la familia de Oreste para que nos dejara volver allá arriba.

—¿No estáis bien con nosotros? —dijo el padre.

Las mujeres —ceñudas— confabularon en la mesa. Sólo la noticia de que Poli estaba casado tranquilizó a la madre, y las conversaciones se desviaron sobre el nuevo aspecto que la aventura de Poli asumía. Se quiso saber quién era la esposa, como era su obligación, si estaba deshecha por el dolor y al mismo tiempo firme y decidida a no dar su brazo a torcer.

—A ella no le importa un pito. Toma el sol —dijo Oreste.

—Esto sólo sucede cuando se vive separado.

—Pero cuando dos se han separado —dijo el padre— es porque ya hay algo más.

Oreste, harto, concluyó diciendo que la culpa era toda del dinero.

—Si no se tiene mucho estudias o trabajas, no tienes tiempo para locuras. Bueno, ¿vamos o no vamos?

Fuimos en el birlocho, pero aún no se había decidido si Oreste se quedaría con nosotros. Al despedirnos aquella tarde, Gabriella había dicho que era una lástima no poder ir a buscarnos con el coche, y Poli aclaró que se lo había llevado su padre para que no cayera en la tentación de correr más peligros y pudiera reponerse en serio. Volvimos a atravesar los campos, los bosquecillos de encinas, las profundas simas, las adelfas, la selva. En la mañana todo era lúcido y goteante, salvaje, solitario, con un zumbido de abejas, como un monte de otros tiempos. Busqué con los ojos los descampados abandonados. Pieretto dijo que era indigno que una colina entera perteneciera a un solo hombre, como en la época en que una sola familia llevaba el nombre del pueblo. Volaban los pájaros.

—¿Forman parte de la finca también? —pregunté.

En el rellano de pinos encontramos una novedad; hamacas y botellas, cojines abandonados sobre el prado. El jardinero se ocupó del caballo, lo llevó al establo. Pinotta, muchacha ruborosa y ceñuda que ya nos sirvió la otra vez, se quedó en la puerta del invernadero y nos observó sin salir al sol.

—Duermen —dijo alzando la barbilla.

En el invernadero se oía caer el agua.

—¡Cuántas botellas! —dijo Pieretto conciliador—. ¿Han bebido como cerdos? ¿Hubo fiesta anoche?

—Vinieron muchos de Milán —dijo la chica apartándose el pelo con el brazo—. Bailaron hasta que se hizo de día e hicieron batalla con los cojines. ¡Qué desastre! ¿Ustedes se quedan?

—¿Dónde están los milaneses? —preguntó Oreste.

—Vinieron y se fueron en coche. ¡Qué gente! Una mujer se cayó de la ventana.

La mañana era fresca en el bosque de pinos. En la espera nos fumamos un cigarrillo. No se movía nadie en la casa. Me apoyé en un árbol y contemplé la llanura. Bebimos el fondo de una botella y le rogamos a Pinotta que nos abriera la veranda.

Allí nos encontraron Poli y Gabriella. Se anunciaron con ruido. Pinotta echó a correr escaleras arriba, oímos voces, campanillazos, puertas que se cerraban. Finalmente bajó Poli en pijama, balbuciente y despeinado. Se quejó de que lo hubiéramos hecho esperar tres días; nos tendía la mano, discutimos en pie si la culpa de los excesos era del prójimo, o de quien se deja seducir.

—Buenos amigos —dijo— me han traído un poco de vida milanesa. El caso es que no vuelvan, debemos estar nosotros solos.

Entró Gabriella, fresca y vestida.

—Vamos, ¿quieren darse un baño? —nos dijo—. Déjalos en paz, hombre, ya hablaréis después.

Había olvidado el color miel de aquella cabeza y los pies desnudos en las sandalias, así como aquel aire perenne de llegar a una playa.

—Espero que aquí no haya dormido ningún loco de esos —nos dijo al acompañarnos a las habitaciones.

Fue entonces cuando Oreste, con decisión, declaró que él se iría a dormir a su casa; nos dejaba a nosotros en el Greppo y, si acaso, volvería en bicicleta.

—¿Por qué? —dijo ella haciendo una mueca—. ¿Mamá no quiere que se pierda? —Y luego añadió riendo—: Haced lo que queráis, ésta es vuestra casa y el camino de vuelta ya lo conocéis.

Al bajar al salón los encontré con Oreste. Pieretto se había quedado chapoteando en el baño. Me gritó algo a través de la puerta. Cuando entré en la sala de cristales no me había resignado a la aventura. Pinotta acababa de ordenar los jarrones, recoger los platos y vasos, limpiar los ceniceros. La sala presentaba ahora un aspecto delicioso, con los muebles y las cortinas claras y ligeras. En las otras habitaciones se amontonaban, desde los tiempos del abuelo cazador, adornos más rústicos: sillones, mesas de madera de encina —una cama con baldaquín—, pero aquí, en la sala, se notaba la mano de Poli y de Gabriella —«¿o de Rosalba?», me preguntaba—. No podía apartar de mi mente a Rosalba, las manchas de sangre, la estúpida maldad de aquellos días. La vergüenza que sentía al caminar por las alfombras, a comportarme educadamente, a ver a Pinotta llamada y ordenada con dureza y alegría era producto del recuerdo de Rosalba, de la sospecha que cosas semejantes pudieran suceder en medio de tanta limpieza y educación.

Aquella mañana hablamos de los bosques. Fue porque Oreste decía que a mí me gustaba el campo, tanto, que había renunciado al mar por el placer de venir aquí. Gabriella, entonces, habló del mar, de cierta playa con un pequeño puerto en donde tenían amigos y los olivos llegaban hasta el agua. Era un mar privado, una playa acotada, prohibida, con la piscina en medio del bosque para los días de viento y nadie podía entrar allí, ninguno que no fuera del grupo. Poli criticó el buen gusto de los dueños de la casa; según él los criados iban vestidos de pescadores, con la faja en la cintura y el clásico gorro en la cabeza.

—Estúpido, eso fue sólo para el día de la fiesta —dijo Gabriella con un tono que no me gustó. Vi una chispa, una mueca maligna, como el día de nuestro primer encuentro.

—¿Había un bosque que llegaba hasta el agua? —preguntó Oreste.

—Existe todavía. Esas cosas no cambian.

Había vuelto a su tono habitual, pero, hablando, no perdía de vista a Poli, Él fumaba y sonreía abstraído.

—En aquel bosque, Gabriella bailó Chopin —dijo mirando enfatuadamente el humo—. Danza clásica, descalza, con el velo, bajo la luna, ¿te acuerdas, Gabriella?

—¡Qué lástima! —dijo ella—. ¡Qué lástima que ayer no estuvieran tus amigos!

Llamó a Pinotta para ordenarle que abriera las vidrieras.

—Aún huele a la noche pasada —refunfuñó—. Los eróticos y los borrachos dejan tufo, como las bestias. Era odiosa aquella pintora tuya que fumaba habanos.

—Yo creí que la orgía se celebró bajó los pinos —dije.

—Son como los monos —saltó ella—; se esparcieron por todos los sitios. No excluyo que un par de ellos estén aún por el bosque.

Poli sonrió pensando en algo.

—¿No baja Pieretto? —preguntó.

Cuando al fin apareció, Gabriella nos había ya dicho que al Greppo se venía con absoluta libertad, se iba, se venía; quien deseaba estar solo, hacía bien en estar solo.

—Usted baja y yo subo —le dijo a Pieretto—. Sean buenos chicos.

Ya la otra vez había desaparecido a la misma hora. Poli dijo que iba a tomar el sol. Habíamos hablado de ello en el birlocho y Pieretto comentó: «Ésa está señalada como nosotros, ¿por qué no le decimos que nos acompañe al pantano?».

Me hubiera gustado estar solo, dar vueltas a mi gusto por la colina hasta la hora del almuerzo. En cambio, tomé a Oreste del brazo y nos fuimos juntos. Poli y Pieretto se quedaron discutiendo.